—¿Qué esperabas de mí?
—Eres injusta conmigo, Ariadna. Lo único que deseaba era que no corrieras peligro.
—¿Y no se te ocurrió mejor forma que el engaño?
Fabrizio bajó la cabeza. Continuó andando, con las manos en los bolsillos del pantalón. Del puerto llegaba una brisa cálida. El Paseo Sagrera, flanqueado por docenas de palmeras, nos recordaba que estábamos en la isla de la calma. Y del silencio.
—¿Qué miras? —Me detuve a contemplar la estatua de Rubén Darío.
—Llegó a principios de los años veinte. Como tantos otros, se refugió en Mallorca huyendo de las penas del alma. Y de los excesos.
—¿A qué te refieres? —preguntó Fabrizio.
—Vivía en París, excesivamente entregado a la vie parisienne… Fíjate en esta lira de bronce…
—En un monumento a un poeta no es nada raro. ¿No se representa a Apolo tocando la lira?
—«Y que sirvan de polen tus cenizas en nimbo azul de un florecer humano, salvándose los valles fronterizos conversos y con rosas en la mano». —¿De quién es?
Me acerqué a la estatua, señalé el nombre que aparecía bajo los versos.
—¿Por qué crees tú que un escritor interrumpe una obra? —Miré de frente al toscano.
—¿Qué quieres decir?
—Rubén Darío empezó una novela que nunca terminó. La isla de oro.
—¿Y qué tiene eso de raro? Muchos artistas tienen obra inacabada…
—Déjate de tópicos, por favor.
—¿Qué quieres que te diga, Ariadna? No tengo ni idea de qué novela me hablas.
—Claro. Porque no la terminó, y no la publicó. Pero yo he leído algunas páginas. Mi abuelo conservaba los periódicos.
—¿Qué periódicos?
—Parte de esa novela se publicó por entregas en un periódico de Buenos Aires.
—Entonces sabes tú más que yo. —Seguíamos mirando la lira de bronce.
—Al principio vivió en casa de Juan Sureda, intelectual muy influyente. Luego se refugió en Valldemossa. La Cartuja le dio la paz que buscaba, cuando el alcohol ya estaba a punto de acabar con su vida. Allí empezó a escribir La isla de oro.
—Bonito título.
—La decadencia de Europa…
—¿Por qué crees tú que no la terminó? —Ahora él me hacía la pregunta.
—Tal vez daba demasiados detalles de lo que ocurrió ahí dentro… —Señalé el castillo de Bellver, que se alzaba imponente a lo lejos—. Lo que ocurrió entre esos muros nadie lo sabrá nunca.
—¿Cuánto tiempo vivió aquí? —Fabrizio contemplaba el rostro del poeta.
—Dos años.
—¿Y en dos años…?
No terminó la pregunta. ¿Qué hizo el poeta en dos años para merecer una estatua? Se retiró a Valldemossa, entregado a la meditación, tras una estancia fugaz en casa de su anfitrión. Qué vio entre aquellas paredes… es algo que sigue siendo un enigma.
—Dos años…, y se gana una estatua. No está nada mal. —Chasqueó la lengua y torció la boca. Su ironía me desagradó.
—Sin embargo, por cuarenta años una sola calle… —Mi intención fue vengarme.
—¿A qué te refieres?
Lancé una mirada inquisitiva.
—¿Qué ocurre, Ariadna?
—¿Quieres dar un paseo por la calle del… archiduque Luis Salvador?
Fabrizio palideció. Se apartó de la estatua, y también de mí. Al verlo de perfil, me pareció menos alto.
—No te preguntaré nada que tú no quieras contarme.
Estuvo ausente unos segundos. Al sugerir que continuáramos el paseo, asintió sin decir nada.
Al día siguiente, tenía que regresar a Florencia a última hora de la tarde. Le propuse visitar Jemsalén, una original obra que se exponía en Es Baluard el día de la inauguración. Quedaban varios interrogantes por resolver. El más importante afectaba a nuestros sentimientos. Yo apenas sabía quién era él en realidad.
