Los platos decorados con flores paradisíacas y bordeados con una ancha banda negra, contenían anguilas en escabeche y finas rebanadas de salmón. En la pesada bandeja de madera había un trozo de queso a punto, y en un baldecillo de plata nimbado de nieve estaba el caviar. Entre los platos brillaban algunas frágiles copas y tres botellones de cristal llenos de vodkas de varios colores. Todos estos objetos estaban dispuestos sobre una mesita de mármol arrimada al imponente aparador de roble tallado, en el que resplandecían la platería y el cristal. En medio de la habitación, como un altar, se levantaba una mesa maciza cubierta por un mantel blanco; en la mesa aguardaban dos cubiertos con las servilletas dobladas en forma de tiaras papales y tres botellas oscuras.
Zina llevó una fuente de plata con su tapa, de la que salía una especie de ronroneo. El aroma que la misma exhalaba era tal que el perro sintió inmediatamente que se le hacia agua la boca. «¡Los jardines de Semíramis!», pensó, golpeando el suelo con su cola como si esta fuese un bastón.
—Tráelo aquí —ordenó ávidamente Filip Filipovich—. Doctor Bormental, deje ese caviar, por favor.
Y si quiere seguir mi consejo, deje también la vodka inglesa y sírvanos esta simple vodka rusa.
—El bello mordido, que había trocado su guardapolvo por un traje negro de excelente calidad, se encogió de hombros, sonrió cortésmente y llenó las copas de vodka incolora.
—¿Destilada con la bendición del Estado? —preguntó.
—Dios nos guarde, amigo mío —respondió el dueño de casa—. Esta es alcohol. Daría Petrovna fábrica ella misma una vodka notable.
—Sin embargo dicen que la del Estado es muy buena: 30 grados.
Filip Filipovich lo interrumpió paternalmente:
—En primer lugar, la vodka debe tener 40 grados y no 30. Segundo: sólo Dios sabe lo que meten en ella. ¿Es usted capaz de decirme lo que les puede pasar por la mente?
—Cualquier cosa —aseguró el mordido.
—Comparto esa opinión —agregó Filip Filipovich apurando su copa de un sorbo—. Mmm… Doctor Bormental, hágame el placer de probar esto: si me pregunta qué es, me habrá convertido para siempre en su enemigo mortal.
De Sevilla a Granada…
—Tarareó.
Y uniendo el gesto a la palabra, clavó con su tenedor de plata de anchos dientes algo que se asemejaba a una albondiguilla oscura. El mordido siguió su ejemplo. La mirada de Filip Filipovich se iluminó.
—¿Es malo? —preguntó con la boca llena—. ¿Malo? Conteste, querido doctor.
—Es incomparable.
—Vaya si lo es… Observe, Iván Arnoldovich, los únicos que comen fiambres fríos y sopa son los propietarios que todavía no se hicieron estrangular por los bolcheviques. Todo hombre que conserva un poco de respeto humano sirve fiambres calientes. Y entre todos los fiambres calientes moscovitas, este es el que figura en primer termino. En cierta época, los había suntuosos en el Slavianski Bazar. ¡Toma, agarra!
—Usted alimenta al perro en el comedor: después no habrá manera de sacarlo de aquí —sentenció una voz de mujer.
—No importa. El pobre animal está muerto de hambre.
Filip Filipovich tendió al can un bocado incrustado en el extremo de su tenedor: Bola lo hizo desaparecer con la rapidez de un prestidigitador y Filip Filipovich, riendo a carcajadas, introdujo el tenedor en el bol enjuagadedos. De los platos subían ahora olorosos vapores de langostinos; el perro permanecía en la sombra del mantel, como un centinela que monta la guardia junto a un polvorín. Filip Filipovich se colocó un extremo de la servilleta en el cuello y comenzó su sermón:
—El alimento, Iván Arnoldovich, no es cosa sencilla. Hay que saber comer y pienso que la mayoría de la gente no sabe absolutamente comer. No sólo hay que saber qué es lo que se debe comer, sino también dónde y cuándo (Filip Filipovich agitó su cuchara con un gesto de persona muy entendida). Y de lo que se debe hablar mientras se come. Si, señor.
Si usted se preocupa por su digestión, escuche mi consejo: durante las comidas nunca hable de bolchevismo ni de medicina. Y sobre todo, jamás de los jamases lea diarios soviéticos antes de comer. —Hmmm… Es que no existen otros.
