II

Cuando el olor de la carne se huele a tres kilómetros, no vale la pena de aprender a leer. Sin embargo, si usted vive en Moscú y tiene tan sólo un poco de seso, quiéralo o no, termina por saber leer sin necesidad de haber tomado lecciones. Entre los cuarenta mil perros de Moscú, ninguno ha de ser tan estúpido como para no saber deletrear la palabra salchichón.

Bola había empezado a aprender por los colores. Desde la edad de cuatro meses había observado, diseminados por todo Moscú, grandes carteles de un azul verdoso que llevaban la leyenda M. S. P. O. —comercio de carne. Evidentemente, hay que repetirlo, no servían para nada ya que el olor bastaba. Pero una vez se equivocó: engañado por un pérfido color azulado, y privado momentáneamente del olfato debido a emanaciones de nafta, Bola había entrado en el negocio de artículos eléctricos de los hermanos Polubizner, en la Miasniskaia. Allí fue donde trabó relaciones con el hilo eléctrico: ¡al lado de eso el látigo del cochero no era nada! Este memorable acontecimiento marcó el comienzo de la educación de Bola. En cuanto salió empezó a darse cuenta que «azul» no siempre significa «carne»; aullando de dolor, con la cola entre las patas, recordó que en el extremo izquierdo de los carteles de las carnicerías había siempre una cosa roja o dorada parecida a un pequeño trineo.

Luego los progresos fueron más rápidos. Aprendió la «A» en Glavryba en la esquina de lo Mokhovaia, después la «B»… Le resultaba más fácil empezar por el final de la palabra porque al principio había una mayúscula.

Las pequeñas chapas de mayólica colocadas en las esquinas de las calles de Moscú significaban, con toda seguridad, «queso». En cuanto al pequeño grifo negro de samovar con que comenzaba el letrero del expropietario Téhichkin, evocaba montañas de queso de Holanda, dependientes brutos odiados por los perros, aserrín en el piso y el espantoso olor del innoble bakstein.

También estaban los lugares de los cuales brotaban sonidos de acordeón (que bien valían «Celeste Aída») y olor a salchichas: entonces era muy fácil deletrear en los carteles blancos las primeras letras de la palabra «Prohi…», que querían decir «Prohibido blasfemar y dar propinas». Algunas veces entre los jugadores estallaban riñas, se golpeaban a puñetazos y también a patadas o a servilletazos, aunque esto último ocurría con menor frecuencia.

Una vidriera llena de mandarinas y jamones rancios era G-a… Ga… Gastronomía. Oscuras botellas que contenían un desagradable líquido… V-I —Vi… Vino… Vinos, la antigua casa Elisséiev Hermanos.

Al llegar a la puerta de su lujoso departamento del Hermoso Piso, el desconocido tocó el timbre. El perro, que lo había seguido hasta allí, alzó la vista hacia la gran chapa negra cubierta de letras doradas, colocada junto a la ancha puerta de vidrio esmerilado color rosa. Identificó inmediatamente las tres primeras letras: P-R-O… Pro. Luego seguía una especie de porquería panzona que significaba Dios sabe qué «¿No será un proletario?», se preguntó Bola sorprendido. «No, es imposible». Levantó el hocico, husmeó de nuevo el abrigo y llegó definitivamente a esta conclusión: No, esto no huele a proletario. Es una palabra sabia, pero vaya uno a saber lo que quiere decir.

Tras el vidrio rosado se encendió de pronto una alegre luz que hizo resaltar aún más el color negro de la chapa. La puerta se abrió sin ruido y apareció una hermosa joven que llevaba un delantalcito blanco y una cofia de encaje. El perro se sintió invadido por un calor divino; la falda de la joven olía a violetas.

«Así es como entiendo la vida», apreció el can.

—Sírvase entrar, señor Bola —exclamó irónicamente el señor.

Bola obedeció agitando alegremente la cola. En el fastuoso vestíbulo se amontonaba una multitud de objetos. Lo primero que impresionó a Bola fue el gran espejo que llegaba hasta el suelo y reflejaba la imagen de su doble destrozado, roído, gastado hasta la raíz de su pelambre. También observó las terribles astas de reno que dominaban el lugar, numerosos abrigos y botas y la pantalla de opalina de la luz del cielorraso.

—¿Dónde encontró semejante cosa, Filip Filipovich? —preguntó sonriendo la joven mientras le ayudaba a quitarse el pesado abrigo de zorro plateado con reflejos azules—. Pero… ¡está lleno de piojos!

