Es difícil saber lo que había resuelto Filip Filipovich. Durante la semana siguiente no emprendió nada en especial y tal vez a causa de esa inactividad, la vida de la casa pareció enriquecerse excepcionalmente con varios sucesos.
Seis días después del episodio del agua y del gato, Bolla recibió la visita del joven que se había revelado ser una jovencita. Le entregó los documentos de identidad que Bolla guardó inmediatamente en su bolsillo. Luego llamó al doctor Bormental.
—¡ Bormental!
—¡No! Ya le dije que me llame por mi nombre y mi patronímico, —respondió el doctor, demudado el rostro.
(Conviene hacer notar que en el curso de esos seis días, el cirujano había hallado la manera de reñir ocho veces con su alumno. En el departamento de la calle Obukhov la atmósfera estaba tensa).
—Entonces llámeme también por mi nombre y mi patronímico —repuso Bolla con indiscutible lógica.
—¡No! Tronó Filip Filipovich desde el umbral de la puerta. —No le permitiré usar ese nombre ni ese patronímico en mi casa. Si no quiere que lo llamemos familiarmente «Bolla», el doctor Bormental y yo le diremos «Señor Bolla».
—¡ No soy un señor, los señores están todos en París! —ladró Bolla.
—¡Otro trabajo de Schwonder! —gritó Filip Filipovich—. Más tarde me ocuparé de ese bribón. Mientras yo viva en este departamento, sólo habrá «señor». En caso contrario alguien tendrá que marcharse de aquí y será más bien usted y no yo. Hoy mismo publicaré un aviso en los periódicos y créame, le encontraré una habitación.
—¡Claro! Y yo seré bastante idiota como para irme de aquí —respondió Bolla en un tono que no permitía dudar de sus intenciones.
—¿Qué? —dijo Filip Filipovich con el rostro tan alterado que Bormental corrió hacia él y lo retuvo por la manga con solicita actitud.
—¡No sea insolente, señor Bolla!
Bormental casi gritaba. Bolla retrocedió un paso y sacó de su bolsillo tres hojas de papel: una verde, una amarilla y una blanca, y señalándolas con el dedo, dijo:
—Aquí tiene. Soy miembro de la asociación de inquilinos del edificio y tengo derecho a ocupar una superficie de cinco metros cuadrados en el departamento número cinco del inquilino-responsable Preobrajenski.
Bolla reflexionó un instante y agregó algunas palabras que Bormental registró maquinalmente como una nueva expresión de la criatura: «A buen entendedor, pocas palabras».
Filip Filipovich se mordió el labio y tuvo la imprudencia de enunciar:
—Juro que terminaré por matar a ese Schwonder.
Los ojos de Bolla revelaron el vivo interés que le despertó esa expresión.
—Filip Filipovich, vorsichtig… —comenzó Bormental en alemán, con tono precavido para ponerlo en guardia.
—Sí, pero con ese grado de bajeza… —prosiguió Filip Filipovich en ruso. Téngase por enterado, Bolla… Señor, que si se permite otro atrevimiento lo privaré de comidas y, en general, le suprimiré todo alimento en esta casa. ¿Cinco metros cuadrados? ¡Perfecto! ¡Pero ese papelucho no me obliga a mantenerlo!
Bolla se asustó y entreabrió la boca.
—No puedo quedarme sin comer —balbuceó, ¿dónde hallaré mi pitanza?
—¡Entonces, pórtese correctamente! —replicaron a coro los dos esculapios.
Bolla se calmó sensiblemente y ese día no molestó a nadie, excepto a sí mismo; aprovechando una breve ausencia de Bormental, tomó su navaja y se hizo un tajo tan profundo en la mejilla que el profesor y el doctor tuvieron que aplicarle algunos puntos de sutura, lo cual provocó llantos y alaridos.
