Capítulo XVI. La masonería gana terreno

Cambio de siglo

Los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX fueron testigos, como ya indicamos, de un desplazamiento de la preocupación que no pocos sectores sociales sentían por la masonería hacia los judíos. Seguramente, tal mutación se debió a motivos psicológicos que enlazaban con las distintas tradiciones del antisemitismo europeo y sus nuevas manifestaciones. No obstante, siquiera indirectamente, aliviaron el peso de la controversia que pesaba sobre los masones al dirigir la aversión hacia otro lugar.[1] Semejante circunstancia difícilmente pudo ser más oportuna para la masonería porque coincidió con un periodo histórico en que su poder experimentó un crecimiento extraordinario lo que ocasionó una serie de consecuencias enormemente importantes. A finales del siglo XIX, el partido radical francés era una fuerza política totalmente controlada por los masones, hasta el punto de que no pocos los identificaban totalmente. Sin embargo, la masonería rebasó ampliamente esa situación y en los primeros años del siglo XX tenía un peso verdaderamente notable —que contaba, por otro lado, con antecedentes— en el partido socialista francés. El Gran Oriente no sólo no manifestó el menor pesar por la entrada en las logias de gente que procedía de un movimiento político confesamente ateo y materialista, sino que incluso redujo las cuotas de admisión para facilitar el paso. Así, fueron iniciados en la masonería socialistas relevantes como Jean Longuet, Jean Monnet, Roger Salengro y Vincent Auriol.

Si el papel de la masonería francesa era extraordinario en la política, no resultaba menor en dos ocupaciones que siempre se han señalado como objetivo primordial de las logias. Nos referimos a la enseñanza y a las fuerzas armadas. En el terreno de la educación, hacia 1910 no menos de diez mil maestros de escuela eran masones[2] —lo que implicaba un esfuerzo de adoctrinamiento realmente colosal—, y en el ejército los oficiales masones habían creado listas —el famoso Affaire des Fiches— que no sólo se utilizaban para promocionarse entre sí, sino, de manera fundamental, para bloquear los ascensos de los oficiales católicos. De hecho, el mariscal Joffre, comandante en jefe del ejército francés durante buena parte de la primera guerra mundial, era masón, una circunstancia de la que se resentirían no pocos mandos.

La influencia de la masonería era tan considerable que incluso importantes cuadros del partido comunista francés estaban iniciados. Tal fue el caso de Albert Cachin y de André Marty, futuro jefe de las Brigadas Internacionales en la guerra civil española, al que se apodó el Carnicero de Albacete. Marty protagonizaría en 1919 un episodio que lo catapultaría a la fama y que es ampliamente conocido. Nos referimos a la organización de un motín en la flota aliada del mar Negro que había acudido a ayudar a los que se oponían a los bolcheviques en Rusia. Marty, lógicamente, fue juzgado y condenado por esas actividades e inmediatamente la masonería francesa orquestó una campaña política y de opinión para ayudarlo a eludir el peso de la ley. Se trataba de una conducta que contaba —y contaría— con amplios paralelos, ya que lo cierto es que, a pesar de que las constituciones de la masonería insisten en la necesidad de cumplir con las leyes del país, esta disposición no ha sido históricamente más respetada que aquella que establece el respeto a las autoridades constituidas.

La masonería ayuda a la revolución (I): España, de la muerte de Fernando VII a la Restauración

En España, los años transcurridos entre la muerte de Fernando VII y el derrocamiento de Isabel II fueron aprovechados por la masonería para expandirse y adquirir un peso notable que se manifestó en terrenos como la política, las fuerzas armadas o la educación. El papel de la masonería no fue escaso —aunque tampoco el único— en la caída de Isabel II y, de manera significativa, el número de masones en las Cortes Constituyentes de 1868 fue relevante. Baste decir al respecto que incluyó nombres de enorme relieve como Eleuterio Maisonave, Segismundo Moret, Juan Prim y Prats, Manuel Becerra, Manuel Ruiz Zorrilla, Sagasta o Cristino Martos.

La expansión de la masonería en aquellos años posteriores a la denominada Gloriosa revolución fue realmente espectacular. No sólo era imposible atender a todas las peticiones de iniciación, sino que era común la participación de los políticos del momento en las tenidas de las logias.[3] En 1870, Ruiz Zorrilla, presidente del gobierno, era instalado como Gran Maestro de la Gran Logia Simbólica de España. Por su parte, el hombre fuerte del nuevo régimen, el general Prim, era también masón y logró imponer como rey de España a Amadeo de Saboya, que también había sido iniciado en la masonería. De hecho, cuando el monarca falleció, en el número 29 del Boletín Oficial del Grande Oriente Nacional de España de 6 de julio de 1890 se publicó una esquela en la que el Supremo Consejo del Grande Oriente Nacional de España suplicaba a todas las logias, capítulos y cámaras que celebraran una tenida fúnebre «en honor de tan ilustre y caballeroso Hermano».

