SÁRVÁR

¿Tuvo la culpa Darvulia, aquella decrépita y encorvada bruja de los bosques de la región de Sárvár a la que no sin ímprobos esfuerzos logró encontrar la fiel Jó Ilona, oriunda de esas tierras? ¿La tuvo realmente?

¿La tuvo la belladona, que crece entre otras hierbas con disimulo, como si fuese una más, pero que los animales eluden? ¿La tuvieron el beleño o la mandrágora, que asimismo se camuflan con discreción entre otros cientos de formas vegetales en la espesura de los montes, donde el hombre apenas se atreve a pisar, pues otros tantos animales lo acechan en la sombra?

¿Podían tenerla, acaso, la cicuta, cuyas copas parecen diminutas estrellas estallando, pero petrificadas, o el cornezuelo, cuyos poderes se han transmitido a lo largo de los siglos, o la cincoenrama, con sus amarillas flores solitarias de inocente apariencia? ¿La tuvo el cólquico, tan similar a los azulados tulipanes, o el muguete, que es como el lirio de los valles? ¿La tuvo el acónito, que crece junto a los arroyos, en la alta montaña? ¿La tuvieron, tal vez, esos hongos que en invierno destilaban humedad, cubiertos de agujas de pino y cuya ingestión provocaba, así se decía, delirios y todo tipo de visiones?

Es posible pero, aunque fuese de tal modo, ¿cómo distinguirlos de otras tantas especies de setas y flores, unas comestibles, otras no, si no se conocía su inmencionable religión, su secreta influencia?

Darvulia sabía de esas criaturas nacidas de la tierra. Era su soberana. Sólo necesitaba alguien que las probase. Y, además, que lo hiciese sin ningún temor, sin el más leve signo de aprensión. Ésa era Erzsébet, quien de niña tenía ya pensamientos de anciana loca, y cuando sobrepasó los cuarenta años de edad cayó en la locura de querer convertirse, al menos físicamente, en una niña. Con ella se podía especular en el álgebra de las plantas.

Todas esas hierbas, así como una resina endurecida extraída de lo que se conocía como cannabis, nombre latino del cáñamo, y que de Anatolia, Irán o lugares lejanos habían traído los turcos, se las ofreció a Erzsébet, creyendo que al principio ésta le diría «basta» en algún momento. Pero no fue así. Al contrario. La más silenciosa de los Báthory, aunque tan retorcida y curiosa como todos ellos, una vez hubo mirado en ese pozo de fantasmagorías que le provocaba cuanto Darvulia iba dándole, acaso fascinada por algo que entrevió allí, en aquellas profundidades oscuras e insondables de la conciencia, quiso seguir probando más y más. Por fin había descubierto eso que la hacía extraviar definitivamente su temor secular a Dios. Por fin algo que la acercaba a la esencia de lo que tanto anheló, sentirse el Dios que pudo haber sido antes de la rebelión de los ángeles: el Diablo.

Fue todavía peor. Erzsébet, en su avidez, obligó a Darvulia a buscar esas plantas, hongos y hierbas donde ya prácticamente no quedaban. Y Darvulia, amedrentada, sabiendo de lo que era capaz aquella mujer cuya imaginación ella misma estaba contribuyendo a engrandecer, aun enloqueciéndola, dejó atrás el lago Balatón y las llanuras de Hungría y luego ascendió a zonas frondosas del alto bosque, donde fluyen rizados y rumorosos manantiales nacidos en enclaves ignotos, donde las fuentes escriben secretas historias sobre las superficies de la roca yerta, siempre mojada. Indagó en parajes de una espesura tal que sólo el zorro, el lobo, el jabalí y algún que otro animal podían atravesar sin dañarse. Y llegó allí donde la corteza de los árboles, que la permanente umbría ha vuelto tenebrosos guardianes de una nada latente, dicta nuevas sendas, nuevos vericuetos por los que rastrear tan peligrosos y apreciados manjares para la mente. A tal efecto tuvo que realizar largos viajes, hasta la zona de Maramures y los montes de Bistrite, y allí, a los pies de Pietrosul, del Borgo y del Ciahlau, de nevadas crestas, las encontró. Invertía semanas en esos viajes, pero a Erzsébet no le importaba si al final obtenía su preciado botín. Otras veces Darvulia había ido hacia el sur, a los montes Cerne y Steflesti. También en las laderas de colosos de piedra como el Parängului o el Pelezga dio con los ansiados tesoros que sólo ella sabía reconocer.

Y sí, en medio de aquel vivero de sombras y ruidos tenues pero amenazantes, cerca del musgo y a menudo relucientes por las bayas desplomadas una a una de los abetos por la fuerza del viento, por el furor de las heladas o por la inercia natural de su propio ciclo de vida, Darvulia seguía hallando una nueva vida que ofrecerle a Erzsébet. Lejos quedaban los olmos, los gorjeantes hayedos, los sotos floridos de la planicie o el bosque más bajo.