Desde el Paseo Sagrera hasta la plaza Santa Catalina había un largo trecho, que nos vino bien para sofocar silencios que de otro modo se habrían hecho insoportables. Dado que aquél sería nuestro último día juntos, cumplimos con la agenda que habíamos programado en su momento. Almorzamos en Casa Eduardo, cerca del Club Náutico.
—¿Qué te parece que almorcemos en el puerto frente a un baluarte medieval?
—Fantástico.
Sorteamos las redes que estaban tiradas por el suelo. Las barcas reposaban, tras culminar su faena.
—La especialidad de la casa es caldereta de langosta. Te la recomiendo.
—Estupendo.
Un olor a pescado fresco nos invadió al subir las escaleras. Una vez dentro, el aroma a caldereta de langosta era ya inconfundible.
—Yo tomaré el mero a la plancha con hierbas silvestres. Por cierto, ¿te gusta el bacalao?
—Sí.
—Entonces probarás la esqueixada. Lleva bacalao, pimientos y aceitunas negras.
—¿Y esto…? —La etiqueta de la botella llamó su atención.
—Ya ves…, hasta en el vino tenemos a buenos artistas.
—Qué imagen más… inquietante. —Acertó en el calificativo.
—Ánima Negra, 2001. Miquel Barceló diseñó varias botellas.
—¿Miquel Barceló?
—Sí. Un artista muy importante aquí.
Durante un rato me quedé observando la etiqueta. No pude evitar recordar a Pablo Fuster, y las dos víboras muertas junto al cadáver.
Un helado de higos culminó nuestro último almuerzo en Palma. El café, lo tomamos en El Pesquero.
—Aquí no hay amaretto, mi dispiace…, ni seductoras botellas de cristal de Murano. —Quise disimular la seriedad con una broma que resultó poco apropiada.
Después recorrimos la bahía en un paseo que equivalía a una despedida. Lucía un sol espléndido. Con el mar a nuestra derecha y la catedral de frente, hablamos de nuestro primer encuentro en Florencia. Inevitables silencios se interpusieron en la conversación, que a pesar de todo me ayudó a saber algo más del toscano.
—¿Por qué habiendo estudiado Historia y Arqueología te dedicas al arte? —Le sorprendió la pregunta. Al girarse hacia mi, capté una arruga que antes no estaba.
Se puso tenso.
—No ha sido difícil, ¿sabes?
—¿El qué?
—Averiguar por qué me invitaste a Florencia.
—Ya te lo expliqué, Ariadna.
—¡No me explicaste nada! —Pedí disculpas por haber levantado la voz. Encendí el último cigarrillo que me quedaba—. Todavía no sé por qué no vi el cuadro de Andrea del Sarto. ¿No iba a restaurar la Disputa de la Trinidad…? ¿Quién levantará el dedo por mí? ¿Lo harás tú?
No respondió. Disminuyó el paso.
—Por cierto, ¿por qué tanto interés en que estuviera cerca del Palazzo Pitti, si tampoco lo visité?
—Necesitábamos más tiempo, eso es todo.
—¿Más tiempo? ¿No será que tuviste miedo de que me acercara demasiado a tus lares?
—¿De qué hablas?
—Dime, Fabrizio…, ¿también a ti te llamaban el «sabio de la casa»? —La pregunta le hirió. Pero yo necesitaba saber cuál era la verdadera razón de la invitación a Florencia.
Sin embargo, Fabrizio no parecía dispuesto a responder. De pronto, el italiano parecía haber perdido la seguridad que tanto me impresionó el día que lo conocí.
Subimos a un taxi. Íbamos a asistir a uno de los eventos más esperados del momento. Por tercera vez, se inauguraba un museo que estuvo acompañado de polémica desde su origen. A su primer intento de inauguración, siguió en dos ocasiones su cierre. Las razones nunca estuvieron claras. Esta vez, parecía que la inauguración iba en serio. Las murallas medievales, que en el siglo XVI adoptaron la forma que tienen hoy, permitían finalmente albergar en su interior valiosas colecciones de arte. Diez años después de que el ayuntamiento de Palma cediera los terrenos para su construcción, la ciudad podía presumir de tener uno de los museos más bellos del mundo. Su emplazamiento frente al mar, entre la catedral y el castillo de Bellver, ofrecía un espectáculo único.