—Estás diciendo tonterías. ¿Dónde ves piojos? —respondió el señor martillando las sílabas.

Libre de su abrigo, ahora se lo veía vestido con un traje negro de paño inglés. Una cadena de oro le cruzaba el abdomen, poniendo una nota cálida y discreta en su atuendo.

—Quédate quieto… Deja de moverte, imbécil. Piojos… ¡Hmmmm! ¡Ajá!, una quemadura. Pero ¡quieres quedarte quieto! ¿Quién te puso en este estado?

«Fue el cocinero, esa carne de patíbulo» quiso gemir el perro, alzando una mirada conmovedora.

—Zina —ordenó el amo— llévalo inmediatamente a la sala de curaciones y dame un guardapolvo.

La mujer silbó, chasqueó los dedos y el can, tras vacilar un instante, la siguió. Entraron en un angosto corredor débilmente iluminado, pasaron frente a una puerta barnizada, en el extremo del corredor dieron una vuelta hacia la derecha y se hallaron en una habitación oscura en la cual reinaba un olor que inmediatamente le desagradó. Un chasquido seco y la oscuridad se convirtió en luz enceguecedora, una verdadera luz diurna que parecía surgir de todas partes.

«¡Ea, no!, gimió Bola para sí, perdóneme pero no me entregaré. Que se vayan al diablo, ellos y su salchichón. Ahora comprendo donde me atrajeron: a un hospital para perros. Me van a hacer tomar aceite de ricino y usarán cuchillos para cortarme el flanco… ¡como si ya no me doliese bastante!».

—¿Adónde vas? —exclamó la que llamaban Zina.

Retorciéndose para huir, el perro se ovilló sobre sí mismo y, con su flanco sano fue a golpear la puerta con tal violencia que todo el departamento tembló. Luego, arrojándose hacia atrás empezó a girar como un trompo, volcando un balde blanco que desparramó en el suelo una multitud de copos de algodón. Las paredes, contra las cuales se adosaban armarios llenos de instrumentos resplandecientes, comenzaron a girar en torno de él, luego un delantal blanco y el rostro deformado de una mujer se abalanzaron a su encuentro.

—¡ Qué haces, maldito animal, quédate aquí! —gritaba Zina, desesperada.

«¿Dónde estará la escalera de servicio?», se preguntó. Tomó impulso y se arrojó de cabeza contra un vidrio con la esperanza de encontrar una salida.

Volaron ruidosamente mil añicos y se rompió un gran frasco esférico del que se volcó, esparciéndose por el piso, una inmundicia rojiza de olor horrendo. Entonces se abrió la verdadera puerta.

—¡Quédate quieto, pedazo de bruto! —gritó el señor con el guardapolvo a medio poner y saltando para agarrarlo por la cola. ¡ Zina, préndelo del pescuezo, vaya granuja!

—¡Bondad divina, qué perro!

La puerta se abrió aún más y otro personaje de sexo masculino, que también vestía guardapolvo, entró en la habitación. Pisoteando fragmentos de vidrio, no reparó en él sino que se dirigió al armario, que abrió, inundando el cuarto con un olor dulzón y empalagoso. Luego se echó con todo su peso sobre el animal, el cual no desperdició la oportunidad de morderlo en un tobillo, justo encima del botín. El personaje profirió un grito de dolor, pero no renunció. El liquido empalagoso quitaba el aliento y mareaba. Sintió que las patas se le aflojaban, dio todavía algunos pasos vacilantes y se desplomó en medio de los filosos trozos de vidrio. «Bueno, todo terminó, pensó seminconsciente. ¡Adiós Moscú! Ya no volveré a ver a los hermanos Tchiclikin, ni a los proletarios, ni al salchichón de Cracovia. Habré merecido muy bien mi paraíso de perro. Hermanos, desolladores, ¿por qué me trataron así?».

Entonces se acostó definitivamente sobre el flanco y reventó.

Cuando resucitó experimentaba un leve mareo y sentía algunas náuseas, pero el dolor en el flanco había desaparecido, reemplazado por una deliciosa sensación de ausencia. Levantó lánguidamente un párpado y vio por la comisura del ojo derecho, las vendas apretadas que le sostenían el vientre y los flancos.

«Estos hijos de perra se salieron con la suya, pensó confusamente, pero hay que reconocer que lo hicieron bien».

—De Sevilla a Granada…

En las quietas tinieblas de la noche[1]

Canturreaba distraídamente una voz en falsete por encima de su cabeza.

