Una noche de invierno. A fines de enero, en el marco de la puerta de la sala de espera ha sido fijada una hoja de papel blanco en la que se re conoce la caligrafía de Filip Filipovich:
Prohibido comer semillas de girasol en el departamento.
F. Preobrajenski.
Y en grandes letras escritas con lápiz azul por mano de Bormental:
Prohibido tocar instrumentos de música entre las cinco de la tarde y las siete de la mañana.
Luego, la caligrafía de Zina:
Cuando usted vuelva dígale a Filip Filipovich que no sé adónde fue. Fiodor dijo que estaba con Schwonder.
Escrito por Preobrajenski:
¿Tendré que esperar al vidriero durante ciento siete años?
Finalmente, por Daría Petrovna (en caracteres de imprenta):
ZINA FUE A LA TIENDA, DIJO QUE EL VIDRIERO IBA A VENIR.
El comedor había adquirido su aspecto nocturno debido a la lámpara cubierta por la pantalla roja. La luz se reflejaba en el aparador cuyos espejos trizados habían sido remendados por medio de tiras de papel pegadas en cruz. Inclinado sobre la mesa, Filip Filipovich se hallaba absorbido por la lectura de un periódico de gran tamaño. Tenía el rostro alterado y murmuraba entre dientes breves frases sin ilación. He aquí el articulo que tenía bajo la vista:
«No cabe duda alguna de que se trata de un hijo ilegítimo (como se decía en la podrida sociedad burguesa). Estas son, pues, las diversiones de nuestra burguesía seudosabia. Un cualquiera puede permitirse el lujo de ocupar siete habitaciones hasta el día en que la espada implacable de la justicia caiga sobre él entre resplandores rojos».
Schw…r.
En una habitación vecina alguien tocaba obstinadamente la balalaika con incansable virtuosismo y las sutiles variaciones de «Brilla la luna» venían a agregarse al contenido del artículo, formando en la cabeza de Filip Filipovich una odiosa amalgama. Luego de terminar su lectura escupió vigorosamente por encima de su hombro y se puso a tararear maquinalmente y a media voz:
-Brilla la luna… Brilla la luna… Brilla la… Maldita melodía. Ahora también se me contagia a mí.
Tocó el timbre. La cabeza de Zina apareció en la puerta.
—Dile que termine, son las cinco; y por favor, hazlo venir aquí.
Filip Filipovich estaba sentado en un sillón junto a la mesa. Entre los dedos de su mano izquierda sostenía un cigarrillo en cuyo extremo brillaba el punto rojo de la lumbre. Un hombre de pequeña estatura y aspecto poco atractivo se apoyaba en el marco de la puerta. Tenía la cabeza cubierta de cabellos rígidos semejantes a una mata de maleza en un campo desbrozado y una pradera hirsuta le cubría las mejillas. El escaso desarrollo de la frente llamada la atención: casi inmediatamente encima del pelo negro de las cejas separadas comenzaba el cepillo duro de los cabellos.
Vestía una chaqueta agujereada bajo el brazo izquierdo, salpicada de briznas de paja y un pantalón a rayas cuya pierna derecha estaba rota en la rodilla mientras la izquierda ostentaba numerosas manchas moradas. Llevaba al cuello una corbata de violento tono azul, adornada con un alfiler que lucía un falso rubí. El color de esta corbata era tan agresivo que por momentos, al cerrar los ojos cansados, Filip Filipovich veía aparecer en el cielorraso o en la pared un lampo flameante rodeado por un halo azul. Y cuando volvía a abrirlos era cegado nuevamente por el haz de luz que proyectaban desde el suelo los botines charolados del hombre, cubiertos en parte por polainas blancas.
«Parecen galochas», pensó Filip Filipovich, fastidiado, resoplando y sacando una bocanada de humo de su cigarrillo medio apagado. Desde el umbral, el hombre lo observaba con mirada distraída, fumando un cigarrillo cuya ceniza le caía sobre la pechera de la camisa. El reloj de pared colocado junto a una perdiz de madera, indicaba las cinco. El eco de las campanadas se prolongaba aún cuando Filip Filipovich comenzó a hablar.
—Creía haberle dicho ya en dos ocasiones que no duerma en la cocina. ¡Y con mayor razón durante el día!
El hombre soltó una tosecilla ronca, como si quisiera despejarse la garganta y contestó:
—El aire es mejor en la cocina.
