IX

La sorpresa anunciada por el doctor Bormental no tuvo lugar a la mañana siguiente por la sencilla razón que Poligraf Poligrafovich había desaparecido de la casa. Bormental se enfureció, se desesperó, se trató de burro por no haber escondido la llave de la puerta de entrada, chilló que era imperdonable y concluyó deseando que a Bolla lo aplastara un autobús. Filip Filipovich se encontraba en el consultorio, con los dedos hundidos entre sus cabellos.

—Imagino lo que va a hacer afuera… Lo imagino muy bien… De Sevilla a Granada… ¡Dios mío!

—¡ Tal vez ande metido nuevamente con los del comité del edificio! —exclamó de pronto Bormental, y salió del departamento como si se lo llevara el demonio.

En la sede del comité del edificio se encaró tan violentamente con Schwonder, que este se propuso redactar una protesta dirigida al tribunal popular del barrio denunciando que su papel no era vigilar al pensionista del profesor Preobrajenski, tanto más cuanto el Poligrafovich en cuestión era un pillo quien, la víspera a la noche había retirado siete libros de la caja del comité con el pretexto de comprar manuales en la cooperativa.

Fiodor, que en tal oportunidad fue gratificado con tres rublos, revolvió la casa de arriba abajo sin encontrar huellas de Bolla.

Todo lo que llegó a saberse fue que Bolla se había marchado con su gorra, su bufanda y su abrigo, llevándose todos sus documentos además de una botella de aguardiente de peras silvestres que había encontrado en el aparador, así como los guantes del doctor Bormental. Daría Petrovna y Zina no ocultaron su júbilo y manifestaron la esperanza de que Bolla no regresase. La víspera misma le había pedido prestados a Daría Petrovna tres rublos con cincuenta kopecks.

—¡Para que le sirva de lección! —rugió Filip Filipovich levantando el puño.

Durante esa tarde y a lo largo de todo el día siguiente las llamadas telefónicas fueron incesantes y los dos médicos recibieron un número poco habitual de pacientes. El tercer día consideraron oportuno avisar a la policía para que se comenzase a buscar a Bolla en el torbellino de la capital.

Apenas había sido pronunciada la palabra «policía» cuando el venerable silencio del pasaje Obukhov fue quebrado por el rugido del motor de un camión. Los vidrios de la casa temblaron. Sonó un timbre y Poligraf Poligrafovich hizo su entrada con inusitada dignidad. Sin pronunciar una sola palabra se quitó la gorra, colgó su abrigo en el vestíbulo y apareció entonces bajo un aspecto totalmente insólito. Vestía una chaqueta de cuero, demasiado amplia para él, pantalón raído del mismo material y altas botas inglesas cerradas con cordones que le llegaban hasta la rodilla. Al mismo tiempo la habitación fue invadida por un increíble olor a gato. Preobrajenski y Bormental, como obedeciendo a una orden tácita, se cruzaron de brazos, se cuadraron frente a la puerta y aguardaron las primeras explicaciones de Poligraf Poligrafovich. Este se alisó los cabellos tiesos, tosió y lanzó una mirada circular en torno de él; visiblemente, su desenvoltura no tenía otro objeto que ocultar su turbación.

Finalmente abrió la boca:

—Filip Filipovich, encontré un empleo.

Ambos médicos emitieron un ruido inarticulado con la garganta y se agitaron. Preobrajenski fue el primero en recobrarse; extendió una mano y dijo:

—Déme el papel.

La hoja llevaba el siguiente texto: «El portador de la presente, camarada Poligraf Poligrafovich Bolla asume la dirección efectiva de la Sub-Sección de Depuración de Animales Errantes (gatos, etc.) de la ciudad de Moscú».

—Me doy cuenta —pronunció penosamente Filip Filipovich—. ¿Quién le hizo entrar allí?

—Bueno, creo que no es difícil adivinarlo.

—Sí, es Schwonder —convino Bolla.

