—¡No, no y no! —insistía Bormental, le ruego que se la ponga.
—Poner qué… poner… —balbuceó Bolla, malhumorado.
—Se lo agradezco, doctor —dijo amablemente Filip Filipovich—, en lo que a mí respecta, ya renuncié a formular observaciones.
—De todas maneras no le permitiré comer hasta que no se la ponga. Zina, quítele la mayonesa.
—¿Cómo, quitármela?, se afligió Bolla, Me la pongo, me la pongo.
Y protegiendo con una mano el plato que Zina había hecho ademán de llevarse, con la otra se colocó la servilleta alrededor del cuello, lo cual lo hacía parecer un cliente que aguarda el barbero.
—¡Y con el tenedor! —agregó Bormental.
Bolla lanzó un profundo suspiro y comenzó a bañar trozos de esturión en la salsa espesa.
—¿Me pueden dar otro poco de vodka? —preguntó.
—¿No tomó bastante? —inquirió Bormental—. Me parece que estos últimos tiempos está abusando de la vodka.
—¿Acaso quiere economizarla? —preguntó Bolla con mirada astuta.
—No diga tonterías —intervino Filip Filipovich severo.
—Déjeme, profesor, yo me ocuparé de él. Escúcheme, Bolla. Usted dice tonterias y lo peor de todo es que las dice con aplomo, en un tono que no admite réplica. Evidentemente, no tengo motivos para economizar la vodka, tanto más cuanto no es mía, sino del profesor. El hecho es que primero, le hace daño y, segundo, aun sin vodka no sabe conducirse correctamente.
Bormental hizo un gesto hacia el aparador cuyo espejo estaba torpemente remendado.
—Zinuchka, dame un poco más de pescado, por favor —dijo el profesor.
Entretanto Bolla se había apoderado del botellón, sirviéndose una copa de vodka mientras miraba de reojo a Bormental.
También hay que servir a los demás —hizo notar el asistente—. Y en este orden: primero a Filip Filipovich, luego a mí y en último término a usted.
Con una sonrisa irónica apenas visible, Bolla llenó las copas.
—En esta casa todo está medido y ordenado como papel pautado: la servilleta aquí, la corbata allí, «perdóneme», «por favor», «gracias». La verdadera vida es otra cosa. Ustedes se preocupan de todo eso como si todavía estuviésemos en el tiempo de los zares.
—¿Y puedo preguntarle qué se hace en la verdadera vida?
Bolla no contestó esta pregunta de Filip Filipovich, pero alzó su copa y brindó:
—Pues bien, les deseo a todos…
—Lo mismo para usted —interrumpió Bormental con cierta ironía.
Bolla vació su copa, hizo una mueca, acercó a su nariz un trozo de pan, lo husmeó y lo engulló mientras se le llenaban los ojos de lágrimas.
—El pasado —murmuró de pronto Filip Filipovich, como perdido en sus pensamientos.
Bormental lo miró sorprendido.
—¿Cómo dijo?
—El pasado —repitió el profesor—. No hay nada qué hacer. Klim.
Bormental lo miró a los ojos súbitamente interesado.
—¿Lo cree así, Filip Filipovich?
—No lo creo, estoy seguro.
—¿Sería posible?…
Bormental se interrumpió y observó a Bolla. Este tenía el rostro enfurruñado como si sospechase algo.
-Spater… —dijo Filip Filipovich a media voz.
—Gut[3] —respondió el asistente.
Zina trajo la pavita asada. Bormental sirvió a Filip Filipovich una copa de vino tinto y le ofreció a Bolla.
—No quiero. Prefiero vodka.
Con el rostro reluciente, la frente sudorosa, Bolla empezaba a animarse. El vino parecía haber suavizado un poco el humor de Filip Filipovich; ahora, con la mirada más serena consideraba con mayor benevolencia a Bolla, cuya cabeza negra se destacaba sobre la servilleta blanca como una mosca en un tazón de leche.
Reanimado por la comida, Bormental se sentía lleno de entusiasmo.
—Y bien, ¿qué vamos a hacer esta noche? —preguntó a Bolla.
Este parpadeó.
—Ir al circo, es lo mejor que existe.
—Todos los días al circo —observó Filip Filipovich, bonachón—, me parece que resulta bastante aburrido. En su lugar trataría de ir alguna vez al teatro.
—No iré al teatro —contestó Bolla, hostil, y se llevó la mano a la boca para signarse.
—Eructar en la mesa corta el apetito a las otras personas —observó maquinalmente Bormental—. Perdóneme, pero… ¿qué tiene en contra del teatro?
Bolla miró en su copa vacía como en un larga-vista, reflexionó un instante y contestó engolando los labios:
—Es bueno para los imbéciles… Hablan, hablan… no es otra cosa más que contrarrevolución.
Filip Filipovich se apoyó contra el respaldo gótico y estalló en una carcajada que hizo brillar en su boca una verdadera empalizada de oro. Bormental se limitó a menear la cabeza.
—Debería leer un poco —propuso—, de lo contrario, sabe…
—Pero yo leo, leo…
Y con gesto rápido y ávido, Bolla volvió a servirse media copa de vodka.
