A la mañana siguiente, fuimos otra vez a Deià. A las siete de la tarde Fabrizio tenía que estar en el aeropuerto para coger el avión de regreso a Florencia. Algo me decía que dos hombres aparentemente tan distintos tenían algo en común. Fabrizio y Lluís no se conocían, y consideré necesario que eso cambiara.
Alrededor de las diez, salimos de casa. Ninguno de los dos había conseguido dormir. Desayunamos en la cafetería del Hotel Bellver. Un chocolate caliente y una ensaimada rellena apenas consiguieron alegrar sus ojos, inundados de una pena inmensa en el día de nuestra despedida.
Al salir a la calle, Fabrizio aspiró profundamente como si deseara absorber todo el aire de la bahía. Dirigió una mirada al puerto, y se detuvo para observar los barcos. Luego empezó a caminar en silencio. En un gesto espontáneo, lo abracé por la cintura. Él apoyó su brazo en mi hombro, sin decir una palabra.
—¿Quieres conducir tú? —rompí el silencio, mientras nos dirigíamos al coche.
—No. Tú conoces el camino —respondió con voz neutra.
Durante el viaje, me propuse evitar silencios incómodos. Quedaban muchos kilómetros por delante.
—¿Bach o Puccini? —Me había provisto de buena música que animaría una conversación difícil.
—Me da igual. Pon lo que tú quieras —contestó, con la vista puesta en las murallas medievales que dejábamos a nuestra derecha.
—De acuerdo. Elegiré yo…
Fabrizio contemplaba el baluarte a través de la ventanilla; tal vez quería retener una imagen que no vería nunca más. Y casi me contagió su tristeza. La necesidad de recurrir a la música era ya incuestionable.
—¿Qué es esto? —Le sorprendieron los primeros acordes. Inconfundibles para quien se hubiera enamorado alguna vez.
»Pero… —balbuceó.
—¿No es tu favorita? —Me encantó haberle sorprendido.
—¿De dónde lo has sacado? —Abrió unos enormes ojos.
—De aquí… —Me llevé la mano a la altura del corazón.
—Gracias, Ariadna… —Me acarició el cuello, un beso rozó mi mejilla.
—Azzurro… —Acompañaba a su artista predilecto.
Il pomeriggio è troppo azzurro e lungo per me.
Mi accorgo di non avere più risorse, senza di te…
Al finalizar la canción, regresó el silencio. Sonaron otras melodías, mientras recorríamos los primeros kilómetros. Poco a poco, me invadió una dulce sensación de afecto. El veterano trovador nos amenizó el viaje con sus versos.
—¿Qué vas a hacer cuando me haya ido? —Seguía el ritmo de la música con la mano.
—¿A qué te refieres, exactamente?
—Déjalo.
Comprendí a qué se refería. Durante el trayecto hubo silencios, algunos hirientes. El paisaje nos abría puertas hacia diálogos momentáneos.
—¿Por qué eligió tu amigo éste sitio precisamente? —preguntó cuando ya estábamos llegando. La música había cesado. Paolo Conte nos cedió la palabra.
—Porque es uno de los lugares más hermosos de la isla. Su situación, en medio de un valle, hace que uno se sienta protegido y, al mismo tiempo, aislado del mundo.
—Deià… Curiosa palabra.
—De origen musulmán. Haddayan, significa llogaret…
—¿Llogaret?
—Aldea. ¿Ves esos bancales? —Estábamos entrando en el pueblo—. Forman parcelas que le dan un aspecto único en toda la comarca.
—Es bellísimo. —Fabrizio contemplaba el espectáculo de olivos, encinas y palmeras que hacen del paisaje de Tramuntana un lugar extraordinariamente bello.
»¿Qué tienes tú de árabe, Ariadna? —Su voz era menos triste que su mirada.
—No sólo de árabe; los mallorquines somos mezcla de íberos, fenicios, romanos… y también tenemos algo de vándalos y mucho de judíos.
—Vaya. ¿En qué parte de la isla naciste?
—En Vilafranca de Bonany, un pueblo del interior. Mis bisabuelos trabajaban las tierras de San Martí, una finca del siglo XIV. En tiempos fue comprada por los templarios, pero más tarde fue devuelta a sus antiguos propietarios por mediación del rey Sancho. Vilafranca nació gracias a esa finca. Trabajaban en ella cientos de personas, que se fueron estableciendo en los alrededores.
—¿Cuándo empezó tu afición por el arte?
—Hace muchos años. En realidad, acompañando a mi abuelo a las iglesias. Yo apenas tenía siete años…, le gustaba llevarme con él y contarme historias de monstruos y leyendas de santos. Mi abuelo me contaba que, siendo un niño, quedó impresionado un día que vio paredes pintadas en San Martí. Frescos, retablos…, pero por el hecho de ser hijo de payeses, tuvo que esperar mucho tiempo hasta poder ver de cerca un retablo.
—¿Qué quieres decir?
—Eran otros tiempos. Yo provengo de una familia que ha trabajado la tierra durante seis generaciones… El arte no formaba parte de sus vidas.
Entonces me di cuenta del abismo que existía entre Fabrizio y yo. Dos árboles genealógicos radicalmente distintos. Los grandes duques de Toscana quedaban muy lejos de mi realidad.
—Y viniste aquí, buscando el mar…
—No sólo el mar, sino todo lo que él representa. Deià se puso de moda en los años sesenta… Aquí se reunieron pintores y escritores de todo el mundo, trayendo con ellos costumbres nuevas que escandalizaron a los payeses.
—¿Drogas? —Seguía mirando por la ventanilla.
