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Palma de Mallorca, marzo de 2008

—¿Qué cantidad de arcilla se ha empleado para el mural?

—Doscientos mil kilos.

—¿Cómo consiguieron transportar piezas tan grandes sin que se rompiera ninguna?

—En camiones de gran tonelaje; las piezas iban unidas con un sistema especial de anclaje que impedía cualquier movimiento entre ellas.

—¿Y no se rompió nada, a pesar del viaje tan largo desde Nápoles?

—Ni una sola pieza.

—¿Cómo fue el montaje en el interior de la catedral?

—Utilizamos doce mil metros de tubos de acero, seis grúas especiales construidas para la ocasión y una plataforma de hierro que permitía acceder hasta el último extremo de la obra.

—¿Usted supervisó todo el montaje?

—Sí, hasta la instalación de los vitrales.

Guillem, hombre de confianza de Marquet Bonnín, viajó con frecuencia a Nápoles para comprobar el avance de las vidrieras que tanta expectación habían generado en la isla. Nadie entendía por qué tardaba tanto tiempo el artista en acabarlas. Les parecía mucho más laborioso el mural de terracota que unas simples vitrinas de colores. Había transcurrido año y medio, y la catedral seguía sin ver su obra acabada.

—Los vitrales presentan dificultades que usted ni siquiera puede imaginar.

—¿Acaso no los ha terminado?

—Falta aún la última capa de pintura.

—¿La última capa?

—La tonalidad gris.

—¿Gris…, en unas vidrieras góticas?

—Sí. Gris. Y no son vidrieras, son vitrales.

—¿Qué diferencia hay?

—La misma que entre una iglesia y una catedral.

—¿Es cuestión de tamaño?

Guillem se colocó las gafas a la altura de media nariz, y negó con la cabeza. Capté su mirada displicente.

—Dígame, ¿cuál es la razón de tanta demora? —Esperar tanto tiempo para ver decoradas unas ventanas justificaba mi insistencia.

—Ya se lo he dicho. —Devolvió las gafas a su sitio—. Falta aún la capa de color gris. —Un natural callado no es lo único que caracteriza a los mallorquines. No simpatizan con la retórica.

—En la prensa… —torció el gesto cuando oyó esta palabra— he leído que a finales de éste mes se va a inaugurar toda la obra.

No contestó. Si lo decía la prensa, él no iba a molestarse en decir otra cosa.

—De entre sus ayudantes, ¿usted es el único mallorquín? —Si le sorprendió la pregunta no lo demostró. Comió una aceituna negra. Tiró lejos el hueso, que desapareció entre los árboles.

—Sí. —Capté una mueca en su rostro adusto. No le agradó que yo supiera tanto.

Esperé unos segundos, por si confirmaba lo que yo había leído. Bonnín realizó los vitrales en Nápoles, con ayudantes de pueblos cercanos. Pero con Guillem hizo una excepción. Como no hablaba otra lengua más que el mallorquín, ello impediría que trascendieran rumores que Bonnín quería evitar. No le apetecía que en Mallorca se conocieran detalles de su forma de trabajar en Nápoles.

—¿El único? —insistí.

—Sí —repitió el monosílabo.

—Cuando llegue a Palma el artista, ¿explicará su proceso de creación?, ¿dará detalles de por qué ha querido trabajar el vidrio en Nápoles y no en Mallorca? ¿Vamos a poder asistir a una rueda de prensa con el artista?

—No.

—Así que ¿es cierto que no va a hablar más con la prensa después de lo sucedido en París?

Miró el reloj. Supe que me estaba echando. Por su lacónica conversación era evidente que no conseguiría más detalles, a pesar de mis esfuerzos.

El reloj de cuco puso el único toque de amabilidad a la charla, antipática y hostil. Tal vez fuera lo único amable en aquella casa perdida entre montañas. Un reloj de cuco…, extraña compañía para un hombre solitario.

