Capítulo VII. Napoleón controla la masonería

La Revolución francesa había dejado de manifiesto el papel nada despreciable de la masonería como elemento de erosión de cualquier poder constituido. Podía objetarse que quizá la propia masonería se había visto desbordada por el monstruo que había puesto en funcionamiento y que semejante acción la habían pagado con la cabeza —nunca mejor dicho— algunos hermanos masones. Sin embargo, la capacidad subversiva de la sociedad secreta resultaba innegable. Pocos extrajeron mejor las lecciones pertinentes de la Revolución que un general de origen corso llamado Napoleón Bonaparte.

Se ha especulado con la posibilidad de que Napoleón fuera iniciado en la masonería en 1798, en la isla de Malta y en el seno de una logia formada mayoritariamente por militares.[1] Las pruebas no son del todo concluyentes, pero de lo que no cabe la menor duda es de que Bonaparte utilizó conscientemente la rnasonería como un instrumento político.

Los datos al respecto son bien significativos. Cuatro hermanos de Napoleón —como había sucedido también con su padre— fueron masones. Tal fue el caso de José, que sería rey de España; de Luis, rey de Holanda; de Luciano, príncipe de Cannino, y de Jerónimo, rey de Westfalia. No se trató de una excepción. También era masón Joaquín Murar, cuñado de Napoleón y mariscal; y su hijastro Eugenio de Beauharnais. Por lo que se refiere a los mariscales de Napoleón —y es un dato bien significativo de la penetración masónica en el ejército—, veintidós de los más importantes eran «hijos de la viuda».

Napoleón tenía el firme propósito de controlar las logias y, ciertamente, lo consiguió. Al tomar el poder Bonaparte, la masonería francesa se hallaba dividida entre el Gran Oriente y el Rito escocés. Logró, por lo tanto, que José Bonaparte fuera elegido Gran Maestro del Gran Oriente mientras que Luis conseguía el mismo cargo en el Rito escocés. En diciembre de 1804, ambas obediencias se fusionaron en una sola, desempeñando José el papel de Gran Maestro. En su imbricación con la masonería, Napoleón llegó hasta el punto de forzar la entrada de las mujeres en las logias para otorgar a Josefina el cargo de Gran Maestra.

Difícilmente puede decirse que Napoleón fuera un defensor de la libertad, pero sí era consciente de la utilidad de la masonería. Le permitía —como señalaría en su Memorial de Santa Elena— contar con un ejército que luchaba «contra el papa», sujetaba con vigor a las fuerzas armadas y a la policía en sus manos y, de manera muy especial, le proporcionaba un instrumento de captación y propaganda favorable al dominio francés de Europa.

No puede extrañar, por lo tanto, que los masones se identificaran con la dictadura napoleónica que estaba desgarrando el mapa europeo a sangre y fuego. Sería precisamente un masón el que compondría el siguiente himno de alabanza a Napoleón:

¡He aquí lo que logran el oro y la traición!

¡Solo te ves, orgulloso isleño!

¿Vas a prolongar tu lucha temeraria?

Tiembla. Los dioses sustentan a Napoleón.

Cede o muy pronto este noble grito de guerra

Resonará hasta en el seno de Albión;

¡Viva Napoleón![2]

Era más que dudoso que españoles, austriacos, rusos o prusianos compartieran el entusiasmo masónico hacia Napoleón y, con seguridad, no fueron pocos los que se sintieron indignados cuando en 1810 convirtió al papa en cautivo y se anexionó los Estados Pontificios. Pero si semejante episodio provocó el horror de los católicos y de no pocos que no lo eran, sólo ocasionó el regocijo entre los masones. Napoleón no sólo estaba venciendo a las tinieblas clericales, sino que además expandía el ideario de la Revolución francesa. No causa sorpresa que cuando los prefectos franceses llevaron a cabo una investigación para saber si los masones eran leales, el resultado fuera que todas las logias se identificaban con Napoleón. La única excepción se hallaba en el cantón de Ginebra, que había sido invadido en 1798 por tropas francesas.[3]

En el resto de los países invadidos por Napoleón, la masonería también estaba desempeñando un papel de no escasa importancia. Las fuerzas invasoras y de ocupación iban creando a su paso logias en las que intentaban integrar a élites nacionales que así quedaban sometidas a Napoleón. Fue así precisamente, de mano de los invasores franceses, como la masonería llegó a España.