Tenía una voz extraña, bronca y que, al mismo tiempo, resonaba como si brotase del interior de un pequeño barril.
Filip Filipovich agitó la cabeza y preguntó:
—¿Dónde encontró ese horror? Me refiero a su corbata.
Los ojos del hombre siguieron la dirección del dedo y miraron amorosamente la corbata por encima de los labios prominentes.
—¿Qué «horror»? Es una corbata de lujo. Me la regaló Daría Petrovna.
—Daría Petrovna le regaló un espanto, así como esos botines: ¿qué son esas inepcias centelleantes? ¿De dónde vienen? ¿Qué le había dicho yo? De comprarse calzado a-de-cua-do; mire lo que lleva en los pies. ¿No me dirá que los eligió el doctor Bormental, supongo?
—Le dije que los quería charolados. ¿Acaso soy peor que el resto de la gente? Vaya a ver por la ciudad, todos tienen botines charolados.
El profesor agitó nuevamente la cabeza y prosiguió, recalcando sus palabras:
—Basta de dormir en la cocina. ¿Comprendido? ¡Qué coraje! Allí molesta. Hay señoras.
El rostro del hombre se volvió huraño y una mueca le hinchó los labios.
—Señoras, señoras… ¡Hágame el favor! Simples sirvientes y se consideran tan importantes como mujeres de comisarios del pueblo. Es esa Zinka quien anda todo el tiempo diciendo chismes.
Filip Filipovich le lanzó una mirada severa.
—¡Le prohibo que llame «Zinka» a Zina! ¿Entendido?
Silencio.
—¿Entendido, le pregunto?
—Entendido.
—Se va a quitar esa porquería del cuello… Usted… En fin, mírese un poco al espejo. Parece un payaso.
Y no tire sus colillas en el suelo, se lo repito por centésima vez. ¡Que yo no oiga más un solo insulto en este departamento! Prohibido escupir. Aquí tiene una salivadera. Aprenda a usar correctamente el orinal. Y deje de fastidiar a Zina. Se quejó de que usted está siempre acosándola en la oscuridad. ¿Y quién contestó a un paciente: «¡Qué sé yo, hijo de perra!»? ¿Dónde se cree que está? ¿En un tugurio?
—Usted no deja de reprenderme por todo, papaíto —lloriqueó el hombre.
Las mejillas de Filip Filipovich se encendieron y sus ojos lanzaron destellos.
—¿De dónde saca eso de papaíto? ¿Qué familiaridades son estas? ¡No quiero volver a oír jamás esas palabras! ¡Llámeme por mi nombre y mi patronímico!
En el rostro del hombre se dibujó una expresión insolente.
—Siempre lo mismo… Prohibido escupir… Prohibido fumar… Prohibido ir allá… Uno parece estar en un tranvía. ¿No puede dejarme vivir un poco? En cuanto a lo de «papaíto», está perdiendo el tiempo. ¿Acaso yo le pedí que me hiciese esta operación?
El hombre ladraba con indignación.
—¡Esta sí que es buena! Toman un animal, le tajean el cráneo a cuchilladas y todavía se hacen los delicados. ¿Me preguntaron si yo estaba de acuerdo para que me operasen? Además (el hombre alzó la mirada hacia el cielorraso como buscando recordar alguna fórmula), tampoco mis padres fueron consultados. Tal vez tengo derecho a iniciar una acción judicial.
Los ojos de Filip Filipovich se volvieron completamente redondos, el cigarrillo se le cayó de los dedos. «He aquí al hombre», pensó fugazmente.
—¿Se queja de que lo hemos transformado en ser humano? —preguntó arrugando el ceño—. —¿Quizá prefiera seguir revolviendo los tachos de basura? ¿O helarse bajo los portales? Si yo hubiese sabido…
—Siempre me está reprochando algo; la basura, la basura… ¿Y si me hubiese muerto en la mesa de operaciones? ¿Qué me puede contestar, camarada?
—¡Filip Filipovich! —gritó el profesor, furioso—. Y no soy su «camarada». ¡Es monstruoso!
«Una pesadilla, una verdadera pesadilla», pensó.
