20

El conflicto bélico europeo de principios del siglo XX proporcionó a los comerciantes de guerra unas ganancias millonarias. Cristófol Molferrut había acumulado una gran fortuna con el contrabando de tabaco y se disponía a invertir en el sector químico en expansión.

El complejo de Portopí fue la industria más importante de Mallorca, por capital invertido y por número de puestos de trabajo. Por qué invertía tanto Molferrut era la pregunta que se hacían muchos pero nadie se atrevía a formular. Sabían que, de hacerlo, se arriesgaban a padecer la tortura de la calza de arena, que consistía en morir de asfixia con una calza llena de arena. Patriotismo… he aquí la razón de tantas inversiones, según explicaba con satisfacción.

«Gracias a mí aumentará la riqueza de éste país», comentaba a sus amigos, fascinados por la agilidad del pirata más astuto del siglo XX. De él decían que daba las gracias todos los días a sus dos protectoras más queridas, su madre y la guerra.

Hombre de buena estatura, cuerpo bien formado, con cráneo muy marcado y una frente espaciosa, Cristófol Molferrut se propuso desde muy joven ser el propietario más rico de Mallorca. Y lo consiguió.

Por su cultura, era un pobre hombre. Toda su habilidad con los números se traducía en torpeza cuando se trataba de conocimientos. Después de contraer matrimonio se fue a vivir a Ciutat, y quiso ingresar en el Círculo Mallorquín para formar parte de la elite intelectual palmesana. Pero fue rechazado.

—Ni con todo tu dinero conseguirás entrar en esta casa —le contestó el presidente del grupo social más reacio a admitir entre sus filas a nuevos ricos.

—¿No me admites como socio? Pues me tendrás como vecino —amenazó el empresario. Jamás aceptaba un no por respuesta. Con rapidez insólita adquirió un solar que era propiedad de los dominicos, y construyó su palacio lo más cerca que pudo del Círculo Mallorquín, club social de la burguesía mallorquína. Nueve calles, exactamente nueve, lo separaban de aquellos intelectuales que siempre miraron con desprecio al hombre incapaz de escribir una línea sin faltas de ortografía.

Fabrizio contemplaba extasiado los Jardines del Rey. Yo lamentaba que el viaje a Deià hubiera resultado en vano. Lluís no estaba en casa, habíamos encontrado la puerta abierta. Jamás cerraba con llave. Platón, que acudió maullando al vernos entrar, era el único habitante en la casa silenciosa. Dejé una nota sobre el equipo de música que estaba encendido. María del Mar Bonet había cantado a Raixa. Rachmaninoff le había precedido. Dos rosas rojas decoraban el disco de la Isla de los muertos, concierto que yo había escuchado tantas veces en compañía de Lluís en las frías tardes de invierno, junto a la chimenea provista de leña de viejos árboles enfermos.

«Lluís, he estado aquí a las ocho y cuarenta y tres minutos. Volveré mañana. Ariadna». —No creo que te impresionen estos jardines, Fabrizio… Comparados con los de Boboli son ridículos, ¿no te parece?

—Un jardín en la oscuridad despierta temores…

—No está en la oscuridad. Está bien iluminado. —Señalé las farolas.

—Me refiero a la hora del día en que ya no recibe la luz del sol.

—Sé a qué te refieres, Fabrizio. Por cierto…, ¿no crees que deberíamos haber esperado un rato más en casa de Lluís? A lo mejor regresó después de habernos ido. Quién sabe, es tan imprevisible…

De pronto me fijé en su reloj.

—Es curioso…

—¿El qué?

—Tú llevas un reloj que marca la hora de medio mundo, y mi amigo Lluís ni siquiera cierra la puerta de su casa. Seguramente nunca se ha puesto un reloj. Qué distintas pueden ser las personas… Unos cierran con sofisticadas cerraduras su casa, y otros la dejan abierta para cualquier vecino.

—Esto sólo lo hace tu amigo.

—¿El qué?