A la noche siguiente, Filip Filipovich y el fiel y abnegado Bormental permanecieron en la penumbra verde del consultorio del profesor. Todos dormían ya en la casa. El profesor vestía su bata azul y estaba calzado con sus pantuflas rojas. Bormental, en mangas de camisa, lucía tiradores azul marino. La mesita, entre los dos hombres, estaba cargada con un grueso álbum, una botella de coñac, un platillo lleno de tajadas de limón y una caja de cigarros. En la habitación, donde flotaba una nube de humo, los dos hombres de ciencia discutían apasionadamente la última hazaña de Bolla: esa misma noche había robado dos billetes de diez rublos que se encontraban sobre el escritorio debajo de un pisapapeles; además, el sujeto había desaparecido del departamento, regresando completamente ebrio. Pero eso no era todo. Había traído consigo a dos desconocidos, que luego de producir un alboroto descomunal en la escalera, manifestaron la intención de pasar la noche en el departamento en calidad de huéspedes de Bolla. Los individuos se marcharon después que Fiodor, que había presenciado toda la escena, se echó un abrigo liviano sobre su camisón y telefoneó a la comisaría policial número cuarenta y cinco. Se largaron en cuanto Fiodor cortó la comunicación. Luego de su partida se notó la falta de un cenicero de malaquita que siempre había estado sobre la consola del vestíbulo. También habían desaparecido la toca de castor de Filip Filipovich y su bastón que llevaba la inscripción, en letras de oro: Al querido y estimado Filip Filipovich, los internos agradecidos… y más abajo el número romano X.
—¿Quiénes son esos individuos? —había preguntado el profesor amenazando a Bolla, con los puños cerrados.
Este, titubeando y sosteniéndose de los abrigos colgados en el vestíbulo, había balbuceado que no los conocía, que no eran hijos de perra, sino buenas personas.
—Lo más sorprendente es que ambos estaban totalmente borrachos… ¿Cómo hicieron? —se había sorprendido Filip Filipovich mirando el lugar, ahora vacío, antes ocupado por el valioso bastón.
—Especialistas —había explicado Fiodor antes de ir a acostarse con el rublo de propina en el bolsillo.
Respecto a los veinte rublos, Bolla negó categóricamente y agregó explicaciones confusas de las que se deducía que no estaba solo en el departamento.
—¡Ajá! ¿Quizá los robó el doctor Bormental? —había inquirido Filip Filipovich con voz suave pero amenazadora.
Bolla había vacilado y, abriendo sus ojos nublados, había sugerido una hipótesis:
—Tal vez los tomó Zina…
—¿Qué? —había gritado Zina irguiéndose en la puerta como una aparición, cruzando sobre el pecho las solapas de su blusa desabrochada—. ¿Pero como se atreve?…
El cuello del profesor estaba congestionado.
—Calma, Zinuchka —le había contestado haciendo un gesto conciliador—, —no te preocupes, ya vamos a arreglar este asunto.
Zina se había puesto a chillar, con la boca distendida y la mano a la altura de la clavícula.
—¿Zina, no le da vergüenza? Quién lo creería… ¡ Qué vergüenza! —había comenzado a decir Bormental, simulando estar perplejo.
Y el profesor:
—Vamos, Zina, permíteme decirte que eres una imbécil.
El llanto de Zina se detuvo bruscamente y todos permanecieron callados. Bolla había comenzado a sentirse mareado. Golpeándose la cabeza contra la pared emitía un sonido que no era ni una «i» ni una «e» sino algo así como «eueueu». Tenía el rostro pálido y la mandíbula le temblaba.
—¡Hay que darle un balde, a este descarado! ¡Hay uno en la sala de curaciones!
Y todos habían empezado a apresurarse y a agitarse en torno de Bolla, enfermo. Cuando lo llevaron a acostar, había articulado con esfuerzo, apoyándose en Bormental, una serie de insultos en voz muy suave y melodiosa.