—Desde luego… —dijo irónicamente el hombre, cuadrándose sobre sus piernas con gesto de triunfo. No somos camaradas. Ni mucho menos. No hemos estudiado junto en la universidad ni ocupamos departamentos de quince habitaciones con cuartos de baño. Pero ya es tiempo de olvidar todo eso. Hoy toda la gente tiene derecho a…
Palideciendo, Filip Filipovich escuchaba los razonamientos del hombre. Este se interrumpió y se dirigió ostensiblemente hacia el cenicero, sosteniendo en su mano un cigarrillo mordisqueado. Tenía un aspecto caótico. Aplastó la colilla apoyándole encima repetidas veces el dedo pulgar con una expresión que significaba claramente: «¡Toma, toma y toma!». Después de haber apagado la colilla castañeteó los dientes y se metió la nariz bajo la axila.
—¡Las pulgas se sacan con los dedos! ¡ Con los dedos! —exclamó Filip Filipovich iracundo—. Y no comprendo cómo se las arregla para agarrarlas.
—¿Acaso cree que hago cría de pulgas? —se ofendió el hombre—. Aparentemente, son ellas quienes me quieren a mí…
Sus dedos hurgaron en el forro de la manga y sacaron un trozo de algodón rojizo.
Filip Filipovich levantó la vista hacia las guirnaldas del cielorraso y tamborileó sobre la mesa con los dedos. Después de haber matado la pulga, el hombre fue a sentarse en una silla, y apoyó las manos en las solapas de su chaqueta. Bajó la mirada hacia el piso y se puso a contemplar sus botines, lo cual pareció proporcionarle una inmensa satisfacción. Filip Filipovich lanzó un vistazo a los botines de extremos cuadrados que despedían vivos reflejos, entornó los párpados y prosiguió:
—¿Tiene algo más qué decirme?
—Sí, algo muy simple. Filip Filipovich: necesito un documento de identidad.
Filip Filipovich experimentó un leve estremecimiento.
—¡Humm!… ¡Diablos! ¡Un documento de identidad! Bueno de una manera u otra se podrá tal vez…
La voz revelaba inquietud y falta de seguridad.
—Perdóneme —contestó el hombre con decisión—, pero ¿qué puedo hacer sin documentos? Usted sabe muy bien que está absolutamente prohibido vivir sin ellos… En primer término, el comité del edificio…
—¿Qué tiene que ver con esto?
—¡Cómo, qué tiene que ver! Cada vez que me encuentro con alguien me preguntan: ¿cuándo vas a ir a registrarte?
—¡Dios mío! —exclamó Filip Filipovich desalentado—, se encuentran, preguntan… Imagino lo que les contesta. Sin embargo le prohibí andar vagando por la escalera.
—¡Vamos, al fin de cuentas no soy un presidiario! (La conciencia que tenía de sus derechos parecía dar mayor brillo a su rubí de pacotilla). «¿Y qué es eso de vagando»? Sus palabras son más bien ofensivas. Camino, como toda la gente, y al decir estas palabras golpeaba el piso con sus botines charolados.
Filip Filipovich calló y desvió la mirada. «Tengo que contenerme», pensó. Fue hasta el aparador y se sirvió un vaso de agua que bebió de un sorbo.
—Muy bien —prosiguió con mayor calma—, sólo es cuestión de palabras, no tiene importancia. Entonces ¿qué le dijo el adorable comité del edificio?
—¿Qué quiere que diga? Y no tiene por que tratarlo de «adorable». Defiende intereses.
—¿Los intereses de quién?… si puedo preguntárselo.
—¡De los trabajadores; todo el mundo lo sabe!
Filip Filipovich, abrió desmesuradamente los ojos.
—¿Por qué? ¿Usted es un trabajador?
—Evidentemente. No soy un inútil.
—Bueno. ¿Qué más necesita el comité para defender sus intereses revolucionarios?
—Usted lo sabe. Tengo que registrarme. Dicen que jamás se ha visto que alguien viva en Moscú sin estar registrado. Pero lo más importante son los documentos militares. No quiero ser un desertor. También están el sindicato, la bolsa de trabajo…
—¿Y puede decirme dónde tengo que registrarlo? ¿En este mantel o en mi pasaporte? Hay que considerar su situación. No olvide que usted es… Hmm… es, digamos, una aparición nueva, una criatura de laboratorio.
El tono de Filip Filipovich se volvía cada vez menos firme.
El hombre se encerró en un silencio triunfal.
—Muy bien. ¿Qué hay que hacer, por fin, para registrarlo y dar amplia satisfacción a su comité del edificio? Usted no tiene nombre ni apellido.
