Como en toda ficción literaria, los personajes de esta novela son fruto de la invención. Sus nombres, resultado del azar y del misterio de la fonética. Y de cuantas muertes, suicidios, envenenamientos y asesinatos ocurren en estas páginas son ciertos todos, excepto uno. Los reyes Herodes y Jaime I son naturalmente personajes históricos; lo mismo que Abraham y Yafudà Cresques. El resto es pura invención. Aunque algunos creerán reconocer sus propios lares, debido a que abundan los pasillos subterráneos conectados con la Iglesia. Y es que, por mucho que se quiera ocultar, bajo tierra circula algo más que ratas y alimañas.
De mis conversaciones con Lluís Molferrut surgió la idea de esta novela. Ambos somos de Mallorca, y en nuestra memoria pervive el recuerdo de azotes recibidos por culpa de un apellido infame. Juntos recordamos veladas estivales entre amigos, algunos de ellos hijos de Botiflers nostálgicos, en los Jardines de Raixa que hoy —treinta años después— imploran con su sequía que no se les abandone como a un perro viejo.
Aún recuerdo que, frente al estanque poblado de nenúfares, más de uno lloraba la pérdida de sus tierras, que empezaba a ver transformadas en exclusivos campos de golf. Aunque, a decir verdad, su llanto era tan poco sincero como suculentos han resultado los beneficios del trueque.
La referencia bíblica de los Reyes Magos es tan cierta como supuestamente veraz el contenido de los Evangelios. Y las referencias a Herodes, inversamente proporcionales a nuestra creencia en la Matanza de los Inocentes.
Existen también los protagonistas de Pedralbes, descendientes de Abraham Cresques, quienes me han permitido consultar la biblioteca familiar siempre que lo he necesitado; muy distinta ha sido la actitud de la familia Molferrut, que sigue aislada, como de costumbre, en su palacio cercano a la catedral de Palma, disfrutando las bendiciones que la Iglesia le brinda generosamente con el sagrado propósito de mantener a salvo un secreto.
Las cuatro generaciones que perpetúan el linaje de Molferrut siguen viviendo según el modelo marcado por el patriarca hace más de un siglo. Sus modales han mejorado, eso sí, debido al refinamiento adquirido en exquisitos colegios suizos y a su amistad con miembros de la Casa Real. Entre los herederos, sin embargo, es notable en el panorama social la ausencia del nieto mayor, quien antepuso su libertad a la esclavitud del silencio. Pero su libertad duró poco tiempo. Lluís Molferrut era de esa clase de personas que constituyen su propio universo. Un universo cuyo centro eran sus ojos, y en torno a ellos giraba todo lo demás.
Un día al llegar a su casa, encontró a su perro degollado en el jardín. La cabeza, con los ojos abiertos de terror, había sido colocada sobre la cama heredada de su abuela. Al ver aquella escena dantesca, el joven miró hacia otro lado en busca de sosiego. Se refugió en un rincón de la biblioteca, y se encontró con la mirada triste de El filósofo y su espejo; luego, con la de El Niño Jesús y los Reyes Magos, ambos cuadros fueron noticia el día anterior por haber desaparecido de una galería suiza. La Catedral de Todos los Santos, icono robado del Museo Hermitage, en San Petersburgo, así como varios dibujos del arquitecto Jakov Chernikov, estaban a salvo en un lugar recóndito del palacete. Sin embargo, el azar quebró el silencio que tan escrupulosamente supieron guardar los demás herederos del clan.
Lluís Molferrut era fruto del movimiento hippie de los años sesenta, década que marcó un hito en la historia de Europa. Mientras en Ibiza se aceleraba el ritmo de las comunas que dieron a la isla blanca un aire renovador, aumentaba el número de iglesias fundamentalistas en el mundo. El culto a Jesús era una vuelta a las enseñanzas básicas de la vida. Lluís Molferrut, que necesitó apagar en la fuente de la literatura la sed que no saciaba su fortuna, interrumpió los estudios de economía iniciados en Amberes y regresó a su isla natal. Abandonó el palacete familiar, y se instaló en Deià, pueblo bellísimo de la Serra de Tramuntana entre Valldemossa y Sóller, donde se daban cita escritores, pintores y escultores de todo el mundo para crear un lenguaje nuevo, el suyo propio. Allí, en su pequeña casa de piedra, hizo realidad el deseo de Mahler: vivir en su paraíso, entregado al placer de la música y de la literatura.
