22

—Era muy joven… y muy bonita. —Los ojos de Tomeu brillaban. Recordando a Maciana, no pudo evitar emocionarse—. Tenía apenas diecisiete años cuando dio a luz a una niña. Él… —no pronunció su nombre— daba órdenes, y todos obedecían. De lo contrario…

No fue necesario que acabara la frase. Todos sabían cuál era el castigo por una desobediencia a Molferrut. Salida de caza sin retorno. Subida al monte sin descenso. Caracoles con arsénico…

—¿Por qué su sobrina se fue a Ciutat, si estaba trabajando en el campo? —pregunté. Sus manos temblorosas delataban el paso inexorable del tiempo. Sujetó bien el bastón, y apoyó en él ambas manos. Unos dedos huesudos se prolongaban en los nudos del bastón hecho con alguna rama de un viejo olivo.

Mientras Lluís se estaba recuperando de sus heridas en el hospital, yo trataba de asimilar todo lo que había ocurrido desde que conocí a Fabrizio. No encontraba explicación a lo sucedido a mi amigo en Deià, y tampoco lograba relacionar la información sobre los cuadros robados con las conversaciones que tuve con el italiano en Florencia. Por qué, finalmente, no vi siquiera la Disputa de la Trinidad, que sería el primer cuadro en el que iba a trabajar. Me hospedé en el Hotel Pitti. A Xavier le había sorprendido éste hecho. Y ahora, yo empezaba a comprender por qué.

Tomeu dio el último sorbo al café. Cuando dejó el vaso sobre la mesa vi unas yemas de color amarillento; infinitas líneas formaban círculos como anillos en el tronco de un árbol centenario. Sesenta años fumando habían dejado huella en una piel que un día fue blanca y suave.

Me levanté y fui hacia la barra. Ante la exquisita muestra de cuartos y ensaimadas recién hechas, pedí al camarero una variedad de cuanto allí se exhibía. Y no me olvidé del helado de almendra.

—Vi cómo dos hombres de Molferrut se llevaron a Maciana… —Tomeu continuó su relato— y al cabo de unos meses, regresó. Su rostro ya no era el mismo. Pero nadie se atrevía a preguntar dónde había estado ni qué había hecho…

—¿Fue entonces cuando usted decidió mudarse aquí? —Señalé la calle de Sans, donde el hombre vivía desde hacía cuarenta años. L’amo Tomeu desayunaba todas las mañanas en Can Juan de S’Aigo. Un paseo diario desde la calle de Santa Eulalia hasta el Borne formaba parte de la rutina de un hombre que no quiso volver al pueblo donde perdió a tantos seres queridos. Sus recuerdos se reducían a largas conversaciones en el barrio del Cali.

—¿Veía a Marquet a menudo…? —Yo deseaba averiguar si ambos compartían la misma sed de venganza.

Se llevó la mano a la rodilla izquierda, en su rostro apareció un gesto de dolor. La artrosis lo estaba matando.

—¿Por qué te interesas por esa bestia? —La palabra sonó rotunda en boca de un anciano.

No contesté. Supuse que se refería a Molferrut, y no a Bonnín. Algo me hizo pensar que las pistas que yo andaba buscando estaban en otro lugar y no en los muros del templo.

—¿Quiere dar un paseo, Tomeu?

Asintió con la cabeza. Pagué la cuenta, y nos fuimos.

La tarde era desapacible, soplaba un viento frío. Parecía que estuviera a punto de llover. Ayudé a Tomeu a levantarse, él se movía despacio apoyándose en su bastón. Mientras nos dirigíamos hacia Santa Eulalia, apenas habló. En su silencio vislumbré mucha pena.

Fa fred… —dijo con un hilo de voz.

Respeté el silencio de un ritual durante el recorrido por calles estrechas que eran fiel reflejo de la retórica histórica del Mediterráneo. Al pasar por la plaza de Cort, Tomeu se detuvo. Observó el olivo en el centro de la plaza más emblemática de la ciudad.

Té mil anys… —Frente al retorcido tronco, el anciano tal vez comparó su exiguo tramo de vida con el de un árbol que cumplió mil años.

Continuamos el paseo en dirección al Borne. Quise evitar los cien escalones de la calle Orfila en dirección a San Nicolau. Pero Tomeu me indicó con un gesto que quería seguir su recorrido habitual. Al pasar por el número 10 de la calle Puigdorfila, disminuyó el paso. Me presionó el brazo, no dijo nada. Sus manos temblaban. Vi humedad en sus ojos.