Sorprendido, el perro abrió bien grandes ambos ojos y divisó a dos pasos de él una pierna de hombre posada sobre un taburete blanco. El pantalón y el calzoncillo arremangados dejaban al descubierto una piel amarillenta maculada con sangre seca y tintura de yodo.

«¡Dios mío!», pensó, «Es el que mordí. Es obra mía. Tanto peor para mí».

-Se oyen las serenatas

y los hombres que pelean.

—La voz dejó de cantar para preguntarle: —¿Por qué mordiste al doctor, bribón? Y por qué rompiste el vidrio, ¿eh?

—¡ Wu u u u uu! —trató de gemir.

—Bueno, basta. Quédate quieto, idiota.

—¿Cómo hizo para traer un perro tan nervioso, Filip Filipovich? —preguntó una agradable voz masculina. La parte inferior del calzoncillo se deslizó hacia el pie. Brotó un olor a tabaco; se oyó un leve ruido de frascos en el armario.

—Con suavidad. Es el único medio posible cuando se trata de una criatura viviente. Por medio del terror nada se obtiene de ningún animal, cualquiera sea su nivel en la escala de la evolución. Es lo que siempre sostuve, lo que sostengo y seguiré sosteniendo. Algunos creen que se puede lograr algo por el terror. ¡No, no y no: el terror jamás sirve para nada, ya sea blanco, rojo o pardo! El terror paraliza por completo el sistema nervioso. ¡ Zina! Compré para este vagabundo un rublo y 40 kopecks de salchichón de Cracovia. Hazme el favor de darle de comer cuando se le terminen las náuseas.

Se oyeron rechinar astillas de vidrio bajo la escoba y una voz de mujer que replicaba con coquetería:

—¡ Cracovia! Como si no hubiese bastado con comprarle 20 kopecks de sobras en la carnicería. ¡De buenas ganas me quedaría yo con el Cracovia!

—Prueba de hacerlo y tendrás que vértelas conmigo. Es un veneno para el estómago humano. A tu edad eres todavía como un niño que se lleva a la boca todas las porquerías que encuentra. Te lo advierto: ni el doctor Bormental ni yo nos ocuparemos de ti cuando tengas cólicos…

Entretanto, varios timbrazos leves habían sonado en el departamento, al mismo tiempo que se oían con intermitencias ruidos de voces procedentes del vestíbulo. Zina salió de la habitación.

Filip Filipovich arrojó una colilla en el balde, abrochó su guardapolvo, se alisó el bigote frente al espejo y le espetó al perro:

—Chist, aquí; es la hora de la consulta.

Bola se levantó sobre sus patas aún débiles, temblando y vacilando un poco, pero muy pronto se reanimó y siguió al amplio guardapolvo de Filip Filipovich. Entró de nuevo en el angosto corredor y, al pasar, observó en el cielorraso el globo que ahora lo iluminaba. La puerta barnizada se abrió y pasó al consultorio detrás de Filip Filipovich: quedó deslumbrado por el esplendor del lugar. Había una sorprendente profusión de luz: en las molduras del cielorraso, en la mesa, en las paredes, en los vidrios de los armarios, por todas partes resplandecían lámparas. Entre la multitud de objetos que se le revelaban, Bola reparó con especial interés en una enorme lechuza posada sobre una rama apoyada en una de las paredes.

—¡Acuéstate! —ordenó Filip Filipovich.

Enfrente se abrió una puerta de madera labrada, por la que entró el hombre que había sido mordido. En la brillante claridad de esta habitación, ahora se lo veía joven, muy apuesto, con breve barba cortada en punta. Tendió una hoja de papel y anunció:

—Un viejo cliente…

Y salió sin esperar respuesta mientras Filip Filipovich, alzando los faldones de su guardapolvo, se instalaba ante su escritorio y adoptaba de pronto un aire extraordinariamente serio e importante.

«No, no es a un hospital donde llegué, es otra cosa, pensó el perro turbado, dejándose caer sobre la ornamentada alfombra junto a un pesado sofá de cuero, pero tendré que aclarar este asunto de la lechuza…».

La puerta se abrió suavemente y entró un personaje que lo asombró, a tal punto que lo hizo proferir un leve ladrido.

—¡Silencio! Vaya… amigo mío, está usted desconocido.

El recién llegado dirigió a Filip Filipovich un saludo confundido y respetuoso.

—Es que usted es un mago y un encantador profesor —pronunció con cierta turbación.

—Quítese el pantalón, querido amigo —ordenó Filip Filipovich levantándose.