—No sólo drogas… —Hice una pausa—. Una especie de torbellino se apoderó de nuestras vidas. Aquí, de pronto las actividades diarias de amasar el pan y recolectar la aceituna se vieron alteradas por la llegada de gente joven que incorporó nuevas formas de vida en un ambiente rústico y sosegado. Las casas de piedra, amuralladas contra los piratas, casetas de barcas y orillas de guijas hacen de éste lugar un rincón mágico. Es como vivir en la antigua Grecia… Después de años de excesos, muchos de mis amigos se quedaron en el camino. Otros consiguieron salir adelante y se dispersaron en pueblos diversos. Muchos de ellos fueron a vivir a Sóller. —¿Sóller?
—Es un pueblo delicioso. El valle dorado, lo llaman… un pequeño oasis de frutales en medio de la montaña. Dicen que los navegantes arribaban a sus aguas atraídos por el aroma de sus limoneros y naranjos.
Fabrizio seguía atento al paisaje.
—Lluís abrió una imprenta hace veinte años; por primera vez empezaron a leer el periódico local personas que jamás habían tenido un diario en sus manos.
—¿Fue entonces cuando viniste tú?
—Deià nos parecía un lugar apropiado para recibir el nuevo milenio.
—¿Lo fue?
—A los veinte años, casi todo es apropiado. Para mí, era el mejor lugar del mundo.
—Pueblo pintoresco, ¿eh?
—Es como un pesebre.
—Vaya.
—Durante los años cuarenta, se reunió aquí una comunidad interesante de pintores, pianistas, pervertidos, sacerdotes, budistas, vegetarianos y adventistas del Séptimo Día…
—Gesù Bambino…
—No todos eran vistos con buenos ojos. Desde luego, no faltan quienes han descrito a los isleños como bárbaros, ladrones, simios, lascivos, hipócritas, caníbales y salvajes.
—¡Por Dios, Ariadna!
Con un gesto advertí que tal descripción no era mía, sino de visitantes extranjeros que dejaron escritos en sus cuadernos la impresión que les causó su llegada a la isla. De pronto aparecieron los frondosos parajes de Valldemossa.
—Verde Helvecia, así llamó George Sand a éste lugar.
Fabrizio contempló el paisaje.
—¿Fuiste feliz aquí? —preguntó.
Inspiré profundamente. Respetó mi silencio.
Noté los dedos rígidos sobre el volante, empezaba a notar un cansancio en todo el cuerpo.
—Ya no me drogo. —Busqué mis uñas tras la yema de los dedos.
La ausencia de música hizo más largos los intervalos de nuestras frases. Mientras él contemplaba el panorama, puse otro disco.
—¿Strauss? —Lo reconoció en cuanto oyó al barítono.
Asentí con la cabeza. No encontré más uñas que morder.
—¡Vaya…! —Se mostró gratamente sorprendido.
—¿Te gusta? —Subí el volumen.
—¿Quién es la soprano? —Dio la vuelta al CD.
—Te sorprenderá.
—¡Dios mío! Helen Vanni… —Su rostro se iluminó.
—¿La conoces?
—La Ariadna de Glyndebourne… —De repente enmudeció. Se quedó pensativo.
—En efecto, Glyndebourne. 1970… el año en que tú naciste.
En sus ojos brillaba una felicidad infantil. Al mismo tiempo, una sombra de tristeza.
—¿Conoces el festival de Glyndebourne? —preguntó.
—Estuve una vez. Un amor pasajero…, ya hace algún tiempo. Era director artístico. Me invitó a Don Giovanni…
—¿De verdad? —Estaba sorprendido y feliz, como cuando uno descubre que alguien comparte aficiones.
—Günter…, qué habrá sido de Günter. —Lancé mi pregunta al aire. Y recordé el picnic más encantador que he disfrutado en mi vida. En el césped, vestidos de etiqueta, cenando roast beef con vajilla inglesa, servilletas de lino y copas de cristal muy fino.
—No sabía que te gustara la ópera.
—¿Ah, no?
—Bueno, quiero decir… no como para ir a un festival así.
—¿Así, cómo? ¿Elitista?
—Ariadna, hay que reconocer que es un festival peculiar.
—Lo sé, pero es que Günter era nieto de Cari Ebert. Ya sabes…
Fabrizio arqueó las cejas.
Junto con otro exiliado nazi, Carl Ebert inauguró éste festival de ópera en 1934, en East Sussex, Inglaterra. Es conocido con el nombre de Festival de Glyndebourne por la casa de campo en la que se celebra desde entonces. Empezó representando obras de Mozart en un auditorio con capacidad para trescientas personas, y la afluencia cada vez mayor de público hizo necesaria la construcción de un auditorio mayor. Su dueña era una apasionada de la ópera. Y al ver que tenían tanto éxito los festivales de Salzburgo y de Bayreuth, decidió abrir su casa de campo a los aficionados a la ópera en Inglaterra.
—Yo iba todos los años a Glyndebourne o a Salzburgo, con Valeria. Pero desde que murió no he ido a ningún otro concierto. La sigo viendo… en el suelo del escenario.
—Lo siento, Fabrizio. Lamento que te hayas puesto triste por mi culpa. —Busqué su mano.
Se concentró en la música. Subió el volumen.
Entonces, Zerbinetta cantó su bellísima aria Grossmächtige Prinzessin. Con prodigiosa voz, la joven prometía fidelidad a su amado.
