París, julio de 2007
—Quiero que mis vitrales aporten la luz grisácea del fondo submarino… —declaró Bonnín a los periodistas que asistieron a su último espectáculo en París. Todos ellos escuchaban atentos al artista más genial de los últimos tiempos. Algunos lo llegaron a comparar con John Martin, por su capacidad de reflejar el terror con sus sombras en blanco y negro.
—Ah, sí… John Martin. Bueno, en realidad éste mural es un homenaje a su Festín de Baltasar. Yo creo también que algún día el mundo volará por los aires… —Moviendo sus grandes manos, escenificaba algo funesto.
Lo que parecía ironía más bien era una advertencia de lo que se avecinaba. Era un aviso al mundo, quedaba poco tiempo de vida.
—¿Por qué ha preferido el color gris para el fondo submarino?
El artista miró con desprecio al estúpido periodista que no había entendido nada del discurso apocalíptico.
—Y usted, prepárese. Será el primero en desaparecer. —Levantó un dedo amenazador.
—¿Ha instalado ya todos los vitrales? —Esta pregunta no fue menos acertada que la anterior. Un buen profesional debería estar informado de un hecho tan crucial. No. No estaban instaladas las vidrieras.
—¿Cuándo podremos verlos? ¿Regresará a Mallorca? ¿Cree usted que la isla ha cambiado mucho…? —La celeridad del interrogatorio revelaba escaso interés por escuchar la respuesta.
—Ya no queda nada por lo que merezca la pena volver… —afirmaba el artista con tristeza infinita. Su isla estaba a punto de sucumbir a las fauces del Cíclope.
—Alterna usted temporadas en París y en África, ¿no es así? ¿Es cierto que en África utiliza a los negros para pintar desnudos? —La periodista demostró exactamente lo que Bonnín ya sabía. La joven no era sino una prostituta más de las que el director del periódico echaba a la calle a buscar clientes que le reportaran su beneficio diario. No importa a quién entrevistes, no importa qué le preguntes, no importa cómo lo consigas…, pero trae buenos titulares.
Cual Minotauro, había que devorar carne humana para poder seguir con vida.
—Señorita, no voy a contestar más preguntas —respondió de forma tajante, tratando de evitar precisamente lo que ella quería provocar…, una escena de ira con la que acompañar su reportaje periodístico.
Y lo consiguió.
Bonnín se acercó a la joven que sostenía el micro como único tronco de salvación. Su mirada era gélida como la muerte. Del impacto, el micro cayó al suelo. La joven selló su boca para siempre. El artista se largó. Y se negó a responder más necedades.
Al día siguiente, la prensa internacional daba la noticia. Tras un año de silencio, por fin regresaba al templo gótico el controvertido artista. Pronto se sabría la fecha de la inauguración de su obra, a la que asistirían personalidades políticas, culturales y eclesiásticas. Pero, sobre todo, sus Majestades los Reyes de España. A la Corona iba dirigido el mensaje de su mural de terracota. Aunque, todavía, nadie lo sospechaba.
Todos los periódicos mostraban fotos del artista y reproducían fragmentos de sus declaraciones. En ellas afirmaba no reconocer su querida isla mediterránea, convertida en fósil por la vorágine de un turismo incesante y por la incompetencia de dirigentes corruptos. A doble página, una fotografía reproducía el momento en que la joven periodista fue abatida por el artista. «Un escándalo. El autor de la obra más importante del patrimonio eclesiástico del siglo XXI es un criminal. Un excéntrico sin moral…»; titulares así acompañaban la imagen del artista, cuya foto resaltaba unas cejas rubias muy pobladas. Parecía Mefistófeles.
El director de un periódico insular, que acababa de inaugurar en Palma el museo de arte más excéntrico, se frotaba las manos ante la noticia. Por cada espectáculo que protagonizara el artista, sus obras eran más cotizadas. Por consiguiente, la inversión que él hiciera en los cuadros de Bonnín revertía en su propio beneficio. Veinte millones de euros, procedentes de las arcas públicas, financiaron el museo más polémico de todos los tiempos. A cambio de ceder sus cuadros, él tenía a las instituciones rendidas. Jamás la cultura resultó más rentable. Esta ventaja de poner como escudo la cultura popular la aprendió en los años setenta. Gracias a la escasa cultura del Caudillo, el empresario Pablo Serré consiguió hacerse con las riendas del cuarto poder. Así llaman a la prensa. Pero se equivocan. Es el primero. Pablo Serré llegó a tener tres periódicos de su propiedad, y a dirigir la televisión balear. A su disposición tenía un centenar de becarios, a quienes movía con la habilidad propia de quien maneja títeres.
Yo tardé muchos años en entender por qué los mallorquines eran gente tan callada. Por fin lo comprendí.
