Puse los pies en esa parte de la vida más allá de
la cual no se puede pasar con propósito de volver.
DANTE ALIGHIERI,
La Vita Nuova, XIV
Beatriz tal vez sea el nombre del amor más célebre en la historia de la poesía medieval. Sin embargo, el poeta vio a Beatriz cuando ésta tenía nueve años, y no se volvieron a ver hasta nueve años después, tal como cuenta el propio Dante. Jamás estuvieron a solas y sus diálogos no pasaron de ser un saludo cortés cruzado en la calle. Al poco tiempo, Beatriz murió.
Comprometido a favor del futuro emperador Luis IV de Baviera en la lucha con el Papado por la supremacía de la cristiandad, Dante tuvo que huir de Florencia, donde le esperaba una condena a muerte en la hoguera; vagó como un exiliado durante el resto de sus días. Dicen que jamás nadie lo vio sonreír y su severo perfil aguileño reflejaba la tristeza que le acompañó durante toda su vida. En los siglos XIIII y XIV existían tres poderes: el Imperio, el Papado y el Temple. El Papado no admitía ninguna ruptura de su poder monolítico y mantuvo largas luchas con el apoyo de los llamados güelfos (por el nombre de la familia Welf), divididos a su vez en blancos y negros. El Imperio contaba con la ayuda de los gibelinos, que pretendía que el poder terrenal del emperador se diferenciase del poder celestial del papa, alejado de los negocios del poder mundano. Dante, nacido en familia güelfa blanca, fue evolucionando hacia posturas cada vez más gibelinas, sobre todo desde que los güelfos negros tomaron el poder en Florencia, obligándole a escapar al exilio por la amenaza de una condena a muerte en la hoguera. Las ciudades italianas se enfrentaron unas con otras durante décadas. Mientras tanto, el rey de Francia y el Papado destruyeron la Orden del Temple. Su Comedia fue la primera gran obra escrita en lenguaje vulgar, en toscano, y no en latín como era habitual en la época. Se impuso como lengua italiana no por la fuerza de las armas, sino por el prestigio que le dio el dolce stil nuovo de Dante. Como miembro de la Fede Santa, orden tercera del Temple, Dante Alighieri se dedicó a la búsqueda interior y no a otras actividades de los caballeros del Temple, más volcados en la guerra y en los negocios. Con ello, propició la conservación de secretos adquiridos por el Temple en sus doscientos años de existencia. Los ecos de la mística islámica en la Divina Comedia manifiestan una ruta escondida por la que circulaban textos e ideas a espaldas del Papado. La amenaza de anatema estaba siempre latente, pues en ellos se podía estudiar todo lo que un cristiano no debería saber. He aquí el fundamento de la Fede Santa. La Orden del Temple necesitaba no solamente guerreros en Oriente, sino también apoyos económicos y culturales en la cristiandad. A espaldas de la Iglesia nació la orden tercera a la que perteneció Dante. Los Fedeli d’Amore tenían un lenguaje propio y secreto, y sólo los que habían llegado al grado adecuado podían comprender lo escrito en ése lenguaje. Quienes pretendían interpretar sus escritos, sin comprenderlos, ponían en práctica el método de los déspotas que consiste en «Si no lo entiendes, elimínalo». Y así es como se han perdido multitud de documentos, cuyo contenido jamás llegaremos a conocer.
Los Fedeli d’Amore son una corriente literaria, el dolce stil nuovo, heredera de la tradición del amor cortés caballeresco que dio a luz las más importantes obras del esoterismo medieval. A esta escuela pertenecieron Dante, Petrarca y Bocaccio. Se caracterizan por el encendido entusiasmo con que cantaron a sus damas y al amor. Pero bajo el nombre de una dama se oculta, casi siempre, el símbolo de un misterio.
Pocos conocen sus secretos porque no eran una organización como las demás, sino agrupaciones informales de las que no consta una sola acta, un solo organigrama, un lugar habitual de reunión. No queda nada.