Faltaban unos cuatro kilómetros para llegar a la casa de Lluís, a las afueras del pueblo; aquélla era la parte más incómoda para conducir, con sus calles estrechas y sin asfaltar. Yo empezaba a estar muy cansada. La tensión provocada por la persecución del día anterior y nuestra crisis emocional me habían dejado exhausta.
—¿Te importa conducir tú? —pregunté.
Salí del coche para cederle mi lugar, y noté que había bajado la temperatura. Al cruzarnos, me froté las manos buscando calor.
—Toma. Ponte mi chaqueta. —El tacto del lino suave me resultó encantador.
—Gracias. —Enseguida me sentí mejor.
—Fabrizio, ¿cuándo empezó tu afición por el arte? —Mi pregunta iba más lejos.
—Siempre he vivido rodeado de arte. Toda mi familia era aficionada al arte, a la música, a la…
—¿Has vivido siempre en Florencia?
—Sí.
—¿Y tu familia? Me refiero a tus antepasados…
—Mis abuelos se trasladaron a Nápoles, y luego a Praga…
—¿Praga? —Me iba acercando a la presa.
Fabrizio conducía con prudencia, bastante mejor que yo. Me senté cómodamente apoyando la cabeza en el respaldo. Quería asegurarme de hacer la pregunta correcta. Puse las manos en los bolsillos, aún conservaban el calor de su dueño.
—¿Qué buscas? —preguntó al ver que hurgaba en el lateral de la puerta.
Negué con la cabeza. Sabía que le molestaba que fumara en un espacio cerrado. Mientras intentaba encontrar una postura más cómoda, busqué inconscientemente un cigarrillo en su chaqueta. Fue en vano, él no fumaba. Mis dedos tropezaron con algo rígido. Por curiosidad, traté de averiguar qué contenía el bolsillo de una prenda que no era mía. Nadie sabe lo que se puede encontrar en un bolsillo ajeno.
Parecía una tarjeta similar a las tarjetas de crédito. Tenía su mismo tacto y tamaño.
—¿Voy bien? —preguntó.
—Sí, muy bien. Ya te indicaré cuándo debes girar. —Yo palpaba con las yemas aquel misterioso objeto. No era una tarjeta de crédito. Era bastante más gruesa, y de tamaño inferior. Poniéndola con cuidado en la palma de la mano, traté de ver qué aspecto tenía.
Fabrizio Ubriachi.
Aquél no era un dato nuevo.
ALIU, en letras grandes y bien visibles. ALIU… No conocía aquella sigla.
Colocándome de lado en dirección al paisaje, di la vuelta a la tarjeta. Art Looting Investigation Unit. Como si me quemara las manos, devolví la tarjeta inmediatamente a su sitio. Recuperé mi posición anterior, y miré el perfil aguileño del florentino. Me pareció ver al mismísimo Dante con su rostro enigmático.
—¿Qué estás mirando? ¿Sigues preocupada? —Seguramente se refería a la persecución del día anterior.
—Te miro a ti… Y sí, estoy preocupada.
Un rayo de sol incidió en su Royal Krone. Entonces vi cómo aparecía una corona por el efecto de la luz de Tramuntana.
—No temas, Ariadna. Su pesada carrocería es garantía de que fueron directos al reino de Plutón.
—¿Plutón?
—Sí. Al mismísimo infierno.
Hablaba, naturalmente, del deportivo que había caído al mar con sus dos ocupantes. Pero yo no estaba pensando en ellos. Trataba de averiguar quién era ése hombre que conducía mi propio coche.
—¿Así que me había enamorado de un espía?… —Giré todo mi cuerpo hacia él. Mi coche tenía los frenos a prueba de cualquier emergencia. Y lo comprobé enseguida.
—¿Qué has dicho? —Frenó en seco.
—¿Qué es lo que estás buscando? —Saqué la tarjeta del bolsillo y se la mostré cual comisario al llegar a la escena del crimen.
—¿Te seguían a ti, verdad?
Respiró profundamente. Sin mirarme, asintió.
—¿Por qué no me lo dijiste? —pregunté con cansancio en la voz.
Cogió la tarjeta de mi mano, que yo abrí sin oponer resistencia.
—¿Por qué, Fabrizio?
Tomó mis manos entre las suyas y me miró largamente a los ojos. Un estremecimiento recorrió mi cuerpo. Sentí algo similar a lo que me había producido su contacto inesperado en la habitación del hotel, recién llegada a Florencia.
—Ariadna, yo… —Su mirada parecía sincera.
Dejé mis manos entre las suyas. Sin comprender por qué, me sentía segura a su lado. En el interior del coche, y a pocos metros de la casa de Lluís, empecé a saber quién era Fabrizio Ubriachi.
—ALIU… —explicó— es una organización del servicio de espionaje norteamericano, creada para investigar las transacciones de arte saqueado por los nazis.
No supe qué decir. Me daba cuenta de lo insólito de la situación. El interior de un coche no era el lugar más adecuado para esa conversación.
—En uno de sus primeros informes… —Fabrizio miraba la calle desierta que teníamos delante— apareció una lista de dos mil nombres pertenecientes a once países. Tres de ellos eran nombres de España, y estaban ligados a la compra de arte confiscado por el Tercer Reich.
—Pero… ¿no fueron Francia y Holanda los países involucrados en el tráfico de arte? —Recordaba haber leído un artículo sobre el contrabando de arte alemán.
—España fue territorio de tránsito de muchísimas obras de arte, pero no implicado directamente en el contrabando. Ésta fue la teoría que prevaleció durante mucho tiempo, y por eso nadie investigó en España. Alois Miedl, marchante y amigo de Goering, vino a España con veintidós pinturas procedentes del Reich. Al principio, nadie dio importancia a éste tipo de actividades, que simplemente fueron consideradas como una más de tantas otras delictivas de los tiempos de la guerra. Hasta que…
—¿Qué? —Mi curiosidad iba en aumento.