—Entonces no lea ninguno. En mi clínica realicé treinta experimentos. ¿Qué resultado cree que obtuve? Los pacientes que no leían los diarios están perfectamente bien, mientras que todos aquellos a quienes hice leer Pravda perdieron peso…
—Mm… —manifestó el mordido con aire interesado (El potaje y el vino le habían dado colores).
—Y eso no es todo. Reflejo rotuliano disminuido, apetito débil, estado general depresivo.
—Diablos…
¡Pero vamos! ¿Qué estoy haciendo? Me he puesto a hablar de medicina…
Filip Filipovich se reclinó en el respaldo de su silla y llamó con la campanilla. Zina apareció, servicial. El perro tuvo derecho a recibir un gran trozo de esturión blancuzco que no le agradó, e inmediatamente después a una rebanada bien jugosa de rosbif. Después de haberla engullido, experimentó súbitamente deseos de dormir y sintió que ya no podía soportar la presencia de más alimentos. «Extraña sensación», comprobó, tratando de levantar sus párpados pesados, «ni siquiera la comida… Pero hay que ser idiota para fumar después de comer».
Un desagradable humo azul llenaba el comedor. El perro soñaba con la cabeza extendida sobre sus patas delanteras.
—El Saint-Julien es un vino muy bueno —alcanzó a oír a través de su sueño— pero hoy en día ya no se lo encuentra.
Un coro de voces que parecía venir de arriba o del departamento vecino se filtraba a través del cielorraso y de las alfombras.
Filip Filipovich llamó; apareció Zina.
—¿Qué ocurre ahora, Zinuchka?
—Mantienen otra asamblea general, Filip Filipovich.
—¡ Otra más! —exclamó Filip Filipovich abrumado, Esta vez se acabó la casa Khalabukov de veras. Marcharnos, ¿pero a dónde? Todo está previsto: para empezar, cantos todas las noches, luego el agua que se hiela en las cañerías, la caldera de la calefacción central que estalla, y así sucesivamente… ¡Cae el telón sobre la casa Khalabukov!
—Se hace demasiada mala sangre, Filip Filipovich —observó Zina sonriendo, al llevarse una pila de platos.
—¡ Cómo para no hacerse mala sangre, cuando pensamos cómo era antes esta casa! ¿ Comprende?
—Usted lo ve siempre todo con demasiado pesimismo, Filip Filipovich —objetó el hermoso mordido—. Muchas cosas han cambiado.
—Usted me conoce, amigo mío. ¿Verdad? Soy el hombre de los hechos, el hombre de la experiencia. Soy enemigo de todas las hipótesis infundadas. Ello se sabe muy bien, no sólo en Rusia sino en toda Europa. Cuando digo algo, es porque existe como base un hecho preciso del cual deduzco una conclusión.
Y este hecho es el siguiente: los abrigos y las galochas de nuestra casa.
«Las galochas… ¡Qué estupidez! La felicidad no está en las galochas» pensó el perro; «pero lo cierto es que se trata de un ser excepcional».
—Tomemos el caso de las galochas. Vivo en esta desde 1903. Y durante todo el tiempo que transcurrió entre esa época y marzo de 1917, no se recuerda, y lo subrayo en rojo, no se recuerda para nada que haya desaparecido un solo par de galochas de nuestra entrada de la planta baja, a pesar de que la puerta principal no estaba siquiera cerrada con llave. Considere que hay doce departamentos y que yo recibo a muchos enfermos. Un buen día de marzo de 1917 desaparecieron todas las galochas, de las cuales dos pares me pertenecían, así como tres bastones, un abrigo y el samovar del portero. Desde entonces ya no hay galochas en la entrada. Y no hablo de la calefacción central. Ya no digo nada. Cae por su propio peso: del momento que hay revolución social, la calefacción es inútil. Y me pregunto: ¿por qué, desde el momento en que comenzó esta historia, toda la gente se puso a subir y bajar las escaleras de mármol con botas y galochas embarradas? ¿Por qué hay que guardar las galochas bajo llave? ¿Y hacerlas vigilar por un soldado para impedir que las roben? ¿Por qué sacaron la alfombra de la escalera? ¿Carlos Marx había escrito en alguna parte que la entrada de la casa Khalabukov que da sobre la Prechistienka debía ser condenada para obligar a la gente a dar la vuelta por el pequeño patio? ¿Cuál es la ventaja? ¿Por qué un proletario tiene que venir a ensuciar el mármol en vez de dejar sus galochas abajo?
—En realidad, Filip Filipovich, es que un proletario no tiene galochas —trató de afirmar el mordido.