Obras de arte que durante mucho tiempo no estuvieron expuestas al público ahora lucían soberbias entre muros de piedra centenaria y una sabia combinación de acero, hierro, cristal y madera en perfecta armonía con la luz del Mediterráneo.
Como mezcla entre baluarte de religión y de culturas, un artista catalán ofrecía su peculiar canto a la convivencia entre razas. Con una referencia al Cantar de los Cantares de Salomón, su obra rendía homenaje a la palabra universal.
—¿Qué es esto? —preguntó Fabrizio, ante unas piezas circulares de gran tamaño.
—Gongs…, son su instrumento favorito. —Señalé la fotografía del artista que presidía la sala.
—¿Gongs?
—Instrumentos de percusión.
—Ya sé lo que son, pero no entiendo qué relación hay entre Jerusalén y…
—¿Quién ha dicho que el arte esté hecho para que tú lo entiendas? Tierra, aire, sangre, semen, caos, silencio. —¿Qué?
—Palabras que identifican la obra del artista.
—¿Y cada uno de los gongs simboliza…?
—Más o menos.
—¿Cuál es el semen?
—Guárdate la ironía para otra ocasión.
—Lo que más me gusta son las murallas de fuera.
—No tienes sensibilidad. —Se encogió de hombros, y buscó la salida.
—Dejo que tú mires las figuritas, yo te espero fuera. Prefiero contemplar la bahía. Nada de lo que hay aquí dentro iguala la belleza del puerto. Quién sabe cuándo volveré a verlo…
—¿Me vas a dejar sola aquí?
—No te dejo sola, Ariadna. Salomón te acompaña. Míralo ahí… —Con la barbilla señaló la estatua del rey sabio.
Una escultura simbolizaba a quienes acuden al templo de Jerusalén en busca de su identidad. O algo así.
—De acuerdo, no tardaré. —Ya se había ido.
Avancé lentamente por cada una de las salas del museo. Había algunas obras impactantes. Otras me parecían feas y vacuas. Una inmensa pieza a la entrada estaba sujeta con cuerdas; se había desmoronado. Su artífice no contó con la presencia del viento, y un día de invierno la escultura se vino abajo. Un museo frente al mar, y el escultor no cuenta con el embate del viento…, incluso el arte contemporáneo está sujeto a las fuerzas de la naturaleza. El toro de Calatrava, nombre que los mallorquines dieron a esa extraña sucesión de cubos superpuestos que parecen desafiar al viento, da la bienvenida a quienes visitan Es Baluard. Al toro, después del percance, nadie se atreve a acercarse.
Lamenté que Fabrizio no estuviera a mi lado para intercambiar impresiones. Cuando llegué a una sala donde colgaba un inmenso cuadro de Miquel Barceló, observé a dos hombres que hablaban en voz baja. Uno de ellos vestía un elegante traje de seda fría, algo pronto para ése tejido. Aún no había llegado la primavera. Del otro, no pude ver su rostro porque estaba de espaldas sacando documentos de una carpeta.
Recorrí las cuatro salas, todas llenas de gente muy bien vestida y luciendo su mejor sonrisa. Hombres y mujeres, guapos, perfumados y elegantes como nutrias. Era un gran día para el museo, cuyo objetivo era mostrar al mundo la riqueza cultural de la isla. Como si fuese necesario hacer alarde de lo mejor de sí mismo. Todos sostenían una copa de cristal llena de vino o de cava, nada del vasito de plástico habitual en las inauguraciones corrientes. Aquélla era una ocasión especial, y había que celebrarlo por todo lo alto. Deliciosas viandas preparadas por Can Frasquet aseguraban deleites infinitos en las bocas de hombres y mujeres que acudían a su cita con el arte. Al ver los mazapanes y amargos de coco, recordé las tardes de domingo junto a mi abuela, que era aún más golosa que yo.
