Capítulo V. Los masones y la revolución (I): de los Illuminati a la Revolución americana

A lo largo del siglo XVIII, la masonería experimentó una expansión extraordinaria entre sectores aristocráticos y especialmente activos de Europa hasta tal punto que se consagró como una red de influencias que permitía recorrer el continente y hallar apoyo y acomodo en buena parte del mismo. A esta circunstancia —ya de por sí notable— se sumó la de su peculiar cosmovisión que estaba profundamente imbuida por la idea de poseer unos conocimientos ocultos que, a pesar de todo, ahora eran accesibles para los diferentes iniciados aunque fuera en un distinto grado de dominio. La combinación de ambos elementos —una estructura secreta y jerárquica con un enorme poder de irradiación y una fe mesiánica convencida de poseer los arcanos del universo— no podía desligarse de la tentación de alterar el orden social mediante la subversión para acomodarlo a su peculiar percepción de la realidad. El que ésta incluyera unos conceptos vagos sobre la fraternidad de los hombres —fraternidad limitada a los miembros de las logias, dicho sea de paso— y una profunda convicción en su conocimiento de una sabiduría milenaria no eran, desde luego, las características más apropiadas para resistir esa tentación si es que alguna vez existió el menor deseo de hacerlo. Uno de los primeros episodios relacionados con la participación —incluso inspiración y dirección— de la masonería en movimientos subversivos es el de los Illuminati.

Los Illuminati

Los Illuminati fueron una sociedad secreta fundada el 1 de mayo de 1776 en Baviera por Adam Weishaupt. Profesor de Derecho canónico en la universidad católica de Ingoldstadt en Viena, Weishaupt era un católico de ascendencia judía cuyos puntos de vista expresados en clase no resultaban del todo ortodoxos, aunque lo que pensaba en privado todavía se apartaba más del dogma.

La pretensión de Weishaupt era utilizar los canales que le ofrecía la masonería como sociedad secreta extendida por el continente para llevar a cabo sus propósitos de cambio social y político. No deja de ser significativo que Weishaupt adoptara como nombre secreto el de Spartacus (Espartaco), el del gladiador que se había sublevado contra Roma en el siglo I a. J.C., sacudiéndola hasta sus cimientos.

Su expansión se debió en buena medida a la entrada en el grupo del masón alemán barón Adolf von Knigge. El aristócrata estaba interesado —como tantos otros— fundamentalmente por el aspecto esotérico de la masonería y por los secretos mistéricos que Weishaupt podía revelarle. De hecho, el mismo nombre del grupo resultaba una referencia indudable a la iluminación que, supuestamente, derivaba de la posesión de ciertos conocimientos mistéricos. No deja de ser también revelador que el ritual esotérico surgiera de la pluma de Von Knigge.

Mientras Von Knigge y Weishaupt mantuvieron buenas relaciones, la expansión de los Illuminati resultó imparable, hasta el punto de que el grupo pasó de cinco miembros a más de dos mil quinientos desparramados por sectores sociales de cierta relevancia. Para 1782, Weishaupt acariciaba ya la idea de imponer su control sobre toda la masonería, una maniobra que fracasó por la oposición de otras logias masónicas. Fue entonces cuando Von Knigge decidió desvincularse de los Illuminati. Las razones de la ruptura nunca han quedado totalmente esclarecidas y pudieron ser una mezcla de disensión por el peso, a su juicio reducido, de los elementos esotéricos, y de decepción por el fracaso en el intento de control de las logias. Fuera como fuese, a esas alturas las autoridades bávaras estaban ya sobre la pista de los Illuminati. El 22 de junio de 1784, el elector de Baviera aprobó un edicto pido contra la masonería y los Illuminati. Weishaupt no salió del todo malparado ya que el año siguiente marchaba al exilio en Ratisbona, pero se vio libre de cualquier otra sanción legal. El 18 de noviembre de 1830 falleció, décadas después de que algunos de sus sueños sobre la pérdida del papel de las iglesias y la desaparición de las monarquías se estuvieran cumpliendo.

