El Salón de Actos estaba lleno. Acudieron a Son Lledó alumnos de todas partes, alentados por la expectación generada tras la publicación de un artículo en la prensa. «La Nietísima, acompañada de un experto italiano». Un titular tan ambiguo como inquietante. Yo sabía que mi amistad con Lluís suscitó en su día todo tipo de comentarios. Pero no esperaba que, después de tantos años, alguien los aprovechara para elucubrar sobre mi relación con el clero. Mi abuelo fue el más importante restaurador del patrimonio eclesiástico. Y muchos no perdonaban mi hermetismo relacionado con historias que me contaba sobre iglesias y catedrales.
La Iglesia había manifestado su malestar por unos rumores que la acusaban de impedir los avances de la obra por temor a que en ella se descubrieran secretos que deseaba mantener ocultos.
La conferencia iba a empezar a las diez. Lucía un sol espléndido, y la temperatura era la usual de un cálido mes de abril en la capital palmesana. Incluso el profesor Grimait, conocido en la universidad por no haber faltado jamás a sus clases de fonética, asistió al evento. Hay quien dice que por curiosidad profesional. Su obsesión por detectar errores en la pronunciación ajena le impulsaba a asistir a conferencias sobre temas de los más variopinto. En esta ocasión, escuchar a un profesor de Florencia hablando de un mural realizado por un pintor mallorquín despertaba en él un interés indiscutible.
Todos estaban ansiosos por conocer detalles del gran misterio del templo. Iban preparados para intuir más que para ver, eso habían aprendido en las clases de arte. Futuros artistas…, éste era el saludo con el que siempre iniciaba sus clases el profesor Durán. Durán instruía a sus alumnos en historia, política, economía, sociología, pintura, filosofía, escultura, religión. Todo ello constituía, según el profesor ibicenco, la esencia del arte. Y, por encima de todo, les inculcaba el sentir de Terencio nada de lo humano me es ajeno. La obra de Bonnín no resultaba, desde luego, ajena a nadie en la isla. Pero eso aún no lo sabían.
Desde que empezó su obra el artista, una maldición parecía amenazar la isla. Había muerto un obispo, yo casi volé por los aires, se prohibió ver el mural, desaparecieron mis pergaminos, y de repente descubro en Fabrizio a un enemigo… Hubiera querido invitar a Lluís para presentarle al italiano. Pero no habría aceptado. Con sus guías insólitas, tenía material suficiente para entretenerse solo.
Salimos de casa a las nueve y media de la mañana, y tomamos un taxi en dirección a la carretera de Valldemossa. El día era apacible, sereno. Pinos, encinas y olivos poblaban el campo que otorga a Mallorca esa placidez que la hace tan diferente al resto del mundo. Sus molinos, quietos por la ausencia de viento, eran testigos del paso del tiempo portierras milenarias.
En el interior del taxi, se instaló entre nosotros un silencio incómodo durante el recorrido. Miré mis uñas varias veces, me atusé el pelo, pinté por segunda vez mis labios de color rosa pálido. Tan preocupada estaba por disimular mi inquietud, que al dejar la barra de labios en el bolso di un codazo involuntario a Fabrizio.
—Perdona…
No dijo nada. Siguió mirando por la ventanilla preguntándose tal vez cómo sería el lugar al que nos dirigíamos.
—Qué bonito edificio —comentó al divisar una construcción moderna pintada de azul.
—Es la cárcel. —Me avergoncé de que el italiano confundiera nuestra universidad con la cárcel.
El revuelo por nuestra llegada no se hizo esperar. Multitud de jóvenes aguardaban en la puerta, ansiosos por observar qué aspecto tenían las dos personas que disfrutaron el privilegio de conocer una obra que ninguno de ellos había podido ver.
En lugar del bullicio esperado, había calma en la puerta principal. Fabrizio me precedía, y yo iba tras él con paso rápido evitando cruzar miradas con estudiantes que sentían curiosidad. El Diario de Mallorca había publicado la celebración del acto. Y en la fotografía de archivo yo aparecía con pelo largo y con un peinado muy distinto al que llevaba ahora. El pelo, muy corto, debió de desconcertar a muchos. Mis pantalones de lino, de un color verde pistacho y casi transparentes, tal vez sorprendieron a quien estuviera esperando a la nieta de un amigo del obispo. Sobre Ariadna Gaspí corrían muchos rumores en la isla. Que pasaba muchas horas en compañía de sacerdotes, que tenía amistades en el obispado, que su abuelo tuvo mucha influencia en el cabildo… Pero ninguno de esos rumores definía la personalidad de quien ahora avanzaba con paso decidido y mirada firme junto al restaurador de frescos más importante de Italia.
El decano salió a recibirnos, seguido de un profesor de mediana edad. Fuimos conducidos al Salón de Actos, que ya estaba repleto desde primera hora de la mañana. Transcurrieron unos minutos entre saludos y bienvenidas, y en poco tiempo los estudiantes rezagados ocuparon sus asientos.