Estaba muy lejos de las zonas en las que aún se veían vilortas y clemátides, espadañas y ruibarbos, prímulas y lisimaquias, que se emplean para tinturas e infusiones. Estaba en la tierra donde impera la constante cellisca, anegando de agua y nieve los prados y vaguadas, donde la calígine, espesa como un mal sueño, colma los bosques impidiendo la visión a unos pocos pasos de distancia. Donde sólo ven el lince y las lechuzas.

Cuando por fin regresaba a Csejthe, instalándose en una de las estancias del piso superior, aún salía por espacio de varias jornadas con destino a los bosques cercanos, que rastreaba como animal en busca de su presa herida. Ella, que no necesitaba ayuda alguna para esas pesquisas, más bien al revés, prefería hacerlo sola, temerosa de que descubrieran su arte para detentar lo maravilloso entre lo superfluo, lo útil de la broza, ella, la única, la bruja, fue haciéndose conocedora y dueña de esos parajes vírgenes. Pero Erzsébet iba más rápido que la propia destreza de Darvulia para encontrar las milagrosas plantas. Su voracidad no tenía límites y a buen seguro Darvulia debió de advertirle de los riesgos que suponía la ingestión desmedida de tales sustancias. Fue en vano. Así que Darvulia, quien por fuerza también debió de sentirse amenazada ante los imprevisibles y cada vez más hirientes brotes de cólera de la Condesa, crisis que se sucedían una tras otra con alarmante rapidez, demoradas sólo por interludios en los que ésta parecía exhausta y somnolienta, quizá se decidió a poner en práctica lo que ella misma había deseado desde siempre. Experimentó, mezcló, probó todas las combinaciones posibles con el mejor y más dispuesto conejillo de Indias que nunca pudo haber deseado, quien a su vez se ofrecía gustosa y sin alguna vacilación a tomar cuanto Darvulia, en quien tenía una fe tan incondicional como carente de raciocinio, fuera ofreciéndole.

En una ocasión le oyeron gritarle a Darvulia:

Etz kérem… !

Tal era su imperativo: «¡Lo quiero!» Y Darvulia, la temible, cuya mirada evitaban cuantos por casualidad se topasen con ella en alguna de las dependencias del castillo, cuya presencia era eludida incluso en lo posible por los pocos que podían considerarse del círculo que tenía acceso a la Condesa, corría apresurada y con visibles muestras de temor en pos de nuevas plantas, de nuevos hongos, de nuevas flores, que si al principio fueron un excitante descubrimiento para Erzsébet, al cabo de un tiempo ya se habían convertido en poco más que un bálsamo imprescindible que, al menos, no hacía crecer su inmenso furor, sino que tan sólo lo mantenía estable.

Porque al principio aquellas pócimas servían como emplastos y pomadas con los que la Condesa se hacía cubrir la piel. Atrás quedaban las pomadas de cebada, los baños con aceites y vinagres o el proceso de untarla con extracto de hojas de mucílago. La palidez de su rostro se acentuaba por días, demacrándola ligeramente, pero no creándole arrugas que hubiesen provocado su ciega ira. Fue después, al decidirse a ingerir aquellos filtros y pócimas en cantidades capaces de trastornar a cualquiera, cuando dio comienzo su verdadera ascensión a un escaño más alto del que ya no habría posible regreso, pues su mente debía de estar ya seriamente dañada.

Ni la misma Darvulia pudo imaginar, pues carecía de elementos para ello, hasta qué punto iba a desarrollarse la lujuria de Erzsébet, ni qué forma cobraría ésta, ni bajo qué apetitos o necesidades se mostraría en toda su amplitud. Esa lujuria, más que desarrollarse, de desenrolló lenta pero inexorablemente en su seno, como la sombra que acompaña a toda sustancia. Había entrado en la fase liminar que anticipa el ciclón, en el proemio de un mundo de acantilados y tempestades que se desataban en su imaginación, y en cuyo vórtice sólo ella se encontraba.

Lo hizo como una víbora adormilada. Como ese dragón que mostraba el escudo de los Báthory, furioso y hambriento. Incluso a la inquietante bruja de todos temida tuvo que asustarle la evolución de su valiente y feroz alumna una vez hubo probado de la manzana prohibida. Pero ya era tarde para echarse atrás. O quizá no, tal vez su oscura e insaciable lujuria, que ella nunca desligó de la fría contemplación del dolor sufrido por otros, que la enardecía incluso más que las propias fantasías sexuales, evolucionó en su interior de manera gradual. Lo hizo como el quinto hijo que nunca tuvo. Lo llevó en su vientre durante aproximadamente un año, el que iba desde la muerte de su esposo Ferenc y la llegada precipitada de Darvulia a Csejthe desde Sárvár. Nueve meses de embarazo, quizá un año de probar casi a diario aquellas infusiones de las que emanaba un penetrante olor.