—No es verdad. Puedo elegirme un nombre. Basta con anunciarlo en un periódico y asunto terminado.
—¿Y cómo quiere llamarse?
El hombre enderezó el nudo de su corbata y anunció:
—Poligraf Poligrafovich.
—No se haga el imbécil —repuso refunfuñando Filip Filipovich—, le hablo en serio.
Una sonrisa sarcástica torció el bigote del hombre:
—Hay algo que no entiendo —prosiguió en tono cordial y razonable—. No debo blasfemar, no debo escupir. Y todo lo que usted me dice es «Imbécil, Idiota». Aparentemente, sólo los profesores tienen el derecho de decir palabras groseras en la U.R.S.S.
El rostro de Filip Filipovich se congestionó. Fue a servirse un vaso de agua que se le cayó de las manos y se rompió; se sirvió otro y pensó: «No va a demorar en aleccionarme y tendrá toda la razón. No sé dominarme».
Volvió junto al hombre, se inclinó con exagerada cortesía y pronunció con voz firme y glacial:
—Per-dó-ne-me. Tengo los nervios excitados. Su nombre me pareció extraño. ¿Puedo saber dónde lo encontró?
—Me lo aconsejó el comité del edificio. Buscaron en el calendario. Me preguntaron cuál quería y elegí.
—En ningún calendario puede encontrarse un nombre así.
El hombre sonrió.
—Me sorprende. En la sala de curaciones tiene uno colgado.
Sin moverse de su lugar, Filip Filipovich oprimió un timbre bajo la mesa y apareció Zina.
—El calendario de la sala de curaciones.
Zina regresó pocos instantes después con el calendario.
—¿Dónde? —preguntó el profesor.
—Se celebra el 4 de marzo.
—A ver… hmm… Diablos… Arrójelo al fuego, Zina, ¡enseguida!
Zina salió aprisa con el calendario mirando con ojos asustados al profesor, y el hombre meneó la cabeza con reprobación.
—¿Y puedo conocer su apellido?
—Estoy dispuesto a conservar mi apellido hereditario.
—¿Hereditario? ¿Es decir?
—Bolla. Con elle.
* * *
En el consultorio del profesor se encontraba Schwonder, presidente del comité del edificio. Vestía una chaqueta de cuero y permanecía de pie junto al escritorio. El doctor Bormental estaba sentado en un sillón. Tenía las mejillas avivadas por el frío (acababa de entrar) y parecía tan desamparado como Filip Filipovich, sentado junto a él.
—¿Qué debemos escribir? —preguntó este último.
—Nada complicado —comenzó Schwonder—. Redacte un certificado, ciudadano profesor, declarando que el portador del presente es efectivamente Bolla Poligraf Poligrafovich… este… engendrado en su departamento …
Bormental se sentía incómodo en su sillón. Un tic nervioso agitaba el bigote de Filip Filipovich.
—Hmm… ¡Diablos! No se puede imaginar nada más estúpido. Engendrado no es el término exacto, sino simplemente… en fin…
—Que haya sido engendrado o no, es cosa suya —comentó Schwonder con perversa alegría—. Al fin de cuentas, profesor, fue usted quien realizó el experimento. ¡Usted creó al ciudadano Bolla!
—Es muy simple —ladró Bolla, que admiraba en el espejo de la biblioteca el reflejo de su corbata.
—Le quedaré agradecido si no se inmiscuye en la conversación —protestó el profesor. De nada vale decir que es muy simple, cuando en realidad dista mucho de ser simple.
—¡Cómo! ¿No tengo derecho a inmiscuirme? —rezongó Bolla, ultrajado.
Schwonder tomó inmediatamente su defensa.
—Permítame, profesor, el ciudadano Bolla tiene toda la razón. Está en su derecho de participar en una discusión que decide su suerte, y tanto más cuanto se trata de documentos de identidad: ¡los documentos son lo más importante que existe en el mundo!
En ese momento la campanilla ensordecedora del teléfono interrumpió todas las conversaciones. Filip Filipovich descolgó el receptor, dijo: «Sí», su rostro se encendió de ira y rugió:
—Le ruego no molestarme por sandeces. ¿A usted qué le importa? —Y volvió a colgar violentamente el tubo.
El rostro de Schwonder reflejaba una beatífica alegría.
