El arte ha ocultado siempre un misterio seductor a lo largo de la historia. Comerciar con él sigue siendo tan excitante como arriesgado apostar por un nuevo artista.
Desde hace quinientos años, la Iglesia ha demostrado ser la institución experta en arte más respetada. En sus templos repartidos por el mundo se conservan obras de incalculable valor y libres del riesgo que afecta a todas las obras, su pérdida de valor por alteraciones del mercado.
Por el hecho de estar fuera del negocio mercantil, el arte que decora iglesias y catedrales es de un valor excepcional. De cuantas obras se han realizado al servicio de la Iglesia, conocemos aquellas que nos permiten ver. Pero no las que se guardan en los sótanos, almacenes, archivos, palacios, monasterios, museos y casas señoriales. Éstas son las que tienen auténtico valor, no por lo que muestran sino por lo que ocultan.
Sebastián Gómez, arquitecto diocesano.
Pablo Fuster, delegado diocesano de Patrimonio.
José Batista, presidente del Cabildo Catedralicio.
Tres hombres fuertes de la Iglesia. Los tres, cual modernos Reyes Magos, viajaron a Nápoles en 2006 para visitar a Marquet Bonnín, el nuevo mesías del arte. A la Iglesia no se le iba a escapar ése futuro genio. Su iconografía sensacional estaba destinada a decorar el espacio más bello de la catedral de Palma, mundialmente conocida por su excepcional ubicación frente al mar.
Los tres Reyes Magos de las finanzas eclesiásticas, que llegaron a Nápoles guiados por su buena estrella, quedaron impresionados por la obra espectacular que contemplaron con devoción.
—El Cristo es excepcional —declaró el arquitecto diocesano a su regreso a la isla.
—La silueta del cuerpo de Cristo es profundamente espiritual —añadió el delegado diocesano.
—Lo más impresionante del Cristo es lo que sugiere al ojo humano —explicó el presidente del cabildo.
Estos comentarios aumentaron la curiosidad entre los medios de comunicación, causantes directos del interés generado por titulares en periódicos de medio mundo.
La necesidad de realizar su mural precisamente en Nápoles provocaba todo tipo de elucubraciones. Siendo un artista tan controvertido, resultaba fácil entender que se hubiera marchado de su isla natal y que se refugiara en África para trabajar. Pero Nápoles…, ¿qué tenía esa ciudad que no pudiera encontrar en su propia isla?, ¿por qué no se refugiaba en Alaró, pueblo donde tenía una magnífica casa que ofrecía la paz y el silencio que todo pintor necesita para crear?
—Huye de sí mismo —decían unos.
—Es un excéntrico —opinaban otros.
—Todo él es un misterio —sentenciaban quienes veían en él una luz que ya se iba apagando. La fama es fugaz, y su huella frágil. A Marquet Bonnín le estaba llegando su fin, pensaban los críticos más audaces.
—Cada vez se aparta más de la gente. Ni siquiera habla con sus propios hijos… —añadían sus vecinos, molestos por lo poco sociable de un artista a quien conocían de toda la vida—. Se ha ido a Nápoles a buscar otro alfarero a quien engañar… —Alguien quiso recordar una demanda que le interpuso su propio ceramista reclamando beneficios.
—Sabe que su obra apenas se cotiza, y por eso quiere trabajar en un templo, para asegurarse la inmortalidad…
Se oían todo tipo de comentarios relacionados con Bonnín. Mientras tanto, él seguía alimentando al monstruo de ojos verdes con declaraciones sobre el arte como forma sublime de asesinato.
—¿Conoce usted a algún artista que no haya asesinado en sus lienzos? —replicaba a quienes criticaban la presencia de bichos en sus cuadros—. No hay metáfora más bella que el asesinato. —Era su frase preferida.
Una rueda de prensa, de las pocas que él concedía, producía escalofríos. Pero su marchante se frotaba las manos. Cada crimen elevaba la cotización de sus cuadros. Al final, conseguía su propósito. Que todos hablaran del asesinato con naturalidad. A quienes discutían la calidad de su obra, les recordaba que no son los pintores sino los espectadores quienes hacen los cuadros…
—Quiero realizar una obra de arte que nadie pueda esconder jamás.
—¿Esconder? —preguntaba el periodista.
—Sí… esconder. —Nadie entendía a qué se refería.
Para sus ánforas, se inspiró en los soldados de terracota que un día vio en un entierro en Afganistán. Extravagancias así divertían al artista. Al contarlas en las entrevistas, le hacían aún más grande ante los ojos del profano. Sin embargo, de éste mural no llamaban la atención las ánforas sino el procedimiento utilizado. Las creó a base de golpes y puñetazos. He ahí su originalidad, que superaba a la de Miguel Ángel y sus mil golpes de cincel hasta que lograba el dominio de una ingente masa de mármol.
—Los esquemas marxistas nos obligaban a seguir un modelo coherente —declaraba el pintor ante periodistas cuyo rostro reflejaba estupor.
—¿Qué quiere decir con eso? —se atrevió a preguntar uno de ellos, que no entendía nada. El genio, esforzándose en no escupir al ignorante que se atrevía a interrogar al dios del arte, continuó su discurso metafísico.