Pocas veces se inaugura un museo en lugar tan privilegiado como el de Es Baluard. Por el simple hecho de estar frente al mar, fue un placer visitarlo. El contenido pictórico merecería un juicio aparte, pero aquel día no acudí a valorar las obras colgadas de sus paredes, sino a contemplar la peculiar obra Jerusalén que, según los entendidos, era una obra de excepcional belleza.
Éste nuevo museo se proponía ser el número uno, superando al Gran Hotel y a la Fundación March. A su favor tenía muchas ventajas. Una, su ubicación; otra, la personalidad de su amo (era su amo, sí. Así lo llamaban, L’amo, como en época feudal). Pero la ventaja más importante era la procedencia de sus cuadros. Las obras que anunciaban para su próxima exposición despertaban todo tipo de incógnitas. Mucha gente no había oído hablar jamás de ellas.
La familia en metamorfosis estaba en boca de todos. El Museo Reina Sofía lo iba a ceder durante dos meses al nuevo museo de Palma en la próxima temporada. Nadie lo había visto nunca.
El astrónomo era otro gran reto. ¿Conseguiría L’amo colgarlo en las paredes de su museo?, se preguntaban quienes conocían la historia de ése lienzo, que llegó a convertirse en la obsesión de Hitler.
Por qué se elegían cuadros tan raros era algo que nadie comprendía. Para impresionar, decían unos. Es un extravagante, opinaban otros refiriéndose al singular propietario. Había, sin embargo, quien opinaba que la elección de esos cuadros reflejaba el altísimo nivel cultural de la isla.
—Mira ésa que va de rojo…, ¿sabes quién es? —preguntaba una señora a su amiga sin preocuparse por el volumen de su voz.
—No, ¿quién es? —preguntaba la otra, vestida de riguroso negro.
—La ex de Salas —dijo la primera mujer, llevándose una mano a la boca. La intriga prometía.
—¿La que se lio con…? —No era necesario acabar la frase.
—Sí.
—Vaya, por fin la veo de cerca…
—¿A que no se le nota nada?
—¿El qué?
—¡Qué va a ser, mujer! —Acercó su copa de vino a la altura de los ojos.
—Ah…, ¿se ha operado? —aventuró la otra mujer, satisfecha de recibir tal confidencia. Cuando una mujer descubre que otra se ha operado se siente mejor consigo misma.
Las dos féminas, agarradas del brazo cual siamesas, recorrían las salas del museo con una copa llena de vino, sin importarles mucho qué cuadros colgaban de las paredes. Se acercaron a los gongs, y elogiaron su corusco bronce.
Me alejé de ellas, en busca de un panorama menos siniestro. Oía a mi alrededor susurros de personas que hablaban sin querer ser oídas. De los susurros surgen grandes negocios. Cuando me acerqué para ver los detalles del cuadro de Barceló, vi a mi lado al hombre de antes. Lo miré, y tuve una sensación extraña. Me quedé paralizada.
—¿Aún no te has cansado? —Fabrizio entró en aquel instante. Al verme frente al cuadro, pero sin mirar el cuadro, se acercó y me cogió del brazo.
—Ariadna… —Iba a proponerme que saliéramos de allí.
—¿Te estás aburriendo? —le pregunté.
—Oh, no… —Reaccionó igual que yo al ver a ése hombre.
—¿Lo conoces? —pregunté.
—Vámonos, Ariadna.
—¿Quién es? ¿Acaso lo conoces?
—Igual que tú. —Tiraba de mí hacia la salida.
—Yo no lo conozco. —Enfaticé el no.
—¿Y por qué te has quedado mirándolo como si hubieses visto un fantasma?
—Porque su cara me recordaba a alguien.
—¿A quién? —preguntó mirando de reojo, pero sin volver la vista atrás.
—El día que salí a navegar con Lluís vi a unos hombres entrando en la galería de arte. Sueños y pesadillas…
—¿De qué hablas?
—¡Vámonos, Fabrizio! Tengo que ver a Lluís enseguida.
—¿A quién?
—A mi amigo, el que vive en Deià.