—Ahora terminemos de una vez —exclamó Filip Filipovich, arrebatado.
Arrancó una hoja de un anotador, escribió algunas palabras y leyó con voz irritada:
—«Por la presente certifico». —Al diablo si… Hmm… «que el portador de la presente resulta de un experimento de laboratorio durante el cual fue practicada una intervención en su cerebro y que necesita documentos de identidad»… De todas maneras estoy en contra de estas idioteces de papeleos… Firmado: Profesor Preobrajenski.
—Resulta bastante extraño, profesor —se ofuscó Schwonder—, que pueda tratar esos documentos de idioteces. No puedo admitir en esta casa la presencia de un inquilino desprovisto de documentos de identidad y que, por añadidura, no está registrado en las listas de conscripción. ¿Qué pasaría si llegara a estallar la guerra contra los buitres del imperialismo?
—Jamás iré a pelear —chilló de pronto Bolla, mirando la biblioteca.
—Sus palabras revelan una gran inconsciencia, ciudadano Bolla. Es imprescindible figurar en las listas de conscripción.
—Acepto que se me inscriba, pero para pelear ¡al cuerno! —replicó Bolla con aplomo, reajustándose el nudo de la corbata.
Le tocó entonces a Schwonder alterarse. Preobrajenski dirigió a Bormental una mirada furiosa y apenada a la vez: Linda moral ¿no le parece? El doctor respondió moviendo significativamente la cabeza.
—Fui herido gravemente durante la operación —gimió Bolla sombrío—. Vea cómo me remendaron —agregó, mostrando su frente surcada por una cicatriz reciente—.
—¿Acaso sería usted un anarco-individualista? —preguntó Schwonder levantando bien alto las cejas.
—Me otorga el derecho a eximirme —replicó Bolla.
—Muy bien, de acuerdo, ya veremos más adelante —respondió Schwonder sorprendido. Por el momento vamos a enviar el certificado a la policía para obtener los documentos.
—Es que… —lo interrumpió de pronto Filip Filipovich visiblemente acosado por una idea fija— ¿no tendría usted una habitación libre en la casa? Estoy dispuesto a comprarla.
Los ojos pardos de Schwonder se llenaron de chispas amarillentas.
—No, profesor, lo lamentamos mucho. Y no hay ninguna en perspectiva.
El profesor frunció los labios y no contestó. La estridente campanilla del teléfono volvió a sonar. Sin pronunciar una sola palabra, Filip Filipovich arrancó violentamente el receptor del aparato y lo dejó balancearse al extremo del hilo azul. Todos se habían sobresaltado. «El viejo no da más de los nervios», pensó Bormental. Schwonder ametralló a los presentes con sus miradas, saludó y salió. Bolla corrió tras él haciendo crujir las suelas de sus zapatos.
El profesor y Bormental quedaron solos.
Después de un instante de silencio, Filip Filipovich meneó suavemente la cabeza y dijo:
—Es una pesadilla, una verdadera pesadilla.
—¿No lo vio? Le juro querido doctor, sufrí más en dos semanas que durante los últimos catorce años. ¡Qué individuo!
Se oyó a lo lejos el ruido apagado de un vidrio roto, luego un grito de mujer, agudo pero breve. Una fuerza maligna se coló por los cortinados del corredor, dirigida hacia la sala de curaciones; de pronto hubo un estrépito y el ruido siguió en dirección inversa. Resonó un portazo. De la cocina llegó el débil eco de un grito lanzado por Daría Petrovna. Luego el de un aullido proferido por Bolla.
—¡Por Dios! ¿Qué pasa ahora? —exclamó Filip Filipovich lanzándose hacia la puerta.
«Un gato» pensó Bormental; y salió corriendo detrás del profesor. Los dos hombres atravesaron a toda prisa el corredor, irrumpieron en el vestíbulo y se dirigieron al cuarto de baño. Zina salió de la cocina y se arrojó literalmente en brazos de Filip Filipovich.
—¿Cuántas veces repetí que no dejaran entrar gatos? —gritaba este, fuera de sí—. ¿Dónde está? ¡Iván Arnoldovich, por amor del cielo, vaya a tranquilizar a los pacientes que están en la sala de espera!
—¡ En el cuarto de baño, el maldito! ¡ Está en el cuarto de baño! —gritaba Zina sin aliento—.
Filip Filipovich se arrojó contra la puerta del cuarto de baño, que ofreció fuerte resistencia.
