KEREZSTÚR

El dragón representado en el escudo de los Báthory, aunque en apariencia siguiese impertérrito en los blasones y emblemas heráldicos de la saga, cada vez se enroscaba con mayor fuerza en la mente de la mas desequilibrada de los miembros que nunca tuvo esta familia. Así debió de ser. Si algunos de ellos fueron vilordos, perezosos hasta la afeminación, otros se entregaron a cuantos vicios se den entre las clases poderosas, pero no pasaron de ahí, aunque la mayoría llevaba la crueldad en su carácter. Erzsébet, en cambio, ya era desabrida de adolescente, y luego siguió siendo una mujer constantemente malhumorada, irritable. Con la deshonrosa excepción de su tía Klara, cuya proclividad a la concupiscencia había frisado lo animal, y que de hecho la llevó a una horrible muerte, ese simbólico galardón de la crueldad lo ostentaron siempre, como no podía ser de otro modo, los hombres. Pero ellos tenían una excusa para sus excesos: la guerra. Y en ese caldo de cultivo para el odio y la venganza fue donde cometieron sus desmanes pese a que, en contrapartida, y como penitencia a su actitud, solieron ser muy creyentes.

Tanto los Báthory como los Nádasdy siempre se mostraron partidarios de la hegemonía española en Europa. Profesar la fe católica les hizo tener muy claro del lado de quién querían y debían estar. Años antes de que ella naciera, los ejércitos imperiales, con su triunfo en la batalla de Mühlberg, en Sajonia, restablecieron el catolicismo en Europa, aunque haciendo puntuales concesiones a los protestantes luteranos. De ello oyó hablar con frecuencia siendo una niña, así como de las victorias españolas en Pavía o San Quintín. Incluso, nada más llegar a casa de su futura suegra Orsolya Nádasdy, supo de la destrucción casi completa de la escuadra naval turca en Lepanto, evento que fue recogido con gran alegría por los húngaros. Posteriormente no dejaría de seguir, aunque con desgana, los acontecimientos que oía narrar aquí y allá, en conversaciones apasionadas de nobles a quienes sí importaba lo que acontecía en Europa. Se enteró, sin duda, del amotinamiento de los temibles Tercios de Flandes a causa de llevar varios meses sin recibir su paga, en Alost y Amberes. De que, años después, comandados por don Juan de Austria, esos famosos Tercios derrotaron a los Estados Generales de los Países Bajos en Gembloux, junto a Namur, o de que Ambrosio Spínola, genovés al mando de los Tercios de Flandes, conquistó varias plazas francesas y Ostende a los holandeses, quienes, como Inglaterra y posteriormente Francia, no dejarían de intrigar para infligir derrotas a la causa del catolicismo y los Austrias. No llegaría a saber de la aniquilación de los Tercios de Flandes, acaecida en Rocroi, pero sí de la tenaz defensa que durante años realizaron para salvar el invisible corredor geográfico que iba de los Países Bajos al norte de Italia, y por el que se trasladaban usualmente sus tropas. Hasta una tregua obtenida con Holanda en el año 1609 no era otra cosa que un suspiro para mover piezas sobre el tablero continental y armarse de nuevo en secreto. El que Felipe III de España se casara con la archiduquesa Margarita de Austria unió aún más los lazos de Habsburgos y Austrias. Pero España, aparte de por el oro que llegaba de las Indias Occidentales, era sostenida por los banqueros genoveses, que a su vez habían obtenido preponderancia en Europa tras arrebatarle ese papel a los Függer alemanes. Milán, en el norte, y Sicilia en el sur, así como Lucca, Módena, Parma, Urbino y la propia Génova eran aliados incondicionales de los católicos españoles. Sin embargo, el Papado se mostraba indeciso cuando no opuesto a la política de expansión de los imperiales, receloso de perder su influencia. Otro tanto podía decirse de la poderosa Venecia, con una de las flotas navales más expertas y temidas de Occidente. De todo ello había oído hablar Erzsébet en innumerables ocasiones, y siempre con gran ardor, incluso a su marido, quien a menudo se lamentaba de verse obligado a mantener una constante guerra con los turcos en el frente oriental de Rumania, Valaquia y Transilvania, no pudiendo combatir junto a los católicos en el corazón de Europa, donde, comentaba, sería tanto o más necesario que en la otra parte. Erzsébet siempre escuchó tales conversaciones, impregnadas de temores, lamentos o amenazas, como quien oye el sonido de la lluvia. A cuanto le decía su marido apostillaba con secos monosílabos, indicativos de que estaba de acuerdo, pero jamás preguntó nada en concreto, nunca dio muestras de enojo o predilección por ninguna de las potencias que en aquellos mismos momentos se disputaban la hegemonía de Europa. Parece claro que su mente, ya entonces, se hallaba en un lugar aparte, lejos de toda circunstancia o moral.