Un año, porque no pudo ser más, de ingerir aquellos diabólicos pasteles de resina de cáñamo que Darvulia preparaba para ella, y que Erzsébet tomaba en pequeños taquitos, a modo de grageas, y que sencillamente le parecían musgo comprimido. Entonces se produjo la metamorfosis total.

Por fin estaba convirtiéndose en el dragón del escudo de los Báthory, varias veces centenario. El dragón completo, con su cola de serpiente, con esos colmillos de lobo, con sus alas de águila. Para llegar a todas partes. Pero donde Erzsébet llegó fue a sí misma. Al fondo de sí misma. Algo que hasta para ella era desconocido y espectacular.

Había superado la fase de ser la larva inquieta y callada que todo lo mira y sopesa en un intento de evaluar lo que puede reportarle placeres o el intenso gozo de sentir el poder como si de una fiebre se tratase. Había dejado atrás su fase de oruga en la que, engalanada y soberbia, mostró a quienes la rodeaban una faz de sí misma que, de algún modo, todos esperaban de ella: serena y majestuosa, siempre ataviada de bellos colores, moviéndose de aquí para allá no mediante pasos sino en ondulaciones, pues cada uno de sus gestos, cuando había gente delante en cualquiera de las fiestas que se organizaban en cualquiera de sus castillos, o en esas otras a las que, por una simple cuestión de protocolo o compromiso, se veía obligada a asistir, parecía un estudiado paso de danza. Era el precio a pagar por ser de tan noble cuna. Luego llegó la época en la que se convirtió en crisálida. Fue cuando se vio recién enviudada, y ya con sus hijas mayores de edad, a excepción de Pál, que aún era un niño pero estaba muy lejos y vivía bajo supervisión de un tutor al que ella detestaba con todas sus fuerzas: Megyery. Porque, como le sucedía con su cuñada Kata, Erzsébet sabía, o más bien intuía, que Megyery, a su vez, también sabía, o al menos intuía. Lo mismo podría decirse de su pariente, el Palatino György Thurzó, a quien llamara en otro tiempo «primo» pero por el que desde una época reciente sentía indecible aversión. Sólo de esas tres personas, su cuñada, Megyery y el Palatino, la Condesa procuraba estar alejada. Sólo de ellos temía su presencia. Esas tres personas, cada cual a su manera, habían mirado en el fondo de sus ojos negros, tan negros que llegaban a asustar, pero que expuestos a la luz adquirían matices tornasolados, de un verde oscuro o de color berilo, que hacían pensar en los bosques de la región. Aunque ella iba exponiéndose cada vez con menos frecuencia a la luz del día, y poco a poco se convertía en una criatura de la noche en la que su ciclo vital debía de adquirir el nivel de máxima percepción, como sucede con algunos animales. Como crisálida latió en el interior de su membrana, sin salir apenas de ese caparazón filamentoso que la protegía, inmunizándola contra los múltiples peligros que creía le acechaban en el exterior, el mundo de los vivos.

Pero llegó el día, o posiblemente la noche, en que la crisálida se desperezó del todo y, tras prolongadas contracciones, se convirtió en mariposa de rutilantes alas. No obstante, algo había fallado en el proceso: no era una mariposa en lo que se había convertido, sino en una mariposa nocturna y sanguinaria. Especie que no existe en la familia de los lepidópteros. Mariposa de aparente esplendor, pero que en realidad no lo es, o lo es a ratos. Mariposa inmensa, cuyo cuerpo y alas crecen conforme se acerca la noche. Mariposa que engendra no admiración sino pesadillas. Mariposa que, amén de existencia fugaz, no eleva un cántico de vida allí donde pasa, sino que deja una estela de muerte.

Por fin se había convertido en águila.

Águila con vestido de mariposa, con andares de oruga, con mirada de larva, con contumacia de loba, con corazón de dragón. Sin alma.

La ruta interior de su metamorfosis había concluido silenciosa y gradualmente, y pocos, muy pocos, pudieron darse cuenta de que eso y no otra cosa era lo que estaba ocurriendo. Y aun éstos, sus más íntimos allegados, incluida Darvulia, debieron de quedarse paralizados por lo que día a día, y sobre todo noche a noche, iba sucediendo ante sus estupefactos ojos. Pero ella, la loba, el dragón, la serpiente, el águila, les contagió su delirio combinando regalos y amenazas. Supo hacerles partícipes de su creciente locura, involucrarlos en sus actos de manera que éstos se convirtiesen casi en una desagradable rutina, al principio horrorosa, sí, pero luego ya completamente mecánica, realizada con meticulosa eficacia, por puro miedo o por el morboso deleite de sentirse, también ellos poderosos, aunque fuese durante unas breves horas y cada cierto tiempo. Sólo que los márgenes de ese tiempo iban estrechándose más y más, y ellos eran los principales atrapados. Su influjo sobre esos seres era dehiscente, y los impregnaba sin remedio, como esos frutos cuyo pericarpio se abre de forma natural para que salgan sus semillas. También en ellos, sus colaboradores, la nequicia había florecido.