Todo esto había ocurrido alrededor de la una de la madrugada. Ahora eran casi las tres, pero en el consultorio, los dos hombres excitados por el coñac y el limón se sentían llenos de entusiasmo. Habían consumido tantos cigarros que el humo flotaba en la habitación en nubes espesas que ninguna ondulación agitaba.
Pálido, pero con la mirada muy decidida, el doctor Bormental levantó una copa delicadamente tallada y declaró con emoción en la voz:
—Filip Filipovich, jamás olvidaré el día en que, hambriento estudiante, me presenté a usted y me acogió a la sombra de su cátedra. Créame, Filip Filipovich, para mí usted es más que un profesor, más que un maestro… La inmensa estima que le profeso… Permítame que lo abrace, querido Filip Filipovich…
—Desde luego, estimado amigo… —articuló con voz pastosa el profesor emocionado, levantándose para acercarse a Bormental.
Este lo estrechó y lo besó sobre los bigotes espesos que el tabaco había teñido de un tinte amarillento.
—Le juro, Filip Fili…
—Estoy muy conmovido, realmente muy conmovido… Le agradezco, querido amigo… Algunas veces mientras opero, suelo gritar; perdone el mal humor de un anciano. En el fondo, estoy tan solitario…
De Sevilla a Granada…
—¿Cómo se atreve a decir tal cosa, Filip Filipovich? —exclamó sinceramente indignado el fogoso Bormental—. Si no quiere ofenderme, no vuelva a hablarme de ese modo.
—Gracias, gracias…
Hacia las orillas sagradas…
Gracias. Y me encariñé con usted porque es un médico valioso.
—¡ Filip Filipovich, tengo que decirle algo! (Bormental se levantó, fue a cerrar cuidadosamente la puerta del corredor y continuó con un murmullo). Es la única solución. Yo no tendría la audacia de aconsejarle, pero considere, está usted completamente agotado; ¡no puede seguir trabajando en estas condiciones!
—¡Absolutamente imposible! —admitió Filip Filipovich con un suspiro.
—En efecto, es inconcebible. La última vez dijo que temía por mí y no puede imaginar, querido profesor, hasta qué punto me emocionó. Pero ya no soy un niño y me doy buena cuenta de las cosas terribles que pueden resultar. Estoy absolutamente convencido de que no hay otra solución.
El profesor se levantó, hizo un gesto hacia el doctor y se puso a caminar a través de la habitación quebrando la quietud de las nubes de humo.
—No trate de tentarme, no me diga nada, no le escucharé más. Trate de comprender un poco lo que sucedería si nos llegaran a descubrir. Dado el «estrato social» al cual pertenecemos, no habría ningún atenuante para nosotros, aunque sea la primera vez que nos hallemos ante un tribunal.
—¿Pues supongo, querido amigo, que su origen no ha de ser el que debería ser?
—¡Por favor! Mi padre era juez de instrucción en Vilno —respondió tristemente Bormental, vaciando su copa de coñac.
—Ya ve. Es un mal antecedente. No se puede imaginar nada peor. Además, si no me equivoco, el mío es aún peor. Mi padre era arcipreste de una catedral. Gracias.
De Sevilla a Granada…
Y en eso estamos…
—Filip Filipovich, es usted una celebridad mundial y por causa de un hijo de perra… ¡disculpe la expresión! ¿Pero cómo se atreverían a tocarlo?
—Mayor razón para que no lo hagan —objetó pensativamente Filip Filipovich deteniéndose ante el armario de vidrio.
—¿Y por qué?
—Porque usted no es una celebridad mundial.
—Ya lo sé…
—Ahí está. En cuanto a abandonar a un colega y ampararme en mi renombre, perdóneme…
Soy un universitario moscovita, no un Bolla. Filip Filipovich irguió altivamente los hombros y de pronto se asemejó a un antiguo rey de Francia.