Los Illuminati despertaron las más diversas especulaciones en la medida en que habían puesto de manifiesto la enorme operatividad de una sociedad secreta para subvertir el orden existente. No resulta por ello extraño que muchos vieran en ellos el origen de cambios revolucionarios que se produjeron con posterioridad, fundamentalmente en Francia, y que incluso se haya insistido en su paso al continente americano y en un papel extraordinario en el desarrollo inicial de Estados Unidos después de la Revolución. Por supuesto, con el paso de los siglos no han dejado de surgir grupos, más o menos relacionados con la masonería, que han pretendido contar con una línea directa con los Illuminati. No hace falta decir que semejante pretensión es, desde un punto de vista histórico, cuando menos problemática. Precisamente, uno de esos colectivos fue fundado en España en 1995 por Gabriel López de Rojas. La denominada Orden Illuminati pretende partir del encuentro entre su fundador y dos de los Illuminati norteamericanos, así como recuperar el ritual de la sociedad secreta original. La cosmovisión de estos Illuminati es confesamente luciferina, es decir, sostiene que Lucifer es un personaje positivo que ha revelado la Luz al género humano. En ese sentido, difunde una doctrina espiritual peculiar que, ocasionalmente, como veremos, ha aparecido a lo largo de la historia de la masonería.

El peso de la masonería en la Revolución francesa y en las revoluciones europeas del siglo XIX iba a ser muy importante. Sin embargo, de manera muy significativa, iba a resultar muy modesto, casi insignificante, en la primera revolución democrática de la historia moderna, la americana, cuyos elementos de inspiración se hallaban en otra cosmovisión.

La Revolución americana

A pesar de lo que ocasionalmente se ha señalado,[1] no existe noticia del establecimiento de logias masónicas en Norteamérica antes de la Gran Logia de Inglaterra. Después de 1717, la Gran Logia exportó la masonería a las Indias Occidentales como había hecho con el continente europeo, una tarea que giró, en buena medida, en torno a la creación de logias militares. El control de estas logias era ejercido a través de un Gran Maestro provincial designado por la Gran Logia inglesa. Sin embargo, como había sucedido en otros lugares, los miembros de la masonería comenzaron pronto a proceder de otros estamentos sociales. Por supuesto, estaban los interesados en un conocimiento mistérico y también aquellos que consideraban que las logias eran un lugar ideal para mantener agradables reuniones y trabar amistades con las que poder promocionarse socialmente. Por supuesto, tampoco faltaron los que comprendieron el papel que podría desempeñar la masonería para alterar el orden político.

Estas razones variadas —aunque persistentes en la historia de la masonería— explican también los diferentes motivos que llevaron a algunos personajes a integrarse en la masonería o a permanecer al margen. Por ejemplo, Benjamin Franklin (Boston, 1706) fue iniciado en Londres en 1731. Inicialmente, su interés por la masonería parece haber estado relacionado con la búsqueda de una cosmovisión espiritual diferente de la de los puritanos de su Boston natal. Sin embargo, años después la utilizaría como un medio para recabar el apoyo de Francia en favor de la causa de la emancipación de Estados Unidos. Fue así como entró en la famosa Logia de las Nueve Hermanas, creada en París el 11 de marzo de 1776. En ella se dieron cita numerosos personajes de la vida cultural francesa, como Delille, Chamfort, Lemierre y Florian de la Academia francesa; clérigos católicos como el abate Remy, que no perdía ocasión para atacar el Concilio de Trento, o el padre Cordier, que inició a Voltaire en la logia el 7 de abril de 1778; pintores como Vernet y Greta/e; músicos como Precinni y Delayrac; escultores como Houdon y, muy especialmente, políticos que desempeñarían un papel enormemente relevante durante la Revolución francesa, como Siéyes, Brissot, Cerutti, Foucroy, Camine Desmoulins y Danton, entre otros. Todo parece indicar que Franklin no tenía un interés especial por las enseñanzas esotéricas o por los debates culturales. Sin embargo, en su calidad de ministro plenipotenciario de la recién nacida república americana el lugar era extraordinariamente idóneo a la hora de labrarse las relaciones necesarias para conseguir el apoyo político de Francia. Franklin, justo es decirlo, consiguió lo que se proponía y en ese sentido muy matizado sí puede decirse que la masonería fue uno de los factores que favorecieron la Revolución americana.