—Se produjo la primera demanda.
—¿Demanda?
—Sí. Primero a un museo de Holanda, después de Francia, a continuación Inglaterra, y así hasta cientos de demandas en todos los museos del mundo.
Siguió un largo silencio. Miré al italiano. Sabía que no tardaría en decir lo que me estaba temiendo.
—Sí, Ariadna. También aquí, en tu isla. Tu silenciosa isla…
Contemplé el panorama que tenía frente a mí. Era una calle tranquila, solitaria. Una calle de un pequeño pueblo de Mallorca que pasa desapercibido en el mapa. Tantas veces había estado en aquel lugar y, sin embargo, nunca había observado la singularidad de aquella aldea apartada del mundo. De sus persianas verdes colgaban ristras de tomates de ramallet, los mejores para untar sobre pan con aceite extraído de los olivos de Orient, pueblo del municipio de Bunyola; o de Galilea, a los pies del Puig de Galatzó. Fieles a sus leyendas, los pocos habitantes de Galilea aún maldicen al conde de las tinieblas, condenado por su crueldad a cabalgar todas las noches sobre un caballo envuelto en llamas.
Guías insólitas de lugares que nadie conoce… ¿Acaso no fue el archiduque quien escribió la primera guía de Baleares? ¿Sabía Fabrizio qué hizo S’Arxiduc en ése mismo lugar, un siglo y medio antes? Todo…, excepto buscar coleópteros.
Reinaba una calma absoluta. El pueblo parecía haberse detenido en la Edad Media. Un mundo dentro de otro mundo, pensé mientras contemplaba el entorno que no daba señales de vida humana. Qué quedaba de aquel pequeño pueblo de pescadores y productor de aceitunas, poseedor de la luz de la luna más potente del Mediterráneo. Los colores de su paisaje eran la droga que perseguían pintores de todo el mundo; azul opalino o gris claro, azul verdoso o dorado cobrizo…, los pintores pasaban horas dilucidando qué tonalidad plasmaba más fielmente la maravilla que se abría ante sus ojos. Tierra de olivares pingües y copiosas viñas que se enredan a las higueras…
Miré en dirección a la casa que tenía a pocos metros. Lluís vivía en ella desde que abandonó su palacete familiar.
Pero no, no podía ser. Tenía que tratarse de algún error…
—No. No es ahí. —Fabrizio indicaba el lado izquierdo de la calle donde estaba la fachada de la casa de piedra.
—¿Entonces? —No podía ocultar mi desconcierto.
Levantó la mano derecha, y con gesto solemne indicó un lugar que apenas veíamos desde donde estábamos. Señaló una sólida casa de piedra, en el interior de una colina que ocupaba el centro de un gran círculo de montañas. Una iglesia con un campanario achatado y un pequeño cementerio coronaban la colina. Al fondo, un torrente medio seco bajaba hasta una estrecha garganta que desembocaba en una playa de guijarros y arena.
—¿El palacio de…? —Apenas podía creer lo que estaba viendo.
—… De Cristófol Molferrut. —Pronunció las consonantes líquidas con absoluta perfección—. Hace muchos años fue utilizado como residencia veraniega, pero está cerrado desde 1985.
Yo sabía que cuando Lluís abandonó la casa familiar en Palma se trasladó a esa casa construida con piedra de Santanyí, y que era en realidad un anexo del palacio.
—¿Qué fue lo que pasó? —El italiano conocía mejor la historia que yo.
—En 1985, salió a la luz una obra que se venía buscando desde los años cuarenta.
—¿Qué obra?
—La familia en metamorfosis.
—¿André Masson? —En todos los tratados de arte, éste figura como uno de los cuadros más buscados—. ¿Qué tenía de particular esta obra?
—El Museo Reina Sofía de Madrid la compró por un millón de dólares.
—Entonces es propiedad del museo, como tantas otras…
—Pero es que los herederos del artista la reclamaron, tras sucesivos pleitos que nadie hasta ahora se había tomado en serio.
—¿Qué tiene eso que ver con el palacio Molferrut y con esta casa de piedra?
—Que… —Fabrizio hizo una pausa antes de pronunciar su sentencia final— es una de las obras robadas.
—Pero ¿por qué precisamente aquí? —No entendía por qué se escondieron objetos en un lugar tan pequeño como ése pueblo aislado del mundo, en lugar de hacerlo en grandes castillos y mansiones de Normandia, o yo qué sé dónde…
—Éste lugar es perfecto. Ningún otro en el mundo levantaría menos sospechas.
—¿Cuándo se empezó a sospechar?
—Un crimen… fue el origen de la investigación.
—¿Un crimen?
—Venganza.
—¿Entre quiénes?
—Un tal Puigdellivol. —Le costó pronunciar el nombre—. Miquel Puigdellivol denunció el escondite en Mallorca.
—¿Puigdellivol? ¿Tendría algo que ver éste apellido con Puigdorfila-Cervora?
—Tal vez —contestó.
—¿Y qué tienes tú que ver… en todo esto?
—Mi tío Gaetano… —Fabrizio se tomó un tiempo antes de continuar. Puso ambas manos sobre el volante— forma parte del Congreso Judío Mundial, que trabaja para que sean devueltas a sus herederos las obras que les fueron robadas por los nazis.
Recordé los ojos de serpiente… tragando sopa de col y fegato.