Erzsébet ya apenas mostraba interés por la Biblia que heredase de aquel antepasado, y que siempre leyó regodeándose en los incontables crímenes y suplicios que en ella se relataban, pues la Biblia es un libro que narra infamias, actitudes traidoras y desastres, eso lo sabe bien el pastor Pirgist porque él también la ha leído íntegramente en varias ocasiones. Pero él tiene alma, y ha sabido distinguir lo bueno de lo malo, lo provechoso de lo superfluo, el mensaje positivo de la más que probable exageración y la metáfora admonitoria de quienes transcribieron, a lo largo de los siglos, las páginas y relatos del libro sagrado por excelencia.

Ella, solitaria y herida ante el hallazgo de las claves del mal, acaso momentáneamente desconcertada por lo que terminaba de descubrir, dejó progresivamente de lado su interés hacia cuanto guardase relación con las cosas terrenas. No le preocupó ya conseguir sedas y encajes de Lyon, terciopelos de Génova o espejos vénetos. Cuando salía a los campos galopando con su caballo ya no miraba la genciana, como antes, ni los ciclámenes, ni siquiera seguía con la vista el vuelo de las cornejas, deseando volar como cuando era niña. Incluso olvidó sus baños de lodo en un lugar cercano al castillo de Polodié, o en los pequeños lagos de la misma materia que había en Pistyán y de los que, se decía, tenían propiedades curativas. Ella no quería curarse, sino ser. Olvidó el jazmín, el pimentón, el ajenuz, los aceites, las piedras preciosas de Bohemia, los cristales de Murano. Hasta olvidó esos objetos de forma fálica que llegaban de Italia y que algunas nobles se hacían traer para realizar fantasías en la intimidad de las alcobas. Sus fantasías eran otras porque ya había superado la fase de larva, oruga y crisálida cuando se miraba largas horas en su gran espejo en forma de ocho con dos salientes para apoyar allí los codos a fin de que la contemplación fuese lo más cómoda.

Su libido era de otra guisa. Ella no buscaba el orgasmo fugaz sino el éxtasis prolongado. Y eso sólo podía proporcionárselo su crueldad basal, innata. Se había convertido en una zahorí del tormento.

Ahora vivía en medio de un mar de candelabros flotantes que estaban encendidos casi permanentemente. Ahora, olvidada ya la época en la que podía quedar absorta largo rato ante el movimiento de los helechos, o cuando permanecía impávida horas enteras sintiendo el silencioso fluir de los ríos, o cuando paseaba por sus cauces en barcazas de sirga, acompañada de un reducido séquito, su única preocupación ni siquiera estaba en los afrodisíacos que pudiera conseguir de imposibles mixturas, ni en cosas que antes la habían obsesionado, como descifrar el oculto significado que ella, por superstición, creía ver en los tallos de la correhuela, enredándose por troncos y muros, o discernir qué había tras el amargo sabor que deja la savia viscosa desprendida por los onoquiles, con sus flores azules de áspero tacto, líquido del que antaño oyó leyendas prodigiosas. Tampoco le preocupaba conseguir ámbar traído del Báltico, ni cualquier tipo de abalorios que habrían provocado la suprema dicha de otras damas nobles. Collares de miles, pulseras de amatistas, anillos de corindón o broches de turmalina. Todo eso era fútil. Ahora vivía inmersa en su pasión por saber más y más acerca de inauditas mezclas, que de las pezuñas de los alces frotadas con escamas de lagarto era posible hacer brazaletes que quitaban la jaqueca, ese mal que con tanta frecuencia padecía y que ella llamaba béjfajás, su casi continuo dolor de cabeza. Así, podía vérsela constantemente con nuevos y sorprendentes amuletos prendidos de cuello o brazos, todos ellos con supuestos poderes. Fue en ese aspecto donde más se notó la influencia de Darvulia. Así, Erzsébet llegó a hacerse una experta en los conocimientos ocultos que desde siempre estuvieron ahí, pero de los que las gentes recelaban, bien fuese por no creerlos, bien por su instintivo temor a lo desconocido. Cabeza de sapo triturada, ojos de culebra, cierto huesecillo que se encuentra junto al corazón de los cérvidos y que se llama Cruz de Ciervo, sangre de topo y abubilla, hígado de zorro, intestinos de jabalí, plumones negros de aves rapaces. Todo valía cuando se trataba de conjuros. De todo ello iba escribiendo mentalmente su secreto palimpsesto, su Biblia privada, a la que, por épocas, profesaba una fe fanática.