Napoleón trae la masonería a España

Aunque hay leyendas, que se repiten esporádicamente, sobre la entrada de la masonería en España en el siglo XVIII e incluso la identificación de Aranda y del mismo Carlos III como hermanos masones, es disparatado. De hecho, Carlos III no dejó de referirse a la masonería en sus cartas como «grandísimo negocio» y «perniciosa secta» enemiga del Imperio Español. Durante el siglo XVIII, los masones no existieron en España debido a la prohibición papal —que impuso la Inquisición desde 1738— y a la regia desde 1751. Existen noticias, ciertamente, de algunos hermanos localizados en España, pero eran, por regla general, extranjeros, como el pintor veneciano Felipe Fabris, procesado por la Inquisición,

No deja de ser significativo que en la relación de logias publicada en 1787 no figure España o que en el listado de grandes logias provinciales de obediencia inglesa de 1796 Gibraltar sea el único territorio mencionado.

Los primeros masones españoles fueron iniciados en Francia y formaban parte de la flota española que, aliada de la francesa, atracó en Brest el 8 de septiembre de 1799, permaneciendo en este puerto hasta el 29 de abril de 1802. Originalmente, estos masones españoles pertenecieron a logias francesas, pero en agosto de 1801 fundaron una española que recibió el nombre de La Reunión Española. Sabemos que tuvo veintiséis miembros —entre ellos varios sacerdotes— y que dejó de existir el 23 de abril de 1802 con el regreso a España. Todos ellos eran oficiales o asimilados, como los capellanes,[4] pero, a su vuelta a la patria, no fueron castigados, sino que pidieron la baja o pasaron a destino de ultramar.

Aparentemente, la masonería había concluido en España. De hecho, no volvería a aparecer hasta 1807, cuando algunos agentes franceses establecieron logias en España con la intención de crear un caldo de cultivo favorable a la invasión napoleónica. Cuando ésta se produjo —y de manera bien comprensible, por otra parte—, el trabajo masónico de aquellos meses se desplomó. Por supuesto, los propagandistas de Napoleón podían hablar de que bajo sus águilas se cobijaban el progreso y la libertad. Sin embargo, lo que los españoles veían de manera aplastantemente mayoritaria era que las tropas francesas profanaban iglesias, saqueaban, pretendían imponer a un monarca extranjero, despreciaban totalmente sus creencias y aplastaban despiadadamente cualquier resistencia. A lo largo de la guerra de la Independencia, un millón de españoles vería sacrificada su vida en el altar de los planes napoleónicos. No resulta, por ello, extraño que las logias creadas por los militares franceses —los generales Laleusant y Mouton Duvener mostraron un celo proselitista realmente extraordinario— no tuvieran éxito y que se recurriera a crear logias españolas como instrumento de sumisión.

La primera logia fundada en la Península por los invasores franceses fue la de San Sebastián, el 18 de julio de 1809. A ésta siguieron otras en Vitoria, Zaragoza, Barcelona, Gerona, Figueras, Talavera de la Reina, Santoña, Santander, Salamanca, Sevilla y, por supuesto, Madrid, donde se instaló la Gran Logia Nacional de España. Establecida en octubre de 1809, su sede se hallaba en los locales de la Inquisición.

La masonería podía presentarse como un canal de libertad al que, significativamente, se unieron no pocos eclesiásticos. Pero lo cierto es que en los documentos aparece como una sociedad secreta sometida a las ambiciones de Napoleón. Desde el nombre de las logias —Beneficencia de Josefina, por ejemplo— hasta sus declaraciones no pueden ser más explícitas. El Orador de la Santa Julia, por ejemplo, denominaba a Napoleón en su discurso de 28 de mayo de 1810 «el héroe que asegura la paz de las conciencias». Se trataba de un calificativo elogioso amén de falso porque, en realidad, para millones de europeos la única paz que había asegurado Napoleón había sido la de los cementerios. No era, desde luego, una excepción. En palabras de los escasos masones españoles, Napoleón era «el emperador filósofo»[5] como también lo era su hermano, el intruso José I del que se afirmaba en las logias:

Viva el rey filósofo

Viva el rey clemente

Y España obediente

Escuche su ley.