«Dios mío, pensó el perro, ¿quién será este bicharraco?».

El bicharraco tenía cabellos perfectamente verdes que adquirían sobre la nuca un matiz herrumbre-tabaco. Su rostro estaba surcado de arrugas pero tenía la tez rosada como la de un bebé. Arrastraba sobre la alfombra la pierna izquierda completamente tiesa y saltaba como un títere sobre la derecha. En la solapa de su chaqueta, de excelente hechura, lucía una piedra preciosa que parecía un ojo alerta en acecho.

Fascinado, el perro había olvidado su propio malestar.

—¡Uau, uau! (Ladrido discreto).

—¡Silencio! ¿Cómo duerme, amigo mío?

—Oh… ¿Estamos solos, profesor? Es increíble —prosiguió turbado el visitante—. Palabra de honor, hace veinticinco años que no veo una cosa igual (el fenómeno comenzó a desabrocharse el pantalón), créame, profesor, todas las noches son decenas de muchachas desnudas. Es positivamente un encantamiento. Usted es un mago.

—Hmmm… —murmuró Filip Filipovich con aire preocupado, examinando las pupilas del paciente.

Una vez terminada la tarea de desabotonarse, este se quitó el pantalón rayado. Debajo del mismo usaba un calzoncillo realmente increíble, de color crema, perfumado, bordado con gatos de seda negra.

Bola no pudo tolerar los gatos y lanzó un ladrido que sobresaltó al fenómeno.

—¡Ay!

—¡Espera un poco, tú! —No tema nada, no muerde.

«¿Con qué no muerdo?» —el perro estaba estupefacto.

De uno de los bolsillos del pantalón se había deslizado un pequeño sobre que mostraba una hermosa muchacha con abundante cabellera suelta. El fenómeno pegó un salto, se agachó y lo levantó ruborizándose violentamente.

—De todas maneras tenga cuidado —le previno Filip Filipovich con tono agrio, agitando un dedo amenazador—. ¡No abuse demasiado!

—Yo no ab… —empezó a rezongar el fenómeno mientras seguía desvistiéndose—. Vea, querido profesor, fue sólo para hacer una experiencia.

—¿Y entonces? ¿Qué resultado logró? —preguntó Filip Filipovich, severo.

El fenómeno agitó una mano extática.

—Jamás había conocido nada igual, lo juro ante Dios, desde hace veinticinco años. La última vez fue en 1899, en París, en la calle de la Paix…

—¿Y por qué se le pusieron verdes los cabellos?

El rostro del interlocutor adquirió una expresión sombría.

—Esa maldita mixtura… Usted no puede saber, profesor, lo que me dieron esos desvergonzados en vez de tintura. Mire un poco —balbuceó el individuo, buscando un espejo con la vista— merecerían que le rompan la cara —y agregó de pronto, enfurecido—: Y ahora, ¿qué se puede hacer, profesor?

—Pues bien… Hágase rapar completamente.

¡Profesor! —se lamentó el visitante— ¡cuándo crezcan mis cabellos seguirán siendo canosos! Además, no podré mostrarme en mi empleo: ya hace tres días que no aparezco por allí. ¡Ah profesor, si pudiese encontrar un medio para rejuvenecerme también los cabellos!

—Ya lo hallaremos, ya lo hallaremos —musitó Filip Filipovich.

Con los ojos brillantes, el profesor se inclinó para examinar el vientre desnudo del paciente.

—Pues bien, todo anda a las mil maravillas. Para decirle la verdad, yo mismo no esperaba semejante resultado. Hay que sufrir para ser bella, dice el refrán, pero vale la pena… Puede vestirse, amigo mío.

—Yo soy la más bella…

—Tarareó el paciente con voz chillona y, radiante, comenzó a vestirse.

Cuando estuvo listo, dando pequeños brincos y prodigando en su torno efluvios perfumados, entregó a Filip Filipovich un fajo de billetes blancos y le estrechó tiernamente ambas manos.

—Es inútil que vuelva antes de dos semanas —dijo Filip Filipovich—, pero le ruego que sea prudente.

—¡Profesor! —le respondió desde la puerta la voz extasiada—. ¡Quédese perfectamente tranquilo!

Y el fenómeno desapareció después de una última carcajada voluptuosa.

Un timbrazo prolongado resonó en el departamento, la puerta barnizada se abrió nuevamente, volvió a entrar el «mordido» y tendiendo una hoja de papel a Filip Filipovich declaró:

—La edad indicada no corresponde. Probablemente cincuenta y cinco o cincuenta y seis. Ruidos cardíacos ahogados.