—Pero si se ha pagado un precio por ellas ya no son robadas, son compradas.
—Ahí está la trampa.
—¿Qué trampa?
—Los marchantes que en su día mediaron en esas transacciones amasaron una fortuna a costa de la miseria ajena.
—Ya.
—El marchante, intermediario entre el vendedor particular y el comprador, se aprovechaba de la situación desesperada de familias que deseaban huir del país, y querían vender aquello que no podían llevarse consigo. El marchante solía ser anticuario, y entendido en arte.
—Anticuario…
—¿Ya lo entiendes, verdad?
Mi mente voló hacia la calle San Miquel, donde está el anticuario más famoso de la isla. También el más rico.
—El marchante compraba barato, y vendía a un precio muy superior…, negocio redondo. O esperaba que llegara el momento oportuno, lo cual era aún muchísimo mejor.
—Y mientras, ¿dónde guardaban los cuadros?
—¿Sabes cuántos monasterios y conventos hay en esta isla?
—Bueno, ciertamente sobran la mitad teniendo en cuenta que cada vez hay menos feligreses y las monjas no se reproducen.
—¿Te imaginas cuántos kilómetros suman todos sus claustros, salas, jardines y…, sobre todo, sus muros?
—¿Sus muros?
—Sus dobles muros, sus dobles suelos… Sacrum solum inviolabile.
—Así que… no es en las cámaras acorazadas de los bancos donde hay que buscar las obras desaparecidas. —Me mordí el labio inferior.
—Durante la Segunda Guerra Mundial, el régimen de Franco no aprobó ninguna legislación que abordara de forma expresa la entrada ilegal de obras de arte procedentes de otros países. Esta actividad se encuadraba dentro del delito genérico de contrabando. La Ley Penal y Procesal del 24 de noviembre de 1938 creó el Juzgado de Delitos Monetarios, y enumeró los actos constitutivos de éste tipo de delitos. El 22 de febrero de 1942 se aprobó el Decreto de Contrabando y Defraudación…
—¿Y bien? —La curiosidad me devoraba por dentro.
—Todos sabemos ahora cómo consiguió ser burlada la ley en la aduana.
Entonces me acordé de Ricard Moll Gaspí, y de cómo fue asesinado por dos sicarios en presencia de los guardias. Valencia, 1916. Valldemossa, 1913.
—¿En qué piensas, Ariadna?
—Mi abuelo dejó un cuaderno en mi escritorio. —No podía olvidar el tacto rugoso de la cubierta—. Estaba escondido… tal vez para que lo encontrara en el momento oportuno. No logré entender algunos de sus relatos. Pero ahora…
—¿Qué relatos?
—Hablaba de la estancia de Rubén Darío en una finca entre Deià y Valldemossa. Algo extraño ocurrió con su anfitrión, un tal… Neudorf. Era una noche de julio de 1913. La finca se llamaba S’Estaca.
Sus manos estaban tensas sobre el volante. Palideció de repente.
—¿Estás bien? —Me acerqué a él. Su cuerpo estaba rígido.
—Necesito tomar el aire.
Salimos del coche. Me preocupó tan repentino cambio.
—Fabrizio, ¿qué ocurre?
Negó con la cabeza. No sabía cómo responder a mi pregunta. Por vez primera capté el miedo en el rostro del toscano. Cuando fui a preguntarle por segunda vez qué le pasaba, me di cuenta de que estaba llorando.
Lo abracé. Permanecimos en silencio. Con la mano me señaló un escudo en la fachada, a lo lejos.
—¿Qué es? —pregunté.
—Parte de mi historia. —La frase se repitió en el eco de Tramuntana.
—No sé de qué hablas, Fabrizio. —Mis sospechas no podían ser ciertas.
—El archiduque llegó aquí en 1867. —Con la vista abarcó el misterioso panorama—. Se hizo llamar Neudorf para que nadie lo identificara. Ésta es —señaló con el índice— la fecha que hay en aquella pared aunque no puedas verla desde aquí. Fue él, en realidad, quien descubrió esta isla como paraíso turístico. Algo de lo que no me siento orgulloso… —Sus ojos estaban húmedos.
—¿El archiduque era…? —No podía ser cierto. Me di la vuelta, empecé a comprender por qué dos calles de la Tramuntana llevaban el nombre de Austria y de Hungría. Precisamente a quinientos metros de Valldemossa…
—Era mi tatarabuelo. —Su vista se perdió en el horizonte.
—Dios mío.
—Un hombre excepcional, pero incomprendido por su familia. —Y por todos, pensé. En Mallorca llamó la atención su pasión por comprar tierras y casas solariegas—. Se hartó de la corte de Viena y de su rígido ceremonial. Viajó por todo el mundo a bordo de su yate Nixe…
—¿Has dicho Nixe? —El corazón me latía fuerte. Cerré los ojos. Recorrí Andratx, Sant Elm, Serena… No podía ser. Yo había leído muchas historias acerca del archiduque de Austria. Pero ninguna lo relacionaba con Molferrut, y mucho menos con Rubén Darío ni con tráfico de arte. Lluís…
—¿Qué ocurre, Ariadna?
Nos envolvió un silencio hiriente.
—La bodega del tesoro… —murmuré.
—¿Qué?
—La sala situada en las catacumbas de la cancillería… donde residía Hitler en sus últimos años. Allí se almacenaban los objetos robados.
—Y la sala de los mártires… Hitler dio el nombre de Sala de los mártires a la colección de arte degenerado, obras de pintores de raza inferior.