La verdad era que España, de manera aplastantemente mayoritaria, no creía que José I fuera ni filósofo ni clemente, ni estaba tampoco dispuesta a obedecerlo. De hecho, no deja de ser bien significativo que no hubo masones ni en el levantamiento nacional de 1808 contra los invasores franceses ni en las Cortes de Cádiz de las que surgió la Constitución de 1812. Los propios liberales reunidos en las Cortes gaditanas eran declaradamente antimasones —¿podía ser de otra manera con la masonería apoyando activamente a los invasores?— y mediante una real cédula de 19 de enero de 1812, una cédula que confirmaba el real decreto de 2 de julio de 1751, volvieron a prohibir la masonería en los dominios de las Indias e islas Filipinas. Este texto legal no podía ser más claro en sus apreciaciones. Señalaba, por ejemplo, que «uno de los más graves males que afligían a la Iglesia y a los Estados» era «la propagación de la secta francmasónica, tan repetidas veces proscrita por los Sumos Pontífices y por los Soberanos Católicos en toda Europa».

La circunstancia resulta especialmente relevante porque pone de manifiesto la impronta de los liberales de Cádiz. Su liberalismo era el de corte anglosajón —que no el francés que había degenerado en el Terror, primero, y en la dictadura napoleónica, después— de raíces parlamentarias, nacionales y cristianas. Precisamente, esa combinación tenía que chocar con la masonería, a la que contemplaban, con toda razón, como un instrumento de Napoleón y, por tanto, aliada de una dinastía despótica e intrusa, de una invasión extranjera y de un movimiento medularmente anticristiano.

La masonería, por lo tanto, no iba a tener éxito en España en esta primera incursión de la mano de los invasores franceses. Cuando en agosto de 1812 fue liberado Madrid[6] y José I Bonaparte se vio obligado a huir, con él desaparecieron los masones. En el exilio constituirían logias cuya denominación —José Napoleón, Huérfanos de Francia…— pone de manifiesto su orientación ideológica. Su regreso con éxito además vendría de la mano de la intransigencia de Fernando VII y de la mala memoria de no pocos españoles que habían combatido a los franceses. Llegarían con la intención decidida de conspirar y se mantendrían en esa actitud durante las décadas siguientes.

Napoleón es derrotado por un antiguo masón

Napoleón estuvo —no puede dudarse— a punto de conseguir sus propósitos. Si no fue así se debió a los desastrosos efectos de una guerra que no concluía en España —«la úlcera española», como el propio Bonaparte la denominó en Santa Elena—, a la imposibilidad de vencer a Rusia en 1812 y a la inquebrantable resistencia británica. Al fin y a la postre, el ejemplo español —cantado en todo el continente— y el desastre ruso acabaron movilizando a media Europa contra Napoleón y provocando su derrota en 1813 y su destierro a la isla de Elba. La manera en que reaccionaron los masones ante el desastre de alguien que se había servido de la masonería durante tantos años es digna de ser consignada.

En puridad, hubiera sido lógico esperar que la derrota de Napoleón, que tanto había sabido aprovechar la masonería para sus fines, significara el final del poder político de los masones. Lo que sucedió fue exactamente lo contrario. En 1813, el Gran Oriente de Francia había decidido cambiar de bando y cuando los aliados derrotaron militarmente a Napoleón e impusieron como monarca a Luis XVIII no dudó en colocarse al lado del nuevo rey. Lo mismo puede decirse de los mariscales del emperador, tantos de ellos masones, que, olvidando un pasado reciente o quizá deseando que cayera en el olvido, también aceptaron los cargos que les ofrecía el restaurado Borbón. La identificación de los masones con el rey llegó a tal extremo que en abril de 1814 se produjeron manifestaciones masónicas llevando el busto de Luis XVIII e incluso la Gran Logia anunció que la fiesta anual del día de San Juan debía dedicarse a celebrar el retorno de los Borbones. Como es fácil suponer, semejante cambio de actitud colocaba en pésima situación a José Bonaparte que, tras perder el trono español, seguía siendo Gran Maestro. La Gran Logia decidió solucionar el problema pidiéndole que renunciara a su cargo, a lo que, de manera hasta cierto punto comprensible, José se negó.