—Zina —exclamó Filip Filipovich alarmado—, llévate la vodka, no queremos más. ¿Y qué lee?
En el espíritu del profesor se corporizó una imagen: una isla desierta, una palmera, un hombre vestido con pieles de animales… Lo que le haría falta leer es Robinson…
—Leí la… como se dice… la Correspondencia de Engels[4] con ese… cómo diablos… Kautsky[5].
El tenedor de Bormental que llevaba a su boca un trozo de carne blanca quedó suspendido en el aire, y Filip Filipovich volcó un poco de vino sobre el mantel. Bolla aprovechó para beberse su vodka.
El profesor apoyó los codos sobre la mesa y dijo a Bolla mirándolo fijo:
—Permítame preguntarle lo que retuvo de esa lectura.
Bolla se encogió de hombros.
—No estoy de acuerdo.
—¿Con quién? ¿Con Engels o con Kautsky?
—Con ninguno de los dos.
—Realmente, muy interesante… Y personalmente, ¿qué propondría usted?
Si alguien se atrevía a reclamar
—¿Lo que hay que proponer? Escriben, escriben… Un congreso por aquí, alemanes por allá… La cabeza estalla. Lo que hace falta es tomarlo todo y distribuirlo.
—Era exactamente lo que yo pensaba —exclamó Filip Filipovich golpeando la mesa con la mano—. ¡Estaba seguro!
—¿Y conoce el medio de lograrlo? —preguntó Bormental, interesado.
—No hace falta buscar el medio —explicó Bolla a quien la vodka había vuelto locuaz—, no es complicado: algunos tienen departamentos de siete habitaciones y cuarenta pantalones, mientras otros vagan por las calles y buscan su comida en los tachos de basura.
—¿Naturalmente, al hablar de departamentos de siete habitaciones, alude a nosotros? —preguntó el profesor, altanero y arrugando el ceño.
Bolla agachó la cabeza y se quedó callado.
—Muy bien, no estoy en contra de la distribución ¿A cuántos pacientes mandó ayer de vuelta, doctor?
—A treinta y nueve —contestó inmediatamente Bormental.
—Hmmm… Trescientos noventa rublos. Considerando tres personas —no tendremos en cuenta a las señoras Daría Petrovna y Zina—, significa que usted me debe ciento treinta rublos. Tenga a bien pagármelos.
—¡Esta sí que es buena! —exclamó Bolla asustado—. ¿Y a qué viene?
—¡Por el grifo y el gato! —estalló Filip Filipovich abandonando el tono de tranquila ironía.
—¡ Filip Filipovich! —exclamó Bormental, alarmado.
—Espere. Por el escándalo que causó y nos obligó a suspender las consultas. ¡ Es intolerable! ¡ Un hombre que se larga a saltar como un salvaje por todo el departamento, que arranca los grifos! ¿Y que mató el gato de la señora Polasuker? Que…
Bormental enfatizó:
—Y anteayer mordió a una señora en la escalera, Bolla.
—Usted está… —rugió Filip Filipovich.
—Me había golpeado el hocico —chilló Bolla—, no es un hocico público.
—Lo hizo porque le había pellizcado el pecho —exclamó Bormental volcando un frasco, usted es un…
Los enfurecidos gritos de Filip Filipovich cubrieron la voz del doctor.
—Usted está en el nivel más bajo de la escala de evolución, es una criatura que recién empieza a formarse, un ser mediocre desde el punto de vista del desarrollo intelectual, todos sus actos son propiamente bestiales, y en presencia de dos personas de formación superior se atreve, con intolerable desenvoltura, a dar consejos de orden cósmico, y con una estupidez también cósmica, opina respecto a la distribución de bienes… ¡Y además de todo eso, se ceba con dentífrico!
—¡Anteayer! —precisó Bormental.
—¡Ahí tiene! ¡Y métaselo bien en la cabeza! ¿Con qué objeto se sacó la pomada de óxido de cinc que tenía en la nariz?… Tendría que callarse y hacer caso a lo que se le dice. Estudiar, para llegar a ser un miembro más o menos aceptable de la sociedad socialista. A propósito, ¿quién es el atorrante que le dio ese libro?
—Para usted todos son atorrantes —respondió Bolla espantado y aturdido por ese ataque en dos frentes.
—Creo que lo adivino —proclamó Filip Filipovich enrojeciendo de ira.
—Bueno, de acuerdo. Me lo dio Schwonder. No es un atorrante… Era para procurarme una formación…
—¡Ya veo qué formación le procuró Kautsky! —gritó el profesor que se empezaba a poner lívido.
Presionó rabiosamente un botón en la pared.
—El ejemplo de hoy lo demuestra a las mil maravillas. ¡Zina!
—¡Zina! —gritó Bormental.
—¡Zina! —aulló Bolla, aterrorizado.
Zina acudió, completamente pálida.
—Zina, allá en la sala de espera… ¿Está realmente en la sala de espera?
—Sí, está —contestó humildemente Bolla— tiene las tapas color verde cardenillo.
—Un libro de tapas verdes…
—¡Claro, lo van a quemar! —exclamó Bolla, desesperado—. ¡Pertenece al Estado, viene de una biblioteca!