Erzsébet no estaba en guerra con nadie salvo consigo misma y su pléyade de fantasmas, que tampoco nadie podía ver. Ya de niña se enfurecía por cualquier nimiedad, habiendo llegado a golpear a varias de sus primas en mitad de sus juegos infantiles, y lo propio haría con las criadas. De joven vivió secretamente enfurecida contra la que había de ser su suegra. Amasó rencor hasta límites insospechados. Luego, recién casada con Ferenc Nádasdy, se negó durante varios años a tener hijos. Ella quería sentirse libre. No le temía tanto al dolor físico del parto como a la esclavitud que en su mente representaba poseer descendencia. No obstante, y como es natural, Ferenc insistía una y otra vez en el tema, lo cual la exasperaba, pero siempre procuró ir sorteando con habilidad lo que amenazaba con convertirse en un verdadero obstáculo para consumar sus planes. Ella anhelaba ser libre como la loba, como el águila, como la serpiente. Tuvo que ser la cólera secreta que le produjo dar a luz en cuatro ocasiones, varias de ellas en ausencia de su marido, que seguía en sus contiendas a lo largo de toda la frontera oriental, lo que la convirtió en dragón. Por fin era digna de sus antepasados. Sólo que ese dragón de forma humana, esa bestia de rasgos delicados e indudablemente atractivos, pues cuando se hallaba tranquila su semblante era de fragilidad, en el fondo ávido de destrucción y con una hambre crónica que le inducía a cometer el mal frecuentemente, había empezado a devorarse a sí misma. Atacaba su propia cola. Era antropófaga de su propio organismo. Y no iba a cesar en ese empeño hasta atragantarse, saciándose del todo. Aunque ¿dónde estaba tal límite? ¿Quién la advertiría cuando se sobrepasase, quién le daría sabios consejos que la librasen del cerco que, así debía de imaginarlo ella, se estrechaba en su entorno? Darvulia, quizá. Pero tampoco la anciana bruja parecía hallarse en condiciones físicas ni mentales óptimas cuando se inició el siglo. Aquejada de una incipiente parálisis que iba desgastando su cuerpo, Darvulia, la supuestamente inmortal, la todopoderosa capaz de hablar con las fuerzas del Mal allí donde éstas estuviesen, también se deterioraba a ojos vistas.

Acaso el dragón pensara entonces: ¿cómo, sabiendo tal cantidad de remedios para zafarse de la enfermedad y del envejecimiento, ella misma era ya casi una piltrafa? Eso sacó de quicio a Erzsébet. ¿Cómo Darvulia no empleaba sus fórmulas en beneficio propio? Además, una vez rebasada la cuarentena, y pese al estado inmejorable de su piel y la lozanía evidente de su cuerpo, empezaba a detectar aquí y allá arrugas que apenas un par o tres de años antes no estaban.

Las ojeras iban agrandándose de manera alarmante, al sur de sus ojos. Con auténtico frenesí se palpaba la Condesa esas arrugas cada mañana, tirando de la piel hacia abajo con energía, casi hasta hacerse daño. No pensaba en sus excesos, que la habían privado del descanso nocturno necesario. No pensaba en todo aquello que su cuerpo estaba ingiriendo, a través de la garganta o de los poros de la piel. Pero, sobre todo, no pensaba, no quería pensar en su edad. Se espantaba con la mera y forzosa aceptación de la realidad, y ésta no era otra que, luego de haber esperado tantos años para hacer lo que realmente deseaba, cosa que no pudo llevar a cabo libremente hasta el fallecimiento de su marido, ya podía ver en el horizonte la cincuentena. Seguían llamándola hermosa, y lo era mucho, seguían recordándole cada rato lo increíblemente bien conservada que estaba, y lo estaba. Pero eso no era suficiente. Ya no.

Allí, inmóvil durante horas frente a su enorme espejo oscuro, cada vez se apoyaba menos en los salientes, como hacía antaño cuando, decíase, deseaba besar su propia imagen reflejada. Un día recapacitó, sobresaltada, que llevaba bastante tiempo mirándose a una prudente distancia. Se dio cuenta de que cada día iba apartándose más y más de la superficie de azogue del espejo que, como si de una fatídica premonición se tratase, también iba oscureciéndose aquí y allá. El tiempo los consumía por igual al espejo y a ella.

Esas manchas de tono ligeramente carmesí ribeteadas de marrón, ¿de dónde salían? ¿Tal vez de la humedad, del polvo acumulado? Es difícil pensar que creyese en esa circunstancia natural que afecta sin distinción a los objetos, al brillante acero y al cobre repujado, al bronce bruñido o al hierro frío y suave. No, ella veía en el deterioro del espejo un presagio, una advertencia. Era la patética plasmación de su propio e inevitable envejecimiento. Entonces frotaba con encono, pero las manchas seguían allí. Como sus arrugas.

Hubo personas que la vieron en ese trance de descubrir día a día que, pese a todo lo que estaba realizando para impedirlo, se hallaba en camino, también ella, de convertirse en una anciana. Kata Benieczy, la lavandera, así se lo confesó llena de temor a su ayudante, la joven Vargha Balintné, madre de János. Y ésta, con el paso del tiempo, se lo contó a él. Los gritos de Erzsébet podían oírse por todo el castillo cuando en uno de esos momentos se sentía valiente y volvía a mirarse de cerca en el espejo.