Entonces, el 1 de marzo de 1815, Napoleón desembarcó en Francia tras escaparse de la isla de Elba. La primera reacción de los masones franceses fue señalar que eran leales a Luis XVIII, pero cuando el mariscal Ney —masón—, que tenía que capturar a Napoleón, se pasó a su bando cerca de Grenoble, Luis XVIII se vio obligado a huir de Francia. Sin duda, la situación era delicada para la Gran Logia que, prudentemente, decidió cancelar la celebración del día de San Juan —que había declarado que sería en honor del rey— a la espera de ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. De todos es sabido que, al fin y a la postre, Napoleón fue batido en Waterloo y su sueño imperial se disipó definitivamente. Lo que es menos conocido es que, por una de esas paradojas en que tan pródiga es la Historia, el triunfo definitivo sobre Napoleón lo obtuvo un británico, Arthur Wellington, que había sido iniciado en la masonería el 7 de diciembre de 1790 en una Logia situada en Trim, en el condado de Meath.

Las razones por las que Wellington fue iniciado en la masonería no son conocidas, pero todo apunta a que siguió el paso dado por muchos militares antes y después de él. Sín embargo, a diferencia de Napoleón, Wellington no siguió manteniendo su relación con la masonería e incluso buscó distanciarse de ella.

En 1795, Wellington permitió que su pertenencia a la masonería expirara sin realizar el menor esfuerzo por renovarla. No sólo eso. Cuando el 27 de diciembre de 1809 algunos masones británicos realizaron una procesión masónica por las calles de Lisboa, Wellington manifestó su desagrado. El 4 de enero de 1810 escribió desde su cuartel en Coimbra al coronel Warren Peacocke para indicarle que estos hechos no debían volver a producirse.

En 1838, los miembros de una logia de Dublín deseaban denominarla con el nombre del vencedor de Napoleón y su maestro Mr. Carleton escribió pidiéndole permiso. La respuesta de Wellington —en tercera persona y de su puño y letra— pone de manifiesto cómo no deseaba que le relacionaran con la sociedad secreta en la que había sido iniciado tantos años atrás:

El duque de Wellington presenta sus saludos a Mr. Carleton. Recuerda perfectamente que fue admitido en el grado más bajo de la masonería en una logia que fue formada en Trim, en el condado de Meath. Desde entonces nunca ha asistido a una logia de masones. En vista de esto, llamar a una logia de masones con su nombre sería asumir de manera ridícula la reputación de estar vinculado a la masonería, además de una falsedad.

Da la sensación de que es difícil ser más contundente a la hora de repudiar la masonería. Wellington, sin embargo, fue más allá. El 13 de octubre de 1851, el año de su muerte, el vencedor de Napoleón escribió una carta a Mr. J. Walsh en la que volvía a tratarse el tema de su pasada iniciación masónica. Ahora, la respuesta de Wellington implicaba un repudio casi freudiano en su formulación:

El duque no tiene ningún recuerdo de haber sido admitido en la condición de masón. No tiene ningún conocimiento de esa asociación.

Si en el pasado Wellington había llegado a desconfiar de la masonería por su conexión innegable con Napoleón y sus planes de expansión mundial, en 1851 el duque debía contar con motivos más que sobrados para sentir una viva repulsión hacia la masonería. Quizá no resulta tan extraño si se tiene en cuenta que en algo más de tres décadas, la sociedad secreta había estado implicada de manera activa en prácticamente cada uno de los movimientos subversivos que habían sembrado de violencia, sangre y lágrimas a Europa y América.