—En los años setenta —y acompañó su referencia cronológica con un tono que daba a tres décadas de antigüedad la solemnidad de tres milenios— los artistas tenían que ser coherentes, la incoherencia era un pecado castigado con el desprecio. Pero yo… —hizo una pausa para asegurarse de que todos sabíamos que estaba hablando de sí mismo— reivindicaba la incoherencia como posibilidad plástica, el derecho a contradecirme, a poder hacer algo nuevo y entrar en crisis permanente.
—¿A qué edad pintó usted su primer cuadro? —Pregunta necia a quien odiaba la mediocridad.
—Cuando me hice mi primera paja. ¿Cuándo se la hizo usted? —Sus ojos echaban veneno.
El periodista no preguntó nada más. A partir del día siguiente, la fama del mallorquín creció entre un público balear necesitado de drogas fuertes para despertar del letargo en que lo había sumido el auge de un turismo voraz. Por espacio de dos días, la entrevista fue el centro de todas las conversaciones.
A pesar de mi rechazo hacia Fabrizio por su falta de sinceridad, teníamos que seguir juntos durante muchas horas. Faltaban dos días para su intervención en la universidad. Las vacaciones de Semana Santa se habían adelantado para que todos los estudiantes pudieran asistir al evento. Había gran expectación. Los periódicos anunciaron la presencia del italiano, que declinó una entrevista en la televisión.
—¿Cómo se atreve a ocupar el lugar de Cristo? —preguntaban escandalizados los estudiantes de Bellas Artes.
—Es una metáfora. No hay que interpretar sus palabras al pie de la letra. —Al profesor Durán le parecía más escandaloso el puritanismo de sus alumnos que el sacrilegio del artista—. Después de todo, un genio puede concederse licencias que no están al alcance de los demás. Ya los griegos comparaban la belleza con la divinidad —explicaba el profesor, decepcionado ante la mediocridad de sus alumnos, de quienes lamentaba que su horizonte cultural no traspasara la línea del archipiélago.
—¿Cómo pretende que veamos belleza en un mural que está lleno de coles y tomates? —preguntó una de las alumnas más brillantes de la clase. Estaba indignada porque Bonnín dibujó su propia silueta en el sagrario.
—¿Le gustaría que a usted la juzgaran por el tamaño de sus tetas, señorita Palou? —El profesor miraba a su alumna por encima de unas gafas encajadas en su inmensa nariz.
La alumna se ruborizó, y no pudo ocultar su ofensa al reconocer lo exiguo de sus pechos.
—Además es feo y tosco —añadió un alumno, menos brillante, pero que consideró oportuno intervenir para apoyar el punto de vista de la que era considerada la alumna más inteligente de la universidad.
—¿Acaso hay belleza en Cronos devorando a su hijo? —El profesor lanzó la pregunta al aire.
—¿Devorando a quién…?
Pasó por alto la posibilidad de que no conocieran el tenebroso cuadro de Goya.
—¿O en Cristo sangrando, con llagas que ven millones de niños desde su tierna infancia en la escuela?
Se produjo un silencio denso y prolongado.
—¿Cuál es el motivo por el que un artista que no cree en Dios… —hizo una pausa elocuente— ha querido intervenir en un templo cristiano?
—Porque quería pasar a la inmortalidad —respondió una alumna.
—Esta respuesta no resulta muy original, ¿no cree?
—Pero es la verdad —replicó con firmeza.
—¿Cree usted que el arte y la verdad avanzan por el mismo camino?
—Si el arte no es expresión de lo que el artista siente, ¿qué es entonces? —La alumna demostró tener carácter.
—A veces el mensaje de una obra esconde todo lo contrario a lo que aparenta. ¿Cree usted que Borges creía en Dios porque compuso un poema a Cristo en la cruz?
—Entonces, ¿qué representa éste mural lleno de panes y peces?
El profesor dejó pasar unos segundos antes de responder.
—Mañana vamos a tener una clase especial… Un profesor italiano, de Florencia, nos hablará de cosas interesantes.
—¿Italiano? —Las alumnas no podían ocultar su satisfacción al imaginar a un hombre que seguramente sería más atractivo que el gordo y calvo que veían ahora sobre la tarima de madera sin lustre.
—Sí, italiano. Especialista en iconografía renacentista. Pero no hablará de iconos ni de nada parecido.
—¿De qué, entonces?
—Hablará de lo que nadie ha observado hasta ahora en nuestra catedral, de la luz que proyecta la estrella de David.
»Señores, ya es hora de que demuestren su capacidad para convertirse en artistas… —El profesor hizo una pausa mientras se acercaba a la mesa. Cogió un rotulador negro y dibujó unas cruces que ocupaban toda la pizarra. Los alumnos estaban atentos. En el aula reinó el silencio.
—¿Eso es todo?
—¿Qué representan esos signos? —Margarita Palou no se dejó intimidar.
—No son signos, son letras. Símbolos…
—¿Son cruces?
—No, no son cruces.
—Parecen letras griegas —dijo alguien.
—Efectivamente, es la letra griega chi.
—¿Qué sentido tiene repetir tantas veces la misma letra?
—Tantas veces, no. Nueve veces… Y de eso nos hablará mañana Fabrizio Ubriachi, que ha venido desde Florencia para investigar qué hay oculto en el mural de la catedral. Mañana procurad ser puntuales, porque el profesor estará aquí a las diez de la mañana. Espero que haga un sol radiante. Nos va a hacer falta.