—¿Y puedo preguntarle de dónde viene ese olor hediondo que emana de usted?

Bolla husmeó su chaqueta visiblemente molesto.

—Sí, huele… Huele a trabajo: ayer no paramos de retorcerle el pescuezo a montones de gatos.

Filip Filipovich se sobresaltó y lanzó una mirada a Bormental. Los ojos de este parecían dos cañones de escopeta apuntados hacia Bolla para descerrajarle un tiro a quemarropa. Sin previo aviso caminó hacia Poligraf Poligrafovich y lo sujetó de la garganta con mano firme, sin esfuerzo aparente.

—¡Socorro! ¡Auxilio! —chilló Bolla palideciendo.

—¡Doctor!

—No cometeré ninguna desconsideración, no se aflija, Filip Filipovich —replicó Bormental en tono glacial. Y llamó—: ¡ Zina! ¡Daría Petrovna!

Las dos mujeres aparecieron en el vestíbulo.

—Ahora repita —dijo Bormental empujando y apretando imperceptiblemente el cuello de Bolla contra uno de los abrigos colgados en la percha—. Repita: Les pido muy humildemente…

—Está bien, repito… —respondió Bolla con voz sibilante, completamente aterrorizado.

Retomó aliento, hizo un movimiento brusco para liberarse y trató de gritar «¡Socorro!», pero el grito no le salió de la garganta y su cabeza fue empujada dentro del abrigo.

—¡Doctor, se lo suplico!

Bolla sacudió la cabeza para dar a entender que se sometía e iba a repetir.

—Le pido muy humildemente perdón a usted, Daría Petrovna y a usted, Zinaida…

—Prokofievna —precisó Zina en un murmullo asustado.

—… Prokofievna… —repitió Bolla con voz ronca—… haberme permitido…

—El vergonzoso denuesto de aquella noche en que me hallaba en estado de ebriedad… —de ebriedad…

—Jamás volveré…

—Jamás…

—Déjelo, Iván Arnoldovich —suplicaron al mismo tiempo ambas mujeres— ¡lo va a estrangular!

Bormental devolvió a Bolla su libertad y preguntó:

—¿El camión lo espera?

—No, tan sólo me trajo.

—Zina, dígale al chofer que puede irse. Ahora pasemos a otra cosa: ¿vuelve al departamento de Filip Filipovich?

—¿Adónde quiere que vaya? —contestó Bolla con timidez y con una mirada vaga.

—Muy bien. En ese caso que no se lo vea más, que no se lo oiga más. De lo contrario tendrá que entendérselas conmigo si llega a cometer cualquier otro escándalo. ¿Está claro?

—Está claro.

Durante toda esta escena, Filip Filipovich, refugiado bajo el dintel de la puerta, había guardado silencio royéndose las uñas y con la mirada obstinadamente fija en el suelo. De pronto alzó la vista hacia Bolla y preguntó con voz sorda, una voz de autómata:

—¿Qué hace con los gatos que mata?

—Se toman sus pieles —explicó Bolla—. Servirán para confeccionar abrigos para los trabajadores.

Después de lo cual el silencio volvió a reinar en el departamento, un silencio que duró dos días.

Poligraf Poligrafovich salía por la mañana en camión, regresaba por la noche y comía sin pronunciar una palabra en compañía del profesor y de Bormental.

Aunque ambos dormían en la sala de curaciones, Bormental y Bolla no se hablaban. Bormental fue el primero en cansarse de esta situación.

El tercer día, una mujer delgaducha, con los ojos maquillados y con las piernas envainadas en medias color crema, hizo su aparición en el departamento y se mostró muy impresionada por el lujo del lugar. Vestía un pobre abrigo gastado y seguía a Bolla. En el vestíbulo tropezó con el profesor, que se detuvo, desconcertado, y preguntó arrugando el ceño:

—¿Puedo saber a quién…?