—La Correspondencia de… cómo se llama… Engels con ese otro demonio… ¡Al fuego!
Zina desapareció.
—Ese Schwonder —exclamó Filip Filipovich desquitándose con un alón de pavita—, le juro que lo colgaría en el primer árbol que encontrase, palabra de honor. Ese cerdo increíble se enquistó en la casa como un flemón. No le basta con escribir imbecilidades difamatorias en los periódicos…
Bolla ladeó la vista hacia el profesor con los ojos llenos de perversa ironía. Filip Filipovich le devolvió su mirada torva y permaneció callado.
—«En este departamento no ocurrirá nada bueno», —pensó de pronto, proféticamente, Bormental.
Zina trajo, sobre una fuente redonda, una torta roja por un lado y rosada por el otro y colocó una cafetera sobre la mesa.
—No comeré torta —amenazó Bolla.
—Nadie le invitó a hacerlo. Manténgase con corrección. Sírvase, doctor.
La comida terminó en silencio.
Bolla sacó un cigarrillo arrugado de su bolsillo y se puso a fumar. Filip Filipovich acabó su café, miró su reloj e hizo sonar el cuarto de las ocho. Luego, como solía hacerlo con frecuencia, se reclinó en el respaldo gótico y tomó el diario que estaba en la mesita.
—Por favor, doctor, acompáñelo al circo. Pero por amor de Dios, fíjese que en el programa no figuren gatos.
—¿Dejan entrar a esos canallas en los circos? —inquirió Bolla con tono sombrío.
—Dejan entrar un poco de todo —contestó ambiguamente Filip Filipovich, y tendiéndole el diario a Bormental, preguntó:
—¿Qué programas hay?
En el circo Solomonsky —comenzó a leer Bormental—, están los cuatro… Iusemes y «el hombre del punto muerto».
—¿Qué son esos Iusemes? —preguntó Filip Filipovich, receloso.
—Sólo Dios lo sabe. Es la primera vez que veo tal nombre.
—Entonces mejor mirar qué hay en el Nikitin. Es necesario que todo sea absolutamente claro.
—En el Nikitin… Nikitin… Aquí está, hay elefantes y «los reyes de la acrobacia».
—Muy bien. ¿Qué tiene que decir de los elefantes, mi querido Bolla? —interrogó escéptico el profesor.
Bolla se ofuscó.
—¡Qué! ¿Se imagina que no entiendo nada? Un gato es otra cosa… Los elefantes son animales útiles.
—Perfecto. Ya que son útiles, vaya a verlos. Trate de obedecer a Iván Arnoldovich. ¡Y no vaya a vagar por el buffet! Por favor, doctor, nada de cerveza para Bolla.
Diez minutos más tarde, Iván Arnoldovich y Bolla, que llevaba una gorra de ancha visera y vestía un abrigo de paño con el cuello levantado, salían para ir al circo. La calma renació en el departamento.
Filip Filipovich entró en su consultorio. Encendió la lámpara que cubría una pesada pantalla verde y una tranquila claridad iluminó el amplio cuarto. El profesor empezó a caminar a lo ancho y a lo largo del consultorio. Durante largo rato la brasa verdosa de su cigarro brilló en la habitación. Filip Filipovich tenía las manos en los bolsillos y sombríos pensamientos atormentaban su ancha frente de hombre de ciencia. Chasqueaba los labios, tarareaba entre dientes y murmuraba algo sin cesar. Finalmente dejó su cigarro en el cenicero, se aproximó a un armario de vidrio y encendió las tres potentes lámparas que inundaron de luz el consultorio. Del tercer estante sacó un frasco de dimensiones reducidas y lo observó con aire preocupado. En el líquido denso y transparente se hallaba suspendido el pequeño tapón blancuzco que había sido extraído del cerebro de Bolla. Con los hombros encogidos, la boca crispada, profiriendo gruñidos desarticulados, Filip Filipovich lo devoraba con los ojos, como si buscase descubrir en esa diminuta esfera flotante la clave de los increíbles acontecimientos que habían alterado la paz de la casa de la Prechistienka.
¿Acaso halló el sabio esa clave? El hecho es que después de terminar su examen, volvió a colocar el frasco en el armario, cerró la puerta del mismo con llave, guardó esta en el bolsillo del chaleco y se dejó caer en el diván de cuero con la cabeza hundida entre los hombros y las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta. Permaneció largo tiempo así, masticando el extremo de un segundo cigarro y, finalmente, igual que un viejo Fausto, exclamó en la soledad verdosa del consultorio:
—Por Dios, creo que lo haré.
Nadie le contestó. En el departamento reinaba el silencio más absoluto. Como se sabe, después de las once de la noche el tránsito de la calle Obukhov cesa casi por completo. De tanto en tanto resonaban los pasos de algún transeúnte rezagado que pasaba detrás de los cortinados corridos y desaparecía en la noche. Llevándose una mano al bolsillo del chaleco, Filip Filipovich escuchaba la suave música de su reloj de repetición… Aguardaba con impaciencia el regreso de Bolla y del doctor Bormental.