—¡Abra inmediatamente!
Por toda respuesta algo saltó contra las paredes y detrás de la puerta cerrada; se oyó un ruido de palanganas rotas y la voz de Bolla que rugía: ¡Voy a matarlo aquí mismo! El agua corría ruidosamente por las cañerías.
Filip Filipovich forcejeaba con la puerta, tratando de hacerla ceder. Daría Petrovna apareció en el umbral de la cocina, sudorosa, con el rostro descompuesto. Una pequeña claraboya situada a nivel del cielorraso entre la cocina y el cuarto de baño se rajó; algunos fragmentos de vidrio se desprendieron y tras los mismos surgió, como un polizonte, un enorme gato atigrado de increíble tamaño, que llevaba una cinta azul alrededor del cuello. Cayó en pleno sobre la mesa, en medio de una gran fuente que se partió en dos; saltó al suelo, se mantuvo un instante en equilibrio sobre tres patas, agitando la cuarta como si ensayase una figura de ballet y desapareció por un angosto intersticio que daba a la escalera de servicio. El intersticio se ensanchó y en lugar del gato apareció la cara de una vieja envuelta en una pañoleta. Una falda con lunares blancos hizo su entrada en la cocina. La vieja se restregó la boca desdentada entre el índice y el pulgar, recorrió la cocina con sus ojillos penetrantes y exclamó:
—¡Señor Jesús!
Filip Filipovich, lívido, atravesó la cocina y le preguntó con tono amenazador:
—¿Qué quiere?
—Me gustaría mucho ver el perro que habla —respondió obsequiosa la anciana y se santiguó.
Filip Filipovich palideció aún más, se acercó a la vieja hasta tocarla y profirió con voz ahogada:
—¡Desaparezca de aquí enseguida!
La mujer retrocedió y dio la vuelta, exclamando con tono ofendido:
—¡Es usted realmente mal educado, señor profesor!
—¡Afuera, dije!
Los ojos de Filip Filipovich se habían vuelto tan redondos como los de un búho. Después que se marchó la vieja, fue a cerrar la entrada de servicio dando un portazo.
—Daría Petrovna, le había recomendado muy bien…
Daría Petrovna se retorcía los puños de desesperación.
—Pero Filip Filipovich ¿qué quiere que haga? Es así todos los días, la misma multitud… Dan ganas de abandonar todo.
En el cuarto de baño el agua seguía corriendo con ruido sordo y amenazador, pero las voces habían callado. Apareció el doctor Bormental.
—Iván Arnoldovich, escúcheme por favor… Hmm… ¿Cuántos pacientes hay?
—Doce.
—Dígales que se marchen. Hoy no atenderé a nadie.
Filip Filipovich golpeó la puerta con los nudillos y gritó:
—¡Salga inmediatamente! ¿Por qué se encerró?
—¡Uau! ¡Uau! —respondió la voz quejosa y malhumorada de Bolla.
—¡No entiendo nada, caramba! ¡Cierre el agua!
—¡Uau, uau!
—¡Cierre el agua! ¡No entiendo lo que hace!…
Filip Filipovich chillaba, fuera de sí. Daría y Zina contemplaban el espectáculo desde la cocina. El profesor recomenzó a desquitarse contra la puerta.
—¡Allí está! —gritó Daría Petrovna desde la cocina.
Filip Filipovich se precipitó. Por la claraboya rota asomaba la cabeza de Poligraf Poligrafovich. Tenía el rostro convulsionado, los ojos llorosos y sobre la nariz se extendía la huella de un arañazo reciente.
—¿Se ha vuelto loco? —preguntó Filip Filipovich—. ¿Por qué no sale?
—Me encerré con llave.
—Gire la llave, pues. ¿Nunca vio una cerradura?
—No quiere abrirse.
—¡ Dios mío! ¡ Puso el seguro! —exclamó Zina juntando las manos.
—¡El botón, encima de la cerradura! —gritaba Filip Filipovich esforzándose por cubrir el ruido del agua—. ¡Empújelo hacia abajo! ¡Apoye hacia abajo! ¡Hacia abajo!
Bolla desapareció y volvió a aparecer algunos instantes más tarde por la abertura.
—¡No veo más nada! —ladró aterrorizado.
—¡Encienda la luz! ¡Se ha vuelto rabioso!