Al llegar a la vía Roma, nos sentamos en un banco. Tomeu se sentía fatigado. Un tímido rayo de sol indicaba que el riesgo de lluvia estaba desapareciendo. Al fondo, las esfinges de piedra dominaban el lugar con su imponente figura.

—Eres muy joven… —Sus palabras daban a entender que me sería difícil comprender algunas cosas.

—Maciana era muy trabajadora… —En su voz había el dolor de un anciano que necesitaba contar su historia—. Dio a luz a una criatura, y no sintió alegría por ello. Su hija Saurina había sido fruto de un acto impúdico. Trabajó unos meses en casa de Molferrut… una violación a una humilde campesina era algo insignificante. Aunque débil y enfermiza, la pequeña Saurina crecía deprisa. Pero la tristeza se había instalado ya en su corazón. A pesar de su carácter introvertido, era una joven atractiva cuando a los veinte años se casó con Bennasar Bonnín, vecino de Alcudia, y dedicado al negocio textil heredado de su padre. Al cabo de un año, Saurina y Bennasar tuvieron descendencia. Un hijo, al que pusieron de nombre Marcos, como el evangelista, pero desde pequeño lo llamaron Marquet. Durante los primeros años, Saurina vivió obsesionada por ver rasgos físicos en su hijo que no permitieran dudar de que Marquet era hijo de su esposo. Un dia el mataré… tantas veces oyó Marquet esta frase en boca de los suyos que se dejó llevar por la curiosidad primero, por el resentimiento después, y más tarde por la venganza.

—¿Conocía usted bien a los Molferrut?

Afirmó con la cabeza. Y no añadió nada más. En Mallorca pocos se atreven a hablar del clan Molferrut más allá de los tópicos. Su relación con el contrabando. Sus empresas. Su banco.

Permaneció en silencio. Y miraba a la gente paseando plácidamente por el Borne. Cerré los ojos.

Los abuelos del banquero —recordé lo mucho que oí hablar en mi casa acerca del rey Midas— procedían de Pollença, emigraron a Santa María en búsqueda de tierras fértiles para la producción y posterior exportación de productos agrícolas y ganaderos. Procedente de una familia humilde, Cristófol Molferrut vivió durante su niñez en una modesta casa que pertenecía a una tía suya. Durante años, su sueño fue llegar a tener una casa de su propiedad. Con motivo de su enlace nupcial con Margarita Cerver, su padre construyó para él una magnífica casa que le hizo saborear por vez primera la sensación de poder. A partir de entonces, no quiso dejar de tener ni un solo día esa sensación que le gustó más que cualquier otra cosa en el mundo. Molferrut vivió obsesionado por alcanzar el poder.

Y para ello existía un solo camino, la riqueza.

Los valores éticos que aprendió de su padre pasaron a ocupar un segundo lugar. Lo primero era, indiscutiblemente, el dinero. Nunca le interesó la política, a la cual veía como un mero instrumento para llegar a la verdadera meta. Poder, poder y poder. Fue la única palabra que le acompañó siempre y tenía escrita sobre su mesita de noche. Se acostaba con ella, se levantaba con ella. Cuentan de él que, al preguntarle si creía en los Reyes Magos, contestó que sí, naturalmente.

Poder és el rei Melchor. Diners és el rei Gaspar, i corrupció és en Baltassar. I tant que hi crec… —Tenía, por entonces, doce años. El orden de los Reyes Magos fue invertido, y Baltasar pasó a ocupar el primer lugar. Los otros dos Magos encontraron ya el camino expedito.

»Si robes un pa, te dirán lladre. Si robes un milió, te dirán estafador. Pero si robes cent milions, te dirán magnate i se gionaiaran davant tu como davant Jesuset… [2]

Nunca le llamaron ladrón, y tampoco estafador.