Dante fue uno de tantos viajeros que recorrió reinos y ciudades con una misión: realizar discretas operaciones diplomáticas. Los protagonistas del final dramático del Temple fueron Jacques de Molay, Felipe IV de Francia y el papa Clemente V. Los tres murieron en el año 1314. Primero, murió Jacques de Molay, quemado vivo. Después, le siguieron el rey y el papa. La misión externa de la Orden del Temple estaba ya cumplida. La continuidad de su acción en la cristiandad era ya más importante en el terreno económico que en el militar para la que fue fundada. Ya no había, al parecer, peregrinos a Tierra Santa a quienes debieran proteger los valientes templarios.
Los números nunca responden a una casualidad. La fecha de 1314 es el resultado de la suma de sus números 1+3 + 1+ 4 = 9.
Y a nadie se le escapa la importancia de éste número en la historia de la Orden.
La destrucción de la Orden del Temple fue preparada de antemano para hacer desaparecer la parte externa en medio del caos, dejando así a salvo las doctrinas internas y la conexión de la cristiandad con el centro del mundo, antes de que el éxito del Temple en los negocios mundanos inclinara a la organización a desconocer el conocimiento iniciático. Esta labor de salvaguarda quedaría en manos de la Fede Santa, cuyos miembros exteriores, los Fedeli d’Amore, escondieron esas doctrinas internas camufladas en forma de poemas a la dama y al amor.
—Y por eso Beatrice no era una mujer… —añadió Fabrizio.
—Era una representación femenina. Pero no era la mujer amada de carne y hueso por la que Dante suspiraba desde que la vio pasar un día por la calle.
—Beatriz era el conocimiento…
—Era el amor. Y para los iniciados, el amor significa algo muy distinto a lo que representa para los profanos. El amor es lo opuesto a la muerte, y a su vez es la propia muerte. En su palabra está la clave: a es prefijo negativo, «sin»; mor procede de mort, es decir, el amor significa «sin muerte, inmortal», igual que el conocimiento, igual que la sabiduría. Éste es uno de los ejemplos de creación de un lenguaje propio entre los Fedeli d’Amore. Dante, uno de los jefes de la Fede Santa, conocía el trágico destino del Temple y lanzó un aviso, envuelto en los velos del simbolismo, para que otros que estuvieran en su misma condición tomaran las medidas oportunas. La continuidad de las doctrinas internas sería más tarde responsabilidad de los rosacruces medievales, y de grupos de iniciáticos cuya filiación se mantendría activa hasta nuestros días.
—Por eso hoy sigue habiendo iniciados…
—Desde principios del siglo XX, la arquitectura y las artes en general experimentaron un ansia de retorno a la Edad Media. ¿Recuerdas a Palanti?
—Palanti… sí, recuerdo que quiso construir un edificio que fuese el templo simbólico en honor a Dante, con motivo del sexto centenario de la Divina Comedia. Palanti sabía que la puerta hacia el Cielo estaba en el sur. ¿Por eso… —Fabrizio hizo por fin la pregunta— Marquet Bonnín quiso intervenir en la catedral?
—Exacto. Porque la catedral de Palma le inspiró la idea de que el misterio de sus agujas yace en el fondo del mar.
—Algo incomprensible para los profanos.
—Para descubrirlo, alguien sería capaz de todo. —Incluso de matar al obispo, pensé, que tal vez sabía lo que ocultaba ése templo—. En el norte está Jerusalén, debajo de ella están los nueve círculos del Infierno y al sur se alza la montaña del Purgatorio; sobre su cumbre está el acceso a los círculos angélicos y celestiales. Mario Palanti construyó un edificio cuya cúpula se abre al Paraíso, simbolizado por la Cruz del Sur. Éste trasfondo simbólico está también en la obra de Gaudi.
—¿Gaudi?
—Sí, ahora quizás entiendas por qué el artista tenía tanto interés en intervenir en la catedral.
—¿Para estar cerca de Gaudi?
—Quería continuar la obra de la Fede Santa…, y con ello rendir homenaje a quien fuera ministro de la Orden, Dante Alighieri.
—Dante, Gaudi, Bafomet…, una tradición capaz de sobrevivir después de siete siglos.