George Washington, el comandante en jefe del ejército norteamericano y futuro primer presidente de Estados Unidos, fue iniciado en el tercer grado de la masonería en agosto de 1753. Sin embargo, todo indica que no manifestó un especial interés por la sociedad secreta. De hecho, sólo acudió dos veces a la reunión de su logia. Tras el triunfo de la revolución es ampliamente conocido —y, desde luego, ha sido muy publicitado por la masonería— que en 1793 asistió con el mandil masónico a la colocación de la primera piedra del Capitolio en Washington. Sin embargo, parece que ahí concluyó su interés por las logias. El peso de la masonería en la Revolución americana no fue, ciertamente, mucho más allá.

De hecho, de los 55 firmantes de la Declaración de Independencia de Estados Unidos sólo 9 eran masones, y de los 39 firmantes de la Constitución, 13 llegaron a ser masones, pero en épocas posteriores. De hecho, sólo 3 lo eran en 1775 cuando estalló la Revolución americana.[2] Ciertamente, la masonería tendría un papel relevante en la historia posterior de Estados Unidos, pero en sus inicios predominó claramente el elemento protestante más cercano al puritanismo. Esta circunstancia explica, por un lado, la naturaleza muy especial —verdaderamente distinta— de la Revolución americana y otros procesos revolucionarios, como el francés de 1789 o el español de 1931, en los que el peso de la masonería fue verdaderamente extraordinario. Al respecto, una cuestión tan esencial como la de la redacción de la Constitución de Estados Unidos resulta de una importancia extraordinariamente clarificadora.[3]

De enorme importancia para el futuro desarrollo de la Constitución norteamericana fue, por el contrario, la llegada de los puritanos a lo que después sería Estados Unidos. Puritanos fueron entre otros John Endicott, primer gobernador de Massachusetts; John Winthrop, el segundo gobernador de la citada colonia; Thomas Hooker, fundador de Connecticut; John Davenport, fundador de New Haven, y Roger Williams, fundador de Rhode Island. Incluso un cuáquero como William Penn, fundador de Pennsylvania y de la ciudad de Filadelfia, tuvo influencia puritana ya que se había educado con maestros de esta corriente teológica. Desde luego, la influencia educativa fue esencial ya que no en vano Harvard —como posteriormente Yale y Princeton— fue fundada en 1636 por los puritanos.

Cuando estalló la Revolución americana a finales del siglo XVIII, el peso de los puritanos en las colonias inglesas de América del Norte era enorme. De los aproximadamente tres millones de americanos que vivían a la sazón en aquel territorio, 900.000 eran puritanos de origen escocés, 600.000 eran puritanos ingleses y otros 500.000 eran calvinistas de extracción holandesa, alemana o francesa. Por si fuera poco, los anglicanos que vivían en las colonias eran en buena parte de simpatía calvinista ya que se regían por los Treinta y nueve artículos, un documento doctrinal con esta orientación. Así, dos terceras partes al menos de los habitantes de los futuros Estados Unidos eran calvinistas y el otro tercio en su mayoría se identificaba con grupos de disidentes, como los cuáqueros o los bautistas. La presencia, por el contrario, de católicos era casi testimonial y los metodistas aún no habían hecho acto de presencia con la fuerza que tendrían después en Estados Unidos.

El panorama resultaba tan obvio que en Inglaterra se denominó a la guerra de Independencia de Estados Unidos «la rebelión presbiteriana» y el propio rey Jorge III afirmó: «Atribuyo toda la culpa de estos extraordinarios acontecimientos a los presbiterianos.» Por lo que se refiere al primer ministro inglés Horace Walpole, resumió los sucesos ante el Parlamento afirmando que «la prima América se ha ido con un pretendiente presbiteriano». No se equivocaban y, por citar un ejemplo significativo, cuando el británico Cornwallis fue obligado a retirarse para, posteriormente, capitular en Yorktown, todos los coroneles del ejército americano salvo uno eran presbíteros de iglesias presbiterianas. Por lo que se refiere a los soldados y oficiales de la totalidad del ejército, algo más de la mitad también pertenecían a esta corriente religiosa.