—Ese gato asqueroso rompió la lamparilla —respondió Bolla—. Iba a atraparlo, a ese granuja, pero abrió un grifo y ahora no lo encuentro más.
El agua se filtraba bajo la puerta del cuarto de baño inundando el corredor. Daría Petrovna puso un trapo de piso y los tres, juntando las manos para sostenerlo, permanecían inmóviles en esa postura.
El doctor Bormental enrolló la alfombra del corredor que colocó en lugar del trapo de piso y unió sus esfuerzos a los de las mujeres, a fin de evitar el paso del agua, por debajo de la puerta.
Por fin llegó Fiodor, el portero, a quien Filip Filipovich había ido a llamar. Alumbrándose con un cirio que sin duda había servido en la boda de Daría Petrovna, y trepado sobre un taburete, Fiodor trataba de alcanzar la claraboya. El fondo de su pantalón a grandes cuadros grises apareció un instante suspendido en el aire y luego desapareció por la abertura.
—Wuuu-uuu…
A través del estrépito del agua, Bolla proseguía sus lamentos. Se oyó la voz de Fiodor.
—Habrá que abrir, Filip Filipovich. Paciencia por el agua; la secaremos en la cocina.
El trío abandonó su puesto sobre la alfombra y la puerta del cuarto de baño se abrió y el agua inundó violentamente el corredor. Se formaron tres corrientes: la primera se escurrió hacia el «toilette» de enfrente, la segunda tomó la dirección de la cocina y la tercera invadió el vestíbulo a la izquierda. Chapaleando y dando pequeños saltos, Zina fue a cerrar la puerta de servicio, que Fiodor había dejado abierta al entrar.
Con el agua hasta los tobillos, Fiodor sonreía sin saber por qué. Estaba completamente empapado.
—Me costó bastante, había mucha presión —explicó.
—¿Y el otro, qué se hizo de él? —preguntó Filip Filipovich levantando una pierna y profiriendo una imprecación.
—Tiene miedo de salir —explicó Fiodor sonriendo tontamente.
—¿Me va a pegar, papaíto?
Era la voz quejumbrosa de Bolla que llegaba desde el cuarto de baño.
—¡Idiota! —se limitó a responder Filip Filipovich.
Zina y Daría Petrovna con las faldas levantadas hasta las rodillas, luego Bolla y el portero, descalzos y con los pantalones arremangados, embebían el agua del piso de la cocina con trapos que retorcían en la pileta y en baldes. El horno, olvidado, roncaba. El agua que salía por la puerta de servicio ya corría por la escalera y bajaba, hasta el subsuelo.
En el vestíbulo, Bormental, en puntas de pies en medio de un enorme charco, parlamentaba con los pacientes a través de la puerta entreabierta, retenida por la cadena.
—Hoy no hay consultas, el profesor no se siente bien. Hagan el favor de apartarse de la puerta, se rompió un caño de agua…
—Y cuándo se reanudarán las consultas —insistía una voz detrás de la puerta—. Sólo me bastan unos pocos minutos…
—Imposible (Bormental apoyó los tacos en el suelo). El profesor está en cama y se rompió un caño. ¡Mañana! ¡Zina! Sea amable, venga a secar aquí, de lo contrario el agua correrá por la escalera principal.
—Los trapos de piso no alcanzan.
—Vamos a tomar utensilios —gritó Fiodor—. ¡Enseguida!
La campanilla seguía sonando repetidas veces y Bormental continuaba con los pies en el agua.
—¿Para cuándo la operación?
La voz insistía y el hombre pugnaba por deslizarse por la puerta entreabierta a pesar de la cadena.
—Se rompió un caño…
—Tengo galochas …
Tras la puerta se agolpaban siluetas oscuras.
—Imposible, vuelvan mañana…
—Pero reservé turno para hoy.
—Mañana. La rotura del caño causó un desastre.
Con un jarro en la mano, Fiodor se dedicaba a secar el lago extendido a los pies del doctor. Bolla, por su parte, había imaginado un nuevo procedimiento: había confeccionado un grueso rollo de trapo que empujaba ante él, reptando en el agua desde el vestíbulo hasta el «toilette».
Daría Petrovna estaba furiosa.
—¿No podrías retorcerlo en el inodoro, en vez de arrastrarlo así por todo el departamento, bribón?
—¿Qué inodoro? —respondía Bolla revolviendo el agua turbia—. ¿No ve que va a correr hacia afuera?
