Del adventismo a la Ciencia Cristiana
Mientras los mormones estaban en un periodo de clara expansión, no todos los habitantes de la nación americana coincidían en creer el sueño del Oeste. Algunos —como un oscuro granjero llamado William Miller— concibieron la idea de que el fin del mundo debía de estar cerca y que, por ello mismo, cabía hacer cálculos sobre su fecha.[1] No sólo eso. Pensar en el fin de los tiempos le helaba y estremecía[2] y, supuestamente, eso fue lo que le llevó a volcarse en el estudio de la Biblia en busca de consuelo. Al llegar al capítulo octavo del libro veterotestamentario de Daniel creyó encontrar una clara profecía referente no sólo al fin del mundo sino también a su fecha. En el versículo 14 se hace mención a dos mil trescientas tardes y mañanas y Miller, sin ninguna base bíblica, decidió considerar cada tarde y mañana como un año. Contando pues dos mil trescientos años llegó a la conclusión de que el fin del mundo se produciría en 1843.
Si hubiera conocido mejor la Biblia, Miller hubiera recordado que en el Libro de los Hechos de los apóstoles, capítulo primero y versículo siete, el mismo Jesucristo prohibió especular con la fecha del fin del mundo. Pero Miller, si se hallaba en posesión de tal conocimiento, no lo obedeció. Quizá podría haber bastado con que Miller hubiera sabido leer y no se hubiera dejado llevar por el deseo de encontrar lo que no estaba en el texto, porque, desde luego, resulta evidente que Daniel 8 no va referido a la Segunda Venida de Cristo, sino a acontecimientos que transcurrieron entre el siglo IV y el s. II a. J.C. En cualquier caso, para Miller el fin del mundo tenía que estar cerca y daba como razones el que en 1798 había concluido la supremacía papal,[3] que un tal Wolf había predicado a Cristo a judíos, parsis, turcos e hindúes,[4] y que, además, algunos pueblos, como los árabes del Yemen y los tártaros, esperaban a Cristo para una fecha cercana a 1840.[5] No hace falta ser un gran erudito bíblico para comprender que los argumentos de Miller carecían de la más mínima base sólida. Pero el autonombrado profeta sí lo predicaba de esta manera y, posteriormente, Ellen G. White, la profetisa de los adventistas, siguió insistiendo en la veracidad de las profecías milleritas, argumentando que un ángel se lo había mostrado en una visión.[6]
Miller, desde luego, no necesitó mucho para lanzar la profecía: el fin del mundo vendría en 1843. Que convenció a un cierto número de adeptos resulta indiscutible. A tanto llegó su poder de seducción que aquella pobre gente abandonó sus campos, sus herramientas, sus negocios y sus puestos de trabajo[7] con la finalidad de prepararse para un fin del mundo ya inminente. Sacrificaron todo, creyeron todo lo que les dijo el profeta Miller… pero el fin del mundo no vino en 1843.
Miller —como otros que le seguirían después— no se desmoralizó por ello ni tampoco reconoció su error. Fijó una nueva fecha para el 21 de marzo de 1844. Nuevo fracaso y nueva fecha. Ahora el fin del mundo se produciría el 18 de abril de 1844. Cuando la última profecía no se cumplió, Miller volvió a mostrar su obstinación en la manera en que fijó una fecha más que, supuestamente, iba a ser la definitiva. Esta vez se anunció que el fin del mundo sería el 22 de octubre de 1844. Los adeptos de Miller —que habían vendido en algunos casos todos sus bienes para entregarlos a la secta— se vistieron aquella noche con túnicas blancas y decidieron esperar a Cristo que vendría a recogerlos a lo largo del día.[8] Cuando amaneció la mañana siguiente, hasta el más fanático de los adeptos debió empezar a dudar de la categoría de Miller como profeta de Dios. Una vez más, la profecía había resultado falsa.
Parece lógico pensar que la carrera de Miller como profeta debía de haber terminado aquel mismo día. Por desgracia, la lógica no es la virtud que más abunda en el interior de las sectas. Se enseñó a los adeptos que los repetidos fallos en las predicciones no habían sido falsas profecías y que además consistían realmente en una prueba clara de que Dios respaldaba el movimiento. La clave para aquella nueva comprensión de la realidad la proporcionó algo —como veremos— muy común en la historia del adventismo: una visión.
Apenas abandonaban los adeptos el lugar donde habían estado reunidos toda la noche, cuando uno de ellos, llamado Hiram Edson, de vuelta a su casa tuvo presuntamente una visión. Cristo aparecía en el firmamento y llegaba a un altar en el cielo. Miller no se había equivocado. Cristo había llegado… pero no a la Tierra sino al santuario del cielo. Se había acertado en la fecha, sólo se había errado en el itinerario de Cristo. Por obra y gracia de la visión de Edson, Miller era, de nuevo, presentado como profeta de Dios y una interpretación disparatada de Daniel 8 pasaba a convertirse en piedra aún más esencial del edificio doctrinal adventista.
Naturalmente, tan retorcida explicación necesitaba de un respaldo teológico. Se buscó y se encontró. Aún más, el mismo daría lugar a una de las doctrinas típicas del adventismo. En contra de lo que habían enseñado todas las iglesias cristianas durante diecinueve siglos, los adventistas anunciaron que el sacrificio expiatorio de Cristo no se había consumado en la cruz… sino en 1844 cuando pasó ante el santuario del cielo. El esposo de la futura profetisa de la secta James White lo expresaría de manera indiscutiblemente clara:
«Así ministró Cristo en conexión con el lugar santo del santuario celestial desde el tiempo de su ascensión hasta el fin de los 2300 días de Daniel 8, en 1844, cuando entró en el lugar santísimo del tabernáculo celestial para hacer expiación especial para borrar los pecados de su pueblo…»[9]
El de 1844 era un año a partir del cual la puerta para poder salvarse quedaba abierta aún un tiempo corto. Después de un brevísimo periodo se cerraría definitivamente. Había que darse prisa o se corría el riesgo de quedarse fuera. Así lo iba a afirmar, por obra y gracia de otra visión angélica acontecida el 24 de marzo de 1849, la que sería gran profetisa del adventismo Ellen G. White (Early Wrintings, pp. 42 ss.). Como antes había acontecido con Miller, tampoco la profecía de Ellen G. White se cumpliría. De hecho, resulta dudoso que aún viva alguna de las personas que lo hacía en 1844 o en 1849, pero el fin del mundo no ha venido.