El azul de las ojeras iba volviéndose negruzco, y allí había ya dos bolsas que sus dedos hacían desaparecer si tiraba de las mejillas. Pero, al dejar de hacer presión, las bolsas volvían a su sitio. Sus pómulos cedían. Muy lenta y fláccidamente, pero cedían semana a semana, mes a mes, y ella lo notaba. Lo mismo la piel del cuello, que empezaba a agrietársele. Pensar en los pellejos que colgaban del cuerpo de Darvulia la ponía al borde del espasmo. ¡Maldita bruja! Si no era capaz de evitarlo en sí misma, ¿cómo iba a hacerlo con ella? ¡Maldita mil veces! ¡Maldita embustera! Entonces Erzsébet la emprendió a golpes con todo cuanto se le pusiese a mano. Incluso se infligió heridas en el rostro, se arañó en esa zona de los brazos donde la carne se reblandecía sin remedio, se golpeó en los pechos que poco a poco parecían deshinchársele, perdiendo su antigua tersura. Fue por todo ello por lo que la alimaña con cuerpo de persona, la elegante depredadora que había sido hasta entonces, se convirtió en el dragón que, enloquecido, desesperado y hambriento, decide mutilarse a sí mismo, soportando el dolor de esa acción. El orgullo era más poderoso que la aprensión. Prefería morir a degradarse. Pero moriría matando. Estaba escrito.

Y es que el siglo se había iniciado con funestos signos que nada bueno auguraban para su futuro. Ferenc se mostraba achacoso con frecuencia, y llegaba enfermo, por lo general, de las batallas. Las infecciones de sus heridas tardaban en curar. Todo parecía derrumbarse tan lentamente que eso la exasperaba más que si de pronto hubiese perdido sus privilegios. Así lo manifestó públicamente en varias ocasiones. Porque Erzsébet admiraba, de entre cuantos personajes conocía, a su primo Segismundo Báthory, de quien el propio Ferenc Nádasdy había llegado a decir que era un energúmeno sin entrañas, ante lo que ella agachaba la mirada, como dando a entender que compartía esa opinión, pero en verdad tener conocimiento de ello la honraba en extremo. Segismundo, príncipe de Transilvania, que había abdicado de su trono a punto de concluir el siglo, quiso recuperarlo al año siguiente, pero fue sucesivamente derrotado por el voivoda de Moldavia. ¿Cómo hablarle a Ferenc de los juegos que ella y Segismundo realizaban cuando Erzsébet era una joven ya recién casada y él un adolescente lleno de brío e ideas impuras? Nunca lo haría, obviamente. En cuanto a su otro primo, Esteban, el rey de Polonia, se hallaba demasiado alejado y era demasiado religioso como para no renegar de él interiormente.

El nombre de Segismundo, el Báthory a quien Erzsébet sintiese más cercano en lo espiritual, pese a que sólo se veían cada mucho tiempo, era el que solía mentar cuando se sentía amenazada. «¡Llamaré a mi primo Segismundo y él pondrá las cosas en su sitio!» Ésa era la frase que acostumbraba a acudir a su boca cuando algo o alguien la contrariaban profundamente.

Y si al principio todos temían al susodicho primo, cuando pudieron verle en alguna celebración, borracho y decrépito, tan tosco en su actitud como abstruso y salvaje en sus comentarios, después ya no dieron crédito a tales amenazas. Tras la enésima derrota a manos del voivoda moldavo, Segismundo se había refugiado en su fortaleza del norte de la región de Ratot, construida en un escarpado monte, a orillas del Tisza. Desde allí, en su delirio megalómano, soñaba sin tregua con un nuevo intento de reconquistar la soberanía transilvana, de la que siempre se creyó acreedor por derecho divino. Pero en sus momentos de lucidez hasta la propia Erzsébet debió de convencerse de que era el poder de los Báthory el que estaba viniéndose abajo de modo inexorable. La ambición y crueldad de la que constantemente hicieron gala les había llevado a eso. Carecían del menor don de gentes para mantenerse en el poder, y su nula astucia en materia política los había aislado definitivamente.

En cierta ocasión, cerca de la villa de Cluj, en una pequeña aldea llamada Zvatará, pasaba Erzsébet por la zona de Borsa. Iba en dirección a Csejthe y vio algo que, según pareció, la llenaría de regocijo. Varios niños miraban, entre atemorizados y curiosos, el espectáculo de un hombre que asomaba la cabeza profiriendo lamentos y rezos desde el interior de un caballo muerto. Era obra de su primo, sin duda. Preguntó y así se lo confirmaron. Nada más llegar a Csejthe escribió a Segismundo y éste, a través de un mensajero, le hizo saber en su breve misiva que aquel hombre era un traidor: había permitido que los turcos, en una incursión por sorpresa a la aldea, se llevasen a su mujer y su hija prisioneras para sus harenes o para matarlas en cuanto las violasen, qué más daba. Aquel despreciable hombre, le decía en la misiva Segismundo, seguía vivo. Parece ser que, aterido de miedo, se escondió en un pajar mientras los otomanos saqueaban la aldea para retirarse de inmediato a los montes del Pók, donde tenían sus escondrijos. Aquel hombre estaba vivo, aquel hombre no defendió a su mujer y a su hija, y ése era el castigo que merecía por su infame pusilanimidad. De otra parte Segismundo se excusaba del hecho de que tal suplicio no fuese ocurrencia suya, así se lo explicaba a Erzsébet en su carta, sino que era algo usual que ponían en práctica los turcos con sus prisioneros.

Matar un caballo, abrirle en canal e introducir allí, fuertemente atado, a un hombre. Luego cosían de nuevo la piel del caballo y el tipo quedaba mezclado con sus entrañas, que en pocas horas empezaban a descomponerse. Así se pudrirían juntos. Los gusanos del animal devoraban lentamente al hombre en un suplicio que duraba días.