—¡ Ah! ¡ Filip Filipovich! —exclamó tristemente Bormental—. ¿Qué hará entonces? ¿Va a esperar que ese granuja se transforme en hombre?
El profesor lo detuvo con un gesto de la mano, se sirvió un poco de coñac, bebió un sorbo, chupó una rebanadita de limón y finalmente dijo:
—Iván Arnoldovich, ¿cree que entiendo algo de la anatomía y de la fisiología del aparato cerebral humano? ¿Qué opina?
—¡ Qué pregunta me plantea, Filip Filipovich! —respondió acaloradamente Bormental alzando los brazos.
—Pues bien. Sin falsa modestia, también creo poder adelantarle que en ese dominio tampoco soy el último de Moscú…
Bormental lo interrumpió con vehemencia:
—¡Yo digo que es el primero no sólo de Moscú sino también de Londres y de Oxford!
—Admitamos que así fuese. Por lo tanto, futuro profesor Bormental, escuche bien lo que voy a decirle: nadie podrá lograrlo. No cabe la menor duda. Es inútil plantearlo. Cíteme pura y simplemente y diga: Preobrajenski lo asegura, finita, Klim. (En eco al solemne grito de Filip Filipovich, el armario de vidrio devolvió un «klim» sonoro). Usted, Bormental, es, pues, el primero de mis discípulos y como pude comprobarlo hoy, mi amigo. Es al amigo a quien voy a confiar un secreto, y sé muy bien que no defraudará la confianza del viejo asno que soy. Le diré pues que Preobrajenski manejó toda esta operación como un principiante. Desde luego, se realizó un descubrimiento y usted conoce su importancia. (El profesor extendió tristemente sus dos manos en dirección de la ventana, como queriendo tomar la ciudad por testigo). Pero sepa, Iván Arnoldovich, que el único resultado de este descubrimiento es que a Bolla lo vamos a tener aquí (el profesor se golpeó el cuello tieso); ¡puede estar seguro! ¡Si a alguien se le hubiese ocurrido la idea de acostarme boca abajo y darme una buena paliza, yo le daría gustoso cincuenta rublos por ello! De Sevilla a Granada… ¡Al diablo! Me pasé cinco años extrayendo hipófisis… Usted lo sabe, proporcioné una cantidad inimaginable de trabajo. Y ahora me pregunto: ¿con qué finalidad? Para llegar un día a transformar un perro adorable en un monstruo que nos hace erizar los cabellos.
—Efectivamente, era una empresa excepcional.
—Estoy de acuerdo con usted. He aquí lo que sucede, doctor: cuando un investigador, en vez de seguir a la naturaleza paso a paso, violenta las cosas, y trata de levantar una parte del velo: pues bien, ¡agárrate ese Bolla y arréglate con él!
—¡Pero profesor! ¿Y si se hubiese tratado del cerebro de un Baruch Spinoza[6]?
—¡Sí! —gruñó Filip Filipovich—. ¡ Sí! Y todavía fue necesario que ese desdichado perro no muriese en la mesa de operaciones, y usted vio lo que representaba esa operación. ¡En verdad yo, Filip Filipovich, jamás hice nada tan difícil en mi vida! Se podría injertar la hipófisis de un Spinoza o de cualquier otro pobre diablo y convertir a un perro en un ser de nivel excepcional. Pero ¿para qué diablos?, le pregunto. ¿Para qué fabricar artificialmente Spinozas cuando cualquier mujer, en cualquier momento, puede engendrarlos? La señora de Lomonosov[7] se las arregló sola para dar a luz a su ilustre hijo. Doctor, es la humanidad misma la que se encarga, a lo largo del proceso de la evolución, día tras día, de hacer surgir de entre toda la clase de desechos, algunas decenas de genios eminentes, honor del globo terrestre. ¿Comprende ahora, doctor, por qué rechacé las conclusiones a las cuales usted llegó en el caso de Bolla? Mi descubrimiento, al que quiere dar tanta importancia, no vale un cobre. No, no proteste, Iván Arnoldovich, ahora veo claro. Jamás opino en el aire, y usted lo sabe. ¡El interés teórico es indiscutible, de acuerdo! Los fisiólogos estarán entusiasmados. Moscú delira… Pero prácticamente ¿qué obtuvimos?