Lo peor de una de las visiones en la que un ángel confirmaba a Ellen G. White la veracidad de la profecía relacionada con 1843 no fue, sin embargo, eso. Lo peor fue que en la mencionada visión el que aparecía en lo que se le decía que era la Nueva Jerusalén y en el trono de la misma era el mismo Satanás y todos se inclinaban (Early Writings, p. 56). Como es lógico, hubo gente que encontró sospechosa aquella presencia de Satanás en las visiones de la White y es que no habían escarmentado los adventistas en su afán por lanzar falsas profecías. El fin del mundo volvió a anunciarse para más fechas futuras: 1854 y 1873 entre ellas.[10]
Al igual que los mormones son incomprensibles sin una referencia a Joseph Smith, el adventismo del Séptimo Día sería un imposible sin centrarnos en la figura de su profetisa Ellen G. White. Pocos personajes han recibido tal grado de alabanzas y han sido objeto de tantos panegíricos por parte de los adeptos de una secta como Ellen G. White.
Sus escritos son considerados por la secta como totalmente —no sólo parcialmente— inspirados por el Espíritu Santo de Dios. De hecho, no es extraño encontrar todavía hoy en día noticias en los medios de comunicación adventistas de los procesos seguidos contra aquellos de sus miembros que niegan no la inspiración de todas las obras de Ellen White, sino sólo de algunas de ellas.[11]
Dado el carácter presuntamente inspirado de sus obras, Ellen White es considerada también en el seno de la secta como única intérprete correcta de la Biblia. Su autoridad es canónica en todo lo referente a la interpretación doctrinal como, en su día, entre otros, señaló Arthur Delafield, uno de los miembros más destacados de la Fundación White.[12]
Por otro lado, su influencia en el seno del adventismo no se limita al terreno religioso. La educación —tal y como se da en el seno de la secta y en sus escuelas a adeptos y no adeptos— está inspirada en la misma visión de la profetisa. Lo mismo puede decirse de lo referente a la salud, la alimentación, la ciencia o el dinero. En todas estas áreas, los adventistas dependen de la enseñanza —supuestamente inspirada— de la profetisa.
En cierta medida hay que reconocer que tal postura es lógica si se aceptan las afirmaciones que Ellen White hizo sobre sí misma. No eran pequeñas ni modestas. Ellen White afirmó que era el Espíritu Santo el que la inspiraba en la redacción de sus visiones: «Dependo del Espíritu Santo tanto al escribir mis visiones como al recibirlas.»[13]
Precisamente basándose en ese apoyo del Espíritu Santo, Ellen White podía sustituir a los profetas y los apóstoles del pasado. Su testimonio tenía, como mínimo, el mismo valor:
«En los tiempos antiguos, Dios habló a los hombres por boca de profetas y apóstoles. En estos días, Él les habla por los testimonios» (extracto de las obras de E. White).[14]
Por ello, todos estaban obligados a someterse a sus órdenes sin discutirlas en lo más mínimo. Enfrentarse a sus revelaciones era actuar directamente contra Dios: «Si disminuís la confianza del pueblo de Dios en los testimonios (obras de Ellen White) que Él les ha enviado, os estáis rebelando contra Dios.»[15]
No se podía esperar otra cosa pues, según ella afirmaba, no escribía lo que pensaba sino lo que Dios le decía: «No escribo ni un artículo en la revista en el que exprese meramente mis propias ideas. Son las que Dios ha abierto ante mí en visión».[16]
Los métodos mediante los que afirmó recibir revelaciones —como en el caso de Joseph Smith— fueron muy variados. En algunos casos habló de su «ángel acompañante»[17] y en otros de una visión producida por el Espíritu de Dios.[18] Fuera como fuese, se autopresentaba como una profetisa de Dios y así lo han aceptado por décadas —y siguen haciéndolo— sus adeptos.
Ellen Gould Harmon, más conocida como Ellen White, nació junto con una hermana gemela en Goran, Maine, el 26 de noviembre de 1827. Sus padres, Robert y Eunice Harmon, pertenecían a la Iglesia episcopal metodista. A los nueve años sufrió un accidente que cambiaría su vida, según reconocía ella misma. Una compañera de escuela le dio una pedrada en la cabeza y, supuestamente, como consecuencia de ello, su salud se vio muy alterada. Durante tres semanas se vio sometida a un estado de estupor. Cuando empezó a recuperarse y contempló la deformación física que padecía ahora en la cara deseó morir. A partir de entonces rehuía todo contacto con los demás y acostumbraba a estar sola. Pasaba periodos de desmayos y mareos, y, en múltiples ocasiones, se veía embargada por la desesperación o la depresión. En aquel estado abandonó sus estudios. Nunca obtendría una educación formal superior al tercer grado de escuela primaria. Fue entonces, en torno a los trece años, cuando entró en contacto con William Miller, que predecía el fin del mundo para 1843. Este contacto cambió su vida. Aquella gente esperaba también la destrucción de un entorno que no era amable para ellos. Como Ellen White aún mucho tiempo después,[19] muchos adeptos de Miller vivían en un mundo que no les gustaba y ansiaban su final. Fue precisamente también en esa época cuando la White tuvo sus primeros contactos con la masonería.