Le di las gracias por el vaso de agua, y me levanté. Fui a darle la mano, pero la suya desapareció en el bolsillo del pantalón. Me acompañó hasta la puerta. En la calle, me sobrecogió la quietud del lugar. Parecía que el aire no llegara hasta aquel rincón de la isla.

Después de investigar durante un año sobre qué vidrios y colores emplearía Bonnin, solamente saqué en claro un detalle: predominaría el gris. Con su hermetismo, Guillem demostró su lealtad hacia el artista y ayudó a preservar el secreto que éste deseaba mantener a salvo. Aunque el mural no había sido inaugurado oficialmente, mucha gente lo había podido visitar. Pero la presencia de panes, peces y hortalizas en una pared de barro no despertaba mucho interés. A primera vista, no había ningún misterio. Tantos avatares rodearon esta obra desde el principio, que el hastío pudo más que las ganas de buscar enigmas.

Empezaba a caer la tarde. Debía marcharme, o de lo contrario la oscuridad me atraparía en calles tortuosas que no me eran familiares. Sin embargo, me resistía a irme de Alaró sin visitar el castillo que no había vuelto a ver desde que era niña. Siempre lo relacioné con historias macabras. Recordaba que un rey quemó vivos a dos hombres por negarse a obedecer sus órdenes. Siempre que pasaba por la autopista, me quedaba mirando las montañas negras, como aprendí a llamarlas desde entonces.

Dejé el coche en el aparcamiento de Es Verger, y subí andando por la empinada cuesta. No había otra forma de llegar al castillo. Me encontré de frente con turistas, que descendían. Era lo más sensato, dada la hora que era. Según subía, comparaba los viejos muros con dientes maltrechos de un monstruo abatido. Me acordé de Guillem. Curiosa coincidencia la de su nombre, Guillem Cabrit y Guillem Bassa murieron quemados, en el siglo XIII, por desobedecer al rey de Aragón. Su fidelidad al rey Jaume les costó la vida. Guillem no quiso acabar como ellos, por eso tal vez se negó a contarme detalles sobre los vidrios de Bonnín.

Cuando por fin llegué, me acerqué al muro más bajo.

Desde allí, podía ver toda la isla. Era la hora del crepúsculo. La planicie de Es Pla, la bahía de Palma, Alcudia y la Serra de Tramuntana mostraban su esplendor. Campos de olivos, mantos de almendros, bosques de pinos y de encinas. La imagen más hermosa de Mallorca, en un silencio sepulcral como no existe en ningún otro lugar de la tierra.

Entré en la capilla anexa al castillo. Y de pronto lo vi. El baldaquino, la cruz, el ánfora.

Por fin encontré lo que estaba buscando. Salí precipitadamente, no podía permitir que la oscuridad me sorprendiera en medio del peligro. Bajé deprisa el camino empedrado, y entré en el coche. Era el único que quedaba en el aparcamiento. Por el retrovisor, lancé una última mirada al castillo, testimonio de una larga resistencia frente a la conquista árabe. Cuando por fin llegué a la plaza, respiré intensamente. Hombres y mujeres disfrutaban de la tarde sentados en la terraza de un bar, ajenos a los crímenes que ocurrieron allí hace muchos siglos. Me dirigí hacia Palma, necesitaba llegar a casa cuanto antes.

Un mensaje de Fabrizio en el contestador. Me echaba de menos. Dudé si llamarlo, la soledad seguiría siendo la misma. Así que desconecté el teléfono para no ceder a la tentación. Me di una ducha fría. Preparé mi cena habitual, queso fresco y frutos secos. Los dátiles estaban exquisitos. A las once, ya estaba dormida.