—Voy a inscribirme con ella en el Registro Civil. Es nuestra dactilógrafa, va a vivir conmigo. Habrá que expulsar a Bormental de la sala de curaciones. Él tiene su propio departamento.

Bolla había dado esas explicaciones en tono hostil y desganado. Filip Filipovich entornó los párpados, reflexionó un instante considerando a la joven que se ruborizaba y le preguntó con la mayor cortesía:

—¿Quiere usted seguirme a mi despacho?

—Yo también voy —se interpuso Bolla, sospechando algo.

Instantáneamente Bormental pareció surgir del suelo.

—Lo lamento, el profesor tiene que hablar con la señorita. Nosotros nos quedaremos aquí.

—No quiero —repuso rabiosamente Bolla tratando de seguir al profesor y a la joven que se había puesto roja de vergüenza.

—No, por aquí, si le parece —dijo Bormental tomando a Bolla por la muñeca y arrastrándolo hacia la sala de curaciones.

Durante cinco minutos ningún ruido provino del consultorio, pero de pronto se oyeron unos sollozos ahogados.

Filip Filipovich estaba de pie ante su escritorio, frente a la joven que lloraba en un sucio pañuelo de encajes.

—El miserable me dijo que había sido herido en el combate.

—¡Miente!

Filip Filipovich meneó la cabeza y prosiguió:

—La compadezco sinceramente, pero el hecho de aceptar a cualquier hombre por su posición… Hija mía, es una ignominia… Sí, eso es…

Filip Filipovich abrió un cajón del escritorio y sacó tres billetes de diez rublos.

Terminaré envenenándome —sollozó la joven—. Todos los días, en la cantina, carne salada… Él me amenazó… Me dijo que era comandante en el Ejército Rojo… Conmigo, decía, vivirás en un departamento lujoso… Anticipos cada día… El fondo es bueno, decía, pero los gatos me horrorizan… Me tomó mi anillo como recuerdo…

—¡El fondo es bueno! ¡Vaya, vaya! De Sevilla a Granada… Recupérese, es usted tan joven…

—¿Y realmente lo encontró en un portal?

—¡Vamos, tome el dinero que se le presta! —rugió el profesor.

Luego, la puerta se abrió majestuosamente y a pedido de Filip Filipovich, Bormental hizo entrar a Bolla. Este tenía la mirada huidiza y los cabellos se le erizaban sobre la cabeza como un cepillo.

—¡ Miserable! —exclamó la mujer, con los ojos embadurnados de rimmel y la nariz surcada de huellas húmedas.

—¿Qué origen tiene la cicatriz que lleva en la frente? Tenga el bien de explicárselo a esta señorita —ordenó pérfidamente Filip Filipovich.

Bolla jugó su carta:

—Fui herido combatiendo contra Koltchak[8].

La joven se levantó y se dirigió hacia la puerta sollozando ruidosamente.

—¡Deténgase! —chilló el profesor—. ¡Espere un instante! ¡El anillo, Bolla, por favor!

Sumiso, este se quitó del meñique un grueso anillo adornado con una esmeralda.

—Está bien —aulló de pronto con rabia—, ya me las pagarás. Mañana mismo procederé a una reducción del personal.

—No le tema —gritó Bormental—, no le permitiré hacer nada.

Se volvió y miró en tal forma a Bolla que este retrocedió y fue a golpearse con la cabeza contra el armario.

—¿Cómo se llama ella? ¡Le pregunto su nombre! —rugió Bormental con real salvajismo.

—Vasnetsova —respondió Bolla buscando con la vista una salida.

—Todos los días —prosiguió Bormental tomándolo por las solapas de la chaqueta—, iré personalmente a comprobar que la ciudadana Vasnetsova no haya sido despedida, yo… Lo mataré aquí mismo con mis propias manos. ¡Tenga cuidado, Bolla, no bromeo!

Como fascinado, Bolla no desprendía su mirada de la nariz de Bormental.