—Dejar su casa abierta.

—Te equivocas. Si vamos ahora mismo a uno de esos pueblos de la Tramuntana, verás muchas casas abiertas aunque no haya nadie dentro.

—¿Por qué lo hacen?

—Porque consideran su casa el tesoro más preciado, y la ponen a disposición de cualquier visitante. Desde la calle, uno puede observar el lustroso pavimento y hermosas plantas invitando a entrar al viandante de buena fe. La losa con un mensaje de Dios en la puerta es protección suficiente contra cualquier malhechor.

Fabrizio pasó su brazo por detrás de mi espalda, abarcando el banco de piedra en el que estábamos sentados frente a S’Hort del Rei. Faltaban menos de veinticuatro horas para su regreso a Florencia, y sabía que sus respuestas no habían satisfecho mis preguntas. Por mucho que insistiera en asegurar que él simplemente obedecía órdenes del maestro, yo no justificaba su ambigüedad. Posiblemente su tío le pidió discreción. Pero yo me sentía traicionada. Nada de lo que él hiciera podría cambiar mis sentimientos. Él regresaría a su ciudad, y yo me quedaría en la mía.

—¿Tienes apetito? —Consulté el reloj.

—No mucho.

—Pero deberíamos cenar algo.

Permaneció en silencio.

—¿Qué te ocurre, Fabrizio? —La pregunta era innecesaria.

Abandonamos los jardines, situados a quinientos metros del palacio Molferrut. Desde su despacho, el mayor contrabandista de España dictaba sentencias de muerte, y lo hacía de una forma tan silenciosa que nadie pudo demostrar que tuviera nada que ver con la desaparición de personas en circunstancias extrañas. Entre ellos, el hermano de mi abuelo, y mi padre, y también…

—Éste lugar me produce náuseas.

—Forma parte de mi ciudad, Fabrizio. Aunque nadie quiera hablar de ello, no se podrá borrar la historia… ni siquiera incendiando todas las bibliotecas del mundo. Porque la historia no está en los libros sino en el corazón de quienes la han vivido. A mí tampoco me gusta, pero es parte de mi historia.

—Ciertamente una terrible historia. —Evitó volver su mirada atrás mientras caminábamos en dirección al Paseo Sagrera. Yo no quise, en aquel momento, explicarle que la escultura de Miró que había en la acera fue un desagravio de la familia Molferrut, por su desprecio manifestado hacia el pintor por causa de su apellido chueta.

—Aquí estaba la herrería donde trabajó mi bisabuelo, y que ahora naturalmente no existe. En su lugar, una agencia de viajes…, el turismo es el redentor de los nuevos tiempos.

—El turismo es un monstruo perico loso —sentenció el italiano, que procedía de la ciudad más visitada del mundo.

—Estos días se celebra el cincuenta aniversario del descubrimiento de Mallorca como paraíso turístico. Y, por ende, del nacimiento de la burguesía en una tierra que en tiempos fue de aristócratas y de campesinos. Éste es mi paraíso…, por debajo se oculta una capa gris que algún día saldrá a la superficie. No falta mucho para que Leviatán regrese de las profundidades. Poca vida le queda ya a nuestro mar Mediterráneo.

—¿Has dicho cincuenta aniversario?

—Desde que esta isla fue descubierta como paraíso del turismo.

—Alguien descubrió ya hace tiempo la belleza de éste archipiélago. Mucho más que cincuenta años.

Por fin me lo iba a contar.

—¿Ah, sí?

—Un príncipe camuflado bajo el disfraz de científico desembarcó aquí, hace muchos años, con el pretexto de investigar los coleópteros de Baleares. Y se enamoró del lugar.

Die Balearen—murmuré.

Asintió con la cabeza.

—¿Por eso sentían tanta curiosidad los alumnos de la universidad…?, ¿qué saben ellos que yo no sé…?

Fabrizio seguía caminando, sin responder a mis preguntas. Nos detuvimos junto a la estatua de piedra.