Y, sin embargo, en lo alto de su querido sombrero llevaba una ala blanca, como si con ello intentase aferrarse instintivamente a un último hilo de esperanza.

¿Cómo iba a importarle ya seguir coleccionando cuantas joyas eran conocidas, si tenía pendiente el estudio furtivo y vehemente de esos grimorios que uno a uno iban cayendo en sus manos? ¿Qué podía importarle ya la supuesta belleza del jade verde, del cristal de roca, de los corales como insólitas flores petrificadas que algunos llamaban espuma de mar, incluso del zafiro, del oro y la plata, de las turquesas, de los topacios, del diamante, de los rubíes o las esmeraldas, cuando ella había probado ya esos diminutos y resinosos pasteles de cáñamo que Darvulia aprendió a elaborar de los otomanos, qué, después de haber visto lo que vio tras llenar su cuerpo de extracto de belladona, de beleño, de mandrágora, o de esas pequeñas setas que la transportaban a paraísos imposibles de verbalizar con humanas palabras, incluso una vez habían pasado del todo sus demoledores efectos?

Leyó con avidez enfermiza textos escritos en otros tiempos por los médicos que se afanaron intelectualmente para solaz de los Médicis de Florencia, o tratados que versaban sobre el difícil arte de obtener los más exóticos perfumes y elixires, en los que eran expertos algunos sabios del círculo de los Valois parisinos.

Ahora, interrumpiendo sus lecturas para dar escuetas órdenes o dejar que su mirada se extraviase por las colinas cercanas, con los abetos puestos ahí como picas prestas para el ataque, se adentraba cada vez más en los libros de conjuros, que con perseverancia de erudita se hacía conseguir en viejas librerías de Viena, Praga o Budapest. Fue así como cayó en el hechizo de sus propias lecturas. El Laecebook de los sajones, la Lacnunga de los eslavos, el Conjuro de las nueve hierbas, del que logró una edición tan antigua que muchas de sus páginas eran casi ilegibles. Pero aun en esos párrafos de los que faltaban frases enteras, Erzsébet se dejó la vista, permitiendo que volase su imaginación.

Ya no iba a coger nísperos en el bosque, no. Ni a capturar zorros y corzos en el llano, justo donde la floresta empieza a espesarse creando una tupida pared de vegetación pero donde, simultáneamente, los animales se acercan para pastar o cazar, pues al final todo se reduce a la desesperada, diaria, inevitable búsqueda de alimento. También ella buscaba el alimento en los libros impresos que en sus manos iban cayendo. Esas manos seguían siendo finas y blancas, de largos dedos que, una vez libres de sortijas, parecían agrandarse como patas de arañas.

Ahora, perdida toda su atención hacia los vestidos a la moda italiana o francesa, los platos y adornos damasquinados, las telas de Constantinopla, las cerámicas de motivos persas, los esmaltes lacados de Limoges, los collares y pulseras obtenidos de mercaderes que llegaban de los sitios más remotos del continente, abandonada ya por completo su inclinación a bañarse en agua de ternera y hacerse frotar el cuerpo con piel de cordero, sencillamente se dejaba llevar. Y si de pronto descubría en cualquiera de esos grimorios que las virutas de azabache bebidas con vino curaban de la mordedura de la serpiente, ella, serpiente de sí misma, corría a probarlo. No le hacía falta que serpiente alguna le picase, pues llevaba el veneno dentro. Lo hacía por ver qué pasaba, segura de que su organismo lo aguantaría. Y, en efecto, su organismo lo soportaba. No sólo eso. También aprendía. Su aprendizaje era lento y tortuoso, salpicado de algún que otro sobresalto. Pero iba ya en una única dirección: el saber absoluto de los saberes ocultos.

¿Cómo iba a importarle lo que otrora la distrajese, siquiera para aliviar su aburrimiento, la música de los regös zíngaros, con sus curiosos instrumentos hechos de los más insospechados materiales, ollas de hierro cubiertas de cuero, flautas de hueso de águila, laúdes que tiempo atrás fueron tacos y cortezas de árboles? ¿Cómo, si, perpleja y maravillada, estaba descubriendo los misterios de la diosa Kali, la que bebe la sangre del mundo para así ser fecundada en su eterna vida? ¿Cómo, si con una alegría no exenta de insania le iban siendo revelados los ritos sagrados de las sacerdotisas druidas y de las antiguas aqueas, que también bebían la sangre de sus víctimas, ofrecidas en sacrificio hasta aplacar los volubles designios de las divinidades? ¿Cómo, luego de tomar sus infusiones entre la penumbra rojiza que le propiciaba la laguna de los innumerables candelabros de sus aposentos, o de nuevo habiendo retomado su vieja costumbre de pasarse interminables ratos mirando fijamente su propio rostro en ese espejo en forma de bretzel, en alusión a unos pasteles típicos del centro de Hungría, apoyados con languidez dos antebrazos en los salientes de ébano, cómo si había pasado de la abulia insoportable a algo cercano al gozo más sublime que nunca llegara a imaginar?