—Yo también puedo conseguir un revólver —tartamudeó sin convicción alguna y, logrando liberarse, aprovechó para escapar por la puerta sin rechistar.

—¡Tenga cuidado! —lo persiguió la voz de Bormental por el corredor.

En el curso de la noche y durante la primera mitad del día siguiente pesó en el departamento un silencio que presagiaba tormenta. Todos callaban. Pero cuando Poligraf Poligrafovich, a quien desde la mañana atenazaba un siniestro presentimiento, hubo tomado con actitud taciturna y preocupada el camión que lo conducía a su trabajo, el profesor Preobrajenski recibió, a una hora totalmente insólita, a uno de sus expacientes, un hombre alto y corpulento que vestía uniforme militar. Había insistido mucho en obtener una entrevista y por fin logró conseguirla. Al entrar en el consultorio golpeó ceremoniosamente los tacos por deferencia hacia el profesor.

—¿Y bien, amigo mío, le han vuelto los dolores? —preguntó Filip Filipovich con el rostro demacrado—. Siéntese, por favor.

Meri No, profesor —respondió el visitante apoyando su casco en un ángulo del escritorio, le quedo muy agradecido… Hum… Lo que me trae es un asunto muy diferente… La estima que siento por usted… es un medio de avisarle… Pequeñeces, desde luego, pero es un granuja… (El paciente hurgó en su portafolios y sacó una hoja de papel). Felizmente me informaron en seguida…

Filip Filipovich se ajustó los lentes y comenzó a leer, murmurando entre dientes a medida que la expresión de su rostro iba cambiando: y amenazando también matar al presidente del comité del edificio, camarada Schwonder, lo cual comprueba que posee armas de fuego. También mantiene conversaciones contrarrevolucionarias y hasta ordenó a su mucama Zinaida Prokofievna Bunina que arrojase al fuego a Engels; además, observa una notoria conducta de burgués con su asistente Bormental Iván Arnoldovich que vive clandestinamente en el departamento sin haber sido registrado.

«Firmado: El director de la Sub-Sección de Depuración, P. P. Bolla. Confirmado por el Presidente del comité del edificio, Schwonder y el secretario, Prestrukin».

—¿Me permite conservar este pliego? —preguntó Filip Filipovich; tenía el rostro marmolado con manchas lívidas—. ¿A menos que, perdóneme, lo necesite para proveer al curso legal del caso?

—Disculpe, profesor —se indignó el paciente, las aletas de la nariz le latían— pero tiene muy mal concepto de nosotros. Yo…

—¡Perdone, querido amigo, perdone! —se disculpó Filip Filipovich—, no era mi intención ofenderle. No se enfade, me siento tan cansado…

—Ya lo creo —respondió el paciente, quien de pronto se volvió conciliante—. Pero de todas maneras ¡qué crápula! Me siento curioso por verlo. Por

Moscú circulan verdaderas leyendas respecto a usted…

Filip Filipovich se limitó a levantar una mano con gesto de desaliento y el paciente observó que el profesor estaba un poco encorvado y que sus cabellos parecían haber encanecido durante las últimas semanas.

Como siempre, el crimen largamente meditado se comete súbitamente. Poligraf Poligrafovich volvió en camión con el corazón oprimido por una sorda inquietud. La voz de Filip Filipovich lo invitó a entrar en la sala de curaciones. Bolla obedeció, un poco extrañado, y halló al profesor en compañía de Bormental que aguardaba de pie, serio, sin expresión en el rostro. En torno del asistente parecía flotar una nube tormentosa y un leve temblor agitaba el cigarrillo que sostenía con su mano izquierda, apoyada sobre el respaldo deslumbrante de la silla metálica.

Con una calma que no auguraba nada bueno, Filip Filipovich ordenó:

—Junte inmediatamente sus cosas: pantalón, abrigo y todo lo que es suyo y lárguese de aquí.

—¿Cómo, largarme? —interrogó Bolla sinceramente sorprendido.