—¡Es usted quién lo dice! —tronó Filip Filipovich, sirviéndose una copa de vino—. Estoy en contra de los licores después de las comidas: producen pesadez y son malos para el hígado… Nada de eso ¡ahora el proletario tiene galochas! ¡ Las mías! Las que desaparecieron en la primavera de 1917. Y hay que preguntar: ¿quién las escamoteó? ¿YO? Imposible. ¿El burgués Sablin?
(Filip Filipovich levantó un dedo señalando al techo). Resulta cómico pensarlo. ¿El fabricante de azúcar Polozov? (Filip Filipovich hizo un gesto hacia un personaje imaginario). ¡De ninguna manera! Pues bien… ¡Pero por lo menos podrían sacárselas en la escalera! (El rostro de Filip Filipovich empezaba a volverse púrpura). ¿Y por qué diablos haber suprimido las flores que adornaban los rellanos? ¿Por qué la corriente eléctrica, que en veinte años sólo faltó dos veces, falta ahora regularmente una vez por mes? Doctor Bormental, la estadística es algo terrible. Usted, que está al corriente de mis últimos trabajos, lo sabe mejor que nadie.
—Es la ruina, Filip Filipovich.
—No —replicó Filip Filipovich con un tono de absoluta seguridad—, no. Usted el primero, estimado Iván Arnoldovich, evite emplear esa palabra. Es un espejismo, un humo, una ficción. (Filip Filipovich, extendiendo ampliamente sus dedos cortos hizo aparecer sobre el mantel dos sombras semejantes a dos tortugas). ¿Qué es esta ruina? ¿Una vieja con un bastón? ¿Una bruja que rompe todos los vidrios, que apaga todas las lámparas? No existe nada parecido. ¿Qué subentiende esa palabra para usted?
Desenfrenado, Filip Filipovich dirigía sus miradas al desdichado pato de cartón pintado que colgaba con la cabeza hacia abajo al lado del aparador, y dio él mismo la respuesta:
—Le diré lo que es: si cada día, en vez de operar, organizase coros en mi departamento, para mí sería la ruina. Si en los baños, y perdone la expresión, me pusiese a orinar al lado del inodoro y si Zina y Daría Petrovna hiciesen lo mismo, sería el comienzo de la ruina para los baños. Lo cual quiere decir que la ruina no está en los retretes sino en las cabezas. Y me río cuando esos palurdos gritan: ¡Alto a la ruina de la economía! (Filip Filipovich tenía el rostro tan congestionado que el mordido abrió la boca).
¡ Se lo juro, me río! Tendrían que empezar por golpearse la cabeza contra una pared hasta que se hayan librado de todas sus alucinaciones, después de lo cual cada uno tendría que arremangarse y ponerse a trabajar, y la ruina se detendría de por sí. ¡No se puede servir a dos dioses! ¡No se puede limpiar los rieles del tranvía y al mismo tiempo ocuparse de la suerte de algunos vagabundos españoles! ¡ Nadie puede lograrlo, doctor, y sobre todo hombres que, desde el punto de vista del desarrollo, tienen por lo menos doscientos años de atraso con respecto a los europeos, hombres incapaces de abotonarse ellos mismos el pantalón!
Filip Filipovich estaba fuera de sí, tenía las aletas de la nariz dilatadas. Con todas sus fuerzas exaltadas por una comida abundante, tronaba como un profeta antiguo Y su rostro lanzaba relámpagos plateados.
Sus palabras producían el efecto de un sordo gruñido subterráneo en el espíritu del perro somnoliento. De pronto le aparecía la imagen de los estúpidos ojos amarillos de la lechuza, de pronto era el rostro repugnante del cocinero con su sucio gorro blanco; también estaba el altivo bigote de Filip Filipovich en la luz deslumbrante del comedor luego un trineo que pasaba rechinando y desaparecía inmediatamente, mientras que en su estómago, bañados por los jugos gástricos, terminaban de disolverse los restos de la rebanada de rosbif.
«Tendría éxito en las reuniones públicas», pensó confusamente Bola, «es un tipo de primera. ¡Además, no parece irle tan mal»!
—¡ A la guardia! ¡ Policía! (Filip Filipovich chillaba). ¡Quiero un policía, un policía y nadie más, con o sin gorra roja! Un policía por persona para moderar los entusiasmos vocales de nuestros ciudadanos.
Usted dice que es la ruina. ¡Y yo, doctor, le digo que nada habrá cambiado en esta casa ni tampoco en ninguna otra casa, mientras no se hayan hecho callar a esos cantantes! Cuando dejen de dar sus conciertos, la situación de la casa mejorará de por si.