La primera referencia al respecto la encontramos en 1845, cuando Ellen White fue detenida por su participación en una escandalosa ceremonia religiosa.[20] El episodio ha sido estudiado con cierto interés en la medida en que demuestra cómo la profetisa del adventismo mintió, como tantas veces, en la descripción de un episodio de su vida. Sin embargo, lo más interesante es que de aquella situación pudo salir gracias a la intervención de James Stuart Holmes. Este abogado era un conocido librepensador que se congregaba con un grupo universalista, pero, sobre todo, era un veterano masón que se convirtió en el primer maestro de la logia masónica de Foxcroft. Muy poco después, Ellen White dio dos de los pasos más relevantes de su vida, contraer matrimonio y anunciar que estaba recibiendo visiones.
En su primera visión, Ellen White recogida en Early Writings, pp. 13-20 vio que SÓLO 144000 iban a ser salvos en aquella época en que ella vivía, la época del tiempo del fin. Estos 144000 salvos de aquellos (supuestos) últimos tiempos se unirían a los anteriormente salvos en el curso de la Historia. No hace falta decir que, con el paso de los años, la doctrina de Ellen G. White se hizo insostenible. Aunque volvió a ser confirmada por otra visión de 5 de enero de 1849 (Early Wrintings, pp. 6 ss.), el crecimiento posterior del movimiento recomendó a las autoridades de la secta descartada.
A semejanza de Joseph Smith, el profeta de los mormones, también Ellen White tuvo también visiones sobre el cosmos supuestamente originadas por el Espíritu de Dios si creemos las afirmaciones de Ellen White. Por ejemplo, un día de 1846, Ellen White cayó presuntamente en trance y realizó un rápido viaje por el sistema solar. Describió Júpiter y sus cuatro lunas, Saturno y sus siete lunas y Urano con sus seis. Para el conocimiento astronómico que se tenía en esa fecha, la visión de la profetisa no estaba mal pero para el que disponemos hoy en día era claramente pobre. Para empezar, Ellen White no dijo ni una palabra de Neptuno ni de Plutón (no eran conocidos aún en aquella época) y, como era de esperar, falló estrepitosamente en su descripción de los satélites planetarios del sistema solar. Sólo unos años después de la visión —supuestamente divina— los telescopios dieron con la existencia de más lunas en torno a Júpiter y a Saturno. Hasta el día de hoy se han descubierto al menos diecisiete en torno a Júpiter y veintidós alrededor de Saturno. Urano tiene más de una docena de lunas, como reveló el vuelo del Voyager 2 en 1986 (y no seis como «vio» Ellen White). Como astrónoma —y más si estaba inspirada por Dios—, Ellen White dejaba bastante que desear. Claro que eso no era lo peor. La profetisa insistió además en que algunos de los planetas del sistema solar estaban poblados: «El Señor me ha dado una visión de otros mundos. Se me dieron alas y un ángel me asistió desde la ciudad hasta un lugar que era brillante y glorioso. La hierba del lugar era de un verde vivo, y los pájaros entonaban una dulce canción. Los habitantes del lugar eran de todos los tamaños, eran nobles, majestuosos y adorables… Entonces fui llevada a un mundo que tenía siete lunas. Allí vi al bueno de Enoc, que había sido trasladado al mismo.»[21]
Una mujer que estaba presente en aquel espectáculo——supuestamente inspirado por el Espíritu Santo— dejó su testimonio del mismo: «Después de hablar (Ellen White) en voz alta sobre las lunas de Júpiter e inmediatamente después sobre las de Saturno, dio una hermosa descripción de los anillos de este último. Entonces dijo: los habitantes son altos, gente majestuosa, muy diferentes de los habitantes de la Tierra. El pecado nunca ha entrado allí.»
En esta época, la White tuvo también la revelación que daría nombre a su secta —adventistas del Séptimo Día— ya que anunció que los cristianos no debían guardar el domingo, sino el sábado judío. Aunque, por supuesto, este cambio doctrinal se intentó justificar alegando una panoplia de argumentos que iban desde una visión divina hasta el estudio de la Biblia, hoy en día sabemos que su origen se halló en un masón llamado Joseph Bates que se había unido a la secta adventista. De hecho, el personaje en cuestión había escrito un folleto de 46 páginas sobre el tema que se había publicado en New Bedford, Massachusetts, y que Ellen White y su esposo leyeron y examinaron en las primeras semanas posteriores a su matrimonio.
De manera bien significativa —y a pesar de las referencias a visiones celestiales que haría después—, Ellen White reconoció que el origen de su peculiar doctrina estaba en la influencia del masón Bates en una carta que le escribió en 1847.
Hasta aquí podemos colegir que la profetisa había mantenido una relación con algunos masones que la habían ayudado en situaciones delicadas y que incluso uno de ellos había inspirado una de las doctrinas más determinantes de su secta. Sin embargo, la relación de Ellen White con la masonería fue más allá, aunque no podamos determinar con exactitud sus últimas consecuencias.
Uno de los miembros australianos de la secta, N. D. Faulkhead, era tesorero de la casa impresora de las obras adventistas y desde hacía años había pertenecido a la logia. Al parecer, a algunos de los adeptos le chocaba su iniciación en la masonería aunque, a decir verdad, no habían tomado por ello ninguna medida disciplinaria como, por ejemplo, las existentes en el seno del catolicismo o de las iglesias protestantes. Ellen White se entrevistó con Faulkhead en un momento dado y al saludarle hizo el signo de los caballeros del Temple, un grado muy superior de iniciación en la masonería. Por supuesto, esta circunstancia sorprendió enormemente a Faulkhead y fue interpretada por otros adeptos como una señal de la inspiración divina de la profetisa. La realidad, sin embargo, es que todo parece apuntar a que Ellen White tenía conexiones con la masonería que eran más que colaterales y superficiales.
Durante los años siguientes, la carrera de Ellen White fue irregular y si bien la secta siguió experimentando un crecimiento numérico hasta el punto de convertirse en un lucrativo negocio, no es menos cierto que no dejaron de surgir escándalos relacionados con la personalidad de la profetisa, especialmente los relativos a obras que había plagiado y que presentó como inspiradas por Dios. Un ex adepto que ha investigado el tema de los plagios de la profetisa señala al respecto: «Aunque parece severa, la definición caracterizaría a Ellen a la edad de diecisiete años como ladrona, una ladrona que siguió siéndolo el resto de su vida, ayudada y animada en gran medida por otros.»[22]
Un comité de la secta reunido en 1980 en Glendale para abordar el tema de los plagios de la profetisa quedó sorprendido de los resultados de su investigación. La proporción de material plagiado era mucho mayor de lo que se sospechaba (¿por qué se sospechaba si era una profetisa de Dios inspirada por el Espíritu Santo?) y alarmante.[23] La existencia del comité —no es difícil intuir por qué— resultó fugaz.