Allí arriba, en sus aposentos, rodeada del tibio oleaje carmesí que desprendían las decenas de velas, Erzsébet acostumbraba a moverse a la luz de los candelabros, y quería que teas y antorchas ardiesen por donde ella pudiera pasar, corredores, estancias, aun en pleno día. Su infantil aversión a la oscuridad, pese a que era una hija de la noche. Los ojos y el instinto, a pesar de todo, iban acostumbrándose a la negrura que le era propia. Cuando cambió el siglo apenas desayunaba algo de pan caliente con vino, azúcar, clavo y ciruelas. Raramente comía. Sin embargo, cuando llegaba la noche volvía a despertársele el hambre. Sólo que se trataba de otro tipo de hambre. Era tan excitante cuanto estaba sucediéndole que Erzsébet, queriendo dejar constancia de ello en alguna parte, y seguro que influenciada por la lectura de esos libros a los que aludía sin tregua para saciar su curiosidad por todo lo oculto, por todo lo prohibido, por todo lo maligno, cometió un error, el primer error de una larga serie que a partir de entonces sería ya imparable: dio inicio, en un pequeño cuadernillo que ocultaba en uno de los cajones de su cómoda, a un Diario. Nunca debió haberlo hecho. Una de las iniciales anotaciones que podría leerse tiempo después especificaba el nombre de cierta sirvienta. Literalmente ponía: «Rubia, era muy baja.» Nada más.

Horas antes había sido supliciada.

Algo por fuerza muy grave e incontrolable debía de estar pasando en el interior de Erzsébet, pero lo cierto es que fue perdiendo el control de sus acciones, sumida en una especie de vértigo, que a su vez la abocó a un laberinto de entre cuyas galerías ya jamás podría salir, pese a que quienes la acompañaban solían advertirle de los riesgos en que sin cesar incurría. Hasta ese momento lo que hubiera hecho quedaba circunscrito y sellado entre los muros de su imponente castillo de Csejthe o en cualquiera de los otros. Así que tuvo la necesidad física de abandonar ese lúgubre entorno para ir en busca de nuevas emociones, que sin duda le aguardaban lejos.

Se contó que camino de Pistyán hizo detener la comitiva que ella misma presidía. A través de los cortinajes de su carroza había visto, al pasar por cierta aldea, a una joven campesina trajinando con sus aperos de labranza. Luego de observarla un rato, se dirigió a Dorkó y simplemente balbuceó:

Ez a lány…

Ni una palabra más, ni una menos: «Esta chica.» Usando la violencia la hicieron subir a una de las carrozas. Sus familiares no volvieron a saber de ella más que la Condesa Báthory la había tomado para formar parte de su servicio. Protestaron tímidamente, pues ni siquiera habían podido despedirse de ella y darle unas pocas pertenencias. Se les recompensó con unas monedas, que para aquella humilde familia significarían un año o más de subsistencia. Ya no tendrían que preocuparse, o no tanto, por si se les estropeaba la cosecha o por si cualquier enfermedad acababa con los escasos animales que poseían, pues el carbunclo solía cebarse en ellos. A la familia se la tranquilizó asegurando que la chica parecía ciertamente nerviosa, pero que en realidad luego se había mostrado feliz de su destino. Ellos decidieron creerlo. Ya tendrían noticias de la muchacha, se les aseguró. Y también en esto ellos, analfabetos y atemorizados, a la par que gratamente confusos por el inesperado obsequio que acababa de hacérseles, casi lo agradecieron postrándose de rodillas. No tenían otra opción. Incluso el padre pudo pensar que, a fin de cuentas, aquello significaba una boca menos que alimentar. Y la madre, en un primer momento recelosa y acongojada por la súbita marcha de su hija, bien pudo elucubrar acerca de que en cualquiera de los castillos que poseía la célebre y rica Condesa su niña hallaría un marido con cultura y una cierta fortuna. Era posible, ya que Janna era muy guapa. Nunca tuvo novio, porque era demasiado joven para eso. Sus ojos parecían fragmentos de cielo.

A la familia se le hizo saber que, aunque reticente y desconcertada por la propuesta de dejar cuanto estaba haciendo y unirse a la comitiva, la chica pronto dio muestras de agradecimiento. Poco antes la Condesa en persona, sin dejar su carromato, le había dicho en un susurro:

Tessék velem jönni —«Ven conmigo…», y la chica acudió gustosa a su petición.

Luego, cuando estuvo sentada cerca de ella en el interior de la carroza, le preguntó:

Hogy hírnak?