—Usted sostiene principios contrarrevolucionarios, Filip Filipovich —bromeó el mordido—; quiera Dios que nadie lo oiga.
—No hay peligro —respondió fogosamente Filip Filipovich—, ninguna contrarrevolución. A propósito, he ahí otro término que no tolero. Es imposible saber qué se oculta detrás. Por eso le digo: en mis palabras no hay contrarrevolución. Hay buen sentido y experiencia de la vida.
Tras esa frase, Filip Filipovich sacó de su cuello el extremo de la bella servilleta arrugada, a la que enrolló como una bola y colocó junto a una copa de vino medio llena. Inmediatamente el mordido se levantó y expresó su gratitud con un «mercí»[2].
—Un instante doctor —lo detuvo Filip Filipovich sacando una billetera del bolsillo de su pantalón. Frunció el entrecejo, contó algunos billetes y se los tendió al mordido:
—Le debo 40 rublos por el día de hoy Iván Arnoldovich. Sírvase…
La víctima del perro agradeció cortésmente Y ruborizándose, deslizó el dinero en el bolsillo de su chaqueta.
—¿No me necesita esta noche, Filip Filipovich?
—No, se lo agradezco, amigo mío. Mañana no haremos nada. Primero, porque el conejo se murió y segundo, porque esta noche representan «Aída» en el Bolchoi. Hace mucho que no la escucho. Me agrada sobremanera… ¿Recuerda el dúo?… Tari-ra-rin…
—¿Pero dónde encuentra tiempo, Filip Filipovich? —preguntó respetuosamente el médico.
—Quien jamás se apresura siempre encuentra tiempo para todo —explicó sentenciosamente el dueño de casa—. Evidentemente, si empezara a correr a todas las reuniones y a cantar como un ruiseñor durante todo el día en vez de ejercer mi profesión, jamás lograría nada. (Filip Filipovich hurgó en el bolsillo de su chaleco y sacó su reloj de repetición que, bajo sus dedos, desgrano algunas notas celestes). Son las 8… Llegaré para el segundo acto… Estoy de acuerdo con la división del trabajo. En el Bolchoi se canta; yo, opero. Todo está bien así. Y no hay ruina… Ahora, Iván Arnoldovich escúcheme atentamente: en cuanto tenga un muerto utilizable, ponga los órganos en una solución fisiológica y ¡ tráigalos inmediatamente aquí!
—No se preocupe, Filip Filipovich, los anátomo-patólogos me lo prometieron.
—Perfecto. Entretanto vamos a poner a este mendigo neurasténico en observación, trataremos de conquistarlo. Espero que su flanco sanará pronto.
«Se preocupa por mí», pensó Bola. ¡«Excelente hombre! Ya sé quién es. Es el Encantador, el brujo, el mago de las fábulas de perro… No es posible que todo esto sea un sueño. ¿Y si fuese un sueño? (Se estremeció dormido). Si despertase y de pronto: nada. Ya no habría pantalla de seda, ni calor, ni estómago lleno sino nuevamente el portal, el frío terrible, el asfalto helado, la gente mala, el hambre… Dios, qué horror…».
Pero nada de eso se produjo. El portal se desvaneció como una pesadilla y no volvió.
Evidentemente, la ruina no era tan amenazadora. Dos veces por día, los acordeones grises ubicados bajo las ventanas se llenaban de un suave calor que difundían a través de todo el departamento.
Era claro que Bola había ganado el premio mayor de una lotería canina. Dos veces por día, al menos, sus ojos se llenaban de lágrimas de gratitud para el Sabio de la Prechistienka. Y todos los espejos del vestíbulo y de la sala de espera reflejaban su imagen, satisfecho y resplandeciente.
«¡Qué hermoso soy! Tal vez sea un príncipe perro desconocido, incógnito», se decía al contemplar en la profundidad de los espejos su figura de pelambre color café y de aspecto complacido. «Es muy posible que mi abuela haya pecado con un terranova. Es cierto, tengo una mancha blanca sobre el hocico. Me pregunto de dónde proviene. Filip Filipovich es un hombre de buen gusto, no habría recogido al primer bastardo que encontrara».