Como había sucedido en Francia a finales del siglo XVIII y en Hispanoamérica a inicios del siglo XIX, una cosa era que los masones se hicieran con el poder y otra muy diferente era que lograran la creación, más allá de sus declaraciones grandilocuentes, de un gobierno estable y eficaz. En el caso del denominado Sexenio revolucionario, efectivamente, pronto quedó de manifiesto su incapacidad para pilotar la nave del Estado. El hermano Amadeo de Saboya abandonó España desencantado y el 11 de febrero de 1873 los masones Martos y Ruiz Zorrilla proclamaron la Primera República. Aniquilada la monarquía existente, la experiencia republicana ulterior resultó insostenible, primero, porque las fuerzas destructivas no fueron capaces de crear un sistema que diera cabida a todos, que respetara a todos y que buscara el bien de todos; segundo, porque la nación emprendió un camino de desintegración que amenazaba totalmente su existencia y, tercero, porque la facilidad con que los opositores recurrieron a las armas y la debilidad de los sucesivos gobiernos para contener la violencia se tradujeron en el final de las instituciones.

El proyecto de Constitución republicana federal impulsado por el presidente Pi i Margall implicaba la práctica desarticulación de la unidad nacional recuperada desde hacía cuatrocientos años y se asistió en paralelo, nada absurdo por otra parte, a la aparición de los cantones, pequeñas entidades que pretendían independizarse de cualquier poder, incluido el de las posibles entidades federadas. Los cantones que fueron surgiendo en las diferentes provincias —el de Cartagena sería el más celebre pero, lamentablemente, no el único— podían y debían haber sido reprimidos por las autoridades, pero Pi i Margall no quiso hacerlo. Aquella erupción de entidades autónomas, en realidad, no contradecía su visión política sino que la confirmaba.

La reacción de la República fue mantenerse en medio de la desintegración cantonal y de una nueva ofensiva carlista mediante el cambio de rumbo hacia un unitarismo preconizado por Nicolás Salmerón y que, lógicamente, tuvo que recurrir a las fuerzas armadas. El ejército logró acabar con algunos focos insurreccionales pero Salmerón no tardó en dimitir tras negarse a firmar varias sentencias de muerte.

La presidencia de Castelar (7 de septiembre-2 de enero de 1874) —un personaje al que se había vinculado repetidamente con la masonería— fue ya, prácticamente, una dictadura en la que el régimen, cada vez con menor base social, apenas consiguió atacar infructuosamente el cantón de Cartagena. El 2 de enero, el general Pavía hizo su entrada en el Parlamento en un acto que, muy a menudo, suele interpretarse como el final de la República cuando la realidad es que tan sólo pretendió sustentarla sobre bases más sólidas que la acción de unos políticos incapaces de gobernar con sensatez.

Con el general Serrano al mando del ejecutivo, la República continuó la trayectoria dictatorial que ya se había iniciado con Castelar. El 12 de enero se rindió, finalmente, el cantón de Cartagena pero resultaba más que obvia la inoperancia del régimen. El 26 de febrero, Serrano entregó el gobierno al general Zabala. Para entonces, la República ya había entrado en una clara agonía que aún se prolongaría meses pero que resultaba irreversible. El 29 de diciembre, el general Martínez Campos proclamó en Sagunto la Restauración de la monarquía en la persona de Alfonso XII, el hijo de Isabel II. No iba a encontrar oposición. La nación que, a duras penas podía recuperarse de la absurda y estéril aventura republicana, ansiaba tranquilidad.

La masonería ayuda a la revolución (II): España, de la Restauración al atentado de 1906

La Restauración de la monarquía en la persona de Alfonso XII, hijo de la derrocada Isabel II, no mermó en absoluto el poder de los masones. Baste decir que el 7 de abril de 1876 fue proclamado Gran Maestro del Oriente de España Práxedes Mateo Sagasta, jefe del partido liberal, presidente del gobierno y uno de los dos pilares —junto con Cánovas— del régimen de la Restauración. Sagasta se empleó a fondo en el cumplimiento de sus responsabilidades en la logia estrechando lazos de manera muy especial con gran número de potencias masónicas del extranjero.[4] El 10 de mayo de 1881, Sagasta fue sustituido en su cargo de Gran Maestro por Antonio Romero Ortiz, ministro de Gracia y Justicia. A su muerte, le sucedería otro político importante, Manuel Becerra.

