Al día siguiente, fuimos a la biblioteca de Cort para buscar información sobre Lupino Beccaria, comerciante de Florencia que vivió a finales del siglo XIV. Dos atlas de enormes dimensiones fueron encargados por éste comerciante al cartógrafo mallorquín Yafudà Cresques. Tras una larga búsqueda averiguamos que Cresques ya no se llamaba así, sino que adoptó el nombre de Jaume Ribes, su nuevo nombre de converso.
Las instrucciones del comerciante florentino eran precisas. Los atlas debían tener exactamente las imágenes solicitadas, y ninguna más. Ciento sesenta y cinco figuras de personas y animales, veinticinco barcos, cien peces de distintos tamaños, trescientas cuarenta banderas colocadas en ciudades y castillos, y ciento cuarenta árboles. Todas estas ilustraciones tendrían como finalidad decorar los documentos que el comerciante de Florencia iba a enviar a las casas reales de Aragón, Navarra e Inglaterra.
Sin embargo, se conserva solamente uno de estos atlas, que está en la Biblioteca Nacional de París. Del otro, nada se sabe.
—¿Podemos averiguar si hay alguna relación entre los apellidos Ribes y Puigdorfila y Cervora?
—¿Con qué fin? —preguntó Fabrizio.
—Me interesa averiguar la genealogía del apellido Puigdorfila y Cervora. Sé que procede de la Alta Sajonia, y que desde hace tres generaciones sólo quedan dos ramas, una en Munich y otra en Barcelona.
—¿Barcelona? ¿Tiene eso algo que ver con un despacho en La Pedrera?
—No hagas preguntas capciosas. Quiero averiguar de dónde han salido los pergaminos —veía el rostro de don Miquel—… y quién sabía que estaban en mi casa.
No tardamos en averiguar que el bisabuelo paterno de Xavier se apellidaba Ribes; se casó con una alemana cuyo segundo apellido era Puigdorfila-Cervora, separado inicial mente con guión. Las siguientes indagaciones nos permitieron seguir el rastro de un tal Jaume Ribes que huyó de Mallorca y se instaló en Barcelona primero, y más tarde en Portugal, iniciando una nueva vida lejos de la persecución a la que fueron sometidos los chuetas en la isla. Todos sus descendientes mantuvieron viva la pasión por la cartografía que un día empezó con Abraham Cresques, padre de Yafudà.
Don Miquel Augusto de Puigdorfila y Cervora era, sorprendentemente, uno más del largo eslabón de la familia Cresques, llamada Ribes a partir del siglo XV.
—Ahora entiendo por qué tenía tantos mapas y tantos pergaminos…
Recordé el retrato de don Oriol colgado en la pared del despacho. A doña Violeta y sus reuniones esotéricas. Los viajes de don Miquel en busca de libros raros. La primera edición de Krafft-Ebing…
—¿Fue él quien te envió las cartas marinas, verdad?
—Creo que… ya no cabe ninguna duda.
—¿Cuál era su intención?
Cerré los ojos. Me vi nadando desesperadamente hacia tierra firme. A Lluís tendido boca abajo en la arena. Serena saltando por los aires… «Explosión fortuita en aguas de Andratx. Un fallo técnico en un viejo llaüd…», fue toda la información que trascendió a la prensa al día siguiente. «Qué caro está pagando los errores de otros…», comentó un periodista al final de su reportaje. De forma enigmática, daba a entender que Lluís seguiría corriendo peligro.
—Puede que su único interés… —evité encontrarme con los ojos de Fabrizio— estuviera en la cuarta corona que aparece medio caída en el pergamino número cinco.
—¿Por qué no le llamaste para averiguarlo?
—Quise hacerlo. Pero Xavier me comunicó que su padre jamás admitió haberme enviado ése documento.
—Sin embargo… tú estás segura de que fue él quien lo puso en tu bolso, ¿no es así? —El tono de su pregunta me desconcertó.
—Estoy casi segura de que fue… él. —Dudé ante el pronombre.
—¿Tan difícil te resultó preguntárselo personalmente?
—Ya te lo he dicho. Intenté hacerlo, pero Xavi me repetía una y otra vez que su padre negaba haberme enviado ningún pergamino. A menos que…
—¿Qué? —Doña Violeta…— Miré de frente al toscano.
—¿Quién es doña Violeta?