En el término de una semana, el perro engulló tanto alimento como hambre había sufrido durante los últimos cuarenta y cinco días que había pasado en la calle. Y ello, sólo en lo concerniente a cantidad. Respecto a la calidad de lo que se comía en casa de Filip Filipovich, no valía la pena mentarlo siquiera. Aún sin tener en cuenta que Daría Petrovna compraba todos los días 18 kopecks de sobras de carnicería en el mercado de la Smolenskaia, basta con mencionar las comidas de la noche en el comedor, a las cuales él asistía, a pesar de las protestas de la elegante Zina. Durante esas comidas, la divinidad de Filip Filipovich quedó definitivamente consagrada; pues él se erguía sobre sus patas traseras y le mordisqueaba la chaqueta; había aprendido a reconocer la manera como Filip Filipovich tocaba la campanilla de la puerta… dos timbrazos breves y sonoros, timbrazos de patrón, y corría ladrando a recibirlo en el vestíbulo. El amo aparecía arrebujado en su abrigo de piel de zorro plateado, en el que brillaban millares de lentejuelas de nieve, oliendo a mandarina, a cigarro, a perfume, a limón, a agua de Colonia, a paño, y su voz resonaba por toda la casa como una trompeta de mando.
—¿Por qué despanzurraste la lechuza, maldito animal? ¿Qué te había hecho? Ea, te lo pregunto… ¿Y por qué rompiste el profesor Mechnikov?
—Hay que pegarle latigazos aunque sea por lo menos una vez, Filip Filipovich —decía Zina, indignada—, de lo contrario se volverá completamente insoportable. Mire lo que hizo con sus galochas.
—No pegaremos a nadie —se irritaba Filip Filipovich—. Recuérdalo: sé buena de una vez por todas. Tanto el hombre como el animal, sólo se deben tratar por medio de la persuasión. ¿Comió carne hoy?
¡Por Dios! Desvalijó la casa. ¡Vaya pregunta la que me hace, Filip Filipovich! Me sorprende que no reviente.
—Déjalo saciar su hambre… —¿Qué te había hecho la lechuza, bribón?
—¡Wuuuuuu! —lloriqueó Bola, servil, acostándose sobre el vientre con las patas separadas.
A pesar de sus protestas, fue arrastrado por el cuello a través del vestíbulo hasta el consultorio del doctor. Se lamentaba, mostraba los dientes, se aferraba a la alfombra, se paraba sobre las patas traseras como en el circo. La lechuza, en jirones, yacía sobre la alfombra en medio de la habitación; de su vientre desgarrado salían recortes de trapo rojo que olían a naftalina. Sobre la mesa se hallaban los trozos de un busto de yeso convertido en añicos.
—No limpié nada a propósito para que usted pudiese admirar el espectáculo —proclamó Zina indignadísima, Saltó sobre la mesa, el muy canalla, y ¡clac!, ¡se le prendió de la cola! Antes de que yo tuviese tiempo de reaccionar, ya la había hecho pedazos. Póngale el hocico encima para que aprenda a arruinar las cosas.
Y empezaron los alaridos. El perro, que parecía estar pegado a la alfombra, fue llevado hasta la lechuza y le apoyaron el hocico encima; se echó a llorar amargamente y pensó: «Pégueme, pero no me expulse del departamento».
—Hay que llevar la lechuza hoy mismo al taxidermista. Y tú, Zina, toma estos 8 rublos y 16 kopecks para el tranvía, y vete al almacén de Muir a comprarle un buen collar y una cadena.
Al día siguiente pusieron a Bola un ancho collar brillante. La primera vez que se vio en un espejo quedó horrorizado y, con la cola entre las piernas, se refugió en el cuarto de baño meditando la manera de librarse del collar.
Pero muy pronto comprendió que era un imbécil. Zina lo llevó a pasear, sujeto de la cadena, por la calle Obukhov. El perro caminaba como un detenido, temblando de vergüenza. Pero al llegar a la Iglesia de Cristo en la Prechistienka, comprendió toda la importancia que un collar otorga en la vida. La rabia y la envidia se leían en los ojos de todos los demás canes que se cruzaban con él, y cerca de la calle Miortvyi, una especie de bastardo flaco y de cola cortada lo trató con sus ladridos de «lacayo» y «basura de lujo». En el momento en que atravesaban los rieles del tranvía, el miliciano miró el collar con respeto y satisfacción. Y a su regreso se produjo un acontecimiento absolutamente insólito: Fiodor, el portero, abrió la puerta principal para hacerlo entrar y dirigiéndose a Zina observó:
—Mira ese mendigo que había recogido Filip Filipovich; está gordo como un fraile.
—No es extraño, come como cuatro —explicó la hermosa Zina, con las mejillas sonrosadas por el frío.
«Un collar tiene el mismo valor que un porta documentos», pensó astutamente el perro. Y meneando la grupa subió al Hermoso Piso como un gran señor. Después de haber reconocido los méritos del collar, Bola hizo su primera visita a la parte principal del paraíso, cuyo acceso le había sido categóricamente rehusado hasta entonces: el reino de Daría Petrovna, la cocinera.