—¿La conoces bien, verdad? —preguntó.

—¿De qué hablas? —Parecía que Fabrizio supiera casi todo de mi vida.

—¿Cuántas veces limpió tu abuelo estos versos? —De nuevo estaban cubiertos de grafitis.

—No sé de qué hablas, Fabrizio. ¿Quién…, quién eres en realidad?

Me di la vuelta para observar los muros que quedaban atrás. «Busca en el corazón de la piedra…». Al recordar a mi abuelo, tuve la sensación de haber perdido mucho más que a un ser querido. Con su muerte, parte de mi vida quedaba en penumbra para siempre.

—No te resulta fácil olvidarte de él, ¿verdad?

No contesté. Me sentía confusa.

—… A mí tampoco —añadió.

Ambos permanecimos en silencio. Yo no sabía a qué se refería exactamente.

—Adondequiera que vamos, arrastramos nuestro pasado. —No añadí ningún comentario a esta verdad tan rotunda. Señaló dos letras que lucían en la puerta de una sucursal bancaria—. Cuando la vi en Miami hace unos años, jamás sospeché que un día llegaría a conocer la historia que oculta esta insignia.

—¿En Miami? —pregunté asombrada.

—¿No sabías que hay sucursales de éste banco por todo el mundo?

—No, no lo sabía.

Pero… ¿cómo lo sabía él si nunca antes había visto el anagrama?

—Empezó siendo un banco pequeño, y ahora cumple ya setenta años… Molferrut lo fundó con las ganancias de su primer contrabando. —Me propuse averiguar qué más sabía él.

—Mucho debió de ganar para poder abrir un banco… —Yo ignoraba aún lo bien que conocía Fabrizio la historia de los banqueros.

»Dicen que el día que cumplió treinta años —expliqué— compró la finca más grande de Mallorca. Una finca que tiene tres mil hectáreas, y se extiende a lo largo de diez kilómetros de costa. Molferrut la adquirió por el procedimiento del día después, como era habitual en él.

—¿El procedimiento del día después?

—Era su método infalible para apropiarse de todo lo que quería. Prestaba dinero a los butifarras medio arruinados…

—¿Butifarras? —Palabra tan horrenda en fonética como en contenido. Nadie diría que su origen es francés.

—Los ricos de Ciutat. A los nobles que en la guerra de Sucesión apoyaron a Felipe V se les llamó Botiflers, por la flor de lis que llevaban grabada en sus botas.

—¿Y por qué eran exclusivos de Ciutat?

—En realidad, son descendientes del rey Jaime I.

—El Conquistador…

—Sí. Eran los defensores de Felipe V, frente a quienes defendían a la Casa de Habsburgo.

Al oír esta palabra, Fabrizio miró en otra dirección. Aguardé un instante, por si hacía algún comentario.

—¿Y todos vivían en la ciudad? —Su pregunta no aclaró mi duda.

—Alcudia fue la única población que apoyó incondicionalmente a Felipe V.

—¿Alcudia?

—Sí, y por eso recibió la distinción de Ciutat.

—No lo entiendo muy bien.

—No resulta fácil explicar a un extranjero ciertas peculiaridades de los mallorquines.

—Inténtalo, por lo menos…

—No se trata sólo de clases sociales. Se trata de algo mucho más complejo…

—¿Crees que es más difícil que explicar quién era un Borgia? —Su pregunta era impecable.

—La nobleza mallorquina no es comparable con otra clase social que tú hayas conocido. Son como…

—Déjalo, Ariadna. Ya me hago una idea.

—¿Conoces Bearni?

—No.

—Debí suponerlo.

—Controlan la isla, sin que apenas se note que existen. Actúan de un modo que los hace parecer mejores que los demás, ¿lo entiendes?

—No.

—Mira esa casa. —Señalé un palacete en el Carrer Sant Jaume, la calle más aristocrática de Ciutat.