La madre de Xavier se alegró muchísimo cuando volví a Barcelona. Sabía que yo iba a restaurar el cuadro de Tomme, en torno al cual siempre hubo polémica. Cuando el cuadro desapareció, no se sorprendió. Don Miquel, tampoco. ¿Quién ordenó devolver el cuadro a Madrid? ¿Por qué esperaron a que yo hubiese restaurado el dedo…?
Me sujeté la sien, eran demasiadas preguntas de golpe.
El dedo de Gaspar…
Empecé a comprender que no fue el dedo del Rey Mago la causa por la que fui invitada a ir a Florencia. No era el dedo, era lo que… se veía una vez limpiadas sus sombras.
—¿En qué estás pensando, Ariadna?
Mi desconfianza afloró a la superficie. De pronto vi en él una amenaza.
—¿Qué te ocurre? —Se acercó a mí. Sentado en una vieja silla de madera en la biblioteca de Cort, Fabrizio tenía abierto un libro que seguramente nadie consultaba desde que sus dueños lo donaron a la biblioteca.
—Déjame, por favor. —Con la mano impedí que se acercara.
»¿Quién… —hice una pausa— te comunicó que yo iría a Florencia? —Estaba segura de que no esperaba esta pregunta.
—No te entiendo, Ariadna.
—¿Tan difícil resulta mi sintaxis?
—Creía que ya te lo había dicho.
—No. No fue Gaetano Ubriachi quien me invitó. Ni fuiste tú…
—¿A qué te refieres?
—Es lo que espero que tú me digas. —Ya no dudé ante el pronombre.
—Pero…
—¿Creías que no iba a darme cuenta del repentino cambio de planes que hiciste cuando llegué? Ángeles y demonios… —Veía la sombra del Minotauro.
—No te comprendo.
—Salí de Barcelona convencida de que iba a Florencia para restaurar una Trinidad. Pero jamás la vi.
Mi tono de voz había cambiado. Lejos quedaba mi esperanza de reencontrarme con un fresco que nunca volvería a ver. Sin embargo, yo era la única que había visto el signo que ocultaba. Ahora, tapado por un inmenso mural, permanecería a salvo.
—Ariadna, yo no soy quien dirige el departamento de la universidad.
—¿Qué es lo que vas a decir, que tú también obedeces órdenes? ¿Ordenes de quién? ¿Recibiste el encargo de estar cerca de mí porque te guiaría hasta la salida del laberinto? —A cada pregunta subía mi tono de voz. Unos lectores pidieron silencio, pero yo no hice caso.
Fabrizio me miraba aterrorizado.
—¿Cuál es tu próxima estrategia, maldito diablo? ¿Conseguir que me enamore de ti para que hable sin reservas? ¿Qué es lo que quieres saber?
—Ariadna, yo…
—No quiero escucharte. Me das lástima. —Sentí una mezcla de rabia y de odio. Apartando la silla con furia, me levanté.
—Necesito darte una explicación.
—No la quiero. Dime simplemente adonde pretendes llegar, y te llevaré cuanto antes. Prefiero que desaparezcas de mi vida, en la que nunca deberías haber entrado. ¿Quieres… saber lo que ocultaba el fresco, verdad? —Mientras me dirigía hacia la salida, la gente nos miraba lamentando tal vez perderse el final de aquella escena.
Fabrizio no se atrevía a contestar. Parecía un niño asustado.
—Pues te lo diré. —Ya en la calle, me di la vuelta bruscamente.
Había tristeza en sus ojos.
—Bajo el mural de la catedral está el signo que buscáis, tú, el profesor, don Miquel… sí, también don Miquel. Algún día lo felicitaré por haber conseguido engañarme. Yo creía que doña Violeta era estúpida, y que Xavier era un pobre imbécil. Qué idiota he sido…
—Ariadna…
—¿En qué momento supiste que yo conocía a Bonnín? —Mis ojos estaban llenos de furia—. ¿Cómo averiguaste que visitaba a Lluís a la vuelta de mis viajes?
—Deja que te lo explique…
—¿No es a Lluís a quien quieres conocer? ¿No es su casa la próxima visita que tienes programada? ¿Por casualidad… tiene forma de libro lo que estás buscando? —No estaba dispuesta a concederle tregua.
Fabrizio bajó la cabeza. Fue a tomar mi brazo, pero lo rechacé.
—¡Esta isla está llena de pirañas y de tiburones! Por si no hubiera bastantes aquí, otros vienen de lejos siguiendo el rastro de la sangre…