Eché un vistazo al auditorio. Reconocí a exalumnos de Montesión, institución educativa que sigue nutriéndose de los más pudientes de la isla. Dicen que los jesuitas se caracterizan por su sentido del humor, aunque dudo de que sea ésta la razón de su preponderancia. En Mallorca, la mayoría de sus alumnos continúan la estela de su progenitor, de tal forma que abogados, notarios, banqueros y médicos comparten un mismo emblema en su orla académica. En algunos rostros intuí la razón de su asistencia al evento: encontrar un motivo de querella. Todo aquello que pusiera en peligro el secreto guardado durante siglos debía mantenerse protegido. Y yo representaba un riesgo.
En la mesa todo estaba preparado para que Fabrizio empezara su exposición. Un panel era cuanto iba a necesitar. Me senté en un extremo, y dejé sobre la mesa las dos carpetas que contenían los documentos que ambos conocíamos de memoria.
Se oía un murmullo. Los ojos de Fabrizio recorrieron la sala. Al fondo, una fotografía de los reyes de España presidía la pared pintada de blanco. Un ventanal a la izquierda dejaba ver el campus de la universidad, que apenas había cumplido un cuarto de siglo. En los rostros de los asistentes había inquietud, nerviosismo. El profesor bebió un sorbo de agua, de un vaso de cristal reluciente. El decano hizo la presentación de rigor, acto que le llevó varios minutos porque mencionó —una por una— las publicaciones de Ubriachi sobre iconografía del Renacimiento. Algunas las confundió, porque no eran suyas sino de su tío, el insigne Gaetano Ubriachi. Fabrizio consultó la hora sin disimular el gesto. Y no se esforzó en devolver el puño de la camisa a su sitio, dejando al descubierto su reloj imponente con cinco esferas. Un sol radiante iluminaba la sala, a través de ventanales que dejaban ver los almendros. Entonces lo comprendí.
No era su forma lo que hacía únicos los dos relojes. Sino la figura medio oculta en su esfera, y que ahora refulgía con los rayos de un sol radiante. La corona junto a un triángulo representaba los rayos de luz. El final de la búsqueda.
El silencio cruzó la sala cuando le fue cedida la palabra. Los estudiantes estaban inmóviles, parecía que no respiraban.
—¿Quién descubrió América? —Se miraron con perplejidad.
»¿Quién descubrió América? —repitió Fabrizio levantando un poco más la voz; la nuez de su garganta ocupaba el centro del cuello de una camisa de seda cruda. Su tez morena y ojos profundamente negros contrastaban con el color beige claro del traje de lino.
Algunos me miraron con asombro. ¿A qué venía aquella extraña pregunta?
—¿Por dónde sale el sol? —fueron las siguientes palabras, dirigidas al sol que entraba por los ventanales.
A esta pregunta siguió un murmullo que no sorprendió a Fabrizio, ni a mí tampoco. Lo que me sorprendió fue la pregunta, no sabía adonde pretendía llegar.
—Los Reyes Magos viajaron desde Oriente…, ¿para ir hacia dónde? —Era consciente del impacto que producían sus palabras.
De pronto, el estupor invadió el rostro de unos jóvenes que, seguro, no se arrepentían de haber ido a escuchar al italiano. Por fin sabrían qué secreto ocultaban doscientos mil kilos de barro.
—Ni Cristóbal Colón descubrió América, ni Oriente es un lugar geográfico, ni los Reyes Magos fueron a adorar a Jesús. —Pronunció la frase con una solemnidad digna de Tucídides.
Las miradas reflejaban el impacto que causaron estas palabras. Unos contemplaban el panel colocado en el centro de la sala, y que estaba tapado. Tal vez en él estuviera la respuesta a tan sorprendente comienzo.
—Borren ustedes de su mente la fecha de 1492, y cámbienla por la de 1341.
Una joven estuvo a punto de levantar la mano.
—Porque no hay más fecha histórica que la de 1341 —contestó Fabrizio, adelantándose a la pregunta—. Existe 1492, porque antes existió 1341…
Nadie parecía entender el misterio, pero siguieron escuchando. Estaban seguros de que al final lo entenderían.
—Oriente no es Oriente, sino el lugar de la luz.
Esto no les parecía nuevo, ya lo habían oído otras veces.
—Olvídense de Melchor, Gaspar y Baltasar.
La expectación era cada vez mayor. No podían imaginar lo que les tenía reservado el toscano.
—Amor, poder, saber…, he aquí los tres pilares que sostienen al ser humano. Amor… —Me obsequió con una mirada elocuente.
Algunos no podían ocultar su decepción al oír la última frase. Esperaban averiguar qué nombres sustituirían a los Magos de toda la vida.
—Parsifale…
Retiró la tela del panel. Todas las miradas se posaron en nueve letras. El nombre de Parsifale escrito con letras rojas.