Mientras tanto, la vida transcurría con la normalidad de siempre en ése rincón del archipiélago. Nada especial alteró la vida de los isleños más allá de conflictos originados por la convivencia cotidiana. El cruce de acusaciones entre grupos políticos no variaba, y las denuncias por corrupción urbanística iban en aumento. En los últimos días, un escándalo ocupaba varias páginas de los periódicos. El diputado más joven de la isla fue acusado de malversación de fondos públicos. Había gastado cien mil euros en prostíbulos de lujo en apenas tres meses. El escándalo no era por el hecho en sí, sino por la circunstancia que lo rodeaba. En los prostíbulos no trabajaban mujeres, sino hombres. La noticia suscitó polémica porque coincidió con la visita a Palma del cardenal Rouco Varela, de quien se acababa de confirmar que seguía al frente de la Conferencia Episcopal. Estaba anunciada su intervención para el día siguiente. La condena al matrimonio homosexual.

En la crónica de sucesos destacaba otra noticia. En Santa Margarita, un pueblo del interior, los vecinos andaban preocupados por una tragedia espantosa. Dos niñas de nueve años fueron violadas por sus compañeros de colegio. Dos inmigrantes estaban en el punto de mira. Sin embargo, nadie se atrevía a hablar de ello abiertamente. Padres y madres vigilaban a sus hijos día y noche, y la plaza del pueblo se quedó desierta repentinamente. La Guardia Civil investigaba el caso, pero sin resultados.

Durante tres meses, fui a Santa Margarita dos veces a la semana, pues el párroco me encomendó la restauración de una Virgen. Supe lo ocurrido a las niñas por el cura que me hizo partícipe de sus plegarias.

Aquest món està perdut… —decía el párroco mientras contemplaba el resurgir de colores en el manto de la Virgen.

—¿Ha visto ya la obra de la catedral, padre? —No era necesario mencionar al artista.

—Con la corona de cartón tuve bastante… —Para muchos, la intervención de Gaudi no era digna del templo gótico.

—¿La corona? —pregunté al párroco.

—O lo que sea, cualquiera sabe en qué pensaba convertir Gaudi esa especie de ensaimada…

El día siguiente estuve pensando en lo que había dicho el cura. Me sorprendió que identificara el baldaquino con una corona. Una corona, con espigas de trigo…

No era una corona.

Aparte de dar clases de pintura en un colegio, pocas obligaciones tenía en mi quehacer cotidiano. Terminaba mi trabajo a las cuatro, y disponía de la tarde libre. El recorrido de cinco kilómetros en bicicleta hasta el Molinar se había convertido en una cita obligada todos los días. En el mes de enero asistí a un congreso sobre retablos medievales, que se celebró en Venecia. Mi reencuentro con Fabrizio despertó sensaciones maravillosas que duraron mientras duró el congreso. Cuatro días. Fabrizio seguía dando clases en la Universidad de Florencia, su tío seguía viajando por todo el mundo.

—Ya sabes, su pasión por los libros… —No dijo nada de la búsqueda de cuadros.

No dedicamos mucho tiempo a hablar de Gaetano Ubriachi, y sí de nuestras vidas.

—¿Cómo está tu amigo?

—Lluís está bien. Unos días mejor que otros…, no asimila el hecho de vivir sin ojos.

De pronto, me di cuenta de la crudeza de la frase. Sentados en el Café Florián, mirábamos a los turistas que alimentaban las palomas de la plaza de San Marcos. Estábamos pensando lo mismo. Ya había pasado año y medio desde nuestra despedida.

—Me encanta que nos hayamos vuelto a ver. —Sus ojos brillaban con fuerza.

»He pensado mucho en ti, Ariadna. —Me cogió la mano.

En lugar de mirarnos a los ojos, nos quedamos en silencio contemplando la basílica en la plaza más bella del mundo.

—¿Cómo van tus pesquisas? —La palabra me sorprendió, tratándose de un investigador.

—¿Pesquisas?

—¿Qué has averiguado sobre los vitrales? ¿Sabes ya por qué tarda tanto en instalarlos? —Dos preguntas resumían casi toda mi actividad de un año. Aunque el mensaje aparentaba esconderse en el mural, yo estaba convencida de que se ocultaba en otro lugar.