Durante estos primeros años de la Restauración, la influencia de la masonería no llegó a compararse con la existsente en Francia, pero fue, en cualquier caso, muy notable. De acuerdo con la estadística del Grande Oriente Nacional de 1882 en esta entidad se encontraban en activo 14358 masones. De ellos, 130 eran senadores, diputados, títulos, generales y altos funcionarios del Estado; 1033 eran magistrados, jueces, fiscales y abogados, y 1094 oficiales superiores y militares de todas clases. Difícilmente puede negarse que, a pesar de su reducido número sobre la totalidad de la población de España, el peso de los masones era importante en terrenos como el poder legislativo y el judicial, y las fuerzas armadas. Lamentablemente, la fuente no nos permite saber su repercusión en otros terrenos como la enseñanza. Al respecto, no puede sorprender que ya en fecha tan temprana para el régimen como septiembre de 1877 se produjera una iniciativa de la masonería para llevar a cabo una reforma del Código penal en lo que a la prohibición de las sociedades secretas se refería.

Este avance notabilísimo de la masonería llama aún más la atención si se tiene en cuenta que España era un país católico —la misma Constitución de 1876 recalcaba ese aspecto— y que por esos años se habían multiplicado las condenas de la Santa Sede contra la masonería. De hecho, todo el material jurídico anterior destinado a condenar a la masonería y a las sociedades secretas[5] quedó unificado por el papa Pío IX en la constitución Apostolicae Sedis de 12 de octubre de 1869. En este texto se conminaba a la excomunión latae sententiae a todos los que pertenecieran a la masonería, la favorecieran «de no importa qué forma» o no la denunciaran. Cuesta mucho no creer que el texto en España fue, al menos a efectos estatales, poco más que letra muerta.

La situación no cambió durante el pontificado de León XIII (1878-1903). Por el contrario, durante el cuarto de siglo que se prolongó no menos de doscientos documentos papales condenaron la masonería y las sociedades secretas. De entre ellos, el más importante fue la encíclica Humanum genus de 20 de abril de 1884, donde se indica «el último y principal de sus intentos (de la masonería), a saber: el destruir hasta los fundamentos todo el orden religioso y civil establecido por el Cristianismo».

Más allá de las referencias en algunas publicaciones eclesiásticas —respondidas por otras masónicas—, toda esa avalancha de condenas papales no significó ni por asomo la proscripción de la masonería en España o, como mínimo, su vigilancia. Todo ello a pesar no sólo de su papel notable en la Revolución de 1868 o en la proclamación de la Primera República, sino también en la Restauración.

Con todo, a finales del siglo XIX, la masonería estaba también manteniendo notables relaciones con lo que hoy denominaríamos elementos antisistema, es decir, aquellos que abogaban directamente por el final de la monarquía parlamentaria y por su sustitución por otro sistema político. Ocasionalmente, se trataba de posiciones reformistas, pero no faltaron conexiones con colectivos que defendían explícitamente el uso del terrorismo. Quizá el episodio más claro —no el único— en el que varios masones se vieron implicados en un acto terrorista fue el intento de magnicidio de Alfonso XIII durante la celebración de su boda.

El 25 de mayo de 1906, Victoria Eugenia, la prometida del monarca, llegó a España siendo recibida en Irún por éste, que la acompañó hasta el apeadero de El Plantío. En un despliegue de romántica caballerosidad, Alfonso XIII fue cabalgando al lado del carruaje en que viajó su prometida hasta El Pardo, donde debía permanecer hasta la celebración de la boda. A esas alturas, la policía había informado ya al ministro de la Gobernación, conde de Romanones, de que se preparaba un atentado. Sin embargo, de momento, los únicos datos de que se disponían eran rumores y una frase —«Alfonso XIII morirá el día de su boda»— grabada a punta de navaja en un árbol del Retiro.