Desapareció. Entró una mujer vestida en forma llamativa, que usaba un sombrerito con plumas, inclinado con picardía hacia un costado. Un collar reluciente le adornaba el cuello fláccido y arrugado, y bajo los ojos, los párpados ennegrecidos le formaban extrañas bolsas. Tenía las mejillas pintadas como las de una muñeca. Exteriorizaba una tremenda agitación.

—¡Señora! ¿Qué edad tiene? —preguntó Filip Filipovich con voz dura.

La dama se asustó y palideció bajo el caparazón rojo que le cubría el rostro.

—¡ Le juro, profesor, si supiese cuál es mi drama!…

¿Qué edad tiene, señora? —repitió Filip, Filipovich con tono aún más duro.

—Palabra de honor… Pues bien, cuarenta y cinco…

—¡Señora! —Filip Filipovich casi gritaba. ¡ Me están esperando! Por favor no me retrase, usted no es la única…

El pecho de la mujer se agitaba como una marejada.

—Se lo diré, pero sólo a usted… Usted es una lumbrera de la ciencia. Pero le juro que semejante prueba…

—¿Qué edad tiene? —preguntó Filip Filipovich ahogándose de rabia, con la mirada relampagueante.

—¡Cincuenta y uno! —dijo la paciente con una mueca de dolor.

—¡ Quítese la bombacha, señora! —ordenó Filip Filipovich con tono más suave, señalándole el amplio biombo blanco situado en un ángulo del consultorio.

—Le juro, profesor —musitó la mujer desquitándose con los broches de presión de su corsé— es ese Moritz… Le hablo como a un confesor.

—De Sevilla a Granada…

—Entonó maquinalmente Filip Filipovich. Apretó el pedal de un lavabo de mármol. El agua brotó ruidosamente.

—¡Lo juro por Dios! —decía la dama, mientras un rubor natural le invadía el rostro formando manchas debajo de su maquillaje—. ¡Ya lo sé, es mi última pasión! ¡Qué canalla! Oh, profesor, es un tramposo profesional, todo Moscú está enterado. No puede evitar de correr tras todas las infames modistillas que encuentra. Pero es tan diabólicamente joven…

Mientras hablaba entre dientes, la mujer sacó debajo de su enagua un trozo de encaje arrugado.

El perro sintió que se le enturbiaba el cerebro y que toda la sangre le refluía hacia las extremidades.

«¡Que se vaya al diablo!», pensó, quedándose púdicamente adormecido con la cabeza apoyada sobre las patas; «no voy a esforzarme por comprender algo de este asunto; de todas maneras no llegaré a entender nada».

Lo despertó un tintineo y vio a Filipovich que arrojaba tubos centelleantes en una palangana.

La dama de las mejillas pintadas, con las manos apretadas contra el pecho, lanzaba miradas llenas de esperanza hacia el profesor. Este frunció el ceño, se sentó con gesto grave ante su escritorio y escribió algoº.

—Señora, le pondré ovarios de mona —declaró mirándola con severidad.

—¿De mona, profesor, es posible?

—Sí —fue la respuesta inexorable.

—¿Y cuando tendrá lugar la operación? —preguntó ella con voz débil. Se había puesto lívida.

—De Sevilla a Granada…

Hmm… El lunes. Usted se internará en la clínica por la mañana. Mi asistente la preparará.

—Oh, no quiero ir a la clínica. ¿No seria posible aquí en su casa, profesor?

—Bueno, en mi casa sólo opero en casos extremos. Le costará muy caro: 50 rublos.

—¡De acuerdo, profesor!

Se oyeron nuevos ruidos de agua y el sombrero con plumas se agitó por última vez. Aparece luego un cráneo pulido como una bola de billar; se precipita para estrechar las manos de Filip Filipovich…

El perro se había quedado adormecido. Las náuseas habían pasado, el flanco ya no le dolía y lo invadía un suave calor. En su sueño logró tener una agradable visión: arrancaba un buen puñado de plumas de la cola de la lechuza… Una voz excitada chilló encima de su cabeza:

—En Moscú me conocen demasiado, profesor. ¿Qué debo hacer?

—Señor —gritaba la voz indignada de Filip Filipovich— esto se vuelve intolerable. Un poco de dignidad… ¿Qué edad tiene la chica?

—Catorce años, profesor… Usted comprende, si la cosa llega a saberse yo estaría perdido. Muy pronto tengo que cumplir una misión en el extranjero.