—Bien, la veo. Es una casa antigua…

—… Propiedad de un butifarra llamado Nicolau Montaner-Gil y Dameto. El hijo mayor dejó embarazada a una chica que trabajaba en su archivo. Él era notario y gran aficionado a la historia heráldica. En su biblioteca trabajaban cuatro personas, exclusivamente para el archivo de don Nicolau.

—Dejó embarazada a una chica, ¿y qué?

—Don Nicolau le prohibió hablar. Nadie se enteró de nada. Murió… antes de dar a luz.

—Ah, vaya.

—Se suicidó.

—¡Dios mío!

—Falta de fe…, ha muerto por falta de fe —dijo don Nicolau cuando enterraron a mi tía.

—¿Tu tía? —Fabrizio me miró consternado.

—Anita era la hermana pequeña de mi madre. Trabajaba en el archivo del notario; le apasionaba la epigrafía y quería ganar un dinero antes de irse a Barcelona a estudiar Arqueología. Pero Anita no soportó la idea de dar a luz a un hijo de su violador. Ingirió salfumán.

—¿No has dicho que fue su hijo quien la dejó embarazada?

—Su hijo era el hijo del butifarra de Sant Jaume. Asilo llamaban, nunca por su nombre.

—¿A qué te refieres?

—El primogénito de don Nicolau era un ser débil, anulado por la personalidad de su padre. Nunca se habría atrevido a ofender a su padre, que era un monstruo.

—¿Y qué decías del día después…? —Volvió al pirata.

—Molferrut seguía el procedimiento del día después. Daba un plazo determinado a sus deudores para el pago del dinero, más los intereses. Si el día fijado era, por ejemplo, el treinta de marzo, se escondía para que no pudieran encontrarlo y, de esta forma, no le fuera devuelto el dinero del préstamo. Al día siguiente, se presentaba ante el deudor, y le quitaba sus propiedades.

—Pero…

—El deudor claudicaba. De todos era conocida la calza de arena, o el tiro por la espalda. Así cayeron muchos…

—¿De éste modo fue acumulando fincas?

—Sí, pero la más grande y más espectacular es la que tiene en la Costa de los Pinos. Se llama Ubene, aunque su nombre original es más largo. Ubi bene, ibi patria, que en latín significa «donde te encuentres bien, ahí está tu patria».

—¿Está cerca del mar?

—Sí, claro. Precisamente era ésta su mayor ventaja. Su ubicación facilitaba el desembarco del contrabando y posterior distribución por toda la isla. Sacos de trigo y tabaco eran transportados de noche en carros hasta la orilla, y embarcados hacia el norte de África o el sur de Francia.

—Vaya…

—Molferrut estuvo siempre agradecido a la vida alegre de París. A los aristócratas les salió caro hablar tan bien el francés…, la lengua del amor y el lujo. En lo años veinte, viajaban a París marqueses, condes y grandes de España a disfrutar de los placeres mundanos que se ofrecían generosamente a quienes sabían dónde buscarlos. Cuántos fueron a París con los bolsillos llenos, y a su regreso entregaron el alma a Mefistófeles…

—¿Así empezó su gran fortuna el Mefistófeles del mar? Menudo pirata…

—Un pirata que jamás leyó un libro y no sabía otro idioma que el materno. Su castellano producía carcajadas en las reuniones de negocios. Pero su agilidad con las cifras dejaba a todos boquiabiertos. Dicen que en cuanto veía una finca rústica era capaz de adivinar exactamente el número de días que tardaría en arruinarse su propietario, y ya empezaba a calcular las ganancias que obtendría de su fragmentación en parcelas.

—A esto se llama sacar provecho a la tierra…

—No sólo de la tierra sacó provecho. También de la enfermedad.

—¿A qué te refieres?

—Cuando ya controlaba las compañías más importantes del país, hizo su incursión en la industria farmacéutica. Esperaba a los pilotos que venían de Estados Unidos y les compraba cajas de penicilina, que luego vendía a hospitales a precios muy superiores. También la enfermedad resulta rentable si uno sabe sacarle provecho, decía Molferrut al comunicar que acababa de añadir una empresa más a su telaraña financiera. Llegó a tener cien empresas, conocidas en toda España como la telaraña de oro.