La imagen de la cabeza de aquel hombre saliendo, más o menos como si de una pelota se tratase, del culo del caballo, como si éste estuviese pariéndolo, cautivó la imaginación de Erzsébet. Pero aunque hechos de tal laya fueran normales en aquella época de litigios con gentes de otra raza y cultura, muchas personas los veían con la lógica repugnancia. El propio Ferenc Nádasdy, cuando su esposa le narró entusiasmada y con todo lujo de detalles el episodio de la aldea de Zvatará, puso un mohín de asco y arguyó que con un traidor lo que debía hacerse era matarlo pronto. Sin más. Y si de lo que se trataba era de dar un escarmiento, se exponía su cuerpo durante varios días. Lo otro, dijo, era algo que nada tenía que ver con la fe cristiana, y ni siquiera el horror de la guerra lo justificaba. Ella, disimulando su decepción, volvió a mostrarse recatada y hasta convencida, pues tal fue siempre su táctica con Ferenc, pero interiormente veneró aún más a su primo Segismundo, quien ahora, por desdicha, había perdido casi toda su influencia en Transilvania, y cuya figura quedaba relegada a la triste, ignominiosa tesitura de ser un rebelde más, como los propios turcos. Pero algún día, pensaba Erzsébet en su fuero interno, Segismundo recuperaría lo que le fue arrebatado injustamente, sin tener en cuenta la estirpe a la que pertenecía, ni sus méritos en el inacabable combate contra los infieles.

Algo martilleaba sin cesar y amargamente en la conciencia de Erzsébet, no en el sentido de que la tuviese en una acepción moral del término, eso cree János Pirgist en sus reflexiones. Más bien lo que martilleaba hasta causarle un profundo dolor, una ansiedad voraginosa, debía de ser la certidumbre de una total ausencia de la misma. Porque su educación, quiérase o no, había sido cristiana. Su suegra incluso intentó hacer de Erzsébet una mujer piadosa, como ella misma. Pero la joven Erzsébet creció terca y llena de crédulas supersticiones. Con la boca oraba, pero con el pensamiento iba más allá, mucho más allá de los páramos de castigo, penitencia o gozo que prometía la fe que a la fuerza intentaban inculcarle. A ella le atraía ese otro vacío, esa suerte de ausencia de ser, ese vacío que la imantaba y cuyo significado no empezó a desentrañar hasta que aparecieron sus visiones.

Porque, a fin de cuentas, y una vez superada la época de las pócimas que Darvulia utilizaba únicamente sobre su piel, llegaron las visiones, ora espeluznantes, ora creadoras de un elevado grado de excitación física, y sobre todo mental. Eso le provocó la ingestión de la gavilla de plantas y productos nacidos de la madre tierra que su bruja le procuraba. Primero a modo de simples infusiones, que debía apurar hasta el último poso que aquellas mezclas lograban. Luego comió, ya directamente, el hongo y el tallo de la planta, el pétalo de la flor y la raíz de la mata. Sabores amargos todos, sí, pero que a los pocos minutos generaban en su mente una sucesión de imágenes tan aturdidoras que poco más podía hacer que permanecer echada, bien fuese en el lecho o en su mullido sillón veneciano bordado de rafia. Al principio ni siquiera era capaz de mantener el equilibrio. Después su organismo fue inmunizándose paulatinamente. Ya permanecía erguida, aunque sin hacer apenas movimientos. Hasta que vio que era posible realizar algún gesto, por leve que fuese, mientras duraban aquellas sesiones que consistían en un envenenamiento a duras penas controlado de los sentidos. Finalmente llegó a dominar su motricidad simultáneamente a cuando se consumaban sus caídas en ese demente estado de éxtasis, nunca controlado del todo, pues si en una primera fase le resultaba imposible tan sólo abrir los ojos o articular una palabra, con el tiempo no sólo llegó a hacerlo, sino que daba precisas órdenes y ella misma se movía, aunque con torpeza, como sonámbula de algo que era muy superior a la simple ebriedad.

A ese respecto el padre János Pirgist cree tener un amplio conocimiento. Pero eso le resulta algo tan inconfesable que hasta ponerlo por escrito le causa recelo. A veces ha pensado en ello con culpa, pero otras, fundamentalmente en la última época, cuando siente que el tiempo se le acaba y todo en la vida posee un relativo valor, porque todo será olvidado cuando nos introduzcan en la gélida tumba, ese sentimiento de culpa se diluye en otro quizá menos duro, pero igual de desazonador.

Él, a diferencia de esas gentes que nunca quisieron saber, pese a que poseían múltiples indicios para haber indagado en ello, siempre quiso llegar hasta el fondo de los enigmas que le acosaron a lo largo de su vida. Él, filósofo a su pesar, no podía dejar de hacerse la pregunta acerca del porqué de las cosas, de las sencillas y de las complejas. Lo mismo pasaba con la actitud o carácter de las personas. No se quedaba tranquilo hasta que alcanzaba, si no a justificar, sí al menos a comprender las causas profundas que incitaban a alguien a hacer esto, y a ése de más allá, lo otro. Por tal razón, y no sin los lógicos esfuerzos para dar con lo que buscaba, finalmente halló lo que, a su entender, pudo haber sido el elemento, o con mas exactitud, la serie concatenada de elementos endógenos que marcaron el comportamiento brutal de Erzsébet Báthory.