—El Grial custodiado por los caballeros del Temple…
Un murmullo obligó a Fabrizio a interrumpir el discurso. Su mirada furba bastó para que todos callaran inmediatamente. Y prosiguió:
—… fue llevado a Oriente en una nave de velas blancas con cruces rojas. Simbólicamente, éste traslado representa que la iniciación templaría se aparta del mundo y comienza un período de ocultamiento y secretos. El Grial se lleva precisamente al lugar donde surge la luz, donde nace el sol: Oriente, lugar de origen de la propia Orden. A partir de entonces, Oriente será responsable de la custodia y protección de la tradición espiritual templaría.
Al oír esta palabra me acordé del Cali. ¿Qué quedaba del viejo barrio judío? ¿Por qué fueron borradas sus huellas como si se tratara de un barrio de leprosos? ¿Qué fue del barrio del Temple…? Como tantas preguntas que me hacía sobre Mallorca, tampoco para éstas hallé respuesta. Tal vez escuchando al italiano conseguiría vencer la zozobra que me invadía.
—… Cuando el infante portugués Enrique el Navegante envió a sus marineros hacia las Indias, diciéndoles «Id y traedme noticias», estaba poniendo de manifiesto un secreto templario que había sido conservado y revelado por la Orden de los Caballeros de Cristo. Esta orden fue creada por el rey Dionís de Portugal, para ser el receptáculo del Temple tras su abolición. La Orden de Cristo fue aprobada por el papa Juan XXII en 1319, y los caballeros renovaron en ella sus antiguos votos conservando sus insignias pero añadiendo una pequeña cruz blanca sobre la cruz paté roja.
Fabrizio se detuvo un instante. Dejó que los estudiantes asimilaran cuanto acababan de oír. Observó que todos miraban las letras escritas en rojo. Y continuó:
—Una vez disuelta la Orden de los Templarios, la tradición quedó fragmentada en tres partes: el amor se quedó en la Orden del Císter; el poder fue recogido por la francmasonería; y el saber continuó su camino en el movimiento Rosacruz. He aquí la divisa de los rosacruces:
Ex Deo nascimur;
in Jesu morimur;
reviviscimusper Spiritum Sanctum.
»A lo largo de los siglos, ha habido numerosos intentos de restaurar la Orden templaría que tan dramático final tuvo en el siglo XIV. En pleno siglo XXI, en el sur de España ha surgido un movimiento para recuperar las Órdenes de Caballería. En Granada, se han ordenado los siete primeros caballeros de la Orden del Santo Sepulcro de la Real Basílica de San Juan de Dios, ceremonia que estuvo apadrinada por el Priorato Magistral de la Orden Soberana y Militar del Temple de Jerusalén. Su objetivo es salvaguardar los restos de san Juan de Dios. Para ser caballero del Santo Sepulcro, se exige una titulación universitaria. Uno de estos siete caballeros es designado depositario de las llaves del sepulcro. En caso de guerra, por ejemplo, éste podrá abrir la urna y guardar las reliquias del santo en un lugar de alta seguridad…
Fabrizio supo entonces que era necesario interrumpir el discurso. La estupefacción era la expresión común en el rostro de todos. Jamás pensaron que asistirían a un discurso sobre la fundación de una Orden de Caballería.
Merecían un respiro.
Mientras unos cambiaban de postura, otros se miraban entre sí y algunos seguían con la vista fija en las nueve letras del color de la sangre, Fabrizio esperaba el momento para dar su sorpresa final a quienes creían conocer a su artista local.
XPO FERENS
De repente, estas letras en color rojo y blanco ocuparon el centro del panel. Era una sigla cuyo significado resultaba imposible adivinar. Podía ser cualquier cosa.
—¿Para qué se fundó la Orden de los Caballeros Templarios hace ochocientos años? ¿Para proteger a los cristianos en su viaje a Tierra Santa? —Fabrizio preguntaba, aunque no esperaba respuesta. Los oyentes no salían de su asombro. Cogió, entonces, uno de sus cuadernos y leyó en voz alta—: «El mismo año en que fue coronado Balduino II como rey de Jerusalén, allá en 1118, unos nobles caballeros llenos de devoción y temerosos de Dios hicieron votos de castidad, pobreza y obediencia perpetua. Como no tenían iglesia ni lugar para vivir, el rey les cedió un lugar donde pudieron vivir en su palacio, debajo del Templo del Señor…».
»¿Un espacio de mil metros para nueve caballeros pobres? ¿No les parece a ustedes excesiva generosidad la que tuvo el rey Balduino con esos humildes servidores de Cristo? ¿Y qué hacían mientras estaban hospedados en tan amplia mansión palaciega? ¿Trabajaban? ¿Protegían a los peregrinos que acudían a Tierra Santa? No… Nada de eso.
La exposición de Fabrizio se había convertido en un monólogo. Él preguntaba. Él respondía.
—Pasaron nueve años encerrados dentro del templo. Encerrados. ¿Haciendo qué? ¿Meditación? ¿Nueve años meditando… sobre qué?
XPO FERENS
Las letras de color rojo y blanco seguían ocupando el centro del panel.