El profesor apuntó un dedo en dirección de la sala de curaciones donde dormía Bolla.
—Un crápula empedernido.
—Y ¿quién es? Klim, Klim Tchugunkin.
Bormental abrió la boca.
—Aquí lo tiene: dos condenas, alcoholismo, «distribuirlo todo», un sombrero y veinte rublos que desaparecieron (en ese instante Filip Filipovich pensó en su bastón-recuerdo y el rostro se le enrojeció aún más). En resumen, un granuja y un cerdo… En fin, terminaré por encontrar mi bastón. En pocas palabras: la hipófisis es la clave de la personalidad humana. ¡De la personalidad de un hombre determinado! De Sevilla a Granada… (Filip Filipovich gritaba, revolvía los ojos, furiosos). La hipófisis es, en miniatura, el propio cerebro. Me importa un comino lo que pueda sucederle, se puede ir al demonio. Lo que me interesa es lo eugenésico, el mejoramiento de la especie humana. Y caí en el problema del rejuvenecimiento. ¿Cree que hago todo esto por dinero? ¡Ante todo soy un hombre de ciencia!
—¡ Usted es un gran sabio! —afirmó Bormental, sorbiendo un trago de coñac. (Tenía los ojos inyectados en sangre).
—Hace dos años, cuando obtuve de la hipófisis un extracto de hormona sexual, resolví realizar un pequeño experimento. ¿Y qué resultó? ¡Ah, Dios mío, esas hormonas de la hipófisis!
Le aseguro, doctor, llego al colmo de la desesperación, me siento completamente extraviado.
Bormental se arremangó los puños de la camisa y, con la mirada levemente torcida, expresó:
—Pues bien, querido profesor, con su permiso, asumiré yo mismo el riesgo de envenenar a esta criatura. Paciencia, si mi padre fue juez de instrucción. Porque, al fin de cuentas, sólo se trata de una criatura experimental, es obra de usted.
Filip Filipovich perdió de pronto todo su ardor, de pronto pareció privado de toda energía. Se dejó caer en un sillón y dijo:
—No, hijo mío, no le permitiré hacer tal cosa. Tengo sesenta años, puedo darle consejos. Nunca se deje tentar a cometer un crimen, sea cuales fuesen sus motivos. Mantenga las manos puras hasta su muerte.
—Perdóneme, Filip Filipovich, ¿pero qué ocurrirá si Schwonder sigue ocupándose de su educación? ¡ Dios mío! ¡ Comienzo apenas a vislumbrar en lo que puede llegar a convertirse este Bolla!
—¡Ajá! ¿Lo comprende ahora? Yo lo había comprendido diez días después de la operación. Pero Schwonder es un imbécil de la peor especie. No entiende que Bolla es una amenaza aún peor para él que para mí. Trata por todos los medios de predisponerlo en mi contra sin darse cuenta que si alguien a su vez predispone a Bolla en contra de Schwonder, este último será quien quede completamente destruido.
—¡Sólo le interesan los gatos! Un hombre con corazón de perro.
—¡Oh, no, no! —protestó dolidamente Filip Filipovich— usted comete un grave error, doctor. No calumnie al perro, por favor. Los gatos, es algo pasajero… Es una cuestión de disciplina, puede durar dos o tres semanas. Se lo certifico. Un mes a lo sumo, y dejará de perseguirlos.
—¿Y por qué no ahora?