A lo largo de décadas —por mucho que Ellen G. White insistiera en que Dios inspiraba sus escritos—, lo cierto es que su pluma copió de obras de su esposo James,[24] de Uriah Smith, de J. N. Andrews y de un largo etcétera.[25] Como era de esperar —y en esto se repitió el conflicto de Joseph Smith con los supuestos testigos de la revelación mormona—, muchos de sus colaboradores habituales se escandalizaron ante el nada ético proceder de la profetisa y la abandonaron. Lógicamente, cuanto más cerca estaban de ella, menos confiaban en la misma. Las deserciones —y expulsiones— han quedado abundantemente documentadas en la breve historia del adventismo. Crosier, March, la gente del movimiento de Iowa, el grupo de Wisconsin, Dudley M. Cartight, los Ballenger, Alonzo T. Jones, Louis R. Conradi, George B. Thompson y una larga lista más fueron represaliados porque descubrieron —en todo o en parte— que Ellen White no era una profetisa inspirada por Dios sino una farsante. Fanny Bolton, secretaria de la profetisa, constituye uno de los más claros ejemplos al respecto. Angustiada por el fraude, acudió a otro adepto al que confesó: «Estoy escribiendo continuamente todo el tiempo para la hermana White. La mayor parte de lo que escribo es publicado en la Review and Herald como procedente de la pluma de la hermana White y se saca como si hubiese sido escrito por la hermana White bajo inspiración de Dios… La gente está siendo engañada en cuanto a la inspiración de lo que escribo.»[26]
Cuando la profetisa se enteró de aquello, su secretaria perdió su empleo.
No obstante, la señorita Bolton no era la primera que había desempeñado el papel que —supuestamente— correspondía al Espíritu Santo en relación con los escritos de Ellen White. También su sobrina Mary Cluogh había realizado una labor semejante y recibió idéntico pago.[27] Marion Davis fue otra desgraciada «hallada un día llorando en lo tocante al plagio en los libros de la hermana White». Según ella, «no era ningún secreto que (Ellen White) copiaba pasajes escogidos de libros y revistas».[28] Posiblemente no era ningún secreto para los que vivían de y cerca de la profetisa White. Los testimonios, como era de esperar numerosos, así parecen indicarlo.
John Harvey Kellogg, amigo personal de los White, constituye un ejemplo más de ello. Contamos con un testimonio indiscutible de su juicio —por demás razonable— acerca de Ellen White y su presunta inspiración: «No creo en su infalibilidad (la de Ellen White) y nunca lo hice… Yo sé que es un fraude, que eso es adquirir una ventaja injusta sobre las mentes de la gente, sobre las conciencias de la gente.»[29]
Ellen White no fue, desde luego, la única mujer de su época que fundó una secta y que tuvo alguna influencia masónica en el intento. El caso de Mary Baker Eddy, la creadora de la Ciencia Cristiana, es aún más revelador. A pesar de su nombre, la secta de la Ciencia Cristiana niega doctrinas esenciales del cristianismo como la divinidad de Cristo o el carácter expiatorio de su muerte, y defiende tesis que son dudosamente científicas, como la de no acudir a los médicos cuando se está enfermo. En realidad, la Ciencia Cristiana tiene una cosmovisión empapada de gnosticismo, choca frontalmente con el cristianismo y ha mantenido históricamente una relación con la masonería nada escasa.
Mary Baker Eddy estaba casada con un masón, mantuvo una relación muy estrecha con el coronel Henry Steele Olcott —otro masón que, como veremos, junto a madame Blavatsky creó la So-ciedad Teosófica— y publicó una parte nada baladí de su obra religiosa a través del Freemason’s Monthly Magazine (Revista mensual de los masones). De hecho, de manera bien reveladora, la masonería es la única sociedad secreta a la que está permitido afiliarse a los seguidores de la Ciencia Cristiana, que, dicho sea de paso, utiliza por añadidura simbología masónica.
El papel de los «hijos de la viuda» en la jerarquía y en los órganos de expresión de la Ciencia Cristiana no ha sido menor. Los presidentes de la Ciencia Cristiana fueron masones desde 1922 hasta 1924 y fueron también masones entre otros Erwin D. Canham, editor del Christian Science Monitor, George Channing, editor del Christian Science Journal, Sentinel and Herald; Paul S. Deland, miembro del consejo editorial del Christian Science Monitor, Roland R. Harrison, editor del Christian Science Monitor, o Charles E. Heitman, gerente de la sociedad editorial de la Ciencia Cristiana. Es incluso posible que Mary Baker Eddy fuera iniciada en la masonería, una circunstancia que quizá también se dio en el caso de la adventista Ellen White. Sin embargo, si la iniciación en la masonería es sólo especulativa en el caso de Mary Baker Eddy y Ellen White, resulta indubitable en el de otro fundador de sectas, Charles Taze Russell.