Que la mayor parte de sus antepasados, e incluso sus contemporáneos, como era el caso de su primo Segismundo, estuviesen locos, a tenor de determinados actos que cometieron, incluso teniendo en cuenta la eventualidad de que ella hubiera padecido algún grado de epilepsia, una enfermedad que forzosamente tuvo que transmitirse de generación en generación entre su familia, ¿justificaba lo que hizo Erzsébet en aquella década de locura, la última de su vida? La respuesta era no. O no sólo.

Y a pesar de todo parecía cierto que en ella latía el embrión de un monótono y atroz compás que durante más de cuarenta años nadie pudo evaluar en toda su amplitud. Pero faltaba el desencadenante, y una de las piezas clave de ese factor desencadenante, así lo creía Pirgist tras largo tiempo de indagaciones y posteriores pruebas consigo mismo, por fuerza tenía que estar en lo que Darvulia le daba. Algo que fue subiendo de nivel hasta desbordarse como el cauce de un río. Algo que, por supuesto, ni la propia Darvulia se atrevió jamás a probar, pues no estaba segura de lo que podía salir de tal experiencia. Su maña para sobrevivir se cifraba en la secular superstición de las gentes ante lo desconocido y, aquí residía lo importante, su innegable sabiduría para extraer de la tierra arcanos que estuvieron ahí, creciendo y marchitándose, volviendo a nacer para de nuevo pudrirse, en interminables ciclos, y así desde que el mundo es mundo y la tierra, tierra. Darvulia conocía las reglas de los cielos, anticipaba los eclipses y las tormentas, así como los períodos de sequía. Todo ello estaba inscrito en una serie de códigos que, a su vez, debió de heredar de otra hechicera como ella. Y, si se lo hacía saber a las gentes con antelación, éstas creían automáticamente en sus poderes. Lo mismo podría decirse de su conocimiento de los misterios que envuelven el universo vegetal. Si a una persona de buen corazón e inconmovible fe le hubieran dado una de aquellas pócimas, diciéndole en tono seguro: «Con esto verás a Dios», sin duda, o por lo menos con un elevado número de posibilidades, esa persona crédula y bienintencionada hubiese acabado arrobada con la súbita irrupción del Paraíso ante sus aturdidos ojos, incluso teniéndolos herméticamente cerrados. Toda una legión de ángeles desfilarían sin cesar por la mente de quien ingiriese el extracto de la planta, pues su fe en lo ultraterreno era enorme y su bondad inagotable. Porque era eso y no otra cosa lo que deseaba ver. En el polo opuesto, si esa misma operación se efectuase con una persona de turbios pensamientos y con una innata inclinación a profesar credibilidad a cualquier tipo de fuerzas tenebrosas, sus visiones probablemente irían en tal sentido.

Erzsébet no era a Dios a quien quería contemplar. No precisamente. Más bien quería hacerlo con su opuesto. Y lo encontró. Darvulia, pues, se limitó a ofrecer a su mecenas el alimento que ésta necesitaba, convirtiéndola en una vicaria del mal. Pero si ella misma no probó aquello que ofrecía a Erzsébet es porque era bruja, mas al cabo humana. Erzsébet no. O no del todo. Y ahí se inició su precipitación al abismo.

Pirgist siente una fuerte punzada en el pecho al recordar, mientras escribe sin pausa. Se ve a sí mismo, más joven y desesperadamente curioso, probando alguna de las supuestas pócimas que ella tomó en cantidades imposibles de mesurar, pero enormes sin ningún género de duda, muy superiores a las que él se vio capaz de ingerir. János cierra el puño, dejándolo muy cerca del corazón cuando reconstruye las imágenes que su cerebro creó al hacerle efecto tan devastadores poderes. Sus alucinaciones fueron horribles, porque de entrada era horrible lo que él esperaba hallar en ellas. Al igual que hizo Erzsébet, probó de aquí y de allá. Luego, aún neófito y temeroso, efectuó mezclas, siempre asesorado por personas con conocimientos de Botánica y de Medicina. Intentaba acercarse así al espectro que la Condesa tuvo que presenciar. Paso a paso, en soledad y con escasa luz, cerrado su dormitorio bajo llave y con un libro de oraciones a mano, se dejó llevar por aquella tempestad de imágenes que en varios momentos dieron con él de bruces en el suelo.

Entonces, al reponerse un poco del impacto de tales visiones, le sobrevenía una sudoración fría, así como fuertes temblores. Igual que a ella. Entonces se decía: «Ya lo sé, ahora sé qué veía…» Acto seguido, entre rezos compulsivos, se repetía: «Nunca más, nunca más…» Pero al cabo del tiempo lograba enterarse de la existencia de otra planta que también ella pudo tomar, el estramonio o el mezéreo, la aladierna o la dedalera, el ajenjo o el evónimo, y su espíritu, en ese afán desmedido de conocimiento que estaba llevándole al borde de la sinrazón, no descansaba hasta que la probaba. Luego se repetía su contrición. La mente de Pirgist estaba tan llena de cuanto vio, oyó, e intuyó cuando era niño, tan rebosante de cuanto logró sonsacarle a su madre antes de que ésta muriese, en medio de períodos de fiebre en los que era posible arrancarle alguna palabra relacionada con aquella época aciaga que a todos marcó de por vida, tan repleta de cuanto respecto a la Condesa había ido averiguando en el último medio siglo y que en verdad conformaba la mayor parte de su vida, tanta había sido su obcecación por entrar, más allá del espacio, más allá del tiempo, en el cerebro de Erzsébet, que por fuerza sus propias alucinaciones tenían que ser aterradoras. Lo fueron. Por eso, y porque llegados a tal extremo seguía sin comprender realmente, aunque por fin había entendido algo, entreviéndolo con la mirada de la imaginación, hubo un momento en el que el «nunca más» se hizo realidad. Alcanzó la frontera en su osadía. Ya ni siquiera deseaba saber más, pues aceptó que cuanto viese en tal estado sería de índole espuria y abominable. Llevaba el horror cosido a sus más inextricables pensamientos y sensaciones. Por ello decidió poner fin a la búsqueda. No inútil pero sí vana. No baldía pero sí, en esencia, estéril. Porque, así se lo dijo vez tras vez, aquel horror continuado y sólido, a juicio suyo seguía sin justificar los actos cuya génesis él intentó discernir con la tenacidad del descubridor, con el temple del cirujano, con la firmeza del pionero.