Apareció un taburete crujiente gracias al cual Filip Filipovich, con calcetines rayados azul y blanco, se deslizaba lentamente por el corredor esforzándose por mantener el equilibrio.
—No atienda más, Iván Arnoldovich, y váyase a descansar a su habitación; le voy a dar chinelas…
—No es nada, Fílip Filipovich; son tonterías.
—Por lo menos póngase galochas.
—Importa poco. De todas maneras ya tengo los pies empapados.
—¡Dios mío! —exclamó el profesor.
—¿Vio lo que hizo ese desdichado animal? —exclamó de pronto Bolla, quien, en cuclillas, recogía el agua con una sopera.
Bormental cerró la puerta y no aguantando más, soltó una carcajada. Las aletas de la nariz de Filip Filipovich palpitaban; a través de los lentes, sus ojos arrojaban destellos.
—¿De quién está hablando? —preguntó a Bolla desde lo alto de su taburete.
—¡ Hablo del gato, ese canalla! —respondió Bolla desviando la mirada.
El profesor lanzó un profundo suspiro.
—¿Quiere que le diga una cosa, Bolla? En toda mi vida jamás encontré una criatura tan desvergonzada como usted.
Bormental rio brevemente y el profesor prosiguió:
—Usted no es más que un granuja. ¿Cómo se atreve? No le basta con ser el causante de todo esto, sino que todavía se permite… ¡Es increíble!
—Dígame, Bolla —intervino Bormental ¿durante cuánto tiempo va a seguir persiguiendo gatos? ¿No le da vergüenza? ¡Es monstruoso! ¡Usted es un verdadero salvaje!
Bolla refunfuñó.
—¿Salvaje, yo? Nada de eso. Pero no puedo soportar un gato en el departamento. Siempre quieren robar algo. Este había comido el relleno preparado por Daría, quise darle una lección.
—Es usted quien necesita lecciones —repuso Filip Filipovich—. Mírese en el espejo.
—Casi me saca un ojo —concluyó Bolla con tono lúgubre llevándose una mano negra a su ojo.
Cuando el piso ennegrecido por la humedad comenzó a estar algo seco, todos los espejos estaban empañados y las campanillas ya no sonaban, Filip Filipovich se encontraba en el vestíbulo, calzado con pantuflas de cuero marroquí color rojo.
—Sírvase Fiodor, esto es para usted.
—Muchas gracias.
—Vaya a cambiarse enseguida. Espere: dígale a Daría Petrovna que le sirva un poco de vodka.
—Se lo agradezco también. (Fiodor vaciló un instante, pero se decidió). Hay algo más, Filip Filipovich. Pero es respecto al vidrio del departamento número siete. —El ciudadano Bolla tiró piedras…
—¿Contra un gato?
—No, no… Fue más bien contra el dueño del departamento que quería denunciarlo ante la justicia.
—¡Diablos!
—Había besado a su cocinera. Ella lo echó. Entonces riñeron y…
—¡Por amor de Dios! Avíseme si vuelve a oír cosas de esa índole. ¿Cuánto le debo?
—Un rublo y medio.
Filip Filipovich sacó de su bolsillo tres monedas brillantes y se las entregó a Fiodor.
—Vaya una desgracia dar un rublo y medio a semejante patán —dijo una voz sorda junto a la puerta.
Filip Filipovich se volvió, se mordió el labio y sin pronunciar palabra alguna empujó a Bolla hacia la sala de espera donde lo encerró con llave. Desde dentro Bolla protestó enérgicamente y enseguida, se puso a dar puñetazos en la puerta.
—¡Basta! —exclamó Filip Filipovich con voz doliente.
—Efectivamente, es un hecho —comentó Fiodor en tono significativo—, que jamás he visto en mi vida un insolente igual.
Bormental pareció surgir del suelo.
—Por favor, Filip Filipovich, no se preocupe.
El enérgico esculapio abrió la puerta, entró en la sala de espera y con voz que se oyó desde afuera, exclamó:
—¿Qué es esto? ¿Cree que está en una taberna?
—Eso es… —aprobó Fiodor, sentencioso—. Así es como hay que hacer. Y una buena bofetada …
—Vamos, vamos, Fiodor —murmuró tristemente Filip Filipovich.
—Perdóneme, Filip Filipovich, pero me da pena por usted.