El 31 de mayo, tras oír misa y comulgar en el palacio de El Pardo, Alfonso y Victoria Eugenia se encaminaron hacia Madrid, donde debía celebrarse el enlace. Al mediodía, en la iglesia de San Jerónimo el Real, el cardenal arzobispo de Toledo pronunció las bendiciones sobre la pareja. A continuación, el cortejo, que fue saludado con verdadero entusiasmo por los madrileños, recorrió el paseo del Prado, tomó la calle de Alcalá, cruzó la Puerta del Sol y entró por la calle Mayor. Había concluido el inicio de la comitiva su recorrido por la calle de Bailén y entraba en la plaza de la Armería cuando la carroza en la que iban los reyes estaba a punto de alcanzar los últimos números de la calle Mayor. En esos momentos, sonó un estruendo que alguno de los presentes identificó al principio con una salva de saludo pero que, inmediatamente, al escucharse el tumulto que se produjo a continuación, se vio que era el estallido de una bomba.

Efectivamente, un terrorista había lanzado desde un balcón un artefacto explosivo, oculto en un ramo de flores, con la finalidad de matar a los reyes. De manera inmediata, Alfonso XIII se arrojó sobre el cuerpo de la reina, cubriéndola para evitar que la hiriera la bomba. Luego se asomó por la ventanilla e intentó tranquilizar a los presentes señalando que estaban ilesos. La muerte de uno de los caballos del tiro obligó a trasladar a los reyes a otra carroza. Se trataba de una medida obligada pero no exenta de peligro. De hecho, tan sólo unas décadas antes, el zar Alejandro II de Rusia, que también había sobrevivido a una primera bomba lanzada contra su carruaje, había perecido en el momento de descender de éste para interesarse por los heridos.

Mientras los soldados del Regimiento de Wad Ras se mantenían firmes consiguiendo detener lo que hubiera podido ser una estampida letal, Alfonso XIII ayudó a su esposa —que tenía los ojos vidriosos por la impresión y apenas conseguía controlar las lágrimas— a descender del vehículo. Su traje nupcial quedó entonces cubierto con la sangre de algunas de las víctimas.

La policía —que sería objeto de durísimas críticas— registró inmediatamente el cuarto desde el que se había arrojado la bomba. Fue así como se descubrió que el culpable del atentado terrorista había sido un anarquista llamado Mateo Morral. Era un discípulo del también masón y ácrata Francisco Ferrer, un personaje incensado como pedagogo por la propaganda posterior cuando lo cierto es que su Escuela Moderna de Barcelona era un centro de difusión de las doctrinas del anarquismo violento, entre ellas las que apuntaban a la necesidad de la utilización del terrorismo para alcanzar la sociedad ideal. Como ha sido habitual en estos grupos a lo largo de la Historia, son precisamente los pueblos a los que, presuntamente, pretenden redimir los que más sufren con sus actos redentores. Aquel día, las víctimas de la acción anarquista ascendieron a veintitrés muertos y un centenar de heridos.

Morral fue capturado por un guarda jurado de una finca situada en Torrejón de Ardoz. Logró empero zafarse de su captor y matarle de un tiro antes de suicidarse. El tercer implicado en la trama —otro masón y anarquista llamado Nakens, que había participado en el asesinato de Cánovas en 1897— puso al descubierto todo el plan en una carta enviada a la prensa. Se supo así que el cerebro de la operación no había sido otro que el masón Francisco Ferrer. Se produjo entonces un fenómeno que hemos visto ya en varios casos y es que, a pesar de la innegable culpabilidad del acusado, la masonería acudió en defensa del hermano —en este caso Ferrer— que tenía que comparecer ante los tribunales.

La vista del proceso se celebró en junio de 1907. El republicano Gumersindo de Azcárate se había negado a defender a Ferrer por considerarlo manifiestamente culpable, pero aun así el anarquista contaba con el apoyo de la masonería y consiguió la absolución gracias a las presiones que ejercieron las logias en su favor. Fue ese mismo tipo de acción el que logró que Nakens, también «hijo de la viuda», fuera indultado al cabo de unos años.[6] No sería la primera vez que los masones respaldaban acciones terroristas y tampoco sería la última. De hecho, no mucho después, Lluís Companys, masón, republicano y catalanista, se haría un nombre precisamente defendiendo en los tribunales a pistoleros.

El resultado de aquel proceso iba a tener funestas consecuencias para el sistema parlamentario en España. Se creó una innegable sensación de impunidad de la masonería y, sobre todo, una corriente de simpatía, que hoy denominaríamos progresista, hacia los que pretendían implantar la utopía recurriendo a la daga, la pistola y la bomba. En aquel entonces no era fácil advertirlo —careció España, para que lanzara el grito de alarma, de un escritor de la perspicacia de Dostoievski en su novela Los demonios— pero la nación había vuelto a entrar en una dinámica en que las fuerzas autodenominadas de progreso tenían como objetivo fundamental el acabar con el sistema parlamentario. En esa espiral, como tendremos ocasión de ver, iba a tener un peso verdaderamente excepcional la masonería. Sin embargo, no iba a ser el único proceso de erosión de España en el que iba a participar.