Lo dijo con una dulce sonrisa en los labios: «¿Cómo te llamas?» A lo que la chica, ruborizada, había respondido con un hilillo de voz:

—Janna.

Los familiares oyeron esta versión de los hechos llenos de orgullo, y poco a poco sus dudas y pena iniciales fueron desapareciendo.

Dos noches estuvo la Condesa en Pistyán. Dos noches en las que nada se supo de Janna, que aún era una adolescente. Fue a la vuelta, camino de Sárvár, cuando Erzsébet incurrió en otro error, aunque en aquel momento todavía no tuviese consecuencias. Con toda certeza se cometieron con Janna abusos y vejaciones que indignarían, avergonzándolo, a cualquier ser con sensibilidad y pudor. Pero la joven, que al parecer era muy terca y también fuerte, debió de ofrecer una enconada resistencia. En la propia carroza de la Condesa, y cuando ya se divisaban a lo lejos las almenas y torreones del castillo de Sárvár, debían de seguir torturándola. Así fue como se les murió. Un pequeño inconveniente con el que no contaban ni Erzsébet ni su reducida guardia pretoriana de lacayos. Ahí cometió Erzsébet su error.

Por completo fuera de sí, hizo que sacaran a la chica de la carroza y en pleno campo, mientras su cuerpo ya inerte era a duras penas sostenido por Dorkó, Jó Ilona y el tullido Ficzkó, ella, arremangándose pese al frío, usando un rebenque de grueso cuero, golpeó con saña una y otra vez el cadáver de la joven. Así un minuto, y otro, y otro. Sus ayudantes le conminaban: «¡Ya está bien, Señora!», o «¡No hace falta más…!». Pero ella, cegada por la ira, continuaba golpeándola en todas las partes del cuerpo, ora con su látigo, ora utilizando su bastón de tejo que solía tener siempre a mano. Y a cada nuevo golpe, ya exhausta, soltaba un gemido, como si fuese ella quien sufría. Janna no daba la menor señal de vida. Sólo cesó en su paliza al sentirse agotada. Mandó entonces que la enterrasen en cualquier lugar y rápido, pues, eso dijo, tenía cosas más importantes que hacer que dar un escarmiento a aquella descarada que al parecer se le había resistido. Era como si aún no se hubiese dado cuenta de que la chica estaba muerta desde hacía mucho rato.

El clima era glacial y todos querían terminar pronto, así que fue enterrada a toda prisa en un sotobosque cercano. Aquella escena fue vista por un matrimonio que, acompañado de su bebé de pocos meses, pasaba por allí en el instante de los hechos. Asustados, se ocultaron tras la maleza y, aunque algo alejados, pudieron presenciar lo ocurrido. Se dirigían a tierras de Alsacia, donde tenían familia, en busca de una vida mejor. Mudos de terror por lo visto, pensaron que era preferible no decir nada de cuanto habían sido involuntarios testigos. Al contrario, debían de estar convencidos de que si comentaban algo al respecto y aquello llegaba a saberse, no les creerían, o incluso serían encarcelados, pues aunque desconocían quién era la mujer que durante interminables minutos golpeó con inusitado salvajismo el cuerpo de la chica, desnudo y magullado antes de ser sometido a tan ignominiosa e inútil tortura, alguien muy importante debía de ser, a tenor de su elegante aspecto.

Seis años transcurrieron antes de que esa familia regresara de nuevo a su originaria región de Hungría. Entonces sí hicieron algún comentario acerca de aquella increíble escena que la mala suerte les hizo presenciar escondidos. Pero entonces ya habían pasado muchas cosas. Con temor y santiguándose, cruzaron por el lugar en que ocurrió todo. Pese a ello en ningún momento miraron en el sitio en el que, según recordaban, fue enterrada esa chica con la mayor premura. Al llegar al villorrio más próximo a ese sitio lo contaron a sus habitantes, pero de nada parecían conocer a Janna, que había sido secuestrada en otra aldea, no muy lejana pero sí separada por escarpadas montañas.

Un grupo de labriegos se dirigió al enclave que esa familia venida de Alsacia les indicó, y las referencias eran muy precisas. Buscaron durante horas, pero nada hallarían. Durante seis largos años habían caído constantes heladas, a las que seguían auténticos barrizales. En un punto determinado encontraron un hueso en la tierra, que bien pudiera pertenecer a la mano de una persona. Pudo haber sido allí donde la enterraron, si se quería dar crédito a la historia de esa familia. Pero, aunque fuese verdad, aunque allí, a escasos palmos del suelo alguna vez hubiera yacido el cuerpo de una chica, sin duda las alimañas habrían dado cuenta de ella al poco tiempo de ser enterrada, cuando su cadáver aún podía ser alimento. En cuanto a los huesos, y dado que por aquella zona se daban constantemente ligeros corrimientos de tierra y todo quedaba anegado por el agua y el barro, quizá se hubieran diseminado por a saber dónde. Unos debieron de decir, con temor a ser oídos por extraños: «Si es que desde hace bastante que se cuentan cosas muy raras de lo que pasa allí.» Allí era Csejthe. Ellos aún no sabían, ni lo sabrían nunca, que el ámbito geográfico hasta el que alcanzaba el brazo de Erzsébet Báthory era muy, muy largo. Otros, en cambio, serían proclives a susurrar: «Habladurías.»