—«El que lleva el Cristo…», he aquí el significado del nombre de Cristóbal Colón, abreviado en su peculiar firma Xpo Ferens. Buscaban algo…, quizás un tesoro. O un documento. Nueve años dan para encontrar muchas cosas bajo tierra. Schliemann encontró en menos tiempo una ciudad sumergida. Si un hombre solo encontró la ciudad de Troya, ¿qué no encontrarían nueve caballeros armados con todo tipo de escudos, lanzas y cascos? Eran pobres, sí. Pero tenían la protección del rey. Y armas. Fuera lo que fuese lo que estaban buscando, lo cierto es que los pobres caballeros de Cristo amasaron una fortuna de incalculable valor. A su fortuna acompañó un poder excepcional. Y además, obtuvieron el respaldo del Vaticano por vez primera desde que había sido fundada la Orden. El cambio de actitud del Vaticano ocurrió de repente… Y lo que ocurre de repente, despierta cuando menos sospecha. ¿No les parece a ustedes?
El profesor invitó a su auditorio a responder. Pero no hubo respuesta.
—Cerca del palacio real donde se escondieron los caballeros durante nueve años estaba el monte en el cual se levantó el Segundo Templo de Salomón, que las legiones de Tito destruyeron en el año 70. ¿Dejaron los sacerdotes del templo algo muy valioso enterrado para que los romanos no lo sacasen de Jerusalén? ¿Cómo es posible, si no, que el Vaticano concediera tanto poder a los templarios en apenas unos años si no era porque quería guardar un secreto?
Cuando ya los estudiantes parecían haber comprendido a qué se refería, Fabrizio sorprendió a todos con algo que ni siquiera yo sospechaba.
—Un mapa. Un mapa era lo que buscaban los templarios desesperadamente, y no un manuscrito que probara que Cristo había tenido descendencia de su relación con María Magdalena. Sobre esto último, existen documentos que lo han confirmado sobradamente. Ochenta y cinco kilómetros de archivo secreto en el Vaticano son muchos kilómetros para contener solamente condenas a herejes. Un mapa…
Mientras Fabrizio repetía la palabra, iba extendiendo cuidadosamente una tela de extremo a extremo de la pared. Me levanté para ayudarle, y según iba desenrollando la tela el corazón me palpitaba más fuerte y más rápido. Al verla en su totalidad, me quedé petrificada.
Ocupaban el lienzo los seis pergaminos del Atlas Catalán de Yafudà Cresques. Ante mis ojos aparecieron las tablas que alguien robó de mi habitación…
Nuestras miradas se encontraron. Fabrizio contestó en aquel instante a todas las preguntas que me hice desde el momento en que llegué a Florencia para restaurar un cuadro de la Trinidad que jamás llegué siquiera a ver.
—¿Es posible que América ya fuese conocida por los fenicios durante sus navegaciones por el Atlántico? —Fabrizio no dejaba de mirar el pergamino—. Las civilizaciones de América del Sur surgieron a partir de la llegada de los fenicios. Se ha demostrado que era posible la navegación en una balsa de papiro desde las costas norteafricanas hasta el Caribe. ¿Por qué no se han encontrado documentos de los templarios después de su desaparición? ¿Qué ocurrió con la flota y el tesoro? —Hizo una pausa—. Cristóbal Colón… —Levantó la vista. Su auditorio escuchaba atentamente.
»Cristóbal Colón —repitió. Sabía que éste personaje despertaba curiosidad en Mallorca porque, últimamente, cobraba fuerza la teoría de que Colón era mallorquín. Le habían dicho que entre los asistentes estaría Gabriel Bell, principal defensor de esta teoría, a pesar de que provocaba la risa entre quienes se consideraban expertos en Cristóbal Colón.
Bell sostenía que había una relación entre Colón, templarios, Iglesia, tesoros desaparecidos y el clan Molferrut a quien tanto respetaba la burguesía mallorquina. Detrás de tanta obra cultural benéfica veía el escritor la mano negra de una manipulación perversa. Con un claro objetivo, ocultar la verdad que pusiera al descubierto que ni Colón descubrió América, ni la Iglesia ayudó a tal empresa ni tampoco los Reyes Católicos; y que los Molferrut seguían contribuyendo con grandes sumas de dinero a mover los hilos que en otros tiempos movió la Inquisición, mediante su estrecha relación con los dominicos.
—Según los científicos, Colón siguió en su primer viaje una ruta que antes habían seguido el Temple y los musulmanes. En el siglo IX, los árabes destruyeron tales documentos que se conservaban en Alejandría, y los sustituyeron por copias manipuladas con el fin de que nunca se descubriese la ruta que querían mantener oculta. Tras la caída del Imperio romano, la organización de los invasores bárbaros se impuso desde las islas británicas hasta la actual Turquía, y la Iglesia católica quedó como estandarte de lo que un día fue el mayor poder conocido. La Iglesia era la imagen recordatoria de un modelo económico que tardaría muchos siglos en recuperar. Asumió la representación de unidad imperial. Y pretendió dirigir el poder terrenal para que recuperase el modelo económico y social unificado del Imperio romano. Hubo que esperar hasta el siglo XIII. Pero en lugar de un poder central, surgieron diversos poderes locales pujando por las mercancías de oro, plata y productos exóticos de Oriente. Se acabó la moneda única y empezó la especulación.