El departamento íntegro no valía dos pulgadas del reino de Daría. Cada día, en la hornalla ennegrecida y con paredes revestidas de azulejos, las llamas chisporroteaban furiosamente, el horno crepitaba. En medio de un torbellino purpúreo, reluciente de grasa, el rostro de Daría Petrovna vivía el eterno tormento del fuego. En su peinado, que siguiendo la moda le cubría las orejas y se levantaba sobre la nuca formando un abanico de cabellos claros, resplandecían veintidós brillantes de pacotilla. En las paredes colgaban de los ganchos cacerolas doradas y toda la cocina concentraba olores, borbotaba y chirriaba en los recipientes cubiertos…
—¡ Lárgate! —gritó Daría Petrovna—. ¡ Afuera, granuja, vagabundo! ¿No comiste ya bastante? Espera un poco, vas a ver…
«¿Qué ocurre? ¿Por qué ladrar así? (El perro parpadeaba con ojos enternecedores.) ¿ Granuja, yo? ¿No observó mi collar?».
Bola poseía un don especial para conquistar el corazón de la gente. Dos días más tarde había encontrado un lugar donde acostarse junto al balde del carbón, y desde allí miraba trabajar a Daría Petrovna. Esta, utilizando un cuchillo de hoja angosta y bien afilada, había cercenado la cabeza y las patas de unas desdichadas perdices indefensas y, verdugo implacable, después de desprender la carne de los huesos y destripar las avecillas, se puso a desmenuzar algo con la cuchilla de picar. Bola se entretenía con una cabeza de perdiz. Daría sacó de una jarra de leche trozos de pan remojados, los mezcló sobre la mesa con una pasta de carne, agregó sal, crema y empezó a preparar croquetas. La hornalla roncaba como un incendio; en la sartén, la grasa hirviendo crujía y saltaba. La puerta de la hornalla se abrió de pronto, descubriendo un terrorífico infierno del que brotaban lampos de llamas.
Por la noche las fauces ardientes se apagaban y por la ventana de la cocina, encima del visillo blanco, entraban, densas y graves, las sombras de la Prechistienka, iluminadas por una estrella solitaria. El piso estaba húmedo, las cacerolas resplandecían misteriosamente; sobre la mesa había una gorra de bombero. Bola, acostado sobre la hornalla tibia como un león de piedra sobre su zócalo, e irguiendo una oreja curiosa, miraba a un hombre agitado, con bigote negro y ancho cinturón de cuero que besaba a Daría Petrovna detrás de la puerta entreabierta de la habitación que esta ocupaba con Zina. El rostro de la cocinera ardía íntegramente con los tormentos de la pasión, excepto la nariz cubierta por un polvo cadavérico. Un rayo de luz iluminaba la figura del bigotudo sobre el cual pendía aún una rosa de papel.
—¡Eres un verdadero demonio! —murmuraba en la penumbra Daría Petrovna—. ¡Detente! Zina está por llegar. Pero ¿qué te pasa? ¿Tú también te hiciste rejuvenecer?
—¡No hace falta —contestaba el bigotudo con voz ronca, conteniéndose apenas—, con lo ardiente que eres!
Ciertas noches, cuando la estrella de la Prechistienka quedaba oculta por los pesados cortinados del consultorio, si no había representación de «Aída» en el Bolchoi, ni reunión en la Sociedad de Cirugía de la U.R.S.S., el dios se retiraba a ese cuarto y se instalaba en un mullido sillón. Las luces del cielorraso estaban apagadas. Sólo brillaba una lámpara verde sobre el escritorio. Bola permanecía entonces extendido en la penumbra, sobre la alfombra, y sus ojos no se desprendían de las cosas terribles que sucedían ante su vista. Había recipientes de vidrio que contenían cerebros humanos bañados en un liquido turbio de olor acre y repugnante. Los brazos del dios, desnudos hasta el codo, estaban revestidos en sus extremos por guantes de goma rojos y los gruesos dedos ágiles se desplazaban sobre las circunvoluciones. Algunas veces el dios tomaba un pequeño cuchillo brillante y con infinitas precauciones recortaba un trozo de los cerebros amarillos y elásticos.
—Hacia las orillas del Nilo Azul…
—Tarareaba a media voz el dios, mordisqueándose el labio y recordando los coros del Bolchoi.