En 1923, el arquitecto Guillem Forteza, de apellido chueta, recibió un encargo del mecenas griego Juan de Saridakis. Éste artista, que quedó fascinado ante la belleza de Mallorca, mandó construir un palacio en un terreno que compró de una extensión de treinta mil metros cuadrados, en una situación privilegiada junto al mar. Lo que empezó siendo un museo para uso y disfrute de los isleños como muestra de su gratitud por dejarle vivir en tan bello lugar, acabó siendo un palacio de exclusivo uso privado. Al morir, el artista había dejado por escrito su deseo a su segunda esposa, Ana Marconi. El museo, ampliado cuantas veces fuese necesario, debía estar siempre abierto al público, y especialmente dedicado a promocionar a jóvenes artistas.
Cuarenta años después, el deseo de Saridakis se había convertido en la mayor ofensa a la última voluntad de un ser humano. Su museo, que empezó a ser más conocido por el nombre de quienes ocupaban el palacio que por su promoción de nuevos artistas, fue de uso exclusivo de una familia. La más importante del país. La Corona.
Saridakis expresó en su testamento la voluntad de que el museo fuese ampliado según las necesidades de la vida cultural de la isla. Sin embargo, no hubo ampliación de tal museo. Lo cual decía muy poco a favor de la vida cultural de Mallorca.
Pero nada es eterno en esta vida, y no iba a ser menos el silencio de las nuevas generaciones. Cansadas de callar, pronto se dejaron oír las voces de quienes revindicaban lo que era suyo. Bajo el lema de Crida fort, muchos jóvenes insulares empezaron a reclamar sus derechos. Su patrimonio cultural. Pero antes tuvieron que averiguar cómo derribar los siete pilares de la tierra. Banqueros, abogados, notarios, médicos, obispos y alcaldes. Seis pilares, bajo la cornisa del cuarto poder. El Cancerbero de la prensa.
Después de tres días de éxito y de aclamación mundial, Marquet Bonnín se disponía a hacer su última representación en la bella ciudad del Sena.
En el interior de una iglesia gótica que el artista había adquirido en el sur de París se concentraron dos mil personas deseosas de ver algo que sabían que no volvería a repetirse en mucho tiempo. La capital francesa esperaba con ansia, aquella noche de julio, lo que el artista les tenía reservado. Las calles adyacentes estaban abarrotadas de gente, participando también de la ola de entusiasmo que reinaba en toda la ciudad.
Una luz tenue iluminó sucesivamente cada una de las tres paredes sobre las que el artista iba a realizar su obra hecha en directo. Las notas de Nabucco ayudaban a hacer más llevadera la espera. El impresionante coro de esclavos advertía de la proximidad de algo grande, excepcional, majestuoso. El silencio sepulcral que se produjo al final del coro se rompió, de repente, en un sonoro aplauso de dos mil asistentes puestos en pie para recibir al demiurgo.
Las voces de Verdi enmudecieron. El artista dio la espalda al público, y a partir de aquel instante no existió más que el hombre y la nada. La creación, en su estado puro. Los latidos del corazón y el sonido de la respiración. He aquí la única música que acompañaba los movimientos de un hombre dispuesto a extraer de la tierra y del mar sus últimos restos de vida.
Nadie se movía, apenas respiraban. Todos miraban extasiados los colores que aparecían en aquellas paredes, y que poco a poco se iban transformando en figuras. Un murmullo se oyó cuando apareció la figura de un pulpo. No era un pulpo, era un hombre asesinando a otro. Pronto entendieron el significado del color rojo que iba adquiriendo vida propia.
La muerte invadía la tierra.
A continuación apareció el azul del mar. No era azul, y no era el mar sino una mezcla de colores verdosos y azulados que representaban los primeros viajes marítimos de antiguos navegantes. Entre líneas multicolores aparecieron seis hojas de papel viejo… Un homenaje a Yafudà Cresques, junto a algo que parecía una soga. Todos sabíamos cómo podría haber muerto el cartógrafo mallorquín perseguido por la Inquisición.
De repente, letras y cruces ocuparon el escenario presidido por Cristo. Las letras, con sus grietas marcadas a fuego, no eran tales sino rostros de seres humanos que mostraban su dolor ante el sufrimiento ajeno. En todos ellos podía verse la inicial de un nombre. Emiliano Darder, exalcalde de Palma; Alejo Jaime, exdiputado socialista; Antonio de Quer, exsocio de Cristófol Molferrut; y Antonio Matías, exalcalde de Inca…, sobresalían entre muchas otras iniciales aquel día 18 de julio de 2007. Homenaje a la memoria histórica de dos Españas que un día mostraron al mundo que el festín de Baltasar estaba a punto de llegar.
Aparecieron en el mural tres letras, sucesivamente. Y al fondo, el perfil de una tumba.
X… P… O…
El monstruo estaba a punto de despertar.