Rodeado de filósofos emergentes y de corrientes religiosas que defendían un culto que no fuera el de los tiempos de la Edad Media, Lluís me habló de escribir algo sobre los Reyes Magos. En ellos veía reflejados a su abuelo, a su padre, y a sí mismo en la figura del rey negro que observa en silencio cuanto ocurre a su alrededor. En el mito de los Reyes Magos encontró, de niño, el sabor de la felicidad. De adolescente, la fascinación por la historia antigua. Y en la edad adulta que apenas pudo disfrutar, Lluís encontró en los sabios de Oriente la razón para admirar la grandeza de Egipto, el valor de Alejandro Magno, el equilibrio de Tucídides, la sensatez de Sócrates, y todo lo bello de esta vida que nos permite olvidar el pecado de soberbia que cometió la Iglesia al erradicar tanta sabiduría.
Lluís empezó su novela un día de invierno, en su casa rodeada de olivos centenarios. Y no la llegó a terminar. Su obra quedó interrumpida un caluroso día de julio, a la hora silenciosa en la que matan los cobardes. Dos sicarios, al estilo de quienes un día acribillaron al joven Ricard, lo dejaron tendido en el suelo entre un reguero de sangre. La sangre de sus propios ojos. Sangre judía, o sangre cristiana…, nadie lo sabrá mientras sigan abiertos los pasillos subterráneos del palacete familiar que se comunica con el templo gótico. Utilizando un κυνη le arrancaron los ojos para que no viera más lo que estaba divisando desde la Mirada del Cíclope. El palacio de Marivent.
Su novela quedó abierta en la página 86, en el relato del viaje que hizo a Florencia para contemplar la Adoración de los Magos de Leonardo da Vinci. Mientras se preguntaba por qué Leonardo dejó sin terminar su cuadro, Lluís fue atacado en su propia casa, en plena Serra de Tramuntana. Por la ventana abierta asomaba el perfil de dos cipreses funestos. Y en el cielo, la luna. Solamente la luna llenaba el espacio del firmamento.
«Son las muertes lo que añaden valor al arte… —Así empezaba su último párrafo—. ¿Qué sería de los coleccionistas si no fuera por la intriga de los crímenes que rodean las joyas y obras de arte?» —se preguntaba Lluís cuando en ése preciso instante los cipreses se quedaron quietos. Y él, abatido en el suelo por alguien que sospechaba su miedo a mantener ocultas obras de arte llegadas hasta aquel rincón de la Tramuntana.
De mi amistad con él conservo recuerdos indelebles en mi memoria. El más emotivo, sus lágrimas que acompañaban la confesión de un secreto mientras contemplábamos una puesta de sol desde el Ojo del Cíclope. No pudo contemplar en Florencia el cuadro de Leonardo. A su regreso, lo descubrió en un rincón, oculto entre dos paredes. Lluís fue atacado mientras se preguntaba por qué.
Pero antes de caer, pudo dejar escrito dónde está la tumba que yo buscaba. Desde entonces, me pregunto qué hay verdaderamente enterrado en las tumbas de las catedrales.
Son como mis ojos…, te enseñarán a ver lo que tú no sepas ver. Así describía Lluís sus Guías insólitas; en ellas revelaba historias ocultas que, a costa de cualquier precio, se quería impedir que salieran a la luz.
Dijo Goebbels, ministro de Propaganda de Hitler: «Una mentira contada mil veces se convierte en verdad».
En el caso de esta novela, cabría decir lo contrario: una verdad jamás contada se convierte en olvido. Injusto olvido, por el daño causado a tantas personas inocentes.