—¿Y no tuvo enemigos que lo delataran?

—Sus enemigos no sobrevivían ni un día a las garras de sus sicarios.

Fabrizio asintió con un gesto. Sobre intrigas palaciegas, Italia podría dar lecciones al mundo entero.

—Tal vez resulte difícil comprender cómo nadie pudo echar el guante a éste bandido, ¿verdad, Ariadna?

—¿Qué se puede esperar de un mafioso que sale a cazar con el jefe del Estado?

—¿Con…? —No pronunció el nombre, no era necesario.

—Sí, con el Generalísimo compartía la afición por la caza. Y según rumores, ambos usaban bien la escopeta.

El italiano no captó la metáfora.

—Los dos amigos se despertaban juntos, ¿comprendes?

—¿Qué quieres decir?

—Los unía una fidelidad más allá de la amistad. La escasa estatura del Generalísimo buscaba protección en el caballero varonil.

—Como el cuento de los dos cazadores… que se aman hasta el amanecer. —Hizo un chasquido con la lengua.

—Nadie se atrevía a hablar mal de Molferrut. Tenía a medio país sobornado. Y al otro medio, aterrorizado.

—Me sorprende tanta facilidad para transportar por tierra y por mar productos de contrabando sin que ninguna inspección descubriera sus operaciones.

—El contrabando nació el mismo día que se establecieron los derechos de aduana en las fronteras y se constituyeron los monopolios. Pasar mercancías de contrabando ha resultado siempre una actividad muy lucrativa.

—Podría haberlo evitado una buena inspección de correos, ¿verdad?

—¿De correos? Bueno, tal vez sí. Pero…

—¿Pero?

—Molferrut se hizo nombrar director de Correos.

Por proximidad geográfica, Mallorca había mantenido con Argel un comercio activo. La crisis laboral provocada en la isla por la plaga de la filoxera a finales del XIX propició la emigración a ése país. En 1900 residían en Argel ciento sesenta mil españoles. Los patrones de las embarcaciones que transportaban a emigrantes al norte de África, en su viaje de vuelta traían artículos ingleses y orientales, perfumes, sedas, especias y, sobre todo, tabaco, para hacer rentable el viaje. Pero Molferrut alcanzó el nivel más alto de rentabilidad en el proceso de la emigración. Sus barcos zarpaban vacíos, recalaban en la isla de Cabrera para cargar piedras que se ponían al fondo del barco para darle más estabilidad y ante las costas argelinas barcos de mayor tonelaje le pasaban la mercancía.

—¿Ningún tipo de vigilancia dificultaba esta operación?

—Orán se convirtió en su lugar preferido para actuar con libertad. El peor enemigo de un contrabandista no es la vigilancia policial, sino la infiltración de un delator. Pero Molferrut encontró rápida solución a éste riesgo. La calza de arena o…

—¿O qué…? —Entonces recordé algo—. ¿Qué ocurre, Ariadna?

—El único documento que encontraron en el despacho de Molferrut fue el texto de una ley. Jamás escribía nada, para evitar dejar pruebas que lo inculpasen. Sin embargo, entre uno de sus libros apareció un documento.

—¿Qué documento? —preguntó.

—Era una antigua ley romana.

—¿No sabes cuál?

—Tenía una numeración que empezaba con C. Th. IX, creo…

—¿Era del libro noveno del Código? —Fabrizio no ocultaba su excitación.

—No tengo ni idea. Jamás he leído códices legislativos.

—Ariadna, el libro noveno del Código Teodosiano contiene cientos de castigos. Sobre todo, para delitos mayores. Describe minuciosamente cómo se debe castigar a un parricida, a un secuestrador, a un delator…

—¿A un delator? —Recordé cómo apareció el cadáver de Pablo Fuster. Pero él no fue un delator, ni un parricida ni un secuestrador—. ¿Qué otros delitos eran castigados con esa tortura?