—Mientras existan las catedrales seguirá habiendo miembros de la orden tercera del Temple, cuyos nombres no llegaremos a saber porque permanecen ocultos bajo estrategias imposibles de descubrir.
—Ariadna, ¿estás insinuando que Bonnín es continuador de la obra de Gaudi?
—No es a Gaudi a quien rinde homenaje, sino a Dante. Precisamente por eso ha ilustrado la Divina Comedia.
—No creo que la Divina Comedia tenga nada que ver con ése mural de barro.
—Naturalmente que sí. La figura de Cristo es la misma con que se abre su edición del Infierno dantesco. Es…
—¿Quién?
No me atrevía a decirlo.
—¿Quién es, Ariadna?
—El mismo.
—¿A qué te refieres?
—El perfil que aparece en el centro del mural… es su propia figura. Marquet esperó cuarenta años hasta poder vengar la ofensa que no olvidó ni un solo día de su vida. Quiso demostrar que a través del arte podemos convertirnos en…
No pronuncié la palabra.
Un silencio confirmó que habíamos llegado a la misma conclusión. Dante y Beatriz, Deméter y Perséfone, la búsqueda por el inframundo, luz y oscuridad.
—Por eso aparece la letra tet… —concluyó Fabrizio.
—Exacto. La letra simbólica del Temple es la tet, novena letra del alefato hebreo, que tiene forma de corona. Una especie de corona inclinada para confundir a quien buscara una letra, y así creyera que…
—… Se trataba de un simple dibujo de una corona. ¿No es eso? —Por fin había comprendido.
—Fabrizio, vamos a casa. Tengo que enseñarte algo.
—¿Qué ocurre? Con lo bien que se está en esta terraza junto al mar…
—Vamos, por favor. Es urgente.
—Está bien, tú mandas.
Cruzamos a paso rápido el Paseo Marítimo en dirección a mi casa, que estaba a unos cien metros de El Pesquero, la cafetería más plácida de Palma.
Al llegar, nos esperaba una sorpresa. Alguien se nos había adelantado. Nada en la habitación estaba en su sitio. El suelo, lleno de papeles, y la cama deshecha con las sábanas arrancadas mostraban los efectos de una búsqueda desesperada. El armario estaba revuelto, y la manta, tirada por el suelo. Se habían llevado la copia de los pergaminos de Yafudà Cresques.
Como impulsada por un resorte, corrí hacia la ventana y abrí la puerta que daba acceso a la terraza. El pelícano había desaparecido. El tridente, también. Abatida, me senté en un lado de la cama. Fabrizio me abrazó.
—¿Qué estaban buscando, Ariadna?
—Ahora entiendo por qué no me dejaban ver el fresco.
—¿A qué te refieres?
—El obispo, cuando murió mi abuelo…
—¿Nunca llegaste a verlo? —Se refería al fresco.
—Sólo en parte…
—¿Qué figuras contenía, lo recuerdas? —Entonces no me di cuenta de la urgencia que movía a Fabrizio a hacer preguntas.
—Una corona caída como la que tenía el dibujo de Cresques. —Me acordé del padre de Xavier.
—Si el fresco estaba debajo, Marquet lo habrá visto.
—Por eso lo contrataron a él. Porque sabían que él guardaría el secreto. —Yo empezaba comprender.
—¿Qué secreto, Ariadna?
—El símbolo templario.
—¿Cuál de ellos? Hay muchos…
—La corona, la tet, los visitantes arrodillados ante la Virgen que les abre su mano.
—¿Y Jesús no estaba en la escena?
—La Virgen era la protagonista, no el Niño Jesús. La Vesica del pez, el símbolo que sólo unos pocos conocen…, la cruz en forma de aspa. Por eso la Iglesia ha querido taparlo para siempre. Ahora entiendo por qué el obispo cedió ante las exigencias de Marquet.
—¿Por qué, si él también estaba interesado en tapar el fresco?