—¿Es verdad que existió un asentamiento templario en Canarias? —Por fin alguien preguntó. Y no era, precisamente, el tipo de pregunta que Fabrizio estaba esperando.
—Sí, es cierto. Hay pruebas que lo demuestran. Y Colón lo sabía, igual que los Reyes Católicos. Desde un principio, supieron lo que andaba buscando el judío portugués.
—¿Portugués? —preguntó más de uno.
—¿Judío? —Éste dato inquietó mucho más que su procedencia geográfica.
—¿Colón era judío?
—Sí, judío y pariente de Yafudà Cresques, el cartógrafo mallorquín que cien años antes del descubrimiento de América dibujó el Atlas Catalán en el cual trazó las rutas que permitieron después a Colón realizar su viaje.
—¿Y por qué se nos ha dicho siempre que fue Colón quien descubrió América?
—Porque no interesaba decir la verdad.
—¿Qué verdad?
—Que mucho antes que Cristóbal Colón una ruta templaria ya estaba en marcha rumbo a América. Y esa ruta fue la que facilitó el viaje a Colón. No olvidemos que por entonces la Iglesia dominaba la idea del mundo. Y jamás habría admitido que sus conocimientos estaban en manos de un judío.
Se oyó un murmullo. Los estudiantes no parecían estar de acuerdo con lo que oían.
—En el siglo XIV —el murmullo cesó— ocurrieron dos hechos importantes. El primero fue la expulsión de los judíos de los reinos europeos. El segundo fue la detención de los caballeros templarios, ordenada por Felipe IV de Francia, y su inmediata disolución.
—¿Qué tiene que ver Colón con el mural de la catedral? —Por fin llegó la pregunta.
—Reconocerás a un loco porque, tarde o temprano, te hablará de los templarios… —La ironía del toscano fue seguida de un gesto serio con el que dio a entender que el arte de las catedrales iba unido a historias más profundas que las simples imágenes que vemos—. El Temple, los mapas, los judíos…, he aquí todo lo que se esconde detrás de los Reyes Magos. Cada período de la historia ha tenido sus propios Magos. En 1341, Alfonso IV de Portugal organizó una expedición desde Lisboa. Su propósito era recabar información de unas islas llamadas Canarias, que había dibujado en un mapa el cartógrafo mallorquín Angelino Dulcert en 1339. Esta expedición constaba de dos naves y una gabarra, y llevaba consigo caballos, armas y máquinas de guerra para destruir castillos y ciudades. La expedición salió el 1 de julio y regresó en noviembre. ¿Qué pensaban encontrar en las islas recién descubiertas para que fuese necesario ése aparato militar? ¿Acaso iban preparados para combatir a enemigos bien armados y recuperar el tesoro templario? Ése mismo año, los comerciantes mallorquines prepararon expediciones a Canarias. Habían visto en el mapa del cartógrafo Dulcert un símbolo templario. Años más tarde, Yafudà Cresques realizó la carta náutica más importante de la cartografía medieval, encargada por el rey de Aragón Pedro IV el Ceremonioso, para regalársela al sucesor a la Corona francesa, que reinaría con el nombre de Carlos VI el Bienamado. La carta náutica sería supervisada por el príncipe Juan, heredero del trono aragonés. Cresques recibió instrucciones severas que le obligaban a incluir en el mapa todos sus conocimientos geográficos y astronómicos, con especial insistencia en las islas Canarias. Pero Cresques ocultó una, a la cual llamó precisamente la amagada (la escondida). Pedro IV, que hizo el encargo a Cresques, era conocido como el del punyalet (el del puñalito), por su inclinación a utilizar el puñal con quien desobedeciera sus órdenes. Yafudà Cresques, que había aprendido de su padre todo lo que sabía, conocía los misterios de la Cábala y también la ruta por la que escapó años antes la ruta templaría. Cresques había recibido órdenes de plasmar en el mapa todo lo que sabía, pero tuvo la precaución de transcribirlo de tal modo que el rey francés jamás pudiera llegar a descifrarlo. Ahora bien, si el monarca preguntase sobre la cuestión templaria, Cresques tendría que poder demostrar que había dejado constancia en el mapa, salvo que quisiera hacer frente al inevitable puñalito. Es decir, criptografiando los datos resolvían el problema y, sin revelar, informaban. Colón estaba seguro de que si encontraba a los sucesores de los templarios podría llegar a un acuerdo con el rey de Jerusalén y con el papa para que rehabilitase la Orden del Temple y poder así reconquistar la Ciudad Santa. El retorno de la Ciudad Santa a la Iglesia militante fue planteado por Colón a los Reyes Católicos, y fue objetivo principal de sus viajes. Colón no podía ofrecer su secreto a cualquier patrocinador, porque debía partir de El Hierro, que pertenecía a la Corona de Castilla. Además, si hablaba de la búsqueda de la Orden templaria desaparecida podrían surgir problemas que derivarían en pleitos entre los reinos europeos por la propiedad de las tierras. Había, pues, que esperar a su descubrimiento y posterior rehabilitación para que el rey Fernando el Católico pudiese emprender una nueva cruzada, mientras Castilla y Portugal se repartían las tierras al no aparecer herederos de la Orden. Colón tenía una copia del Atlas de Cresques porque era descendiente directo de Abraham Cresques, padre de Yafudà, también cartógrafo. En los documentos colombinos se pueden descubrir las falsificaciones de la familia y el intento de esconder la identidad de Cristóbal Colón. En dichos documentos se ve cómo la