—De raza inferior…
—Los que no eran alemanes. Matisse, Chagall…, pintores judíos, expresionistas alemanes. Toda su obra debía retirarse de la circulación. Y Hitler ordenó que fuese guardada en lugares fuera de Alemania.
—¿Adonde la llevaron? —No podía ser que fuese Mallorca el lugar elegido. Yo me habría enterado, mi abuelo me lo habría contado.
—Las joyas se guardaban en un banco. —Con un gesto me invitó a adivinar el nombre—. El banco de Molferrut. Las familias depositaban en él sus joyas para mantenerlas a salvo, pero jamás las recuperaban.
—¿Y las obras de arte, cuadros, muebles…?
—El Canto del Pico.
—¿El Canto del Pico? —Mi pulso se aceleró. Lluís estaba escribiendo una guía sobre ése lugar.
—Está en la cuenca alta del Manzanares.
—Un momento, Fabrizio. Eso está en Madrid…
—Lo sé, Ariadna. Algo de geografía he aprendido buscando cuadros desde hace veinte años.
—¿Veinte años? —Ya empezaba a saber quién era Fabrizio Ubriachi.
—Sí.
Su monosílabo fue seguido de un resplandor procedente de una corona. Su Royal Krone.
—¿Entiendes ahora qué hazaña llevé a cabo para ser merecedor de esta joya? —Me mostró su reloj con satisfacción—. Recuperé el primer cuadro. En Holanda. Desde entonces, viajo por el mundo tras la pista de obras desaparecidas.
Por fin me estaba contando a qué se dedicaba. No supe si era consciente de su revelación en aquel momento.
—El Canto del Pico es una casa-museo.
—¿Tú has estado allí? —pregunté.
—Sí. Más de una vez, con mi tío. He sabido que, hace unos años, hubo una polémica relacionada con la venta que los nietos de Franco querían llevar a cabo, y nadie quería comprarlo por razones que están aún poco claras.
—¿Qué estás intentando decirme? —Yo seguía pensando en el archiduque. Y en el libro Die Stadt Palma. Quién sería aquella mujer…
—¿Te dice algo el nombre de…? Déjalo.
No me pareció el momento adecuado. Catalina Homar…
—El palacio —continuó— fue construido en 1920 por el tercer conde de las Almenas, un ingeniero agrónomo apasionado del arte. En su construcción no intervino arquitecto alguno, sino que fue ejecutada por canteros de la zona. El concie inició los trámites pertinentes hasta conseguir que su obra fuese considerada monumento histórico, argumentando que contenía obras procedentes de todo el mundo, especialmente restos arqueológicos de inmenso valor. No existe ladrón más exquisito que el buscador de arte. Y de todos ellos, el que sigue las huellas de restos arqueológicos ocupa un lugar de honor. La naturaleza ha dotado de un don especial a los coleccionistas. Y es que bajo el nombre de cultura… consiguen camuflar aspectos más sombríos de una actividad cuyo nombre se atreven a pronunciar muy pocos.
—¿Tú conoces bien ése palacio? —pregunté. Parecía conocer la geografía de mi país mejor que yo.
—Casa-museo…
—Bueno, lo que sea.
—Sí.
—Vaya…
—Es una construcción de granito suntuosa, única en el mundo.
—¿Única, por qué?
—Porque escapa a cualquier estilo arquitectónico, y no sigue el modelo de ninguna otra construcción conocida. Su autor quiso hacer una obra original, y lo consiguió.
—¿Tiene algún otro interés además de su arquitectura original? —pregunté con cinismo. Empezaba a sentir claustrofobia en aquel pueblo tan pequeño.
—El conde lo dejó en herencia a Franco.
—¿A Franco? ¡Pero si Franco no tenía idea de arte, ni de arqueología, ni de…!
—Pero el palacio estaba cerca de El Pardo.
—¿Y?
—Hizo construir una carretera que comunicara directamente ambos palacios…
Fabrizio me miró, para asegurarse de que entendía sus palabras. Entonces recordé que una vez le hablé de lo que circulaba por los pasillos subterráneos entre el palacio Molferrut y la catedral.
—El Canto del Pico… El Canto del Pico. —Repetí el nombre varias veces. Empezaba a relacionar cosas que había leído acerca de ése castillo fantasma, con su silueta dibujada en la montaña. El Canto del Pico…, con una torre a la izquierda, que da nombre al pueblo de Torrelodones.
—En 1955, el Tribunal Supremo concedió a su dueño la exención de la contribución urbana por ser un museo del Estado.
—¿Del Estado? —pregunté con asombro.
—Sí, del Estado… —repitió Fabrizio.
—¿Acaso ha visto alguien alguna de sus obras, para que se considere un museo del Estado? —Yo jamás había ido a visitarlo, y no conocía a nadie que lo hubiera hecho. Museo del Estado…
—Deberías visitarlo alguna vez, Ariadna. Merece la pena.
—No tengo ningún interés en visitar una propiedad de los Franco.
—Insisto. Creo que deberías visitarlo antes de…
—¿De qué?
—De que las grúas derriben sus muros y se convierta en hotel. Entonces, nadie sabrá nunca lo que escondían sus cimientos.
—¿Qué dices?
—Así están las cosas. —Abrió ostentosamente las manos—. Parece que ya hay negociaciones en firme para construir un hotel de lujo. No olvides que su ubicación es privilegiada. Sus vistas son magníficas, tanto hacia la vega del Guadarrama como hacia la sierra de Hoyo del Manzanares. Una vegetación de encinas y de…
—Fabrizio… —Interrumpí su descripción de un paisaje que no me interesaba demasiado. Recordé lo que me dijo Lluís un día cuando elogié sus maravillosos dibujos colgados en las paredes. Lo más valioso de una casa está en la bodega…
Pero en su casa de piedra no había bodega.