—Pero a cambio el artista exigió incluir calaveras humanas debajo del sagrario. Quería simbolizar lo telúrico por encima de todo…
—No es fácil saber si son verdaderas o están hechas de barro…
—Como tampoco lo será distinguir si los vitrales rojos están pintados con sangre humana. Su propia sangre…
—¿De qué hablas?
—Por eso me fui de su lado…
—¿Qué?
—Quería inmortalizarme también a mí.
—¿De qué estás hablando, Ariadna?
—«El Sinai, macizo de granito y de arenisca roja; las costas egipcias, primero regulares y planas, después punzantes con toda suerte de extraordinarios picos, todos absolutamente desnudos y ásperos. Por el éste se iba al mar, azul oscuro. Su línea de horizonte, tajante como filo de cuchillo. A la puesta del sol la costa oeste ha concentrado en sí toda la belleza del anochecer…». —¿De quién es?— preguntó Fabrizio. Con un ademán indiqué que aún no había terminado.
—«… Ayer no me cansaba de contemplar el mar verde y lechoso, ópalo sin transparencia, más claro que el fondo del cielo. De pronto una nube difusa se tiñó de rosa en el horizonte, y las leves ondulaciones del océano convirtieron el mar en seda. Después se apagó la luz, y las estrellas empezaron a reflejarse en torno a nosotros con la misma placidez que en un estanque. El horizonte aparecía al fondo tajante como filo de cuchillo».
—Ariadna…
—Abrázame. —No podía olvidar la imagen del cuchillo sobre mi pecho.
—No te preguntaré si tú no quieres, pero…
—Por fin comprendí que estaba loco. Y que corría peligro si me quedaba a su lado. Marquet me pidió… que le ayudara a realizar el sacrificio.
—¿El sacrificio?
—Quería inmortalizar su obra con sangre suya… y mía.
—¡Es perverso…!
Fabrizio fue a la cocina, pero no llegó a tiempo. Vomitó en el camino.
Acudí en su ayuda. Después de mojarle la frente con agua fría, se sintió mejor. Recordé la maldición de Miguel Ángel. Cuando esculpía su Moisés, Miguel Ángel añadió dos cuernos en el extremo superior de su enorme escultura. Nadie supo entonces cuál fue la razón de esas protuberancias… Y es que cuando a un genio se le concede trabajar para la Iglesia, asoman demonios por todas partes.
—Aún conservo uno de los cuadernos en los que el pintor dibujó sus calaveras que trajo de… —Fabrizio seguía pálido.
—¿De dónde?
—De un poblado de África.
—¿Calaveras negras?
—Sí. Y por eso las ha recubierto de barro. Las calaveras que decoran el pie del altar están recubiertas con polvo de oro traído de una minas del Tirreno tal como manda la fórmula mágica del misterio órfico.
—No sigas, Ariadna. —Me pareció que iba a vomitar otra vez.
—No ha hecho sino continuar una tradición milenaria. Antiguamente, aquello que no podía ser narrado con la escritura ante un pueblo analfabeto era representado en las paredes del templo mediante figuras y signos que todos entendieran. En su mural ha querido vengar la injusticia y el ultraje que sufrió hace años su familia… y todos los judíos de Mallorca.
—Pero… —Hacía un esfuerzo por recuperarse.
—No entiendes por qué ha querido hacer su obra precisamente en la catedral de Palma, ¿verdad? Después de todo, ahora vive en París en una iglesia gótica.
—¿Vive en una iglesia?
—Sí. La adquirió a cambio de un cuadro.
Fabrizio se sentó en el suelo, a los pies de una silla tapizada de verde.
Fui hacia mi escritorio. Los cajones estaban abiertos, pero entre los papeles no había señales de desorden. Lo tuvieron fácil para encontrar las cartas que necesitaban. En el cajón inferior derecho yo guardaba la correspondencia que mantuve con Marquet.
—Después de lo que pasó…, ¿seguías en contacto con él? —Fabrizio estaba perplejo.
—Me habló de su gran proyecto.
—¿Meter calaveras en la catedral? Un gran proyecto, sin duda…
—No, Fabrizio. Esto fue una estrategia suya para provocar escándalo y tener entretenidos a sus adversarios.