Cristófol Molferrut se convirtió en poco tiempo en un magnate conocido en medio mundo. Era un tipo duro, que convertía en oro todo lo que tocaba. Multiplicaba el dinero como por arte de magia, y su visión comercial alcanzaba límites inimaginables. Su primer capital lo robó hábilmente de la caja de la empresa familiar «Molferrut Hermanos»; al enterarse su padre le propinó tal paliza que le reventó la nariz. Con la sangre que derramó selló su primera intervención en el imperio financiero. Se dedicó a todas las actividades imaginables, pero las más destacadas fueron compraventa de fincas rústicas, contrabando de tabaco y de víveres, de armas y de alcohol; empresas mineras, madereras, eléctricas, petroquímicas, navales, periodísticas y bancarias. Sus mayores fortunas se las dio el contrabando de tabaco, con ayuda de los ministerios de Defensa alemán y británico durante las dos guerras mundiales. Pero a tales fortunas superaba su afición por lo que llegó a convertirse en verdadera pasión, la venta de secretos. Y de esa pasión nació su privilegiada relación con el Vaticano. Su fotografía junto al papa dio la vuelta al mundo. Pocos sabían por entonces de lo que sería capaz ése hombre fuerte como un toro, de alta estatura y de ojos vivos como los de un reptil.

«Si la Iglesia, hace ya mil doscientos años, era propietaria del veinte por ciento de la superficie de Europa Occidental, es señal de que su camino es un buen camino a seguir…», decía el empresario ante sus amigos atónitos por la inmensidad de su fortuna. El despacho de Molferrut estaba presidido por el papa Pío X, un papa obsesionado con la extensión de las lacras del mundo moderno: comunismo, socialismo y libre pensamiento. Pío X creyó que para combatirlos había que infiltrarse en ellos y espiar sus actuaciones. Así que la Iglesia debe agradecer su sólida resistencia a éste papa iluminado que inventó los servicios secretos más eficaces del planeta.

La imagen de Pío X colgada en la pared de su despacho en el llamado Salón del trono, donde recibía a sus clientes y socios, inspiraba a Molferrut para su actividad laboral, que todos los días, incluidos domingos y festivos, comenzaba a las seis de la mañana. Doscientos metros separaban su cama salomónica, con cuatro postes labrados de madera de las Indias, del sillón de cuero con un panel tallado representando una escena de una dama y un caballero jugando al ajedrez. Lejos quedaba aún el jaque mate al que su propia esposa le conduciría. Desde los inmensos ventanales del salón se veía una inmensa pérgola que daba a un jardín. Numerosas columnas alternaban con pedestales de donde brotaban surtidores alternos. Un estanque de gran tamaño, con plantas acuáticas colgantes, ocupaba el centro de la magnífica escena. Al fondo, junto al comedor asomaba un grupo de esbeltos cipreses que convertían el recinto en una estancia ideal donde el sol brillaba con toda su fuerza a la hora del almuerzo, durante seis meses del año. La mesa prandial estaba rodeada de doce cornucopias con varios brazos a modo de candelabros. A continuación, inmensas habitaciones con las paredes cubiertas de gobelinos, damascos y cueros repujados. Cuadros valiosísimos y un inmenso tesoro en muebles llenaban paredes cuya extensión resultaba difícil de calcular.

En el año 1923 el dictador Primo de Rivera inició contra el pirata un proceso para meterlo entre rejas, pero Molferrut escapó. Disfrazado de fraile, consiguió movilizar todas sus influencias, especialmente las del país galo. Finalmente, a golpe de talonario, obtuvo la absolución gracias al dictador, de quien fue siempre amigo. Su Nenuco… , así llamaba Molferrut al general Franco.

La siguiente persecución ocurrió durante la Segunda República, momento en que fue decretado su ingreso en prisión. Pero escapó a los quince meses de permanecer encerrado, y logró atravesar la frontera de Gibraltar oculto bajo una manta en el asiento trasero del coche de su secretario. No le resultó difícil burlar la tímida orden de arresto dada por Franco, a quien consideraba un fantoche que dilataba la guerra innecesariamente y con ello prolongaba el sufrimiento del pueblo español con el único fin de eliminar a futuros adversarios y aumentar su prestigio personal.

—A quien poseo con mi cuerpo puedo aplastar con mi lengua… —decía a sus amigos, que no entendían el desprecio del empresario hacia Franco. Mucho tiempo después entendieron las razones. Para Cristófol Molferrut, los políticos eran hombres que buscaban en la dirección del Estado los recursos que no podían encontrar en los negocios. Considerados como simples peones y rendidos a sus pies a golpe de talonario, cedían ante cualquier deseo del magnate. La fama de éste corsario cruzó el archipiélago y llegó hasta el otro extremo del planeta. De él se hablaba incluso en las escuelas rusas, donde era puesto como ejemplo de arma letal para la clase política del siglo XX. Los soviéticos vieron en él un buen ejemplo a seguir, y una biografía del personaje escrita en los años treinta fue elegida como libro de texto para enseñar español a los estudiantes rusos.