Tal vez Mallorca no tenga más cosas que ocultar que otros lugares del mundo. Es posible que su belleza supere en mucho las miserias de su historia. Pero en ningún otro lugar del mundo ha podido nadie comparar sus cipreses con obeliscos negros.
Muchos se preguntan cuánto tiempo queda de vida a los pocos paraísos que aún hay en el mundo. Entre ellos, Mallorca encabeza la lista de paraísos a punto de sucumbir. Y aunque en su historia figuren piratas y corsarios notables, tal vez deberíamos preguntarnos qué habría sido de los miles de metros que hoy siguen siendo propiedad privada si, en su lugar, hubiesen caído en manos de constructores rapaces.
Todavía hoy podemos recorrer a pie los dos kilómetros que mide el paseo de adelfas blancas que conduce a Sa Vall, la finca más hermosa que hay en la isla de Mallorca, y propiedad de la familia March. Tal vez en las gradas de su teatro griego y en la estatua de la diosa romana que vigila el estanque poblado de nenúfares debamos ver una compensación por la escasa cultura que tuvo su dueño, más preocupado por llenar las arcas que por alimentar su espíritu. Esta finca, sin embargo, representa la tierra de Mallorca en toda su autenticidad, su garriga, su aroma, su color. Su incomparable belleza.
Ojalá pudiéramos decir lo mismo de la finca de Raixa, cuyos jardines perdieron hace tiempo su esplendor por culpa de la desidia de sus herederos. Exhaustos desde hace años, los bellos Jardines de Raixa son triste ejemplo de la abulia de generaciones herederas de viejas glorias. Su abandono, junto con la astenia de gobernantes ciegos, ha puesto en el punto de mira a quienes ocultan su rostro, aunque en vano. Hoy, propiedad del Conseil que los ha comprado para convertirlos en futuro hospedaje de personas ilustres, los Jardines de Raixa amenazan con poner fin a una era que, nos guste o no, es testimonio de que hubo otras formas de vida. Justo es, pues, luchar por mantener vivo el recuerdo de lo único que es inherente al ser humano, su historia.
Hoy, Dios ya no es excusa para seguir matando. Y sin embargo, la mitad del mundo está en guerra con la otra mitad, utilizando su nombre descaradamente. Hace dos mil años, por culpa de unos Magos traidores Herodes mandó matar a los niños de Judea. ¿Por culpa de qué Reyes Magos se manda matar hoy a niños, hombres y mujeres en todas partes del mundo? ¿Y quién es el rey Herodes que ordena matar?
«No hace falta mirar tan lejos… —reflexionaba Lluís en su novela que no llegó a acabar—, porque cerca de nosotros hay Herodes más perversos que el de los tiempos bíblicos».
Nadie sabrá con certeza en quién pensaba Lluís al hablar de otros Herodes. Pero podemos imaginarlo, leyendo su cita de Ramón Llull:
¡Ave, María! Saludos te traigo de los sarracenos, judíos, griegos, mongoles, tártaros, búlgaros, húngaros de Hungría la Menor, comanos, nestorianos, rusos, georgianos… Todos éstos y muchos otros infieles te saludan por mí…
Marquet Bonnín me arrebató la oportunidad de restaurar un fresco que él condenó con su mural. Así quedaba enterrado para siempre un secreto que la Iglesia quería ocultar a toda costa.
Pero no lo consiguió.
Lluís había pasado su infancia en el palacete familiar, y a través de sus pasillos secretos circulaba algo más que dinero, joyas y obras de arte cuyo valor asciende a sumas incalculables. Una inscripción secreta en la corona del rey Jaime desvelaba datos sobre su relación con judíos y templarios que fue posible entender muchos años después. Fue un empeño del primer obispo de Mallorca, Ramón de Torrella, ocultar a cualquier precio la inscripción de la corona real. «La gloria, la fortuna y la felicidad no se separan jamás de su poseedor». Éste principio universal lo llevaron a cabo los templarios, quienes llegaron a reunir fortuna suficiente para mover a su voluntad los hilos de la Iglesia. Entre reliquias, lo divino y lo humano se confunde entre áureos destellos y reflejos de diamantes, entre maderas preciosas y blancos de marfil.