Sin embargo, el influjo de los puritanos resultó especialmente decisivo en la redacción de la Constitución. Ciertamente, los denominados principios del calvinismo político fueron esenciales a la hora de darle forma, pero a ellos se unió otro absolutamente esencial que, por sí solo, sirve para explicar el desarrollo tan diferente seguido por la democracia en el mundo anglosajón y en el resto de Occidente.

La Biblia —y al respecto las confesiones surgidas de la Reforma fueron muy insistentes— enseña que el género humano es una especie profundamente afectada en su fibra moral como consecuencia de la caída de Adán. Por supuesto, los seres humanos pueden hacer buenos actos y realizar acciones que muestran que, aunque empañadas, llevan en sí la imagen y semejanza de Dios. Sin embargo, la tendencia al mal es innegable y hay que guardarse de ella cuidadosamente. Por ello, el poder político debe dividirse para evitar que se concentre en unas manos —lo que siempre derivará en corrupción y tiranía— y debe ser controlado. Esta visión pesimista —¿o simplemente realista?— de la naturaleza humana ya había llevado en el siglo XVI a los puritanos a concebir una forma de gobierno eclesial que, a diferencia del episcopalismo católico o anglicano, dividía el poder eclesial en varias instancias que se frenaban y contrapesaban entre sí evitando la corrupción.

Esa misma línea fue la seguida a finales del siglo XVIII para redactar la Constitución americana. De hecho, el primer texto independentista norteamericano no fue, como generalmente se piensa, la declaración de independencia redactada por Thomas Jefferson sino el documento del que el futuro presidente norteamericano la copió. Este no fue otro que la Declaración de Mecklenburg, suscrita por presbiterianos de origen escocés e irlandés, en Carolina del norte el 20 de mayo de 1775.

La Declaración de Mecklenburg contenía todos los puntos que un año después desarrollaría Jefferson, desde la soberanía nacional hasta la lucha contra la tiranía, pasando por el carácter electivo del poder político y la división de poderes. Por añadidura, fue aprobada por una asamblea de veintisiete diputados —todos ellos puritanos—, de los que un tercio eran presbíteros de la Iglesia presbiteriana, incluyendo a su presidente y secretario.

La deuda de Jefferson con la Declaración de Mecklenburg ya fue señalada por su biógrafo Tucker pero además cuenta con una clara base textual y es que el texto inicial de Jefferson —que ha llegado hasta nosotros— presenta notables enmiendas, y éstas se corresponden puntualmente con la declaración de los presbiterianos.

El carácter puritano de la Constitución —reconocida magníficamente, por ejemplo, por el español Emilio Castelar— iba a tener una trascendencia innegable. Mientras que el optimismo antropológico de Rousseau, profundamente masónico, derivó en el Terror de 1792 y, al fin y a la postre, en la dictadura napoleónica, o el no menos optimista socialismo propugna un paraíso cuya antesala era la dictadura del proletariado, los puritanos habían trasladado desde sus iglesias a la totalidad de la nación un sistema de gobierno que podía basarse en conceptos desagradables para la autoestima humana pero que, traducidos a la práctica, resultaron de una eficacia y solidez incomparables. Si a este aspecto sumamos además la práctica de algunas cualidades, como el trabajo, el impulso empresarial, el énfasis en la educación o la fe en un destino futuro que se concibe como totalmente en manos de un Dios soberano, justo y bueno, contaremos con muchas de las claves para explicar no sólo la evolución histórica de Estados Unidos sino también sus diferencias con los demás países del continente y, de manera esencial, con procesos revolucionarios de inspiración masónica.

Esa contraposición, de manera bien comprensible, por otra parte, permanecería a lo largo de la historia de Estados Unidos que, en no escasa medida, ha sido un enfrentamiento casi ininterrumpido entre la cosmovisión cristiana de los puritanos y la masónica.