El magnate mallorquín viajó por todo el mundo, pero la isla de Mallorca era el ideal de paraíso donde quiso vivir toda su vida. Conociendo el espíritu del carácter mallorquín, sabía que jamás nadie se metería con él. Criticaba el alma muerta de los mallorquines, poco emprendedores y de lento despertar; pero al mismo tiempo se mostraba encantado con esa pereza que le mantendría a salvo de futuras investigaciones. Sólo cuando era perseguido por la justicia residía en otras ciudades, donde tenía sus propios palacios. Madrid, Barcelona, París, Biarritz, Berlín, Roma, Londres, Tánger, Nueva York, Nueva Orleans y México acogieron al gran banquero, como le gustaba ser llamado.

—Yo soy como Marcinkus, obispo y banquero. Banquero ya lo soy, y obispo lo seré pronto —comentaba jocosamente a todo el que quisiera escucharlo. De las empresas que llegó a poseer, su preferida era la del tabaco.

Mata aviat i deixa beneficis… —sentenciaba con un palillo entre los dientes. Jamás fumó un solo cigarrillo en su vida. Que mueran los otros, y me dejen a mí sus beneficios… fue su lema de empresario tabaquero. Pero lo que nadie sospechó jamás fue de dónde procedía verdaderamente su fortuna. Las empresas que todos conocían le reportaban pingües beneficios, pero nada comparado con la empresa que supo mantener oculta durante cien años. Sólo una persona averiguó el secreto. Lluís, su nieto denostado. Raro, excéntrico. El navegante solitario, que escribía guías que nadie leía…

Cristófol Molferrut comprendió muy pronto cuál era el papel de la Iglesia. La veía como una infalible organización internacional capaz de conseguir un hábil servicio de información gratuito mediante la confesión. La Iglesia era, en definitiva, un potencial aliado con el que prefería guardar buenas relaciones. De eso se encargó su piadosa esposa, doña Margarita Cerver, quien pasaba muchas horas al día con curas, frailes y monjas.

Ho tenc ben repartit… —respondía con ironía cuando le reprochaban que él gastara más dinero que su esposa. Estaba convencido de que doña Margarita encontraba diversión con los rezos y las limosnas en las iglesias. Pero don Cristófol se equivocaba. Cuando, en el año 1916, fue asesinado el hijo de su socio en Valencia, empezó el mayor culebrón familiar, social y financiero del siglo XX.

Aunque jamás pudo probarse, era notorio que Ricard Gaspí mantenía relaciones extramatrimoniales con la esposa de Cristófol Molferrut. Doña Margarita, aristócrata de excepcional belleza, encontró en el hijo de su socio lo que su marido no le daba. Como venganza, el magnate mató dos pájaros de un tiro: asesinó a quien le hizo cornudo y sedujo a sus diez criadas. Ambas venganzas dieron resultados inmediatos. El amante, ya no volvió a dar problemas. Y las criadas, casi todas tuvieron hijos. Uno de ellos fue Saurina, la joven doncella que dio a luz a su hijo Marquet.

»No fa falta anar a Roma… —decía el magnate. Su palacio era como un Vaticano en miniatura con el cual lo comparaba siempre que alguien elogiaba el esplendor de sus salones. El estado del Vaticano es el más antiguo del mundo, asentían todos. Y el palacio de Molferrut…— ojos llenos de envidia recorrían los bellísimos tapices —el más antiguo de Mallorca. Los cimientos del Palau se levantaron sobre miles de muertos de apellido judío en un monasterio que los dominicos derrumbaron y cedieron al clan más poderoso de la isla, a cambio de ciertas prebendas que en Mallorca es peligroso siquiera mencionar.