Era la hora en que la calefacción llegaba a su punto máximo. El suave calor se elevaba hacia el cielorraso y de allí se expandía por toda la habitación; en la pelambre del can despertaba la última pulga aún no eliminada por Filip Filipovich, pero ya condenada.
«Zina se ha ido al cine», pensó el perro; «cenaremos cuando regrese. Hoy debe haber costillas de ternera».
* * *
Desde la mañana de aquel terrible día, Bola se sintió asaltado por un presentimiento. De pronto comenzó a proferir breves gruñidos y engulló su desayuno —media taza de natillas de avena y un hueso de cordero de la víspera— sin apetito alguno. Anduvo por la sala de espera con aire molesto y dirigió algunos ladridos a su imagen reflejada en un espejo. Pero luego, después que Zina lo hubo llevado consigo a pasear por el bulevar, el día se desenvolvió normalmente. Esa tarde no había visitas porque, como sabemos, el profesor no recibía los martes. El dios se encontraba en su consultorio y tenía frente a sí algunos gruesos volúmenes ilustrados con figuras abigarradas. Era un poco antes de la cena. Bola recordó que como segundo plato había pavita al horno, tal como lo había comprobado en la cocina y ello le infundió nuevo vigor. Al pasar por el corredor oyó el campanilleo desagradable e inesperado del teléfono en el escritorio de Filip Filipovich. Este tomó el receptor, escuchó durante algunos instantes y de pronto se entusiasmó.
—Muy bien, tráigalo inmediatamente. ¡Inmediatamente!
Empezó a agitarse, tocó el timbre y ordenó a Zina servir la cena sin demora.
—¡A la mesa! ¡A la mesa!
Enseguida hubo gran ruido de platos en el comedor. Zina echó a correr en todas las direcciones; en la cocina, Daría Petrovna protestaba porque la pavita no había terminado de cocinarse. El perro volvió a sentirse invadido por una extraña turbación.
«No me gusta el alboroto en el departamento…», dijo para sí. Apenas terminaba de formular ese pensamiento cuando el alboroto adquirió un aspecto aún más desagradable. En primer lugar debido a la aparición del mordido, doctor Bormental. Había traído consigo una valija que olía mal y sin darse tiempo de quitarse el abrigo se precipitó, con la valija en la mano, hacia la sala de curaciones. Filip Filipovich abandonó, sin terminarlo, su pocillo de café, cosa que hasta entonces jamás había sucedido, y corrió al encuentro de Bormental, lo cual también era totalmente inusitado.
—¿Cuándo murió? —preguntó a gritos.
—Hace tres horas —respondió Bormental. Con el sombrero cubierto de nieve todavía puesto en la cabeza empezaba a abrir la valija.
«¿Quién murió»?, se preguntó el perro, enfurruñado y de mal humor, refugiándose entre las piernas del profesor. «No soporto a la gente que se agita».
—¡Sal de ahí! ¡Vamos, rápido!
Filip Filipovich se desgañitaba en gritos hacia todas las direcciones, hacía sonar todas las campanillas —al menos así le pareció al perro. Apareció Zina.
—¡ Zina! Dile a Daría Petrovna que tome nota de las llamadas telefónicas, hoy no recibo a nadie. Te necesito. ¡Doctor Bormental, se lo suplico, más de prisa, más de prisa!
«Esto no me gusta nada, absolutamente nada». Bola se amoscó, como ofendido, y fue a vagar por el departamento mientras todo el alboroto se concentraba en la sala de curaciones. De pronto Zina apareció vestida con un guardapolvo que parecía una mortaja y echó a correr de la sala de curaciones a la cocina y viceversa.
«Después de todo, podría irme a comer. Que se las arreglen», pensó el perro. Pero lo esperaba una sorpresa.
—No le den nada a Bola —ordenó una voz que venía de la sala de curaciones.
—¿Cómo lo vigilaremos?
—¡Enciérrenlo!
Y lo encerraron en el cuarto de baño.
«Brutos», pensó, sentado en la penumbra del cuarto de baño, esto es sencillamente una idiotez.
Y pasó un cuarto de hora en un extraño estado de ánimo, vacilando entre la ira y el abatimiento; todo le parecía gris, confuso… «Muy bien, ya verá mañana lo que haré con sus galochas, querido Filip Filipovich; ya tuvo que comprar dos pares, comprará otro par más. Para que aprenda a encerrarme».
Pero de pronto un pensamiento furioso le atravesó el espíritu; le volvió a la memoria un fragmento de su primera infancia: un inmenso patio soleado cerca de la barrera Preobrajenski, el sol que se reflejaba en las botellas, trozos de ladrillo, perros en libertad.