negociación se llevó a cabo con la Corona de Aragón y no con la de Castilla, la cual apareció como presunta patrocinadora del viaje… En Canarias hubo una encomienda del Temple, y desde allí se realizaban navegaciones que alcanzaban la costa del Pacífico del continente americano. Colón se limitó, pues, a seguir esa ruta conocida desde mucho tiempo atrás. Un desastre natural cerró el paso a las naves y dejó encerrados en un lago a una manada de tiburones blancos, pero sobre todo impidió a los templarios continuar con el negocio del oro y la plata americanos. La Orden no pudo seguir financiando la guerra de Jerusalén y, cuando comenzó a exigir el pago de lo que se le debía, sus deudores se convirtieron en enemigos, ya que tampoco podían pagar. Los deudores de la Orden del Temple eran personajes muy poderosos. La expulsión de los judíos fue una primera medida para poder hacer frente a un primer pago, y los bienes de los hebreos fueron incautados…
Fabrizio y yo intercambiamos una mirada exhausta. La visión de los pergaminos me impedía concentrarme en su discurso barroco y presuntuoso. Él sabía que la sola mención de Cristóbal Colón junto con los templarios y los judíos provocaría revuelo entre los mallorquines.
—¿Está diciendo que los judíos fueron expulsados por… dinero? —preguntó un estudiante.
—Sí. No hay otra razón para explicar la reacción furibunda contra los judíos en un momento en que, casualmente, éstos exigían el pago del dinero que les debían personas influyentes, entre los cuales estaba precisamente el propio Felipe IV de Francia, quien dio el golpe mortal a la Orden del Temple. Como Europa no estaba en condiciones de generar la riqueza suficiente para afrontar el déficit acumulado, la mejor solución fue la de suprimir al banquero que reclamaba la deuda.
—El Temple…
—El Temple, exactamente. El 13 de octubre de 1307 se ejecutaba la orden del rey de Francia, que consistía en la detención de los caballeros templarios establecidos en su reino y la intervención de sus bienes.
—Pero eso era injusto. —La protesta era esperada.
—Más que injusto, fue una de las felonías más perversas de la historia. La lista de acusaciones era extensa y, casi todas, debidas a causas religiosas.
—¿De qué acusaban a los templarios?
—Las acusaciones abarcaban desde la herejía hasta el sacrilegio y la homosexualidad.
—¡Pero eran acusaciones falsas!
—¿Quién se atreve a decir en voz alta que la palabra de un rey es falsa, o que un obispo ha sido… —Fabrizio hizo una pausa antes de pronunciar la palabra— asesinado? —Se sentía satisfecho por el desconcierto provocado. ¿Un obispo asesinado? A qué se refería el italiano extravagante…
Saldrá un vástago del tronco de Jesé
y brotará un retoño de sus raíces.
»Leonardo utiliza todos los elementos tradicionales, pero su Adoración es revolucionaria…
Por fin, Fabrizio retiró la tela del cuadro. Los estudiantes, que no comprendían la relación entre el lienzo del toscano y la obra del mallorquín, observaban el lienzo de Leonardo, el más grande de sus pinturas de caballete.
—Como veis, no se trata de una comitiva sino de un torbellino de figuras, casi sesenta en total. La madre y el niño están encerrados en un espacio reducido, algo está a punto de arrastrarlos. ¿Dónde está José? He aquí el gran misterio del cuadro. José no está presente en la escena familiar de la Virgen y su hijo. ¿Qué se esconde debajo de tantas sombras…? A comienzos de 2001, un grupo de expertos anunció su intención de limpiar esta obra, lo que suscitó indignadas protestas. La pintura era demasiado delicada para ser restaurada. Todos sabíamos, sin embargo, que debajo de sus sombras Leonardo había dejado algo oculto. De que el cuadro está en mal estado no cabe duda. La superficie está recubierta por una sucia piel de barnices posteriores, una pesada mezcla de cola, aceites y resinas. En las zonas más oscuras de la tabla, estos barnices han formado una gruesa pátina de un marrón oscuro. Se ha producido también un blanqueo provocado por la oxidación, que se manifiesta en forma de un reticulado de grietas muy finas y que ha afectado a la superficie produciendo un efecto semejante al de un parabrisas hecho añicos. Pero los que se oponen a la restauración ponen en duda la idea de la legibilidad, que interpretan como un deseo de clarificar algo que el pintor quiso dejar deliberadamente ambiguo. Los departamentos técnicos de los Uffizi se encuentran alojados en un patio anodino frente al museo. En un habitáculo del segundo piso, tendido sobre tres borriquetas de forma que parece una gran mesa rústica, se encuentra la Adoración de Leonardo. La habitación es pequeña y está alicatada en blanco; un papel color crema cubre los cristales de las ventanas de forma que dejen pasar la luz tenue, más saludable para las pinturas. Un vago olorcillo a productos químicos nos hace pensar en un laboratorio médico, como si el cuadro fuese un paciente anciano. La pintura se encuentra despojada de la grandeza que le confiere el museo, mientras está a la espera de recibir su intervención. Pero volvamos a la obra que aquí nos ocupa…
Los estudiantes jamás pudieron imaginar que un mural de barro les llevaría a escuchar historias de judíos, viajes de templarios y el engaño de Colón. Y mucho menos, que una obra de Leonardo da Vinci estaba abandonada en un rincón como un anciano enfermo.