La masonería ayuda a la revolución (III): el Desastre de 1898

En un capítulo anterior, tuvimos ocasión de ver cómo la masonería representó un papel esencial en el proceso de emancipación de Hispanoamérica que concluyó con la práctica aniquilación del Imperio español. A finales del siglo XIX, de éste sólo restaban la isla de Cuba en América y el archipiélago de las Filipinas en Asia. Ambos se perderían en 1898 y, de manera no sorprendente, fueron también «hijos de la viuda» los protagonistas de esta nueva derrota española.

José Martí, el padre de la independencia cubana, nació en La Habana el 28 de enero de 1853. Poseído por dos grandes pasiones, las letras y la causa independentista, a los dieciséis años fue encarcelado, publicando al año siguiente su primera obra, El presidio político en Cuba. La iniciación de Martí en la masonería fue muy temprana, pero no aconteció en la isla sino en España y, más en concreto, en la Logia Armonía n. 52 de Madrid, una ciudad en la que vivió desde febrero de 1871 a mayo de 1873. El hecho sería avalado por la viuda de Fermín Valdés Domínguez en una carta escrita en 1924 donde hacía referencia a unas prendas masónicas —collarín, mandil y fajín— que habían pertenecido a Martí.

Sin embargo, lo más importante no es el hecho, en sí significativo, de que Martí fuera masón, sino la manera en que esta circunstancia ayudó a la causa de los insurrectos. Martí era sabedor de que resultaba indispensable el apoyo de las clases populares a la causa independentista y con esa finalidad intentó atraerse a Antonio Maceo, héroe de la guerra contra España que había concluido en 1878. El 30 de julio de 1893, Martí llegó a Puerto Limón con esa finalidad y, de manera inmediata, se puso en contacto con diversas personalidades de la masonería que pudieran ayudarlo en su cometido. No fueron, desde luego, pocas e incluyeron a Bernardo Soto, Próspero Fernández, Genaro Rucavado, Ricardo Mora Fernández, Minor Keith, Tomás Soley Güell y el padre Francisco Calvo entre otros.

No menor fue la ayuda de la masonería establecida en Estados Unidos. La Logia Félix Varela n. 64 de Cayo Hueso estaba formada por independentistas cubanos y la denominada La Fraternidad n. 387 de Nueva York tenía como tesorero y secretario a Benjamín J. Guerra y Gonzalo de Quesada y Aróstegui del Partido Revolucionario Cubano fundado por Martí. Cuando se decida el levantamiento independentista de 1895, Martí designará a otro masón, Juan Gualberto Gómez, para iniciarlo, y serán también masones los firmantes del Manifiesto de Montecristi contra la presencia española en la isla. No se trataba, sin embargo, de cubanos únicamente. Los documentos del capitán Heinrich Lowe, que ayudó a José Martí y a Máximo Gómez a llegar hasta la isla a bordo de su vapor para encender la chispa insurreccional, indican que el acto respondía a una petición de ayuda masónica formulada por el cubano.

Martí cayó gravemente herido de tres tiros, en la mandíbula, el pecho y el muslo, el domingo 19 de mayo de 1895. Sin embargo, la causa de la independencia cubana iba a triunfar al recibir la ayuda decisiva de Estados Unidos en 1898. De manera nada sorprendente, la bandera cubana estaría diseñada siguiendo motivos masónicos.

El pabellón nacional cubano ondeó por primera vez el 19 de mayo de 1850 en la bahía de Cárdenas, donde desembarcó Narciso López al mando de una expedición —que fracasó— de seiscientos hombres. Fue precisamente López el que el año antes en el curso de una entrevista en casa del también masón Teurbe Tolón había propuesto el diseño de la bandera. Para el color rojo, sugirió el triángulo equilátero que expresa la grandeza del poder que asiste al Gran Arquitecto y cuyos lados simbolizan la consigna de «libertad, igualdad y fraternidad». Además, la estrella de cinco puntas indica la perfección del maestro masón (fuerza, belleza, sabiduría, virtud y caridad) y, finalmente, quedaban integrados los tres números simbólicos: el tres de las tres franjas azules, el cinco de la totalidad de las franjas y el siete, resultado de sumar a las franjas el triángulo y la estrella.