El reverendo János Pirgist lleva más de cincuenta años haciéndose preguntas al respecto, pero, sobre todo, intentando resolver el enigma: ¿Por qué? El cuándo lo tiene, luego de fatigosas y complicadas indagaciones, relativamente claro. El episodio que acabó con la vida de aquella joven campesina, Janna Slimnová, tuvo que acaecer, aproximadamente, un poco antes o inmediatamente después de la muerte de Ferenc Nádasdy, cuando su mujer dio rienda suelta a todo aquello que llevaba dentro, pero que también, y en contrapartida, la abocó a perder los modos, es decir, a actuar cada vez más a la desesperada. Sería el año 1603, quizá el 1604. Aunque la auténtica locura iba a sobrevenir casi de inmediato. Pero, ininterrumpidamente, Pirgist se había vuelto a enfrentar al dilema de por qué las gentes no hablaron antes, mucho antes, con lo que tantas vidas se habrían salvado. Las respuestas siempre fueron: desconocimiento, incertidumbre, miedo. Las mentes de quienes, durante aquel largo y espantoso lustro que iba a seguir, pudieron saber algo de lo que en verdad acontecía, aunque fuese a manera de simple sospecha, quedaron paralizadas, como si un embrujo les hubiese afectado también a ellas, sin saberlo.

Quizá todo hubiera cambiado si esas dos sendas que pudieron abrirse en sus pensamientos, aceptar lo que pese a iniciarse como rumores iba cobrando visos de realidad o rechazarlo sin más, horadándoles como una acequia reseca las conciencias, se reuniesen de nuevo tras el hiato inconsútil que nos lega, aun confusamente, aquello que no se puede comprender. Ese espacio anímico de lo real en el que en teoría nada ha pasado pese a haber sucedido, y en el que nada fue pese a ser intuido, siquiera eso, porque los humanos no se hallan, de entrada, capacitados para verbalizarlo.

Entonces, sólo entonces, si hubiesen dado crédito a lo que apenas llegaban a intuir por haberlo oído, incluso como simples rumores, podría haber sobrevenido su más absoluto pavor ante el advenimiento de cada negra e incierta noche. Quizá sólo entonces su queja se habría elevado por el aire, de aldea en aldea, de villa en villa, de región en región, como una plegaria dislocada. Quizá entonces, sí, alguien se hubiese atrevido a actuar, a hacer algo.

Pero del mismo modo en que las criaturas irracionales deben de sentir algo parecido al miedo en su puro instinto de supervivencia, así ellos, las decenas, quién sabe si cientos de personas, debieron de actuar poniéndose una venda en los ojos y tapones en los oídos. Sellando los labios y pensando en otra cosa. No existe certeza alguna acerca de sobre qué particularidad de los sentidos se estructura lo que comúnmente denominamos instinto de supervivencia, pensó Pirgist con frecuencia. Y otro tanto cabría decir del miedo que sin duda, a un buen número de ellos, vendó sus ojos, taponó sus oídos, selló sus labios y resecó sus conciencias. Al final, en la balanza, el miedo podría más que el desconocimiento y las dudas juntos. Porque hay un miedo a lo que está y otro miedo a lo que no está, pero se teme. Incluso un tercero a lo que ha estado, rozándonos suavemente como el ala de una ave que, maltrecha, ha perdido el rumbo de su vuelo. Incluso hay un cuarto miedo, acaso el peor de todos: el miedo a lo que podría estar junto a nosotros, acechándonos y buscando nuestra ruina, pese a que no seamos plenamente conscientes de ello. Hay miedos que laten en las gentes como corazones de fetos que ya preparan su salida a la vida. No se les ve, pero están ahí aguardando, creciendo.

Por desgracia, la suerte estaba echada en aquel lluvioso otoño de 1604. Y, sin embargo, ella, quien abrió de par en par las puertas del abismo, había empezado a cometer errores, y lo hizo en cadena. Así suele ser la vida, y también lo que acompaña a la muerte. Todo acaba sabiéndose. Iban a transcurrir pocos años hasta que, en el cuadernillo de notas que se encontraba en la cómoda de la Condesa, apareciese allí, lacónicamente, una escueta aclaración. Era de las primeras:

«Janna. Guapa pero rebelde. Hubo que escarmentarla.»