—Amigo mío, no soy hombre de leyes… Espere dos meses y cásese con ella.

—Estoy casado, profesor.

—¡Ah, señores, señores!

La puerta se abría y se cerraba, los rostros cambiaban, los instrumentos sonaban en los armarios y Filip Filipovich trabajaba sin detenerse.

«Lugar raro —pensaba Bola—, pero no hay nada que objetar. ¿Para qué diablos necesitó de mí? ¿Tendría acaso la intención de hacerme vivir aquí? ¡Qué caso, este! ¡Le bastaría hacer una sola guiñada para conseguir un perro estupendo! Aunque, después de todo, es posible que yo sea lindo. ¡Es mi suerte! Pero esta porquería de lechuza es una… desvergonzada».

Se despertó por completo al final de la tarde, cuando los campanillazos ya habían dejado de sonar en el preciso instante en que la puerta se abría para dar paso a visitantes de tipo singular. Eran cuatro, jóvenes y vestidos muy modestamente.

¿Qué querrán, estos?, se preguntó sorprendido.

El recibimiento de Filip Filipovich fue muy poco cordial. De pie junto a su escritorio parecía un general observando al enemigo. Las aletas de su nariz aquilina estaban dilatadas. Los recién llegados hollaban la alfombra.

—Si hemos venido a verlo, profesor —empezó a explicar el que tenía en la cabeza una mata de cabellos abundantes y ondulados de unos treinta centímetros de espesor por lo menos—, es por el motivo siguiente…

—Señores, hacen mal de pasear sin galochas con semejante tiempo —los interrumpió suavemente Filip Filipovich—. Primero, van a pescar un enfriamiento; segundo, ensucian mis alfombras. Y todas son alfombras de Oriente.

El melenudo calló y el cuarteto, en conjunto, se puso a observar con extrañeza a Filip Filipovich. El silencio se prolongó algunos segundos y fue el profesor quien lo quebró tamborileando con sus dedos en una bandeja de madera pintada sobre su escritorio.

—En primer lugar no somos señores —terminó por articular el más joven, cuya tez hacía pensar en un durazno.

—En segundo lugar —cortó Filip Filipovich— ¿es usted un hombre o una mujer?

Los cuatro volvieron a callar, boquiabiertos. Esta vez fue el melenudo quien reaccionó.

—¿Y qué diferencia hay, camarada? —exclamó con soberbia.

—Soy una mujer —reconoció el durazno con campera de cuero, ruborizándose de pronto violentamente. Tras ella, otro de los intrusos, un rubiecito que usaba gorro de piel, se ruborizó también sin razón aparente.

—En ese caso, puede quedarse con la gorra puesta; en cuanto a usted, mi Apreciado Señor, le ruego que se quite la suya —expresó Filip Filipovich con tono grave.

—Yo no soy su Apreciado Señor —repuso vivazmente el rubiecito, quitándose el gorro.

—Si nosotros vinimos a verle, profesor —reanudó el melenudo— es…

—Ante todo, ¿quién es «nosotros»?

—Nosotros es el nuevo comité de administración del edificio —precisó el melenudo, conteniendo su ira—. Yo soy Schwonder, ella es Viazemskaia y estos son los camaradas Petrushkin y Charovkian. Por lo tanto, nosotros.

—¿Ustedes son quienes ocuparon el departamento de Fiodor Pavlovich Sablin?

—Somos nosotros —respondió Schwonder.

—¡ Dios mío! ¡ La casa Kalabukov se acabó! —exclamó desesperado Filip Filipovich juntando las manos.

—¿Qué, profesor? ¿Le da risa?

—¿Quién habla aquí de reír? Estoy completamente desesperado. ¿Y que pasará ahora con la calefacción central?

—¿Se burla de nosotros, profesor Preobrajenski?

—¿Qué motivos los han traído a mi casa? Hablen pronto, estoy a punto de cenar.

—Nosotros somos el comité de administración del edificio —repuso con odio Schwonder— y venimos a verlo a raíz de la asamblea general de los inquilinos, en la cual se planteó la redistribución racional de los departamentos…

—¿Quién planteó qué? —rugió Filip Filipovich—. Exprese su pensamiento con mayor claridad.

—Se planteó el problema de la redistribución racional.

—¡Basta! Comprendí. ¿ Saben ustedes que en virtud de un decreto del 12 de agosto de este año, mi departamento queda eximido de toda nueva ocupación o redistribución racional?