Un masón llamado Charles Taze Russell
Los Testigos de Jehová, en contra de lo que pretenden sus dirigentes, no comenzaron su historia hace seis mil años.[30] En realidad, su fundador —o habría que decir más bien uno de sus fundadores— fue Charles Taze Russell. Nacido en una familia presbiteriana, no parece que se sintiera especialmente vinculado a la fe de sus padres. Si creemos lo que el mismo Russell escribió con posterioridad, lo que cambió su forma de pensar de manera radical fue el conocimiento de las doctrinas adventistas. En 1870 entró en un conventículo de Allegheny, donde se reunía un grupo de adventistas que escuchaban a un tal Jonah Wendell.[31] Como era de esperar, el predicador insistía en que se estaban viviendo los últimos días antes de la llegada del fin del mundo. El tema tocó profundamente a Russell. A partir de entonces, su vida espiritual ya no sería la misma, convencido de que estaba ya viviendo en un periodo terminal de la Historia. Hasta aquí el relato de Russell. No todo en él parece corresponderse con la realidad. Al parecer, Russell se sintió atraído hacia aquella predicación apocalíptica que insistía en que el fin del mundo estaba a la vuelta de la esquina, pero no tanto por las palabras de Wendell como por el testimonio de otro adepto del adventismo: Nelson H. Barbour. Con el tiempo, Russell y Barbour dejarían de ser amigos y el fundador de lo que hoy son los Testigos de Jehová no juzgó oportuno hacer referencia a una persona que le había influido de manera tan radical.
Barbour formaba parte de un grupo adventista que anunció el fin del mundo para 1854, 1873, 22 de octubre de 1874, 14 de noviembre de 1875 y 16 de mayo de 1875. Russell vivió cerca de él al menos los últimos fracasos proféticos, pero aquello no hizo que su fe temblara. Adepto él mismo del adventismo —y en esto no se diferenciaba de otros adeptos—, aquellos desastres proféticos no sólo no conmovieron su fanatismo sino que incluso lo estimularon más. Tanto es así, que en 1876 se asoció con Barbour en la certeza de que ya se había dado el pistoletazo de salida hacia el fin del mundo y que éste estaba al caer.
Para llegar a esa conclusión, Russell y Barbour sólo copiaron el sistema adventista de justificar la falsa profecía de Miller respecto a la venida de Cristo en 1844. Tanto uno como otro siguieron insistiendo en que Cristo había vuelto —o, mejor dicho, estaba presente— desde 1874 y que en ese mismo año había comenzado el tiempo final que concluiría, con la destrucción de los gobiernos y las iglesias, en 1914. Sin duda, tal interpretación cronológica chocará a los Testigos de Jehová actuales. Para ellos, la fecha de 1874 no tiene ningún valor y se les insiste machaconamente en que el tiempo del fin comenzó en 1914. A partir de 1914 —tal se enseña hoy en día a los adeptos de la secta— hay que empezar a contar los años que nos restan hasta el fin del mundo. No fue así, sin embargo, como lo veían Russell y Barbour. En su opinión, 1874 era el punto del inicio y 1914 el del final. Parece que la idea originalmente era de Barbour, pero Russell se la apropió sin el más mínimo escrúpulo de conciencia y la repetiría hasta la saciedad en las décadas siguientes con una fe inquebrantable. La tesis quedó por ello reflejada de manera repetida en las publicaciones de la secta en los años posteriores.
En el volumen VII de los Estudios de las Escrituras publicado en 1889,[32] Russell afirmaba: «Los Tiempos de los Gentiles o su periodo de dominio acabarán totalmente en 1914 d. J.C. y en ese tiempo serán derribados y el Reino de Cristo será plenamente establecido… El siguiente capítulo presentará la evidencia bíblica de que el año 1874 d. J.C. fue la fecha exacta del inicio de los “Tiempos de la Restitución” y del regreso de Nuestro Señor.»
Al año siguiente, en el volumen VIII de los Estudios de las Escrituras,[33] Russell insistía en aquella doctrina central para su predicación: «Mientras las profecías temporales apuntan hacia 1874 y armonizan con que es la fecha de la segunda presencia de Nuestro Señor, asegurándonos el hecho con matemática precisión, nos encontramos abrumados por la evidencia de otro carácter; porque ciertos signos peculiares, predichos por el Señor y los apóstoles y profetas que iban a preceder a su venida, están siendo ahora claramente reconocidos como cumpliéndose realmente.»
Naturalmente, cuarenta años constituía un periodo de tiempo de espera un tanto prolongado y Russell decidió dar nuevos alicientes a sus adeptos. Así, profetizó que éstos no tendrían que esperar hasta 1914 para encontrarse con el Señor. En 1878 serían arrebatados al encuentro de Jesucristo en el aire. A tal fin —e imitando a sus antecesores adventistas—, los russellistas se vistieron con túnicas blancas y se fueron a esperar a Cristo al puente de Pittsburgh.[34] No hace falta decir que el fracaso fue sonado.
La convivencia entre Barbour y Russell pronto dejó de ser buena. El segundo ya tenía todo lo que necesitaba para conseguir adeptos y no precisaba de su anterior mentor. Por un lado, sus doctrinas esenciales (identificación de Miguel arcángel con Cristo, negación del infierno y de la inmortalidad del alma, predicación sobre la creencia del fin del mundo, etc.) ya las había tomado del adventismo. Por otro, para profetizar fechas del fin del mundo se bastaba y se sobraba. La sociedad se deshizo. Barbour, auténtico canal de unión entre el adventismo y el primer presidente de la secta de Brooklyn, caería en el olvido. Los actuales adeptos no sospechan hasta qué punto aquel hombre desconocido marcó sus destinos.
En 1879, Russell se establecía por su cuenta y fundaba la Sociedad Wachtower. Dos años después tendría el primer revés. Pretendió que en 1881 él y sus adeptos (esta vez sí) serían arrebatados por los aires al encuentro de Cristo. Aquello resultó excesivo para muchos de los que habían vivido la bochornosa experiencia de 1878 en el puente de Pittsburgh. Un grupo de cierta categoría y su principal colaborador, un tal Paton, abandonaron a Russell convencidos de que a nada conduciría el insistir en hacer el estúpido vez tras vez. Era el primer cisma que sufriría la secta a cargo de sus adeptos desengañados por las falsas profecías de la misma, el primero de una dilatada lista.
No obstante, Russell retuvo el control con relativa facilidad. Para ello, sólo tuvo que recurrir a dos lecciones que habían sido utilizadas ya por los adventistas. La primera fue afirmar que sólo Russell, el dirigente máximo de la secta, el equivalente russellista de Ellen White en el adventismo, conocía e interpretaba correctamente la Biblia, mientras que las otras organizaciones religiosas, iglesias y sectas iban camino del desastre. La segunda consistió en azuzar a los adeptos hacia un fin del mundo que estaba a la vuelta de la esquina, que sería, con toda seguridad, porque así lo decía la Biblia tal y como la interpretaba Russell, en 1914.