En aquel instante, me di cuenta de que observaba por vez primera la esplendorosa fachada de un palacio sensacional.
—Shangri-La…, nunca antes me había fijado. Junto a la puerta de entrada se veía un escudo heráldico.
—Por eso fue tan difícil dar con el paradero de muchos cuadros —dijo Fabrizio, a quien ya empezaba a ver con otros ojos.
—¿A qué te refieres?
—El nombre de Shangri-La evoca un lugar mágico, un paraíso inaccesible y oasis de sabiduría. Una teosofía rusa, llamada Helena Blavatsky, utilizó éste nombre para describir el lugar donde se encuentra el centro de la felicidad y juventud eterna.
—¿Has dicho Blavatsky?… —Me acordé de doña Violeta y de su sociedad esotérica. ¿Tendría ella algo que ver con el robo de obras de arte?
—¿Conoces sus libros? —Por su tono, Fabrizio suponía que yo no conocía la Doctrina secreta.
—No. —Y no era el momento de explicarle qué recuerdos despertaba el nombre de la rusa.
—A principios del siglo XX se publicó una novela muy famosa titulada Horizontes perdidos. En ella, James Hilton localizaba en Shangri-La paisajes maravillosos donde el tiempo se detenía en un ambiente de paz. Durante mucho tiempo, se identificó ése lugar con Shambala, una mítica ciudad en el Tibet. Quienes leyeron esa novela sintieron repentinamente un ansia de viajar a las colinas tibetanas, para encontrar la sabiduría y la inmortalidad.
—¿A principios del siglo XX? —Me vino a la mente una fecha. Algunos datos empezaban a ponerse en orden.
—Sí, en 1933.
—El año en que, precisamente, fue construido el palacio Molferrut que tanta polémica levantó por su insólita ubicación…
—Fue difícil descubrir que la palabra Shangri-La que aparecía en ciertos documentos se refería a éste palacio en Mallorca y no a las colinas del Tibet.
—Astuto pirata… —Sus palabras se perdieron en el eco de Tramuntana.
—Muy astuto. Y muy hábil, sin duda.
Nos quedamos de pie contemplando el palacio desde el acantilado. Un lugar de difícil acceso, y de entrada disuasoria para quien no dispusiera del debido permiso. ¿Por qué, si quería pasar desapercibido, lucía ése escudo de piedra tan visible desde lejos?
Con un gesto le pedí que nos dirigiéramos hacia la casa de Lluís. Sólo él podía responder a los interrogantes que habían ido surgiendo en los dos últimos días.
La puerta estaba cerrada. Llamé al timbre, en vez de golpear con los nudillos en la persiana como hacía habitualmente. Esta vez, la puerta estaba cerrada con llave.
—Qué extraño.
—Habrá ido a algún lugar. —Fabrizio no conocía a Lluís como lo conocía yo.
—Nunca cierra con llave, aunque se vaya de casa.
Observé a mi alrededor por si había alguien a quien preguntar, pero la calle estaba desierta. Volví a llamar, esta vez con ambas manos. Pulsé el timbre primero; después, golpeé la persiana con fuerza.
Lluís no respondió. No se oían acordes de violoncello, señal de que algo no iba bien. Abrí el bolso y saqué la llave.
—No preguntes. —Fabrizio me contemplaba con estupor.
La llave no entraba. Algo por dentro lo impedía.
—¿Qué es lo que pasa, Ariadna? —Mi preocupación iba en aumento. Tal vez Lluís estuviera dentro…
—Tenemos que romper la persiana. Ve a buscar algo en el coche… date prisa.
Fabrizio se dirigió hacia un camino de piedras. Trajo una lo bastante grande para conseguir mi propósito. La madera vieja cedió al tercer golpe.
Entramos en la casa; estaba en penumbra. El silencio invadía una estancia que yo recordaba muy luminosa. Busqué la causa de tanto silencio. El sillón que Lluís forró con roba de llengos estaba más alejado de la pared que de costumbre. El cuadro del salón, retrato de su madre que era digna ostentación de belleza, estaba torcido. El maullido de Platón procedente de la escalera fue el único sonido en la casa. Y la única señal de vida.
Me acerqué al equipo de música. Tal vez sus acordes dieran alguna información. María del Mar Bonet, Raixa. No había día que no escuchara sus cantos con reminiscencias moriscas. Rachmaninoff aún seguía a su lado, igual que el día anterior. ¿Había pasado Lluís la noche fuera de casa?
En el patio, el balancín de madera atrajo mi atención. En el suelo, un libro boca abajo. El rey Lear, de Shakespeare. Sobre la mesa de piedra que Lluís construyó con sus manos, dos libros nuevos que tal vez fuesen su última adquisición. Coriolano, la tragedia del general romano escrita por Shakespeare, y por Plutarco en Vidas paralelas. Con Shakespeare, Lluís despedía los últimos rayos de sol cada atardecer, a la sombra de un naranjo que embriagaba con su fragancia. Aparté mis ojos de los libros. Miré sorprendida un vaso de cristal con restos de bebida. Era bourbon. La botella vacía permanecía de pie, como testimonio siniestro de un crimen que nunca sabríamos quién había cometido.
Junto al olivo, un cuaderno con las hojas arrancadas.
Guía insólita, volumen IV. El Canto del Pico.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Fabrizio al verme corriendo hacia la escalera. De allí procedían los maullidos de Platón.
—Tiene que estar arriba.