—Lo sabemos —respondió Schwonder—, pero después de un detenido examen, la asamblea general llegó a la conclusión de que, al fin de cuentas, usted ocupa una superficie excesiva. Netamente excesiva. Para usted solo utiliza siete habitaciones.

—Vivo y trabajo yo solo en siete habitaciones —respondió Filip Filipovich— y quisiera tener una más. Necesitaría una biblioteca.

El cuarteto permaneció mudo.

—¡ Otra más! ¡ Ea, ea! —exclamó por fin el rubiecito que se había quitado la gorra—. ¿Y eso es todo?

—¡ Increíble! —gritó el adolescente que había resultado ser una adolescente.

—Tengo una sala de espera que, como pueden ver, es también biblioteca; con el comedor y mi consultorio, son tres; la sala de curaciones, cuatro; la sala de operaciones, cinco; mi dormitorio, seis y la habitación de servicio, siete. Finalmente, todavía me siento apretado… Pero dejémoslo, no es grave. Mi departamento queda exento de redistribución racional y basta de discutir. ¿Puedo ir a cenar?

—Perdone, dijo el cuarto, que parecía un enorme escarabajo, pero es precisamente del comedor y de la sala de curaciones que venimos a hablarle. La asamblea general le solicita que, en nombre de la disciplina proletaria, renuncie al comedor.

—Ni siquiera Isadora Duncan —agregó la mujer con voz chillona.

Filip Filipovich cuyo rostro se había encendido con un tinte purpúreo, no emitió el menor sonido, esperando lo que habría de seguir, como si presintiese algún acontecimiento.

—En cuanto a la sala de curaciones —continuó Schwonder— la puede juntar muy bien con el consultorio.

—¡Ah! —dijo Filip Filipovich, con voz extraña—. ¿Y dónde tomaría mis comidas?

—En el dormitorio —respondió a coro el cuarteto.

El tinte purpúreo del rostro de Filipovich se había vuelto grisáceo y empezó a hablar con voz ligeramente ahogada:

—Tomar mis comidas en el dormitorio, leer en la sala de curaciones, vestirme en la sala de espera, operar en la habitación de servicio y hacer los análisis en el comedor… Es muy posible que Isadora Duncan lo haga. Quizá se vista en su gabinete privado y haga disección de conejos en el cuarto de baño. Tal vez. ¡Pero yo no soy Isadora Duncan! (De pronto lanzó un rugido y del tinte grisáceo pasó al amarillo). Seguiré comiendo en el comedor y operando en la sala de operaciones. Transmítanselo a la asamblea general. Y les ruego humildemente volver a sus ocupaciones y dejarme la posibilidad de tomar mis comidas en el lugar donde las toman las personas normales, es decir, en el comedor, no en el vestíbulo o en el cuarto de los niños.

—En tales circunstancias, profesor, y teniendo en cuenta su obstinada oposición —dijo Schwonder muy agitado—, nos veremos obligados a elevar una queja contra usted ante nuestros superiores.

—¿Ah, con qué así es la cosa? —La voz de Filip Filipovich adquirió un tono de temible cortesía—. Aguarden un momento, por favor.

«Este es un hombre», pensó el perro con entusiasmo; «realmente, es mi tipo. ¿Qué les pasará, a esos,? ¡Ni pensarlo! Todavía no lo sé, pero tendrán su merecido… ¡Dale! Ah, si pudiese prenderme de ese gran pelele, morderle los tendones de la pantorrilla… Grrr… Grrr…».

Filip Filipovich había tomado el auricular del teléfono y comenzaba a hablar:

—Por favor… Sí, se lo agradezco. Quisiera comunicarme con Piotr Alexandrovich, por favor. El profesor Preobrajenski… ¿Piotr Alexandrovich? Me alegro mucho de oírlo. Muy bien, muchas gracias… Piotr Alexandrovich, su operación queda anulada. ¿Qué? Pues… Anulada, suprimida… Bueno, como todas las otras operaciones, además. He aquí la razón: suspendo todas mis tareas en Moscú y en Rusia en general… Hace un momento, cuatro personas, entre las cuales hay una mujer vestida de hombre, vinieron a mi casa; dos de ellas tenían revólveres y trataron de aterrorizarme con el objeto de apoderarse de mi departamento.

—Permítame, profesor —exclamó Schwonder con el rostro demudado.