Hay ciencias, hay descubrimientos, hay paisajes espirituales que sólo admiten un pionero, pues el resto, los que le suceden, son burdos imitadores, ecos de un eco ya ido y cada vez más débil e inaudible. Ella fue la pionera, y él sólo podía seguir el difuso rastro de sus huellas. Supo que nunca hallaría el camino y, atemorizado, a ratos arrepentido y otros lleno de frustración y enojo, lo abandonó.

Era excesiva la delantera que Erzsébet le llevaba, incluso al margen de sus taras familiares y su supuesta maldad en estado puro. Ella sin duda fue muchísimo más lejos que él en ese pulso con lo desconocido. Tomaría otras plantas de las que Pirgist no había encontrado rastro alguno, y en proporciones considerablemente más grandes. A lo que cabía añadir que mientras él era un hombre corpulento y sano, pues siempre llevó una vida regida por principios de austeridad y buenas costumbres, ella debía padecer el inconveniente de sus continuos excesos, así como su propia condición de mujer, en teoría menos fuerte que el varón. Pirgist seguía siendo un hombre no obeso pero sí fornido, que sobrepasaba en más de una cabeza a la práctica totalidad de personas que conocía. En cambio la Condesa, según le contó en cierta ocasión su madre, ya en el lecho de muerte, no tanto en una confesión producto de los recuerdos sino producto de la fiebre que la hacía monologar intermitentemente, era más bien baja de estatura, aunque muy estilizada pese a su edad. Ella lo disimulaba usando altos tacones que ocultaban los pliegues de la falda y caminando erguida como un junco. Eso la hacía aparecer inmensa. Así lo balbuceó su madre mientras agonizaba:

—¡Tendrías que haberla visto, apoyada en la balaustrada junto a la torre más elevada del castillo, o paseando por los alrededores, tendrías que verla! ¡Parecía llegar al cielo…! —deliraba su desdichada madre, que en su obnubilación confundía cielo con infierno.

Entonces, se dice Pirgist, si era de constitución débil y por tanto su organismo vulnerable, si ese cuerpo por fuerza debía de estar castigado por la vida que siempre llevó, ¿cómo era posible que hubiese aguantado aquello?

Pirgist nunca llegó a saberlo. Simplemente se lo imaginó, ya que no le quedaba otro remedio. El ser humano, y algo de humano debía de tener Erzsébet, es capaz de sobrepasar con creces, en apariencia, sus propios límites físicos y mentales si su convencimiento le induce a hacerlo. En cierta ocasión, un galeno de Praga le dijo, sabiendo de lo que János le hablaba:

—La sugestión no mueve montañas, pero sí las hace cambiar de sitio…

Ahora por fin lo entendía.

Él mismo era un pobre hombre acosado de temores, de achaques, de dudas. Un pecador más de los muchos que pueblan el mundo intentando que la muerte no les sorprenda sin tener su espíritu en paz y libre de mácula para así, en la otra vida, tener no sólo el descanso eterno sino también la dicha infinita de yacer junto al Creador.

Pero nada de eso concernía a Erzsébet. Su ateísmo no fue humano, como no lo fueron sus actos.

Ella fue la hija del trueno y de la noche. Vivió carente de escrúpulos, y ni el más ligero atisbo de remordimiento impidió cualquiera de sus fechorías. No necesitaba alcanzar un estado de gracia en la otra vida, pues se la había dado a sí misma en ésta. Tampoco anhelaba la presencia del Creador, ya que no creía en Él, sino en su acérrimo enemigo. Eterno a fin de cuentas. De ahí, quizá, que en vida hiciese méritos por acercarse más, en la hora de su muerte, a Aquel a quien rindió culto mientras vivió.

Pero en su demencial búsqueda de la gloria en las Tinieblas, desconocedora de qué significaban la moral o el pecado, también ella cometió errores. Errores puntuales, mínimos, que a la postre lo único que hicieron fue cortar bruscamente la desgracia que llevaba a cuantos lugares alcanzase su poder, que era mucho. Los cometió, por suerte, precisamente por su empeño en vulnerar cualquier precepto ético adoptado por el género humano desde que éste existe. Por ejemplo, profanar a los muertos. Así, ahondó en su propia superación del pecado, buscando siempre uno mayor y más inmencionable. Ése fue su gran pecado.