El caso de la revuelta cubana no fue, desde luego, excepcional. De hecho, seguía una tónica ya vivida unas décadas atrás en el continente americano. Algo similar sucedería también en Filipinas. Su héroe principal, José Rizal, fue ascendido maestro masón el 15 de noviembre de 1890 en la Logia Solidaridad n. 53 de Madrid, tomando el nombre masónico de Dimasalang. Actuó así influido por uno de sus profesores universitarios, Miguel Morayta, que también era masón.

Un año antes de la iniciación de Rizal había salido a la luz el primer número de La Solidaridad, un quincenario promovido por filipinos que vivían en España y que contaba con el respaldo de políticos masones o inspirados en la filosofía del filósofo masón Krause. Entre ellos se encontraban el mismo Morayta que había llevado a Rizal a entrar en la masonería, Manuel Becerra, Segismundo Moret, Francos Rodríguez y Pi i Margall. De todos ellos puede decirse que eran partidarios de la causa de la independencia de las islas Filipinas.

José Rizal formaba parte de una élite colonial y, nacido en 1861, había estudiado en Manila con los jesuitas, iniciando sus estudios de licenciatura en la universidad dominica de Santo Tomás. Persona de notable cultura y sensibilidad poética, había acudido a Madrid con la intención de cursar estudios de filosofía y medicina. En la capital de España fue iniciado en la masonería, como ya vimos, y también se empapó de las modas literarias de la época, comenzando la redacción de una novela que pretendía inspirarse en el patrón de Galdós y Clarín. El resultado fue Noli me tangere (No quieras tocarme), una obra donde se acusaba a las islas de padecer un cáncer social que no era otro que la dominación española ejercida a través de las órdenes religiosas católicas. Publicado en 1886 en Heidelberg, donde Rizal se especializaba en oftalmología, fue introducido de contrabando en Manila por un comerciante masón llamado José Ramos.

En 1887, Rizal se hallaba en Filipinas pero las críticas recibidas por su novela le impulsaron a abandonar el archipiélago, marchando a Japón y después a Londres. Cuatro años después se publicó una segunda novela, El Filibusterismo, y en 1892 Rizal, enfermo de tuberculosis, decidió regresar a las islas. Fundó allí la Liga Filipina, de carácter secesionista, lo que provocó su detención y deportación a Dapitan, en Mindanao. El 29 de agosto de 1896, en Balintawak, otro masón filipino, Bonifacio, lanzó el grito de insurrección independentista basándose en una amalgama de principios masónicos y textos de Rizal.

Los últimos tiempos de Rizal resultan oscuros. Está establecido que alegó buena conducta para lograr que lo pusieran en libertad y que, como muestra de buena voluntad, se ofreció a ir a Cuba como médico de campaña. Si era una mera táctica para salir de su reclusión o si ya había abandonado el independentismo, es difícil de saber. El gobernador general Blanco accedió a lo sol citado y a finales de noviembre de 1896 Rizal partió hacia Barcelona en el Isla de Panay. Sin embargo, la salida de Rizal coincidió con el alzamiento independentista en Manila, lo que fue interpretado como una señal de complicidad. Apenas llegado a Barcelona, Rizal fue detenido y enviado a Manila. Allí se le sometió a un proceso y en la madrugada del 30 de diciembre de 1896 fue fusilado. La figura de Rizal sería abiertamente manipulada después de su muerte. Los religiosos de la isla pregonaron que había abjurado de sus errores como masón y se había reconciliado con la Iglesia católica; por su lado, los norteamericanos lo utilizaron como un mártir en la guerra de 1898 contra España.

En 1912, los jesuitas solicitaron de la familia de Rizal permiso para enterrar a su antiguo alumno. Los parientes de Rizal rechazaron la propuesta y, por el contrario, concedieron los honores del funeral a los masones que, conducidos por Timoteo Páez, llevaron los restos en una procesión con toda la parafernalia de la logia hasta el templo masónico de Tondo. Fue precisamente en ese enclave donde se le rindieron honras fúnebres de carácter masónico antes de su inhumación final en la Luneta en el mes de diciembre del mismo año.

Sin duda, la pérdida de Cuba y Filipinas resultó traumáticas para España. A pesar de todo, el impacto de la masonería sobre la estabilidad nacional sería aún más notable en el interior del país. Sin embargo, antes de entrar a considerar ese tema, debemos detenernos en lo que sucedía en el resto del mundo durante las primeras décadas del siglo XX.