Lignum Crucis, la Vera Cruz recamada de piedras preciosas. Amatistas y topacios, zafiros y esmeraldas, más de medio millar de perlas, perlas blancas, verdes, amarillentas, negras, rosáceas, de todos los mares… La lección de santa Ana a la Virgen figura en un esmalte y rematando el signo en cruz del Pelícano piadoso del Calvario, el áureo pelícano del delta del Nilo, rasgándose, como en la leyenda, sus carnes blancas para dar a sus hijos pequeños el alimento de su sangre, representada por puntas de rubíes…
Tal vez algún día sea posible comprender los misterios que ocultan las catedrales. Sin embargo, será necesario algo más audaz que la fe cristiana para mirar, sin estremecerse, a los ojos de los sátiros que unen el pie con el nudo de dos soberbios candelabros de plata que un día estuvieron a punto de ser fundidos para hacer moneda. Hoy, cualquier visitante de la catedral de Palma los contempla impasiblemente.
Visitar una catedral es caminar sobre tumbas. En su interior, gruesas losas, mármoles esculpidos de signos letíferos, blancas piedras seculares separan dos mundos. El mundo de los muertos aguarda en silencio que alguien desvele su secreto. Un día de febrero de 1306, el rey don Jaime II de Mallorca dictaba en Perpiñán esta cláusula testamentaria:
Otrosí queremos y mandamos que en la iglesia de la Bienaventurada Virgen María de la Seo de Mallorca se construya una capilla que será dedicada a la Santísima Trinidad; y haya en ella espacio suficiente para sepulturas en donde queremos que se nos entierre si aconteciese que muriéramos en el reino de Mallorca o en otras partes de Ultramar, y que allí puedan ser sepultados nuestros sucesores que allí hubieren escogido sepultura.
Cinco años después, en 1311, moría Jaime II, en su real palacio de Ciutat. Fue sepultado delante del altar mayor de la catedral, y no en la capilla de la Santísima Trinidad; cubierto su panteón de hierro con un tapete de lana del país, con quince barras reales gualdas y rojas. El paño que abrigaba al rey costó doce libras, cinco sueldos y ocho dineros. Pero no fue enterrado donde él había pedido. En su lugar, yace el cuerpo de otro rey. El rey Midas. No aquel del que dice la leyenda que convertía en oro todo lo que tocaba, sino otro rey Midas. El que convertía en sangre todo aquello que se proponía. Así pagó la Iglesia su deuda con Mefistófeles.
El azar quiso que un día Lluís me hiciera llegar unas páginas de su novela. En ellas desvelaba misterios incomprensibles para un cristiano. La codicia humana llevada al límite y el ansia de poder personificado en su abuelo llenaban las páginas de la que habría sido la más negra de las novelas jamás escritas. H9, G5, M3; con estas siglas empezaba su fatídico relato. Unas siglas que habrían podido ser uno más de tantos enigmas. Sin embargo, no fueron uno más.
El reparto del botín tras el expolio nazi de miles de obras de arte se distribuyó en tres grandes propietarios. Hitler, Goering y Molferrut, en éste orden. Nadie lo hubiera descubierto de no ser porque, un día, por casualidad, Lluís vio la sombra de unas líneas tras un tarro de pepinillos. Un despreciado Tarro de pepinillos que su abuelo había desechado de su colección. Lluís recogió el cuadro de Manet, y lo colgó en su salón, sobre la chimenea de su casa en Deià. Y una madrugada de invierno, mientras leía El rey Lear de Shakespeare, vio emerger de las sombras del fuego la silueta de una cruz. La esvástica.
Éste símbolo, que para los romanos siempre fue señal de buena suerte, se convirtió en el terror más espantoso de Occidente. Llevado por su afición al ocultismo y a la magia negra, Hitler convirtió en macabro un signo que tradicionalmente había sido una cruz de buen augurio.