—Perdóneme… no puedo repetir todo lo que me dijeron. No me agradan las estupideces. Me basta con decirle que me propusieron renunciar a mi sala de curaciones. En otros términos, que me obligan a operarle a usted en el lugar donde hasta ahora disecaba mis conejos. No sólo no puedo hacerlo, sino que tampoco tengo derecho a trabajar en semejantes condiciones. Por tal razón pongo término a mis actividades y me marcho a Sotchi. Puedo dejarle las llaves a Schwonder. Que él lo opere.

Los cuatro se quedaron paralizados de asombro. La nieve se les derretía sobre los calzados.

—¿Qué se puede hacer?… Pues, me siento yo mismo muy fastidiado… ¿Cómo?… ¡Oh, no, Piotr Alexandrovich! ¡No! Esto no puede durar, llegué al colmo de mi paciencia… Y es la segunda vez desde agosto… ¿Cómo? Hmmm… Como quiera. Aunque con una sola condición: por quien usted quiera, cuando quiera y lo que quiera, pero que sea un papel que prohiba a Schwonder o a cualquier otro acercarse a la puerta de mi departamento. Un papel definitivo. Efectivo. ¡Verdadero! Una coraza… Que ni siquiera se mencione más mi nombre… Por supuesto. Para ellos, estoy muerto… Sí, sí, se lo ruego… ¿Quién? Ah, ah… ¡Es diferente!… Ah, ah… Bien, aquí se lo paso.

Filip Filipovich se volvió con perfidia hacia Schwonder:

—Por favor: le van a hablar.

—Permítame, profesor —dijo Schwonder furioso y desconcertado a la vez—, usted cambió el sentido de nuestras palabras.

—Le ruego no emplear tales expresiones.

Con aire extraviado, Schwonder tomó el teléfono:

—Escucho… Sí… El presidente del comité del edificio… No señor, hemos actuado de acuerdo con las disposiciones… Por cierto, el profesor tiene una posición totalmente excepcional… Estamos al corriente de todos sus trabajos… Le dejamos cinco habitaciones… Muy bien, ya que es así… Bien…

Colgó el receptor; tenía el rostro arrebatado.

«¡Qué tapa! ¡Qué hombre!», apreció el perro para sí mismo, «debe saber cómo actuar, sin duda. Ahora puede pegarme cuanto quiera, ya no me moveré de aquí».

Los otros tres consideraban boquiabiertos al desdichado Schwonder.

—Es una vergüenza —musitó tímidamente este último.

—Si llegásemos a tener una discusión —adelantó la mujer—, le demostraría a Piotr Alexandrovich que…

—Perdónenme ¿quieren iniciar esa discusión desde ahora?… —inquirió cortésmente Filip Filipovich.

Los ojos de la mujer relampaguearon.

—Comprendo su ironía, profesor, nos marchamos… Pero antes, y tan sólo en mi calidad de director de la sección cultural del edificio…

—Di-rec-to-ra —corrigió Filip Filipovich.

… quisiera proponerle (la mujer se interrumpió y sacó de su chaqueta algunas revistas con ilustraciones en colores, aún húmedas de nieve) comprar algunas revistas a beneficio de los niños alemanes. A

50 kopecks el número.

—No, gracias —respondió brevemente Filip Filipovich, lanzando un vistazo torvo a las revistas.

Todos los rostros expresaron un total asombro. El de la mujer se ruborizó.

—¿Por qué se niega?

—No las quiero.

—¿Los niños alemanes no le inspiran lástima?

—Sí.

—¿Repara en gastar 50 kopecks?

—No.

—¿Entonces por qué?

—No quiero.

Un silencio.

—Sabe, profesor —comenzó a decir la joven con un profundo suspiro—, si usted no fuese una celebridad científica europea y si ciertas personas no interviniesen a su favor de manera tan indignante (el rubiecito le tiró el faldón de la chaqueta, pero ella no le hizo caso), personas que con seguridad algún día hemos de desenmascarar, usted merecería ser arrestado.

—¿Y por qué? —preguntó Filip Filipovich con curiosidad.

—¡ Usted odia al proletariado! —replicó la mujer con altivez.

—Así es, el proletariado no me gusta —asintió tristemente el profesor, y oprimió un botón. En alguna parte sonó un timbre. Se abrió la puerta del corredor.

—Zina, puedes servir la cena. ¿Me permiten, señores…?

Los cuatro abandonaron en silencio el consultorio del profesor, atravesaron la sala de espera y el vestíbulo y se oyó cómo se cerraba ruidosamente tras ellos la pesada puerta de entrada. El perro se irguió sobre sus patas traseras e inició ante Filip Filipovich una pantomima de acción de gracias.