—Nuestro pan, nuestro mar…, algún secreto tiene que haber en el mural de vuestro artista —pronunció el posesivo con énfasis— que nos ayude a entender por qué dejó interrumpida su obra. ¿Os resulta creíble que lo hiciera simplemente porque no le pagaron suficiente dinero? —Fabrizio había creado expectación entre su público—. No. No puede ser el dinero la razón de esta interrupción. —Se adelantó a cualquier respuesta—. ¿Qué pudo ocurrir para que se interrumpiera una obra tan importante para todos ustedes? —Fijó la atención en algunos rostros—. No sabremos la respuesta hasta que averigüemos qué pasó aquella noche…
—¿A qué se refiere? —se oyó una voz grave.
—Algo ocurrió en el interior de la catedral para que al día siguiente se prohibiera el acceso al templo.
—¿Qué fue lo que pasó?
—¿A qué se refiere? —El cruce de preguntas acababa de empezar.
—¿Ariadna, tienes tú algo que añadir? —Me acababa de partir una uña.
—Sí. —Sujeté con fuerza mi carpeta de color negro.
Me levanté.
Saqué unos recortes de prensa que había acumulado desde que inicié la búsqueda en torno al mural de la catedral.
—He rastreado toda la prensa desde que Bonnín empezó esta obra… —mientras colocaba los recortes en el panel echaba una ojeada a las caras de los estudiantes. Nadie se movía, parecían tocados por la Gorgona—. Y la única polémica gira en torno a la cantidad de dinero que ha pagado el cabildo por una obra que está hecha simplemente de arcilla y agua. ¿Tan caro cuesta el barro? —Hice una pausa, por si alguien quería añadir algo. Pero nadie dijo una sola palabra—. ¿No podría haberlo hecho aquí en Mallorca, evitando así los problemas de traslado y todo lo demás?
Retiré la tela de una fotografía que hice años atrás, mientras vivía en África. Estaba ampliada a gran tamaño.
—He aquí la obra original. Nada que ver con su resultado final…
Fabrizio no pudo ocultar su sorpresa. Abrió los ojos de par en par. Algunos estudiantes se pusieron de pie para ver lo que jamás hubiesen imaginado.
A un lado se podía ver unas figuras, parecían panes en torno a la imagen de Cristo. A la derecha, brazos de mar, tierras lejanas, ríos y océanos en un horizonte que permitía soñar en el paraíso. Una nueva parte del mundo se abría ante nuestros ojos. Otro continente más allá del océano.
—¿Otro continente? ¿Quiere decir que…?
—¿Una cuarta corona? —La sorpresa venía de la última fila.
—¿El cuarto continente? —Otros se sumaron.
—Exacto, el cuarto continente. —Se acercaban al misterio—. Europa, Asia, África…, y más allá un sendero de tierras, islas, golfos que conducen a un nuevo mundo —añadí, señalando cada una de las partes que en el mapa aparecían bien diferenciadas.
—O sea, que Cristóbal Colón…
—… ¿No descubrió lo que dicen que descubrió? —La pregunta no estaba bien formulada.
Antes de responder, esperé a que todos hubieran contemplado el mapa que tenían desplegado ante sus ojos.
—Rutas marinas, fronteras geográficas, recorrido de los vientos, detalle de las costas, riesgo de las corrientes, rocas peligrosas…, ¿quién osaría lanzarse a la mar sin un mapa que advirtiera de tales peligros?
—Bien, va siendo hora de ordenar todo lo que aquí se ha dicho —intervino Fabrizio, poniendo así punto final a mi intervención, que había sido breve pero suficiente para desconcertar.
—Yo tengo una pregunta. —Era el inicio de un debate que seguro iba a ser extenso.
—Adelante. —Sin duda la pregunta iba dirigida a mí; la joven observaba la fotografía.
—¿Quiere decir que… nada de lo que vemos en una obra de arte es realmente lo que vemos? —La pregunta fue sorprendente.
—Algo así, pero… un artista jamás lo reconocería.
—¿Por qué no?
—Porque está convencido de que el espectador verá solamente lo que está predispuesto a ver.
El silencio invitaba a pensar que esperaban algo más. Me di la vuelta hacia Fabrizio, quien no parecía dispuesto a añadir nada.