—¿Cómo esconderías tú algo que quisieras mantener verdaderamente oculto? —La estatua en pórfido sobresalía en lo alto de la basílica. Los tetrarcas me dieron una idea.

—Si quisiera esconder algo lo dejaría medio a la vista.

—¿Por qué? —Retiré la mano, lo miré de frente.

—Porque cuanto más a la vista está, menos atención requiere.

—¿Puedes ponerme un ejemplo?

—No sé, Ariadna…, hay miles de ejemplos.

—Uno, por favor.

—La escena de los panes y los peces, por ejemplo, seguro que ocultan un mensaje que no está precisamente ni en los panes ni en los peces.

—Eso no ayuda mucho, Fabrizio.

—Es que yo no he vuelto a ver el mural. No puedo decirte gran cosa. ¿Se ha añadido algo más?

—¿En el propio mural?

—Sí.

—La firma, la fecha…

—¿Cómo ha firmado?

—Con sus iniciales, como de costumbre.

—Pero dime qué carácter de letra ha utilizado.

—¿Y eso qué importancia tiene?

—Ariadna, ¿no vas buscando mensajes ocultos?

—Sí, pero…

—¿Cómo ha escrito sus iniciales?

—M. B.

—Dibújalo aquí. —Extendió una servilleta de papel. Reproduje la primera letra muy despacio, tratando de no pasar por alto ningún detalle. Ni siquiera el trazo final que cruzaba la letra entera por la mitad. Fue entonces cuando, al mirarla de cerca y trazada con mi propia mano, me pareció ver en ella algo distinto a una simple M.

—¿Estás segura, Ariadna? —Iba a empezar la segunda letra, pero me interrumpió.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

—No es una letra.

—¿Cómo que no?

—Es un signo del Zodíaco, el sexto…

—¿Y eso qué significa?

—Es el signo de Virgo, que se sitúa justo antes del equinoccio de otoño.

—¿Y bien?

—Representa el término del ciclo de la tierra. Una tierra desecada por el sol estival… una tierra agotada.

—¿Por qué Virgo precisamente?

—Porque ocupa el sexto lugar en el Zodíaco. Y no olvides que preside el rosetón de la catedral el sello de Salomón. De seis puntas…

—No puede ser éste el mensaje de una obra tan compleja. Advertir al mundo que está a punto de sucumbir no es nada nuevo. Tiene que tratarse de algo más, que no acabo de comprender.

—¿Sabes cómo serán los vitrales? ¿Sus figuras y colores?

—Sí. Hasta el último detalle.

—¿Incluso las letras, si es que las hay?

—No habrá letras en las vidrieras de Bonnín.

—¿Estás segura?

Pasaron dos meses, y por fin se instalaron los vidrios de colores. Desde primera hora de la mañana, y casi hasta el mediodía, permanecía sentada en un banco de la nave central de la catedral. No estaba dispuesta a irme sin averiguar qué ocultaban las figuras grises y azules que estuve esperando tanto tiempo. Me levantaba varias veces, para cambiar de posición y observar las ventanas iluminadas por un sol cambiante. No percibía nada que me llamara la atención. Un día, abrí el cuaderno y repasé unas notas que había tomado el día que Pablo Fuster me enseñó la maqueta. No entendía mi propia letra. Cerré el cuaderno. Me acerqué al retablo barroco y admiré su extraordinaria belleza. Avancé hacia el centro, y me coloqué debajo de la corona de Gaudi. Justo en el centro. Levanté la cabeza. Doce espigas doradas por el sol refulgían en todo su esplendor. Quién sabe lo que quiso transmitir Gaudi con esa extraña maqueta…

Entonces, un rayo se filtró por la vidriera central de la capilla de Sant Pere. Con su luz iluminó la inmensa ola que presidía la escena del mar, en el muro izquierdo. Oí un murmullo.

La vida empezaba a surgir del interior de una pared de barro.