—¿Qué has dicho?
—Su objetivo era otro.
—¿Cuál? ¿Enterrarse vivo como Radamés…? —Apoyó la cabeza en el respaldo de la silla—. ¿Qué pretendía, convertirte en su Aida?
—Se las han llevado… —Mi voz era un susurro.
—¿Qué es lo que se han llevado?
—Mis cartas.
—¿Tus cartas de amor? —Aún tenía fuerzas para la ironía.
—Ρακα.
Ante tal cacofonía, Fabrizio reaccionó.
—¡Estúpido! No bromees con las cosas serias, insensato.
—¿Qué significa…? ¿Es griego?
—Hebreo. Sirve para cuando un simple insulto no es suficiente.
—Gracias, Ariadna, creo que lo comprendo.
—Mis cartas…
—¿Qué contenían esas cartas? —Se acercó a mí, con ánimo conciliador.
—Me contaba en qué iba a consistir su proyecto. La Bienal… Kabiar. Así la quería llamar.
—¿Y por qué escogió ése nombre? ¿Algún juego con caviar…? —Absurda ocurrencia.
—No.
—¿Entonces?
—Es la unión de tres palabras, pero nunca me dijo cuáles.
—Vaya.
—Me escribía las cartas en griego, para que nadie pudiera leerlas.
—Excepto quien también supiera griego —añadió Fabrizio.
Y entonces me acordé… de don Miquel.
—¡Viejo zorro!
—¿Qué?
—Don Miquel sabía griego…, recitaba la Ilíada.
—¿Quién es don Miquel?
—ραισουται αυεμοι ιακχουοιυ βρυχαομευοι αυετπ καθευδουτε…
—¿Estás bien, Ariadna?
—ραιβακ… el acróstico de los versos de Homero, pero al revés.
—Al revés… ¿de qué?
—kabiar. Su palabra secreta. Sólo alguien que sepa griego puede tener interés por leer esas cartas.
»“Donde los muertos descansaban en paz, ahora los vientos braman como almas en pena a las que ha sido arrebatado el sosiego… Mar y Viento han quebrantado la paz de los muertos”.
Para quienes nos precedieron, el gran océano de occidente era un espantoso mar de tinieblas. Más allá de las columnas de Hércules había peligros y tinieblas. Los romanos imaginaban que pasado el Estrecho y más allá de Finisterre el océano de los Atlantes se precipitaba en el vacío.
Algunos historiadores quisieron luchar contra ése prejuicio basado en la ignorancia y el miedo. Plinio se propuso descubrir la existencia del paraíso que, según él, estaba localizado en las islas Afortunadas llamadas Canarias, o islas de los canes. El tiempo demostró que el paraíso no estaba en ninguna de estas islas, ni en ningún otro sitio. Y demostró también que el nombre de Canarias no está relacionado con canes sino con los arios, hombres relacionados con los artesanos que trabajaron para el Temple en la construcción de monasterios y catedrales. El paraíso no estaba en ningún lugar que no fuera la propia búsqueda. Igual que no hubo nunca Reyes Magos, tan sólo la búsqueda del conocimiento.
Nada hay más oscuro que la ignorancia. Oscura, y dañina. Quienes en su momento no tuvieron la posibilidad de expresar su impotencia utilizaron el pincel y la afilada punta del compás. Los cartógrafos de la Edad Media son excelentes testimonios de esa oscuridad en la que vivieron miles de personas hace más de seiscientos años.
Ex picturis semper quid novi… Los trazos de una pintura siempre nos sorprenden.
Por arte de magia y del sol, el rosetón mayor de la catedral de Palma dibuja en su seno una figura mágica. El rosetón mayor queda reflejado en el muro de la fachada sur en forma de un gigantesco ocho con dos esferas perfectamente alineadas. Una de cristal y otra de ilusión. Cada 2 de febrero, día del nacimiento del rey Jaime I, se puede apreciar esta escena mágica propiciada siempre por un sol que no defrauda. Durante unos segundos, los dos mil vidrios del rosetón mayor depositan su luz multicolor sobre el muro opuesto ofreciendo un espectáculo único y efímero a los ojos y a los sentidos humanos. Éste juego mágico de figuras geométricas guarda secretos centenarios. Sin embargo, ése espectáculo de la naturaleza no nos permite olvidar el horror que sufrieron quienes sólo pudieron verlo desde la calle, y nunca desde el interior del templo.