—Veamos… Todos recordáis la imagen de san Cristóbal, ¿verdad?
—Sí —respondieron algunos.
—El santo que carga con el Niño Jesús sobre los hombros cuando éste le pide ayuda para cruzar el río… —San Cristóbal no es exactamente el santo del que habla la leyenda.
»Éste santo —continué— es el crisóforo, o portador del oro, el mercurio necesario en las primeras operaciones de la Gran Obra, el nigredo.
—¿Nigredo?
—El ennegrecimiento de la materia en la primera etapa del proceso alquímico. La melanosis.
—¿El mural de la catedral contiene símbolos de la alquimia? —preguntó alguien que contemplaba el mapa con sus ríos y montañas.
—Todas las catedrales contienen símbolos alquímicos —contesté mientras dibujaba unos signos en el panel—. La alquimia está por todas partes, lo único que hace falta es observar con más atención lo que nos rodea.
—¿A qué se refiere?
—¿Hacia dónde miras cuando andas por la calle? —Me di la vuelta.
—Miro a la gente… —No parecía muy seguro de haber entendido la pregunta.
—¿Y nadie mira hacia arriba? Las casas, las paredes, los balcones, las fachadas, las nubes, el cielo…
Se produjo un silencio.
—Todos ustedes conocen la calle Argentería…, o Platería, como dicen algunos.
Era evidente que los mallorquines conocían el Carrer que un día perteneció al barrio judío.
—¿Alguien recuerda haber visto un balcón que tiene la cabeza de Hermes en su forjado de hierro?
Por el silencio, supuse que nadie se había fijado en un balcón cuyo forjado representaba una cabeza indiana con grandes plumeros. Emergiendo de la cabeza, estaba representada la vara de Hermes con la serpiente y el caduceo, rematado con el casco y las alas de la divinidad del comercio. Nadie había visto un Hermes en el Cali de Ciutat.
—Puede ser que la imagen de Hermes —continué mientras algunos trataban de averiguar en qué balcón podía estar lo que yo describía con tanto detalle— fuese una manera de simbolizar la actividad mercantil de alguien que había trabajado en las Américas.
Me acordé entonces de la herrería que existió hace años en la calle del Mar, y que ahora se había convertido en agencia para turistas.
—En las catedrales de proporciones sagradas —miré hacia los almendros—, nacidas de las transmutaciones del Phi, todo está al servicio del simbolismo espiritual. La elevación casi mágica del interior de las naves —proseguí, sin dejar de contemplar los almendros—, donde unas columnas finísimas sostienen el espacio celeste de la bóveda, la luz que se filtra desde las vidrieras… Todo ello es un símbolo del Reino de Dios.
Algunos estudiantes parecían decepcionados por el tono que iba tomando mi intervención. Nada más lejos de su voluntad que asistir a una charla espiritual.
—Las representaciones alquímicas están presentes en todos los templos góticos. —Me coloqué en el centro de la sala y abarqué el auditorio con mis ojos y con mis manos—. Las vidrieras presentan tonalidades azules, verdes y rojas que sólo pudieron obtenerse a partir de los trabajos que se desarrollaron en busca de la ansiada piedra filosofal, capaz de convertir materia grosera en oro.
Observaban los colores del fondo del mapa que seguía abierto. El nuevo continente. La búsqueda del oro. El descubrimiento de América.
—Una catedral no es sólo un lugar de celebración de ritos religiosos, también es un gran laboratorio donde el espíritu puede elevarse por encima de la impureza. Tumbas, altares, capillas, todo ello no es más que una suma de añadidos que disimulan su verdadera función.
A estas palabras siguió una quietud sepulcral. Sus ojos no podían estar más abiertos.
Mostré una fotografía de un periódico. En ella había seis personas. Marquet Bonnín ocupaba el primer plano. A su derecha, el presidente del Gobierno Balear. A su izquierda, el obispo, y junto a éste el presidente de la Banca Molferrut. A su lado estaba Pablo Fuster. Junto al canónigo, doña Consuelo Molferrut, hija de Margarita Cerver y de Cristófol Molferrut.
—¿Echan ustedes en falta a alguna persona que debería estar en la foto?
No hubo respuesta.
Hice una señal a Fabrizio. Pulsando una tecla, amplió la imagen de Marquet Bonnín. Mientras todos contemplaban los ojos coronados por dos enormes cejas albinas, enfoqué sucesivamente los cinco acompañantes.
—¿No se han preguntado ustedes por qué el artista no ha colocado aún los vitrales? —Les sorprendió la pregunta—. ¿Qué puede aportar un vitral a una obra hecha de barro?
—Luz… —La respuesta fue unánime.
—¿Están seguros…?
No respondieron. Cómo podían adivinar qué imagen aparecería en las ventanas del templo…
Observé a las personalidades sentadas en primera fila. El excelentísimo rector, el decano y los profesores ése día estaban mezclados con sus alumnos. En todos ellos percibí no sólo asombro. Percibí mucho más.
Estupor y temblores.