Fabrizio se detuvo, y se dio la vuelta. Quería asegurarse de haber visto al hombre que él creía haber visto.
—¿A cuál de los dos conoces? —pregunté.
—¿Qué?
—Tú también lo conoces, ¿verdad?
—Quisiera equivocarme, pero me temo que…
Entonces el hombre se percató de nuestra presencia. Su mirada insistente hizo que el otro se diera la vuelta. Sus ojos se posaron inmediatamente en Fabrizio.
—¡Corre, Ariadna!
—¿Pero quién es?
—No preguntes. ¡Corre!
Salimos corriendo, tras dar algunos empujones a señoras que veían el mundo sobre tacones de diez centímetros. No había tiempo para pedir disculpas. Evité pisar un trozo de pimiento que se debió de caer de una coca de trampó que alguien tuvo la suerte de saborear. Nos dirigimos a la avenida Argentina donde tenía aparcado mi coche. Lo puse en marcha rápidamente, y en pocos segundos crucé Jaime III y vía Alemania.
Cómo una ciudad tan pequeña puede sostener tantos coches…, lamenté mientras esquivaba un todo terreno de color negro. Cuando por fin dejé atrás el dédalo de calles, conduje a una velocidad superior a la permitida por la sinuosa carretera que lleva hacia Deià. No sabía si encontraría a Lluís en casa, pero tenía que intentarlo. Su maldita manía de vivir sin teléfono me podía costar la vida. Pero eso a él no le importaba. Escribiendo en su casita de piedra lejos del mundanal ruido, el navegante solitario había conseguido hacer realidad el tópico virgiliano de la paz bucólica en el campo. Tienes que venir en otoño, cuando el aire huele a brezo y a humo de leña…, decía Lluís cuando yo elogiaba el verdor de sus plantas a principios de verano.
—¡Nos vamos a matar, Ariadna! —Fabrizio se agarraba al asiento.
—Antes de que disparen ellos, prefiero morir contra estas rocas.
—¿Estás loca?
—¿Por qué no me dices de qué los conoces? —pregunté sujetando con fuerza el volante.
—No estoy seguro, pero me ha parecido que… ¡Ariadna, ve más despacio!
—La mentira me excita. Así que te conviene decir la verdad, si no quieres acabar en las fauces de Poseidón.
—De acuerdo, de acuerdo. Pero conduce despacio, por favor…
—¿Para qué? ¿Para que nos alcancen? —Miré por el retrovisor. De momento, no veía más que asfalto.
—¿Por qué crees que nos siguen? —Se sujetaba al asiento con los brazos agarrotados.
—¡Contesta primero!
—Al de negro… lo conocí en Siena. Es amigo de mitío.
—El monstruo de mirada libidinosa… —Me acordé del repollo negro. Y del maldito fegato.
—Ya sé que nunca te resultó simpático.
—¿Simpático? Me conmueve tu filantropía.
—Es algo cínico, eso es todo…
—No te andes con rodeos. Quiero que me hables de quien nos pisa los talones, no de un pobre diablo que come hígado de conejo.
—Es Lucio Fendelli… un marchante de Milán.
—¿Y el otro?
—No lo conozco. Pero eso no importa. El peligroso es…
—¿Peligroso? ¿Significa algo que hoy se encuentre aquí y hace unos días estuviera en una galería de Andratx?
—Sí, tiene mucho que ver —dijo en voz baja.
—¿Tiene que ver con la desaparición del cuadro de Tommè del museo de Pedralbes?
Yo iba atando cabos a cien kilómetros por hora. La sucesión de curvas podía ser mortal.
—¿A qué te refieres? —Seguía agarrado al asiento, sin dejar de mirar al frente. Como si con ello pudiese evitar un choque mortal.
—Te lo repito: el cuadro de Tommè.
No contestó.
—¿Me has oído?
—Sí.
—¿Sí, qué? ¿Lo recuerdas?
—Lo recuerdo, Ariadna.
—¿Por qué desapareció mientras yo lo estaba restaurando?
No hubo respuesta. Pisé el acelerador.