—Es natural, Iván Arnoldovich ¿qué tiene de extraño? La hipófisis no está suspendida en el aire. No hay que olvidar que está injertada en un cerebro de perro: déle el tiempo de adaptarse. Actualmente ya no presenta sino muy pocos vestigios de conducta canina y compréndalo, los gatos son lo mejor de todo lo que hace. El drama es que ya no tiene corazón de perro, sino corazón de hombre. ¡Y el corazón de hombre más crápula que existe!
Bormental sintió que su exaltación llegaba al máximo. Apretó sus puños musculosos encogió los hombros y declaró resuelto:
—Basta. Lo mataré.
—¡Se lo prohíbo! —respondió categóricamente Filip Filipovich.
—Permit…
El profesor tendió el oído y alzó un dedo:
—Un instante… Me pareció oír pasos.
Los dos hombres hicieron silencio y escucharon, pero en el corredor todo estaba en calma.
—Yo había creído… —y el profesor reanudó, en alemán, su apasionado discurso. Las palabras rusas «acto criminal» fueron repetidas varias veces.
—Espere —lo interrumpió a su vez Bormental, dirigiéndose hacia la puerta.
Ahora se oía claramente el eco de pasos que se aproximaban, acompañados de gruñidos. Bormental abrió la puerta y el asombro le hizo dar un salto hacia atrás mientras el profesor permanecía clavado en su sillón.
En el rectángulo de luz del corredor apareció Daría Petrovna vestida tan sólo con un camisón transparente; tenía las mejillas encarnadas, los ojos llenos de venganza. El profesor y su asistente se sintieron deslumbrados por la generosidad de las formas del cuerpo potente que aparecía semidesnudo ante sus miradas espantadas. Daría Petrovna tenía algo entre sus manos vigorosas, algo que forcejeaba arrastrándose en el suelo, unas piernas cortas cubiertas de abundante vello negro. Ese «algo» era evidentemente Bolla, completamente atónito, apenas repuesto de su borrachera, con el pelo desgreñado y que por una prenda de vestir sólo llevaba su camisa.
Majestuosa, en su velada desnudez, Daría Petrovna sacudía a Bolla como si hubiese sido una bolsa de papas:
—¡Mire un poco, señor profesor, el estado de nuestro visitante Telegraf Telegrafovich! Yo fui casada, pero Zina es aún una jovencita inocente. Afortunadamente me desperté…
Después de este discurso, Daría Petrovna tuvo un repentino acceso de pudor, lanzó un grito, se cubrió el pecho con las manos y huyó. Filip Filipovich pareció recobrar su buen sentido.
—Por amor de Dios, perdónenos, Daría Petrovna —le gritó ruboroso.
Bormental levantó un poco más las mangas de su camisa y caminó hacia Bolla. Filip Filipovich cruzó su mirada y sintió miedo:
—¿Qué va a hacer, doctor? Le prohibo…
Bormental asió a Bolla por el cuello y lo sacudió con tal violencia que la tela de la camisa se rompió.
Filip Filipovich se interpuso y trató de arrancar el débil cuerpo de Bolla de entre las garras del cirujano.
—¡ No tiene derecho a pegarme! —gritaba Bolla, quien, medio estrangulado, se esforzaba por retomar contacto con el piso.
De pronto la lucidez le había vuelto.
—¡Doctor! —tronó Filip Filipovich.
Bormental tomó a su vez un respiro y soltó a Bolla que se largó a lloriquear.
—Muy bien —silbó Bormental—, esperemos hasta mañana. Le reservo una sorpresa cuando despierte y después que se le haya pasado del todo la borrachera.
Y tomando a Bolla bajo las axilas, lo arrastró a la sala de curaciones.
Bolla intentó una última zancadilla, pero sus piernas lo traicionaron.
Filip Filipovich se cuadró firmemente sobre sus pies, sacudiendo los faldones de su bata; elevó la mirada hacia la lámpara del techo y alzando los brazos al cielo exclamó:
—Vamos, esta vez…