Al ver el infausto símbolo, Lluís se levantó y se dirigió hacia el lugar del que procedían las sombras. Vio un cuadro, oculto en un rincón. Le dio la vuelta, y en ése preciso instante supo que no terminaría su novela. Acarició el marco, y vio escritas dos palabras latinas, ad ripam. En el marco estaba el secreto. Y el cuadro era el cuadro de Tommè que me había sido arrebatado. Al apoyarlo de nuevo en la pared, la cruz brilló en la oscuridad.
El do ut des, principio de filantropía que inventó la Iglesia, lo practicó especialmente Cristófol Molferrut, con quien el dictador y el clero habían contraído una deuda que el magnate supo cobrar muy cara. Exigió que, a su muerte, su cuerpo fuese enterrado en la tumba del rey Jaime II, y en su cabeza luciera la corona que perteneció al rey más bueno que tuvo la historia de Mallorca. El compromiso adquirido por la Iglesia con el magnate quedó inmortalizado en tres letras rojas sobre cal fresca en la pared del muro central. Ahora, sobre ellas, multitud de cruces ocultan para siempre esta ignominia de la historia.
Molferrut construyó una cámara secreta contigua a la lavandería del sótano de su palacio. Su fiel mayordomo depositó, archivó y catalogó cientos de cuadros, estatuas, jarrones y joyas. Rodeó el inmenso tesoro con baldes llenos de cal para absorber la humedad. Tapió la cámara, blanqueó las paredes y nadie jamás vio lo que ocultaba aquel lugar secreto, del que hoy proceden gran parte de las obras que podemos contemplar en instituciones culturales de todo el mundo. Y para gloria de quienes desean adorar la Vera Cruz, de nuevo podrán contemplar en la Seu el relicario con los trocitos de la cruz donde murió Cristo, colocados en una cruz de oro ricamente adornada con topacios, rubíes y esmeraldas. Junto a la cruz, un dedo de san Pedro en el pecho de una estatua que representa a éste apóstol. Tres espinas de la corona de Jesucristo en un relicario gótico con la base suntuosamente labrada y cuyo pináculo central sostiene un pequeña nave. Pero, sin duda, la reliquia más valiosa devuelta al templo es la ampollita que contiene la leche de la Madre de Dios. Y todo, por la fe. La fe cristiana.
El que hereda no hurta… principio infalible que escapa a la acción de la justicia.
Infamias de la historia. Secretos de catedrales…, un silencio quebrantado que costó la vida y el derecho de sepultura al canónigo Pablo Fuster. La catedral de Palma es la única del mundo cuyo corazón late en el mar.
Pablo Fuster, buen amigo de Marquet Bonnín, desveló al artista el secreto de la tumba del rey Jaime II. En su interior, un féretro de madera de acacia contenía el cuerpo del hombre más astuto del siglo XX. Y Bonnín, hombre parco en palabras, quiso denunciar ante el mundo la mayor ignominia cometida por la Iglesia. Lo hizo utilizando el material más humilde, el barro. Las palabras sobran cuando los haces de luz muestran la verdad con nitidez.
Cada 2 de febrero, los fieles pueden contemplar la tumba del rey Midas, el cuarto Rey Mago, gracias al destello multicolor de la estrella de David.
Indagar en vicios ajenos debería servir para un solo fin: evitar que se vuelvan a repetir en la conducta de quienes, hipócritamente, se escandalizan de las miserias de otros. Y cuando las grúas arranquen la silenciosa raíz de sus olivos milenarios, Mallorca se estará aproximando a su fin. De momento, mientras existan paraísos como Mallorca, fincas como Sa Vali, Son Vivot o Son Moragues, y sierras como Tramuntana, podemos afirmar que la belleza existe.
Ojalá se equivoquen quienes opinan que la sensibilidad ante la belleza es cosa del siglo pasado. O que la belleza es belleza sólo si tiene un valor. A nadie escapa ya que el arte es simplemente una modalidad de inversión y no un modo de disfrutar de lo bello.
Que sea tan sólo un juego literario el paralelismo entre la belleza de Mallorca y el precio que se puede obtener por ella.