Si su tía Klara obró como obró, inducida por los rigores del sexo cuando éste se torna enfermedad, y sus antepasados y familiares aún vivos, como su primo Segismundo, lo hicieron por algo tan humano como detestable que simbolizaba el afán de poder, ella, la hija del trueno, no dio síntomas de hacerlo ni por lo primero ni por lo segundo. Sus orgías fueron depurándose en perfidia y voluntad de causar daño físico, sin otra razón aparente que las justificase. Es dudoso que lo obtenido en ellas, piensa Pirgist, fuese únicamente placer sexual, aunque sin duda también lo obtendría de vez en cuando, sobre todo en la primera época. De eso apenas nada puede saberse, pues ella sería la única testigo. En cuanto a sus víctimas, todas murieron. Quizá haya que aguardar a estar en el cielo para que lo cuenten, sigue razonando Pirgist.

Y en cuanto al poder, ¿de qué le servía a Erzsébet todo su supuesto poder si lo empleaba prácticamente en soledad, a lo sumo rodeada de su fiel círculo de secuaces, que permanecían a su lado como animales de compañía, y con los que realmente no podía compartir nada? Quien tiende a aspirar al poder lo hace para mostrarlo al exterior. Ello va implícito en el propio espíritu del poder. Emplearlo para que otros lo vean. Hacer gala del mismo para que otros sufran sus consecuencias. Ésa es la diferencia básica entre quienes lo ejercen y quienes lo padecen. Pero usar tal poder en alcobas sombrías, en lavaderos helados y oscuros, borrando después a toda prisa las huellas de lo que allí sucedió, es decir, la prueba fehaciente de ese poder, ¿tiene sentido?

Comúnmente, así viene siendo desde hace siglos y por desventura así acaecerá hasta el final de los tiempos, quien tiene poder es para ejercerlo y también para hacer ostentación del mismo en cuantas ocasiones puede, pues de ese modo se perpetúan las jerarquías y vínculos con quienes obedecen. En su caso, seguía diciéndose una y otra vez János Pirgist, ¿no resultaba absurdo ese poder cuando lo utilizaba para dar rienda suelta a sus más bajos instintos prácticamente en la furtividad, ya que así consumó sus más abyectas acciones? Lo grave de Erzsébet es que fue, aun en un nivel intuitivo, lo suficientemente astuta como para saber utilizarlo de modo que una serie de personas, desde sus fieles ayudantes Dorkó, Jó Ilona y Ficzkó o Kata, la lavandera, y luego una lista mucho más extensa de colaboradores, la ayudasen en sus proyectos. Era inteligente pero ¿de dónde emergió su instintiva sabiduría para sembrar el miedo? ¿Con qué sutileza hilvanaba sus tramas, articuladas sobre el lánguido encanto que emana de quienes, poseyendo gran belleza, tienen asimismo enorme poder? ¿Cómo supo conjugar esa sugestiva connivencia entre servidumbre y silencio?

Tuvo que ser, no obstante, al poco de quedar viuda, o sea a partir de 1604, cuando la Condesa empezó a cometer sus primeros excesos graves. Y eso, con el tiempo, iba a acabar volviéndose contra ella. No fue en Csejthe, su guarida predilecta y donde mayor número de muchachas torturaba y asesinaba, el lugar en el que incurrió en tales incurias. No, esa serie de negligencias empezaron en los alejados castillos de Pistyán, de Sárvár y de Kerezstúr. Ahí se le fue la mano, ahí fue donde perdió los nervios y la paciencia. Donde tuvo prisa, una prisa inconcebible que la hizo olvidar la elemental prudencia de borrar huellas de sus crímenes.

En Pistyán dejaron el cuerpo de una muchacha enterrado a escasa distancia de la superficie poco antes de que ella misma partiese de allí con sus secuaces. Era época de lluvia y el agua removió la tierra. Días después de que hubiesen abandonado el lugar, uno de los perros de su yerno, el conde Miklós Zrinyi, removiendo con sus patas dio con el macabro hallazgo. El yerno, asustado, quizá ni siquiera se lo comentase a su esposa, la hija mayor de Erzsébet. A quien sí hizo partícipe del descubrimiento fue a Megyery, el tutor de Pál, hijo pequeño de la Condesa. Éste receló, sin duda, y a partir de entonces ya nunca dejaría de estar en guardia, pues desde entonces empezaron a llegarle rumores, primero confusos y dignos de poco crédito, luego ya más preocupantes y fundamentados. Pero aún tardaría varios años en comentarle tan terribles sospechas a György Thurzó, el Palatino pariente de Erzsébet.

En Kerezstúr se recurrió a unos estudiantes que estaban de vacaciones por aquella zona para que enterrasen los cuerpos de varias muchachas. Cuando preguntaron, se les dijo que habían fallecido a causa de una súbita y rara epidemia. Pero a nadie más parecía haber afectado esa misteriosa epidemia. Además, se dieron cuenta de que los cadáveres de aquellas desdichadas estaban horriblemente mutilados. Sus memorias no olvidarían.