Los chuetas, xuetes en lengua balear, fueron un grupo social de Mallorca históricamente estigmatizado por su origen judío. La consideración de chueta procede del hecho de llevar alguno de los quince apellidos considerados como tales, que pertenecen a los criptojudíos condenados por la Inquisición.
El nombre procede, según algunos, de la xulla o tocino que, por ser carne de cerdo, no podían consumir los judíos. O, todo lo contrario, por comer tocino y demostrar así que no practicaban el judaísmo. También se les solía llamar del Carrer, es decir, de la Calle, en referencia a la calle de Argentería y sus alrededores donde residían la mayor parte de los chuetas de Palma. Según otros, los chuetas deben su nombre al provenzal jutbaria, barrio donde vivían apartados de los demás y aislados por una cerca con puertas que se cerraban por la noche.
La comunidad judía de Mallorca se remonta a los tiempos romanos y probablemente aumentó en época andalusí. Tras la conquista de la isla por Jaime I en 1229, los judíos de la ciudad fueron obligados a residir en un barrio específico, el Call. Y en 1435, obligados a convertirse al cristianismo. Muchos de ellos siguieron practicando en secreto su religión bajo la apariencia de fieles católicos, lo cual les acarreó problemas, sobre todo a partir de 1478, fecha en la que se estableció la Inquisición en la isla.
Dos siglos más tarde empezaron las persecuciones. Más de doscientas personas acusadas de judaizantes fueron condenadas con la confiscación de bienes y otras penas. Atemorizados, muchos intentaron huir de la isla, pero fueron descubiertos. La Inquisición realizó un auto de fe, y fueron quemados en la hoguera sesenta y tres personas acusadas de practicar el culto judío clandestinamente. A los reos se les paseaba por la ciudad vestidos con un sambenito, un hábito infamante en el que aparecía escrito su nombre y que se les quitaba antes de que se ejecutara el suplicio a fin de poder exhibirlo públicamente durante un tiempo para perpetuar el recuerdo ejemplificador de la sentencia. El castigo como escarmiento se lo debemos a Constantino, el primer emperador cristiano. Con verdadero placer, escuchaba de boca de sus informadores el sufrimiento con el que se retorcían los culpables al sufrir las torturas. Su castigo preferido era el culleus, la pena del saco de cuero. Consistía en arrojar al mar al culpable encerrado en un saco con dos víboras y un can rabioso. Lo terrible de éste castigo era que el condenado moría destrozado en vida, y una vez muerto no recibía sepultura.
De la iglesia de Santo Domingo quedaron colgados varios sambenitos en los que figuraban los apellidos de los sentenciados. Poco después, muchos de los sambenitos desaparecieron en un incendio. Y quedaron, en total, quince, correspondientes a otros tantos apellidos: Aguiló, Bonnín, Forteza, Fuster, Molferrut, Miró, Picó, Pinya, Segura, Tarongí, Valenti, y algunos más.
Estos nombres estuvieron expuestos al público hasta 1813, perpetuando así la acusación de criptojudaísmo sobre los portadores de tales apellidos. En lugar de intentar olvidar éste episodio vergonzoso de la Iglesia, un jesuita de apellido Grau encendió todavía más la llama de la ira publicando un libro titulado La fe triunfante. Los chuetas, conocidos como «Los de la Calle», vivían en la calle actualmente llamada Platería, dentro del casco antiguo de la ciudad. Esta calle debe su nombre a la fabricación y comercio de joyas, oficio tradicionalmente reservado a los judíos en muchos lugares del Mediterráneo, y que en Mallorca ha sido casi exclusivo de los chuetas hasta épocas muy recientes. Fuera de la ciudad, los chuetas padecían terribles humillaciones y rechazo. En Alaró, un pueblo del interior de la isla, todos los chuetas fueron estigmatizados con un apodo, malnom, que los identificaba. A Marquet, nuestro pintor que ahora está a punto de entrar en la inmortalidad por una obra hecha con su propia sangre, lo llamaban Patufet porque de niño fue muy pequeño y de lento desarrollo.