«No, ninguna especie de libertad podría sacarme de aquí. ¿Qué gano con mentirme?», pensó el animal, resoplando. «Adquirí mis costumbres. Soy el perro de un señor, una criatura inteligente, conocí la buena vida. Además, ¿qué es la libertad? Un humo, un espejismo, una ficción… Un delirio de esos funestos demócratas». Luego la penumbra del cuarto de baño se le tornó siniestra; se arrojó contra la puerta y se puso a rasparla, gimiendo.
—¡ Whuuuuuuuu!
Sus aullidos repercutían en todo el departamento, como dentro de un tonel.
«Volveré a destrozar la lechuza», pensó, lleno de rabia impotente. Las fuerzas lo abandonaron y se acostó. Súbitamente volvió a levantarse con todo el pelo erizado: le había parecido ver horribles ojos de lobo en la bañera.
Su angustia había llegado al paroxismo, cuando se abrió la puerta. Salió sacudiéndose y trató, de mala gana, de ir a refugiarse en la cocina; pero Zina lo tomó con mano firme por el collar y lo llevó arrastrándolo hasta la sala de curaciones. Sus patas resbalaban sobre el piso encerado.
¿Qué quieren de mí?, se preguntó sospechando algo. «Mi flanco está curado. No entiendo más nada».
Al llegar a la sala de curaciones lo invadió una inexplicable angustia. Inmediatamente lo impresionó la violencia de la luz: el globo blanco del cielorraso arrojaba una claridad que hería la vista. En medio de este deslumbramiento de blancura, un gran sacerdote tarareaba entre dientes algo acerca de las orillas sagradas del Nilo. Sólo un leve olor permitía reconocer en él a Filip Filipovich. Sus cabellos entrecanos y muy cortos estaban recubiertos por un gorro blanco que se asemejaba a la cofia de un patriarca. El dios vestía íntegramente de blanco, excepto un delantalcito de goma, atado sobre su ropa. Llevaba guantes negros en las manos. El mordido también tenía un gorro blanco. La gran mesa, totalmente abierta, estaba flanqueada por una mesita cuadrada montada sobre un pie brillante.
En ese instante Bola concibió un odio profundo por el mordido. Sus ojos, sobre todo, lo horrorizaron: habitualmente francos y audaces, rehuían ahora la mirada del perro. Eran intranquilos, falsos y ocultaban en el fondo algo malo, siniestro, por no decir francamente criminal.
—El collar, Zina —pronunció en voz baja Filip Filipovich— pero no lo asustes.
Los ojos de Zina se volvieron inmediatamente tan cautelosos como los del mordido. Se acercó al perro y lo acarició con manifiesta hipocresía. Este la observó con tristeza y desprecio. «Claro, ustedes son tres… Si quieren, podrán dominarme. Pero deberían tener vergüenza. Si tan, sólo supiera yo lo que quieren hacerme…». Zina desabrochó el collar; Bola movió la cabeza y se sacudió. El mordido se acercó, precedido por un olor que provocaba deseos de vomitar. «Uff, que porquería… ¿Pero a qué viene esta angustia esta aflicción?», pensó retrocediendo frente al mordido.
—Más rápido, doctor —dijo Filip Filipovich con impaciencia.
Un fuerte olor dulzón flotaba en la habitación. Sin dejar de espiar al animal con sus ojos malvados, el mordido adelantó de pronto la mano derecha que hasta ese momento había tenido oculta detrás de la espalda y aplastó contra el hocico de Bola un tapón de algodón húmedo.
La sorpresa paralizó al perro, cuya cabeza comenzaba a perder la noción de las cosas que lo rodeaban, pero todavía logró echarse hacia atrás. El mordido saltó tras él y le cubrió totalmente el hocico con el tapón. Bola sintió que le faltaba el aliento, aunque consiguió zafarse una vez más. «Canalla», pensó fugazmente. «¿Por qué?». Volvieron a atraparlo enseguida. De pronto vio surgir en medio de la habitación un lago con botes llenos de alegres remeros, increíbles perros rosados. Las piernas, como privadas de huesos, se le aflojaron.
—¡Sobre la mesa!
La voz alegre de Filip Filipovich tronaba palabras surgidas quién sabe de donde, que estallaban en chorros color naranja. El miedo desapareció, reemplazado por alegría. Durante uno o dos segundos, Bola, que se sentía hundirse, amó al mordido.
Y el mundo entero osciló invirtiéndose. Sintió aún una mano fría pero agradable que se le deslizaba bajo el vientre. Finalmente, nada más.