El culto a la personalidad de Russell fue, en sus días, casi tan avasallador como el que los adventistas profesan a Ellen White. De él se dijo que era «el mensajero especial para la última Edad de la Iglesia»,[35] que «había sido elegido para esta gran obra antes de su nacimiento»,[36] que «los dos mensajeros más populares fueron Pablo y el pastor Russell»,[37] que «deberíamos esperar que el Señor nos enseñe a través de él»[38] y que «repudiar su obra es equivalente a un repudio del Señor».[39]
Era él en persona quien redactaba todas las publicaciones de la secta y ya se había ocupado de afirmar que su obra teológica era más clara que la propia Biblia y que incluso, en el fondo, resultaba equivalente. Tal y como señaló en 1910: «Una persona caería en la oscuridad después de dos años de leer la Biblia sólo; estaría en la luz leyendo los Estudios de las Escrituras (la obra de Russell) sólo.»[40]
Según su punto de vista, no había habido un entendimiento claro de la Biblia durante siglos,[41] pero, finalmente, él había aparecido para solucionarlo. Por ello, no podía haber ninguna disidencia: «Cualquier director de clase que haga objeciones a una referencia incluida en Atalaya o en los Estudios de las Escrituras en relación con la discusión de cualquier tema debería ser visto correctamente con sospecha como maestro.»[42]
Servir su doctrina como algo equivalente a la Biblia formó parte, desde el principio, de una de las claves de éxito de la secta, tal y como Russell lo señaló: «Si los seis volúmenes de los Estudios de las Escrituras son prácticamente la Biblia colocada en temas, con los textos bíblicos incluidos, no resulta impropio que llamemos a los volúmenes: la Biblia de manera arreglada. Es decir, no son solamente comentarios sobre la Biblia, sino que son prácticamente la Biblia misma…»[43]
Por suerte o por desgracia, Russell, como antes Joseph Smith o Ellen White, distaba mucho de llevar la vida de un profeta. Su existencia estuvo jalonada de escándalos que en poco o en nada apoyaban sus pretensiones de haber sido elegido por Dios antes de su nacimiento para mostrar al mundo la verdad. Primero fue el final desastroso de su matrimonio. Russell se había casado en 1879 con Mary Frances Ackley. En un tempestuoso proceso que iba a durar de 1892 a 1909, Russell fue acusado por su esposa de adulterio y malos tratos. La secta diría años después que el matrimonio se separó como consecuencia de diversos pareceres en cuanto a la dirección de una revista.[44] Nada más lejos de la realidad. Lo que está documentado es que resultaba imposible para el profeta estar cerca de alguna mujer sin pellizcarla y, en más de una ocasión, había sido descubierto por su cónyuge en situación embarazosa.[45] Con todo, no era eso lo que peor llevaba la sufrida Mary. Lo que más la hacía sufrir era el carácter despótico de su marido. La injuriaba soezmente, la insultaba delante de terceras personas y se complacía en hacerla pasar por desequilibrada mental. Aquella vida de sufrimiento había incluso terminado por agravar la erisipela que ya padecía la desdichada mujer. Cuando Rose Ball, secretaria del profeta, y Emily Mathews, criada de la casa, comenzaron a recibir atenciones de Russell, la situación doméstica se hizo insoportable. El profeta llegó incluso a decir a la señorita Ball que él con las damas se comportaba como una medusa y que gustaba de poner la mano encima a todas las que se ponían a su alcance.
No hace falta señalar que Russell perdió el proceso. Apeló. Volvió a perder. El tribunal sentenció que la sufrida esposa tenía derecho a separarse y a recibir una pensión de su anterior marido. Russell, nada respetuoso por las obligaciones conyugales o familiares, se negó a pagar. Ante la posibilidad de que pudieran embargar sus bienes, cambió de domicilio de la Wachtower de Pittsburgh a Brooklyn. Pensaba —y no se equivocó— que el largo brazo de la ley matrimonial no le alcanzaría en otro estado de la Unión.
Pero no acabaron con esto los escándalos que rodearían la vida de Russell. A continuación vendría el del trigo milagroso. El profeta estaba vendiendo a sus adeptos un supuesto trigo milenario que, según se pretendía, poseía dotes milagrosas. Naturalmente, las cualidades supuestamente sobrenaturales del trigo se pagaban muy caras. Inicialmente, el trigo milenario costaba sesenta veces más caro que el valor del mercado. Para 1911, su precio ya era trescientas veces superior al normal. En septiembre de ese mismo año, el periódico de Brooklyn Daily Eagle destapó el escándalo. Aquel trigo no tenía nada de particular, salvo el precio que pagaban por él a la secta los sufridos adeptos. Por lo demás, su valor agrícola era similar al de cualquier especie que se vendiera en el mercado. Las acusaciones formuladas en el periódico eran ciertas, pero colocaban a Russell en una fea situación: la del estafador que se ve descubierto. No le quedó más remedio que ir a los tribunales. En enero de 1913, a poco más de un año y medio del fin del mundo anunciado por el profeta, se celebró la vista. Russell perdió y fue condenado a pagar las costas. Apeló. Volvió a perder.[46]
Nada ejemplar era la vida de Russell a pesar de la manera en que le gustaba presentarse a sus adeptos. Menos justificable sería el siguiente proceso en que se vería envuelto. Teniendo en cuenta que el fin del mundo iba a llegar al año siguiente (según sus profecías) aún es menos lógico que Russell se prestara a ello. Un pastor evangélico llamado Ross había publicado un folleto en el que sacaba a la luz algunos de los aspectos menos atractivos de Russell. Éste lo demandó. El resultado fue un desastre. En el curso de la vista, Russell cometió perjurio tras perjurio. El abogado de Ross le preguntó si sabía griego y Russell contestó que sí. Cuando el mismo abogado le puso delante un ejemplar del Nuevo Testamento en griego, el profeta se vio obligado a confesar que ni siquiera conocía todo el alfabeto de esa lengua.[47] Por supuesto, Russell perdió —una vez más— el proceso.[48] Pero el escándalo que se avecinaba iba a ser aún mayor que los sufridos hasta la fecha.