En Sárvár, exactamente junto a unas cuadras que distaban poco del castillo, se enterró a cuatro muchachas en un hoyo destinado para guardar el trigo. También ahí alguien vio los cuerpos. También ahí se les dijo que habían muerto por motivo de una repentina enfermedad que era contagiosa, con lo que las gentes no tendrían intención de acercarse a saber más. En el propio Kerezstúr cinco muchachas habían sido asesinadas durante un fin de semana, pero la Condesa, con sus volubles cambios de ánimo, decidió partir de improviso. Ordenó a Kata Benieczy que levantase parte del suelo y las dejase allí. La lavandera no tuvo fuerza suficiente para hacerlo, así que, como tuvo que irse rápidamente en dirección a otro castillo, las dejó debajo de una cama, envueltas en sábanas y mantas. Como era verano y las temperaturas bastante elevadas, pronto los cuerpos empezaron a despedir olor. Éste se extendió por todo el castillo. Algunas gentes preguntaron, alarmadas. Kata se vio obligada a excusarse diciendo que aquel olor se debía a varios animales de compañía de la Condesa, que murieron durante su estancia. Pero nadie había visto a esos animales. De madrugada, y antes de regresar a Csejthe, Kata tuvo que sacarlas de allí y enterrarlas en un campo algo alejado. A pesar de eso, la alarma cundió por todas partes. Pero nadie parecía dispuesto a hablar.

Fue en esa época cuando Kata se sintió definitivamente aterrorizada por lo que estaba pasando. Llevaba más de diez años al servicio de la Señora, y vio su evolución. Incluso le había confesado a Vargha, la madre de János, que a menudo pensó en huir, pero era consciente de que si lo hacía no iba a llegar muy lejos. El brazo vengativo de Erzsébet la perseguiría allí donde estuviese con intención de cerrarle la boca para siempre, pues ya había visto demasiado. Para agravar su situación, y aunque ella nunca estuvo presente durante las torturas, la Condesa solía avenirse a sus consejos, mientras que Jó Ilona y Dorkó o el taimado Ficzkó se encargaban de la parte más nauseabunda de tales procesos. Kata no veía, pero a fin de cuentas primero tenía que lavar los rastros de la ingente cantidad de sangre que dejaban aquellas orgías y posteriormente deshacerse de los cuerpos. Previno a la madre de János, diciéndole que al menos ella hiciese todos los esfuerzos posibles para mantenerse lo más al margen posible de cuanto sucedía. Y que, sobre todo, tuviera la boca cerrada. Bajo ese estado de sobresalto y perpetuo pánico vivían las dos, fundamentalmente Kata, a quien la Condesa había regalado, entre otras cosas, catorce faldas para sus dos hijas. Éstas, a las que Pirgist recordaba haber visto alguna vez en Csejthe, y con quienes llegó a jugar en los patios del castillo, eran algo mayores que él. Kata consiguió sacarlas de allí enviándolas con su familia a Risnor, en la frontera con Valaquia. Era un modo de salvarlas, pues también ese par de hermosas muchachas estaban justo en edad de ser objetivo de Erzsébet. Kata la conocía lo suficiente como para saber que en un momento de crisis, como ella llamaba a los períodos en que la Condesa parecía estar poseída y se comportaba como una furia, probablemente no haría distinción alguna entre simples campesinas secuestradas en cualquier parte o las propias hijas de una de sus más fieles servidoras.

Para cuando enviudó y por fin se supo libre, Erzsébet debía de tener sobre su conciencia un número bastante alto de crímenes, aunque, a excepción de los casos de Pistyán, Kerezstúr y Sárvár, había conseguido disimular la estela que dejaron. Ella misma, en su enloquecida huida hacia adelante en aquello en lo que se había convertido, una consumada sacerdotisa del espanto, olvidó que la vileza extrema, la abyección más tenaz y la crueldad más obsesiva, también requerían, aunque fuese una noble, alguien de tan egregia cuna, que por el mero hecho de ser una Báthory estaba emparentada con los reyes de Polonia, Hungría o Transilvania, de determinados protocolos y formas. Y del mismo modo en que quien mata una vez, eso se dice, ya está desinhibido para volver a hacerlo, así quien comete un exceso en relación a su crimen inicial, será proclive a reincidir en esa negligencia, bien debido a la suerte que sin duda cree que va a acompañarle siempre, bien a que, como le sucedía a ella, en todo momento pensó que estaba por encima de las humanas cosas y leyes.

En el recuerdo atormentado de János, aquellas chicas que fueron inmoladas eran claveles, rosas, orquídeas. Todas acabaron teñidas de rojo. Careciendo de futuro, fueron prematuramente cortadas. Mas si la propia Erzsébet se esmeró en anotar la mayor parte de sus nombres en el cuaderno que llevaba a modo de Diario, también Pirgist recordaba ahora que, años atrás, él intentó ponerles palabras a sus efímeras vidas:

«Clavel, rosa que envejece. Rosa, orquídea suplicante. Orquídea, mariposa disecada.

»He ahí el clavel, rosa con llagas y fiebre. He ahí la rosa, que dormita aovillada. He ahí la orquídea, que con elegancia perece.

»Clavel, pasión que yerra astillada. Rosa, sudario de muchacha enamorada. Orquídea, esqueleto del clavel, y de la rosa balada.

»He ahí el clavel, rosa crispada. He ahí la rosa, clavel ruborizándose. He ahí la orquídea, paloma engalanada.

»Clavel, rosa, orquídea, pétalos rotos como cuentas de un rosario en el camino, huellas rojas sobre la escarcha de la mañana. »

Y pisoteando el clavel, la rosa y la orquídea, con sus mangas de blanco lino empapadas, ella, Erzsébet, la alondra ensangrentada.