»Si es que la Iglesia se encuentra a gusto donde hay dinero… —concluía don Cristófol rodeado de clérigos, obispos y cardenales que se deslizaban por su palacio como quien se mueve en su propia casa. Una casa que, hasta hace pocos meses, nadie sospechó lo que ocultaba en el interior de sus dobles muros. Cristófol Molferrut tuvo una muerte tan silenciosa como turbia fue su vida, y tan imprevista como la del rey Baltasar. Una noche de primavera, en pleno festín opíparo de manjares, alguien introdujo arsénico en su plato preferido: langosta con salsa de almendra amarga. Una cantidad suficiente de veneno, que tantas veces él mandó suministrar a otros, estuvo a punto de paralizar el robusto cuerpo de un hombre que no pasó un solo día de su vida sin soñar con ganar más dinero. Hizo honor al nombre de su esposa. Margarita significa perla, y nada hay más bello en el mundo que las perlas que da la naturaleza. Perlas, corales, rubíes, diamantes, zafiros, esmeraldas, nada faltaba en el inmenso arcón lleno de joyas que fueron encontradas en un rincón de su palacio. Un palacio en cuya puerta de cinco metros de altura lucían nueve letras grabadas en oro. Paradisos. Fascinado por la magia que contienen las palabras, el magnate dio a su palacio el nombre griego del paraíso, que en hebreo significa lugar propio. Y eso fue, exactamente, lo que hizo de la isla. Su lugar propio, que alguien le quiso arrebatar una noche de abril mientras festejaba, rodeado de invitados, el esplendor de su emporio brindando con copas de oro repletas de vino añejo. El festín de Baltasar había llegado a su fin. El del magnate, también. Sin embargo, quien hace del crimen oficio acaba por saber cómo escapar a él. Y el rey Midas intuyó, aquella noche de primavera, que alguien quería arrebatarle su corona.

»Si a alguien le ha llegado hoy su final, ése no seré yo… —murmuró al ver la fuente de plata que el sirviente dejó sobre la mesa de acacia. Observó en silencio una langosta con salsa de almendra amarga—. Demasiada almendra… —sentenció el magnate, que aquella noche interpretó el mejor papel de su vida. Y con un chasquido similar al sonido de un látigo ordenó que le fuese retirado el crustáceo. Cave rotas fue la profecía en latín que pronunció su astrólogo cinco días antes. Aléjate de las ruedas… Y desde ése día no subió a su automóvil, por si acaso el adivino tenía razón. Pero el significado de la profecía nada tenía que ver con las ruedas sino con algo de forma redonda y bastante más pequeño que las ruedas de un Jaguar. Molferrut sufrió unos dolores espantosos durante sus últimos días de vida. Murió de gangrena de Fournier, la misma enfermedad de la que había muerto el rey Herodes. Gangrena en los testículos y en el pene.

Sus herederos, que no perdieron el sueño por averiguar si su rey Midas había muerto por ley divina o por traición, se repartieron de mil amores la inmensa fortuna para la cual no existían calculadoras capaces de abarcar las cifras de su cuantía. El talento extraordinario que éste hombre demostró tener en vida para amasar dinero fue magnificado después de su muerte. Su recuerdo quedó en la mente de los isleños como el del mayor mecenas que haya existido jamás. Fue pionero en crear becas de investigación, promotor de certámenes literarios y musicales, defensor de la cultura y entusiasta del arte aunque no supiera distinguir un Rembrandt de una pintura rupestre. Y donó terrenos para construir escuelas y hospitales satisfaciendo a la Iglesia, a la que tan bien supo utilizar. Murió a los noventa y ocho años, sin poder cumplir su deseo de llegar a los cien. De su generosidad, sigue viviendo todavía hoy en gran parte la Iglesia mallorquína. Lo que jamás pudo sospechar Molferrut fue que su esposa dejara escritos, en forma de cartas de amor, secretos que nadie conoció en vida del empresario.

«Soy como el rey Salomón…», fueron sus últimas palabras. Tardaron en ser descifradas por quienes buscaban en ellas claves para encontrar la fortuna que mantuvo oculta durante toda su vida. Igual que el rey Salomón, el magnate levantó su templo. Pero a nadie dijo dónde mandó construir sus pilares. Entre sus descendientes, no había aficionados a leer la Biblia. De haberla leído, habrían descubierto adonde trasladó el rey Midas su inmenso tesoro. Un templo sobre el mar, y un palacio junto a la Seu, dos construcciones que persiguieron sus herederos durante tres generaciones. El palacio ofrecía pocas dudas acerca de su emplazamiento. Pero el templo fue el gran secreto de su vida…

Cuando miré a Tomeu, me di cuenta de que no había apartado sus ojos del templo gótico. Desde el Borne, la catedral parecía un monstruo salido de las profundidades del mar.

Entonces comprendí que tras la pista de ése templo andaba el artista más loco de la isla.