Junto con la insistencia en que sólo en el seno de la secta podía conocerse la Biblia correctamente, Russell articuló un segundo pilar, tomado del adventismo, consistente en insistir en que el fin del mundo estaba peligrosamente cerca. Si uno tardaba en entrar en la secta podría quedarse fuera en el momento del fin y ser destruido por Dios; si uno se sublevaba contra el despotismo de la cúpula, el resultado sería la expulsión de la «única religión verdadera» y quién sabe si tendría tiempo de arrepentirse antes de la llegada de la destrucción. Russell había profetizado el fin del mundo para 1914 con tanta claridad y durante tanto tiempo que ningún adepto se hubiera sentido con libertad para dudarlo. Según informa el libro de la secta (hoy retirado de circulación) titulado Santificado sea tu nombre, el resto de los israelitas espirituales (los adeptos) distribuyeron en Estados Unidos de América y en Canadá más de diez millones de ejemplares del tratado The Bible Students Monthly, tomo 6, número 1, con el artículo de primera página «Fin del mundo en 1914».[49] Decididamente, eran muchos millones de ejemplares para dudar de que el autonombrado pastor Russell se creía sus propias profecías. En cualquiera de los casos, el anuncio venía haciéndose desde hacía mucho tiempo como quedaba de manifiesto en las publicaciones de la secta, y difícilmente se hubiera podido alterar ya. Veamos sólo algunos botones de muestra de la enfermiza insistencia de Russell en que el fin del mundo vendría en 1914: «En 1914, el Señor tendrá el control pleno. El gobierno gentil será derribado; el cuerpo de Cristo será glorificado; Jerusalén dejará de ser pisoteada; la ceguera de Israel desaparecerá; habrá una anarquía mundial; y el reino de Dios sustituirá a los gobiernos del hombre.»[50] (Resulta evidente que ni una sola de las profecías se cumplió en 1914, circunstancia que difícilmente servía para apoyar las pretensiones de Russell).
«… dentro de los próximos veintiséis años todos los gobiernos presentes serán derribados y disueltos… el completo establecimiento del Reino de Dios se realizará en 1914 d. J.C.»[51]
«… la batalla del gran Dios Todopoderoso (Apocalipsis 16:14) acabará en 1914 d. J.C. con la destrucción completa del presente gobierno de la tierra…»[52]
… el pleno establecimiento del Reino de Dios en la tierra en 1914 d. J.C.»[53]
Tan convencido parecía estar Russell de que el fin sería en 1914, que no sólo anunció la conversión de Israel y el final de los gobiernos mundiales sino también la caída de Babilonia (término que —tomado de los adventistas— servía para designar a todas las iglesias cristianas): «Y, a finales de 1914 d. J.C., lo que Dios llama Babilonia, y los hombres Cristiandad, habrá desaparecido, como ya se ha mostrado en la profecía.»[54]
Por supuesto, a eso debía acompañarle la total glorificación de los «santos» (es decir, los adeptos de Russell): «Que la liberación de los santos debe tener lugar en algún tiempo antes de 1914 es algo manifiesto… Sobre cuánto tiempo antes de 1914 los últimos miembros vivos del cuerpo de Cristo serán glorificados, no estamos directamente informados.»[55]
Sin embargo, contra lo que esperarían sus adeptos actuales, Russell no pretendía que sus cálculos emanaran exclusivamente de la Biblia. De hecho, había sido iniciado en la masonería, y en ésta encontró no escasa fuente de inspiración para sus enseñanzas. De entrada, se trató de la simbología. Russell recurrió al disco solar alado propio del antiguo Egipto —y de la masonería— para ilustrar las portadas e interiores de sus obras. Por si fuera poco, recurrió también a la corona atravesada por una cruz que es propia de la simbología masónica y que, de manera nada casual, sigue siendo el símbolo preferido de la Ciencia Cristiana. Seguramente, no pocos Testigos de Jehová de la actualidad se quedarían sorprendidos al saber que el símbolo que acompañó a la Atalaya durante décadas había surgido de la masonería.
Abundan también en las publicaciones de estos años las referencias a una terminología masónica. Por ejemplo, Cristo es definido como el «Gran Maestre» de «esta gran Orden secreta» o se hace referencia constante a una «Edad Dorada venidera», hasta tal punto que la referencia masónica a la «Edad Dorada» se convirtió en título de una de las publicaciones de la secta fundada por Russell.
Con todo, donde la influencia de la masonería resultaría más acusada en el caso de Russell sería en su insistencia en encontrar una enseñanza esotérica en el antiguo Egipto y, muy especialmente, en la Gran Pirámide. Así, según la enseñanza de Russell, las medidas de la Gran Pirámide también mostraban que el fin del mundo sería en 1914, lo que le permitía afirmar: «Midiendo… encontramos que hay 3416 pulgadas que simbolizan 3416 años desde la fecha anterior, 1542 d. J.C. Este cálculo muestra el año 1874 d. J.C. como marcando el inicio del período de tribulación; porque 1542 años d. J.C. más 1874 años a. J.C. hacen 3416 años. De manera que la Pirámide testifica que el final de 1874 fue el inicio cronológico del tiempo de la tribulación…»[56] El razonamiento resulta, como mínimo, dudoso, pero abundan los paralelos en la historia de la masonería de una lectura forzada de supuestos misterios en la Gran Pirámide. De hecho, autores masones como Manly P. Hall han insistido en este tema en las últimas décadas con evidente éxito.