—Aviat creixeràs, Marquet… —le decía su padre cuando el niño tenía diez, doce, catorce, y veinte años. A los veinte años salió de Alaró, harto de no crecer y de que nadie reconociera sus dotes como pintor, y se marchó a Ciutat. Con la misma estatura que tenía a los doce años, Marquet siguió siendo Patufet para quienes miraban con recelo sus dibujos tan extraños. De repente creció y desarrolló pectorales, pero siempre fue llamado Patufet.
—Pareix el dimoni… —comentaban quienes miraban sus primeros dibujos en la galería que aún existe en el barrio de La Creu. Movidos por la curiosidad de saber quién era el nieto de un tal Fuster, muchos acudían a ver qué cosas pintaba ése Patufet que ya medía más de un metro. Pero tal curiosidad no era provocada por la estatura del pintor, sino por la muerte atroz que tuvo su padre, en las afueras de Ciutat. Le pegaron un tiro mientras estaba de caza cerca de Son Armadans. Como no cayó muerto al primer tiro, recibió un segundo tiro.
—Volveré cuando haya vengado la muerte de mi padre… —afirmó el pintor el día que dejó su pueblo, su ciudad, y su isla. Puso rumbo a África, adonde se fue para buscar el sosiego que le arrebataron cuando era niño. Pero antes, alguien le dijo que era un genio.
Y él quiso convertirse en rey.
Carlos III, por medio de varios decretos, intentó rehabilitar a los chuetas en el terreno legal, prohibiendo cualquier discriminación y ordenando que se derribaran los muros del Call, que le daban un aspecto de gueto. Los chuetas tuvieron que dirigirse posteriormente a Carlos IV para explicarle que, a pesar de su ascendencia judía, eran tan católicos como los demás y solicitaban que se hiciera lo posible para aliviar su marginación. Pero no fue cosa fácil. La Inquisición había golpeado fuerte, y las penas impuestas duraron varios siglos. Los familiares directos de los condenados no podían ocupar cargos públicos, ni ordenarse sacerdotes, ni casarse con personas que no fueran chuetas, ni llevar joyas o vestir con tejidos de seda, y tampoco montar a caballo.
Los chuetas no fueron admitidos en las escuelas públicas hasta 1873, y en las escuelas religiosas hasta mitad del siglo XX, por razones de limpieza de sangre. En los años sesenta, con la apertura de la isla al turismo y el desarrollo económico, los prejuicios fueron suavizándose. El breve período de la República influyó favorablemente, debido a su laicismo oficial que dejaba los asuntos de religión exactamente en el lugar que les correspondía, sin permitir que se confundiesen con la escena política y social. En la época republicana ocurrió una novedad memorable: el primer sacerdote chueta ofició misa por primera vez en la catedral de Palma. Ése sacerdote fue el que recordaba Marquet el día que mató al obispo, ante el altar de la capilla del Santísimo, una noche fría de enero, víspera de los Reyes Magos.
—Marquet, aquesta capella és molt important… —dijo el obispo al artista tratando de hacerle cambiar de opinión. El obispo sabía que el cabildo en pleno se opondría a la intervención del pintor.
—Aquí bo faré —contestó el artista, de forma contundente.
Qué lejos estaba el obispo de imaginar lo que sintió el artista, mientras sus pies pisaban la tumba que guardaba los huesos de su antepasado, el primer sacerdote judío que ofició misa en aquel mismo lugar.
Pero eso era algo… que el obispo no sabía, y que ya no tendría tiempo de averiguar. Su propia sangre salpicaba la losa que cubría para siempre el cadáver de un chueta que sufrió toda su vida la humillación de quienes llevaban sangre más noble que la suya.