—¡Por favor! —Le daba pánico la velocidad. Y, sobre todo, el mar. Desde aquella altura se adivinaba siniestro.
—Si quieres que no pise el acelerador, contesta a mi pregunta.
—Mi tío se dio cuenta de que… —Titubeó antes de continuar.
—¿De qué?
—Supo que habías visto la inscripción.
—¿Qué inscripción?
Miró hacia la derecha.
—¿Qué inscripción?
De pronto, me acordé. Ad ripam…
Yo no había entendido qué significaban esas palabras latinas en una esquina del cuadro. Junto a la orilla…, pero no había orilla en el cuadro. Ninguna figura indicaba que la escena estuviese ambientada en las proximidades de un río.
—Ad ripam…, se refiere al marco. —Su voz era apenas audible, casi un murmullo.
—¿Qué es lo que había en el marco?
Bajó la cabeza.
—¡Contesta, maldita sea!
—Veinte millones de euros…
—¡¿Qué?! —Hice un giro brusco con el volante. Fabrizio se quedó blanco.
—Te lo suplico, Ariadna.
—Lo mismo hago yo, y no respondes.
—Era la cantidad que Lucio Fendelli pagó a mi tío para que se retirase el cuadro.
—¿Tanto valía?
—Ya te lo he dicho. Pagaron esa cantidad no por lo que valía, sino por lo que ocultaba.
—Entonces… —Traté de ordenar datos que tal vez estuvieran relacionados.
—No comprendo qué hacía ése hombre delante de un cuadro de… —Él pensaba en voz alta, pero yo no lo escuchaba.
—Los pergaminos tenían esa misma inscripción… —sentencié con voz neutra.
—¿De qué estás hablando, Ariadna?
—No hay tiempo para hablar, es hora de actuar.
—¿Qué piensas hacer?
Miré por el retrovisor. Un coche negro nos seguía, cada vez más cerca. Pisé el acelerador, aunque sabía el riesgo que eso suponía en las curvas que estaban a punto de llegar. Pero yo conocía bien la Serra de Tramuntana. Quedaban diez minutos para entrar en Deià. Tenía que llegar hasta la casa de piedra. Era cuestión de vida o muerte.
Pensaba en aquel hombre de traje gris, y en el otro vestido de negro.
El fantasma de Andratx…, el barco volando por los aires. Fuego criminal.
—S P S T… —murmuré.
—¿Qué significa? —Fabrizio estaba muerto de miedo. Las curvas no cesaban.
—Sociedad Protectora de la Serra de Tramuntana. —¿Y…?
—Qué genio quien inventara las siglas… —Hice una mueca de satisfacción.
—S PST —repitió—. No conozco esas siglas.
—Asesinos en potencia. —Seguía mirando por el retrovisor, el coche negro estaba cada vez más cerca.
El deportivo nos pisaba los talones. Ya no había duda de que iban a por nosotros. Un camión que venía de frente por la estrecha carretera lo obligó a disminuir su marcha. Gran ventaja la de los coches pequeños como el mío, pueden seguir a su ritmo como si no pasara nada.
El flamante coche de carreras se había separado unos metros de mi Mini Cooper, y aprovechando una curva que para ellos sería imprevista pero que yo conocía bien, gané distancia y algo de tiempo. Hice un giro en un desvío medio oculto, imposible de ver para quien no conociera el lugar. El flamante Lamborghini seguía su enloquecida marcha.
Por fin respiramos tranquilos.
Poseidón pudo calmar su apetito. Miura, un pura sangre. El modelo más espectacular del motor italiano acababa de librar su última batalla con otra fiera. El mar.
Nos miramos en silencio. Invadió el interior del coche la más absoluta quietud. Dos monstruos acababan de desaparecer.
Pero a mi lado tenía a un desconocido.
—Y ahora, dime qué pasa. —Crucé las manos sobre el volante.
—Yo…
—Si no hablas, piso el acelerador y te mando al infierno.
—Lo siento, Ariadna. Jamás pensé que estarían aquí. —Si pisaba el acelerador, ambos caeríamos en el vacío.
—No te he pedido una disculpa. Te he preguntado qué pasa.