No resulta difícil comprender que, partiendo de ese cálculo alambicado, el estallido de la primera guerra mundial fuera acogido con un enorme alborozo en la cúpula de la secta fundada por Russell. Para éste, lo importante —como para otros dirigentes de sectas— no era el destino de la Humanidad, sino el punto hasta el que podía ajustar la realidad a su profecía. Russell no perdió ocasión de volver a su afirmaciones repetidas durante décadas: «La presente Gran Guerra en Europa es el inicio del Armagedón de las Escrituras.»[57] A fin de cuentas, era lo que Russell había afirmado desde hacía tiempo: «No hay razón para cambiar las cifras; son las fechas de Dios, no las nuestras; ¡1914 no es la fecha del principio sino del fin!»[58]
Sin embargo, en contra de lo afirmado por Russell, en 1914 ni acabó la ceguera de Israel, no cayeron los gobiernos mundiales, ni sus adeptos fueron glorificados, ni se produjo la desaparición de la cristiandad. Sólo empezó una guerra que duraría hasta 1918.
Russell era consciente de que había fracasado en sus pronósticos proféticos, pero, a la vez, podía percibir el fervor de una gente desconcertada. De 1909 a 1914, su secta había pasado de vender 711000 libros a 992000 y 22,8 millones de folletos. El profeta había encontrado un filón y no iba a abandonarlo sólo porque su vaticinio no se hubiera cumplido. El fin se pasó a 1915.
Convenientemente —y sería un ejemplo seguido por sus sucesores en la secta—, Russell ordenó retirar algunas de sus obras pasadas y cambiar las fechas hasta el fin: «… dentro de los próximos veintiséis años todos los gobiernos presentes serán derribados y disueltos… el establecimiento pleno del Reino de Dios se realizará cerca del final de 1915 d. J.C.»[59]
«… la batalla del gran día del Dios Todopoderoso (Ap. 16:14), que acabará en 1915 d. J.C. con la completa destrucción del presente gobierno de esta tierra…»[60]
En un esfuerzo por apoyar su nueva profecía, hasta las medidas de la Gran Pirámide sufrieron un ajuste encaminado a señalar 1915 como la fecha del fin: «Después de medir… encontramos que hay 3457 pulgadas que simbolizan 3457 años desde la fecha superior, 1542 a. J.C. Este cálculo muestra 1915 d. J.C. marcando el inicio del período de tribulación; porque 1542 años a. J.C. más 1915 años d. J.C. son igual a 3457 años. Así que la Pirámide testifica que el final de 1914 fue el inicio cronológico del tiempo de tribulación…»[61]
Cómo se alteraron las medidas de la Gran Pirámide de una manera tan convincente para las pretensiones proféticas de Russell continúa siendo un misterio. Pero, en cualquier caso, el fin del mundo tampoco se produjo en 1915. Se cambió entonces a 1918, y así se anunció con la seguridad dogmática de siempre:
«Parece concluyente que la hora de la pena para la iglesia nominal (la cristiandad) está fijada para la Pascua de 1918… los ángeles caídos invadirán las mentes de mucha gente de la iglesia nominal… llevando a su destrucción a manos de las masas enfurecidas.»[62]
No debía haber dudas. Se produciría la «caída completa del Israel espiritual nominal, i.e, Babilonia en 1918».[63] Russell no llegaría a ver su último fracaso profético. Moriría antes. Desde el fin de 1915, su salud había empeorado considerablemente. Quizá se trataba sólo de una consecuencia física de tantos pleitos perdidos acompañados de un fracaso profético. Aquellos anuncios repetidos durante décadas —y desmentidos por la realidad tercamente—, así como la revelación de que su imperio comenzaba a desmoronarse (y no era para menos) es posible que resultaran excesivos. Para el otoño de 1916, su estado físico se había deteriorado lo suficiente como para que en una gira de conferencias por California y la Costa Oeste de Estados Unidos tuviera que ser sustituido varias veces por su secretario. El 29 de octubre de 1916 pronunciaría su ultima predicación ante un auditorio de Los Angeles. Sintiéndose muy enfermo, canceló el resto de los compromisos y decidió regresar a la sede de la secta en Nueva York. No lo conseguiría. La muerte le alcanzaría en el camino el 31 de octubre en Pampa, una localidad de Texas. Mientras agonizaba pidió a uno de sus acompañantes que confeccionara una túnica romana con una de las sábanas del coche-cama y que lo amortajaran con ella.[64] Su muerte se presentó en el sentido de que «murió como un héroe».[65] Por supuesto, se anunció que ya estaba con Dios desde el momento de su muerte: «Nos regocijamos al saber que en vez de dormir en la muerte, como los santos del pasado, él está entre aquellos cuyas “obras los van siguiendo”. El se ha encontrado con el amado Señor en el aire, a quien amó tanto que dio su vida fielmente en su servicio.»[66]
Los que hacían esta afirmación ignoraban, lógicamente, que, con posterioridad, las autoridades de la secta enseñarían que nadie había ido al cielo antes de 1918, sin exceptuar a Russell. Sólo sería uno de los numerosos cambios doctrinales —entre docenas— que experimentaría la secta en el curso de las siguientes décadas.
La sepultura de Russell constituyó un testimonio claro de quién había sido, aunque sus adeptos de entonces y de ahora lo ignoraran en su aplastante mayoría. Se hizo enterrar en un mausoleo en forma de pirámide sobre la que está esculpida junto a su nombre la corona con cruz de la masonería. A ella le debía mucho aunque, posiblemente, nunca lleguemos a determinar la parte total de sus enseñanzas que nació no de la Biblia sino de las logias.
Ni Joseph Smith, ni Ellen White, ni Mary Baker Eddy ni Charles Taze Russell fueron excepciones. En realidad, se trató de manifestaciones repetidas de la manera en que la cosmovisión gnóstica y ocultista de la masonería generó movimientos que pretendían contar con el conocimiento último. Así había sido desde su aparición en el siglo XVIII y así iba a seguir siendo en los siglos posteriores. De hecho, como tendremos ocasión de ver en el próximo capítulo, la historia del ocultismo contemporáneo no puede escribirse sin referencia a las influencias de la masonería.