En unos segundos, cruzó mi mente una imagen fugaz. Terrible. Al ver El rey Lear boca abajo, mi corazón empezó a latir de forma convulsiva.
Clavé mis ojos en los de Fabrizio, buscando una respuesta que ambos empezábamos ya a conocer. El silencio procedente de la planta de arriba no auguraba nada bueno. Siempre que Lluís estaba en casa, la música lo acompañaba.
A paso rápido, subimos la escalera de piedra que conducía a su habitación. La escalera tenía veintiún peldaños, distribuidos en tres tramos. En el segundo rellano, a mitad de camino, había un gorro de piel en el suelo. Estaba lleno de sangre.
—¡Apártate, Ariadna! —Estuve a punto de pisarlo, apenas lo vi en la oscuridad.
—¿Qué es esto? —Era el macabro testimonio del crimen.
—Ariadna, no mires…
—Pero… —Mi voz temblaba.
—No mires. —Fabrizio se interpuso entre mis ojos y la horrenda visión.
—¿Qué ha pasado? —Estaba presa del pánico.
—Algo… terrible.
Mis ojos no se apartaban del charco de sangre.
—Es un… κυνη —dijo con voz fúnebre.
—¿Un qué?
—Un gorro… hecho con piel de perro.
—¿Con piel de perro? ¿Y por qué está lleno de sangre? —Mi voz temblaba.
—No es sólo sangre…
—¿Entonces?
—Se utiliza para…
—¿Para qué, Fabrizio? ¿Qué le ha pasado a mi amigo?
—Algo espantoso, Ariadna.
Me llevé las manos a la boca al ver el gesto de Fabrizio. Se acercó a mí, me refugié en sus brazos perdida en un llanto infinito.
—¿Dónde está Lluís…? ¿Dónde está…?
Solté de repente los brazos que me rodeaban y subí corriendo hacia la habitación.
—¡No, Ariadna, no entres!
Ya era tarde. El horror apareció en toda su crudeza.
Lluís estaba tendido en el suelo, junto al umbral de su habitación, maniatado y ensangrentado.
Le habían arrancado los ojos.
—Gesù Bambino! —gritó Fabrizio con tal fuerza que el gato salió huyendo.
—Lluís… —dije sin saber si hablaba a un muerto o a un espejismo—. ¿Qué te han hecho, Lluís? —Mi pregunta estaba bien formulada.
No contestó, apenas respiraba. Pero estaba vivo. Me arrodillé junto a él. Cogí sus manos atadas, las puse entre las mías.
—No lo toques, Ariadna. Llamemos a la policía —dijo enseguida Fabrizio.
—No quiero dejarlo solo. —Lluís no emitía siquiera un gemido.
Mientras Fabrizio tiraba de mí, yo abrazaba el cuerpo inmóvil de mi amigo.
—Quiero averiguar lo que estaban buscando.
—¿Estaban buscando… quiénes? —Fabrizio no sabía exactamente quién era Lluís Molferrut. Yo le había dado información muy vaga acerca de su identidad.
—Ven conmigo, por favor. —Lo cogí del brazo.
En la habitación, nada indicaba que se hubiese alterado el orden normal de las cosas. En el estudio, sin embargo, algo parecido a un huracán había arrasado con todo lo que encontró a su paso. Papeles, libros, mapas, cuadernos, todo estaba desordenado y sacado de los cajones y armarios. Una estantería que cubría toda la habitación había sido despojada de sus volúmenes, que ahora yacían en el suelo en posturas humillantes.
—Ayúdame. —Dejé el miedo en el rellano.
—¿Qué vas a hacer, Ariadna?
—Ayúdame a separar éste arcón —contesté con firmeza.
—¿Me quieres explicar qué estás buscando?
Toda una vida no puede explicarse en un minuto.
—Ariadna, debemos llamar a la policía. No toques nada…
Hice lo que tenía que hacer. Sin que Fabrizio se diera cuenta, guardé en mi bolso lo que seguramente habían venido a buscar.
—Ahora sí. Ahora sí podemos llamar a la policía. —Con un gesto le indiqué que me ayudara a colocar de nuevo el arcón en su sitio.
Al salir de la habitación, me acerqué al cuerpo ensangrentado de mi amigo. Lluís decidió vivir apartado del mundo para no ser víctima de sus maldades. Fabrizio estaba detrás de mí, y al darme la vuelta para confirmar que me seguía, observé que estaba tocando el muro. Su mano medio cerrada delataba el gesto de quien busca algo con sus nudillos.
—¿También tú, Fabrizio? —Dejé caer mis brazos. Sentí un cansancio repentino.
—Estoy seguro, Ariadna…
En aquel momento se me reveló toda la verdad.
—¿Por eso está en la escalera? —pregunté mirando a Lluís, que estaba aún con vida. Su leve gemido fue un rayo de esperanza.
—Sí. Quisieron matarlo en la escalera, igual que…
—… Al enemigo de su abuelo.
En 1925, Antonio Maura, gran rival político de Cristófol Molferrut, fue a visitar a Franco al Canto del Pico. Acompañando al dictador, se encontraba el empresario mallorquín pasando unos días de vacaciones, tras recibir una colección de pintura de un marchante alemán, y que se iban a repartir el dictador y su inseparable amigo Molferrut. Al averiguar de dónde procedían los cuadros, Antonio Maura se enfrentó a sus anfitriones con palabras alusivas al honor, a la honestidad y al decoro. Pero su noble actitud no fue mucho más allá. Murió en la escalera de piedra, sin que pudiera contar a nadie lo que allí había visto.