—No lo sé. Habrá que averiguarlo. ¿Por qué le interesaría el Código? —preguntó Fabrizio. Yo seguía pensando en el cuerpo del sacerdote.

—No lo sé. —Desvié la mirada en otra dirección—. Coleccionaba incunables de todo tipo. Su pasión por amasar objetos de valor llegó a convertirse en una obsesión. No distinguía un tapiz de un tapete, y creía que un fresco era un cuadro pintado al aire libre; sin embargo llegó a poseer incunables y manuscritos de gran valor.

—Sí, pero el Código Teodosiano…

—No era uno cualquiera. Era una edición firmada por Mommsen a quien admiraba profundamente.

—¿Molferrut sabía… quién era Mommsen? —No resultaba fácil establecer una relación entre un prodigio de la filología clásica y un capitalista provinciano de mísera cultura.

—En una ocasión le habló de él su amigo Goebbels, el jefe de propaganda de Hitler…

—¿Y de qué conocía Molferrut a…?

De repente, me acordé de don Miquel y de su magnífica biblioteca. Yo sabía que no le importaba mucho el respeto a la ley. En más de una ocasión mantuvieron conversaciones padre e hijo relacionadas con su profesión. Lo mejor de la ley es saber cómo escapar de ella…

Pero ¿qué interés podía tener Molferrut en un código de leyes romanas del siglo V?

No tardé en averiguar quién era Margarita Cerver, la esposa de Molferrut que murió en un rincón de la biblioteca tras ingerir salfumán, poco después de que su amante Ricard la dejara para contraer matrimonio con una joven de Binissalem. Don Miquel Puigdorfila y Cervora era sobrino de Margarita, ambos descendientes de Karl von Serfoiier, amigo de Goebbels durante muchos años. Don Miquel y Margarita vivieron vidas muy distintas, y ésta no quiso que la relacionaran con su pariente de Barcelona por razones que nadie conoce verdaderamente. Se alimentó el rumor de un posible incesto entre tía y sobrino cuando Margarita adoptó el apellido Cerver, cuyo parecido fonético con el de su antecesor Serfouer es evidente. Margarita se casó muy joven con Molferrut, tal vez con la esperanza de conocer la felicidad que le fue negada en el seno de una familia que jamás aceptó que un miembro de su noble estirpe se casara con un nuevo rico.

En Mallorca sigue vivo el apellido Puigdorfila, pero no el apellido Cerver. Con la muerte de Margarita terminó la vida de éste apellido. ¿Falta de fe…?, se preguntó cuando encontró a su mujer en el suelo. Se había suicidado, como mi tía Anita. Y de la misma manera. Ambas entregaron sus vidas al poder corrosivo del salfumán. Margarita tenía en una mano la última carta de amor que le escribió su amante. En la otra, el libro que contenía toda una vida. La vida de su apellido.

Margarita dio tres hijos a Cristófol Molferrut. Mientras tanto, los descendientes del magnate siguen su lucha por mantener en silencio el origen chueta del apellido familiar, que consiguió a base de sangre y mucho dinero ser borrado de la lista maldita. Siempre hubo, por razones que nadie se atrevía a preguntar, una estrecha relación entre Iglesia, Estado y clan Molferrut. La limpieza de su apellido puede ser la respuesta. Desde hacía algún tiempo, yo me preguntaba si el azar actúa movido por los hilos del capricho o es, por el contrario, el resultado de un plan sabiamente articulado.

—Un momento, Fabrizio… —Mis pensamientos se sucedieron atropelladamente.

—¿Qué pasa?

—¿Puede tener esto algo que ver con la primera edición del libro de… Krafft-Ebing?

—¿A qué te refieres, Ariadna?

—¿A qué estaría dispuesto un bibliófilo para conseguir una edición única en el mundo? —Miré fijamente a Fabrizio. Enseguida supe que era Lluís quien podría darme la respuesta.