—Lárguese hoy mismo —repitió el profesor en tono monocorde, absorbiéndose en la contemplación de sus uñas.

Un espíritu maligno pareció apoderarse de Poligraf Poligrafovich. Sintiendo aproximarse la salida fatal y consciente del abismo que se abría bajo sus pies, se arrojó él mismo en brazos del destino y ladró rabiosamente, en forma entrecortada:

—¿Qué significa esto? ¿Cree que me voy a dejar manosear así como así? Tengo derecho a mis cinco metros cuadrados y me propongo quedarme aquí.

—Mándese a mudar de este departamento —susurró el profesor con voz ahogada.

Bolla corrió por sí mismo hacia su perdición. Levantó su brazo izquierdo cubierto de mordeduras que despedía un insoportable olor a gato y lo agitó en un gesto obsceno hacia el profesor. Luego sacó un revólver de su bolsillo para neutralizar al temible Bormental. El cigarrillo saltó como una estrella fugaz de la mano del doctor. Pocos instantes más tarde Filip Filipovich, horrorizado, se abalanzaba, entre astillas de vidrios rotos, hacia la silla donde yacía el director de la Sub-Sección de Depuración. A horcajadas encima de él, Bormental trataba de ahogarlo con una pequeña almohada blancuzca.

Al cabo de algunos minutos, el doctor Bormental salió, con el rostro alterado, y fue a colocar en la puerta de entrada, junto al botón de la campanilla, el siguiente aviso:

«Hoy no habrá consultas. El profesor está indispuesto. Tenga a bien no llamar».

El doctor cortó el hilo de la campanilla con un pequeño cortaplumas de hoja brillante; en el espejo del vestíbulo se escudriñó el rostro surcado de arañazos sangrientos y se observó las manos agitadas por un leve temblor. Luego se dirigió hacia la puerta de la cocina y desde el umbral exclamó, para Zina y Daría Petrovna:

—El profesor les pide que no salgan del departamento.

—Está bien —contestaron tímidamente las dos mujeres.

—Si me lo permiten, voy a cerrar la puerta de la entrada de servicio y me quedaré con la llave —agregó Bormental que trataba de ocultarse detrás de la puerta, cubriéndose el rostro con la mano—. Es sólo temporario; no es por desconfianza hacia ustedes, pero alguien podría venir de afuera y abrir, y no queremos que nadie nos moleste. Tenemos algo que hacer.

—Está bien —volvieron a contestar ambas, muy pálidas.

Bormental cerró la puerta de servicio, la puerta principal y la que separaba el corredor del vestíbulo; luego se oyó el eco de sus pasos que se dirigían hacia la sala de curaciones.

El silencio invadió el departamento, penetrando en todos sus rincones. Furtivas y perversas, las sombras del crepúsculo se insinuaron, en la casa que poco a poco quedó sumida en tinieblas. Si bien es cierto que más tarde los vecinos afirmaron que aquella noche, las ventanas de la sala de curaciones que daban al patio brillaban con todas sus luces y algunos insistieron haber visto pasar el gorro blanco del propio profesor… Pero es difícil comprobarlo.

Después que todo terminó, Zina contó también el terror pánico que le había causado Iván Arnoldovich en el consultorio del profesor, después que los dos hombres abandonaron la sala de curaciones: en cuclillas frente a la chimenea, el doctor quemaba con sus propias manos un cuaderno de tapas azules semejante a los que el profesor utilizaba para sus anotaciones clínicas.

Siempre de acuerdo con lo que dijo Zina, el rostro del doctor estaba verde y además, sí, cubierto con huellas de arañazos. Aquella noche Filip Filipovich también estaba irreconocible. Y más aún… Pero es posible que todo lo que cuenta la inocente jovencita de la Prechistienka no sea más que una serie de mentiras…

Un hecho es seguro: aquella noche, en todo el departamento, reinó un silencio absoluto, espantoso…