Palma de Mallorca, abril de 2006
El deán acudió puntual a las cuatro de la tarde a nuestra cita en la catedral. Enseguida me reconoció, a pesar de la multitud de turistas que se concentraban junto a la puerta de la Almoina, esperando al guía que se haría cargo de su grupo respectivo de italianos, franceses, alemanes, chinos o japoneses. La tarde era apacible, y en las calles de Palma se respiraba una calma a la que los isleños ya están acostumbrados.
En las escalinatas, junto a la puerta del Mirador orientada al mar, unos actores estaban ensayando el Descendimiento de Cristo crucificado. A sus pies, llorando desconsolada, estaba María. Y también María Magdalena y unos romanos con casco y coraza, y gente de la ciudad que asistía impasible a un ensayo religioso en la calle como si de una obra cualquiera se tratase. Pero no era una obra cualquiera, y tampoco era un día cualquiera. Era miércoles santo. Y en Palma se estaban haciendo los preparativos de los actos propios de la Semana Santa.
Tras un respetuoso saludo en el que yo, inexperta en saludar al clero, hice una genuflexión seguida de un ósculo sobre su diestra, entramos en la Seu. El deán miró de reojo la portada del libro que yo llevaba, Grandes genios del Renacimiento. A continuación miró a Fabrizio sin mostrar interés por saber quién era.
—El padre Fuster me pide que lo excuse… —me sorprendió que el anfitrión fuera distinto al que esperaba—, compromisos ineludibles le impiden estar hoy aquí.
—Padre, le presento a Fabrizio Ubriachi, profesor de la Universidad de Florencia. Es especialista en frescos del Renacimiento…
Tenía intención de añadir que era historiador y arqueólogo, pero el deán no parecía interesado en conocer los méritos de mi acompañante. Fabrizio saludó con un apretón de manos enérgico y una respetuosa inclinación del torso. Se notaba que procedía de un lugar próximo al Vaticano.
Yo había prometido a Fabrizio enseñarle el mural de la catedral. Y aunque su visita a Palma estaba prevista para el mes de julio, su curiosidad le hizo adelantar el viaje.
—Hoy, creer en los genios es como creer en los Reyes Magos —dijo el deán tras retirar su mano, que deslizó debajo de la sotana para extraer un teléfono móvil—. Genios del arte…, ¿desde cuándo se llama genio a un pintor que apenas tiene cincuenta años? —se preguntaba mientras marcaba un número. Evidentemente, no se refería al tipo de genios de mi libro aunque miraba insistentemente la portada del volumen que yo sostenía con ambas manos—. La genialidad pasa por siglos de silencio…
Al marcar el número pude ver una mancha de carmín en su mano derecha. El beso de mi saludo había sido demasiado beso.
Guardó el teléfono. Echó un vistazo desganado al grupo de japoneses que llevaban una cámara de fotos colgada al cuello. No hizo ningún comentario. Estaba acostumbrado a ver la misma escena todos los días del año, y no le sorprendía tampoco comprobar que los japoneses eran, de entre todos los turistas, los únicos que guardaban silencio al entrar en la catedral. Miró de reojo algunas piernas de hombres y mujeres, reservándose el comentario sobre la inveterada costumbre de los turistas de usar pantalones cortos y lucir torsos descamisados.
Mientras esperábamos a que Juanet llegara, el deán nos indicó que siguiéramos sus pasos; quería apartarse de los grupos de visitantes que aumentaban progresivamente. Avanzamos hacia el centro, y nos detuvimos ante un gesto que hizo con la mano derecha. Estábamos ante el altar mayor.
—Ante todo debe quedar clara una cosa… —el sacerdote cruzó una mano sobre otra a la altura del bajo vientre—, que la obra no fue un encargo del obispado sino todo lo contrario. Fue el artista quien llamó a la puerta de la Seu.
En la prensa se había escrito todo lo contrario. Prosiguió su explicación mirando hacia el altar mayor.
—Aquí es donde el artista quería intervenir. —Extendió sus brazos abarcando el espacio de la nave central—. Por supuesto le dijimos que no. Olvídate del altar mayor…
—¿Entonces…? —No acabé la frase.
—Señorita… —se dirigió a mí, como si el italiano fuese alguien ajeno al lugar—, genios han existido en todas las épocas de la historia. Pero ¿cuándo se ha visto que uno se llame a sí mismo genio, y se vanaglorie de que a los veinte años de edad ya era millonario?
—¿Eso es lo que él dice? —Evité pronunciar su nombre porque me di cuenta de que el deán no lo pronunció ni una sola vez.
—Si va a publicar su artículo fuera de España —se sacudió el polvo de la sotana— deje usted bien claro lo que acabo de decirle, porque el prestigio de la catedral está en juego. —Parecía enfadado—. Millones de turistas de todo el mundo vienen a visitar esta joya gótica, y no estoy dispuesto a sonrojarme cuando vean lo que les voy a mostrar ahora.
Hizo un gesto con la cabeza señalando la pared del fondo, tapada con una gran tela negra que impedía ver lo que había detrás.
—¿Y por qué tenía tanto interés en trabajar en la catedral, si él es agnóstico?
—Dice que es agnóstico porque así genera más expectación. Pero es más religioso que usted y que yo.
—Él ha manifestado abiertamente en más de una ocasión que…
—Después de ver su obra comprenderá la verdad de su credo. —El sacerdote no parecía dispuesto a entrar en disquisiciones inútiles.
—Padre, ¿cuál es la verdadera razón por la que la obra ha sido interrumpida? —Mi intención era averiguar si su respuesta coincidía con la que me había dado Pablo Fuster cuando me enseñó el boceto sobre papel.
Su gesto indicaba que no le gustó la pregunta.
—Deje que le explique primero por qué el artista quería intervenir aquí. ¿Ve usted el altar? ¿Qué le llama la atención de lo que ve?
Se apartó a un lado, para dejarme espacio y tiempo para responder. No era difícil comprender que un artista se sintiera atraído por trabajar cerca de donde lo hizo Gaudi.
—¿El baldaquino?
—Exacto. —Dio una palmada sonora—. ¿Cree que el cabildo iba a permitir que alguien tocara esta obra de Gaudi?
Mientras observaba las curvas modernistas del enorme baldaquino, tuve la sensación de que también el arquitecto catalán desató furias entre el clero mallorquín. Pero, después de todo, era Gaudi. Y era creyente, aunque lo llamaran despectivamente cristiano de catacumbas…
—¿Entonces… es cierto que él quería terminar la obra de Gaudi? —pregunté.
—Si el arquitecto de Dios dejó inacabada esta pieza —levantó la vista solemnemente—, la Iglesia no iba a permitir que un simple artesano la modificara.
Ante el reconocimiento de Gaudi como arquitecto de Dios, Fabrizio y yo comprendimos que Bonnín tuvo a gran parte de la Iglesia en contra. Jamás había oído a nadie hablar de Bonnín con tanto desprecio y, mucho menos, considerarlo un simple artesano.
—A la izquierda tenemos el retablo de Blanquer, el mejor de Mallorca. Con estas dos magníficas obras, ¿necesitábamos arriesgar con experimentos vanguardistas?
Miré las dos obras más impactantes del templo gótico insular.
—Y usted… sabe a qué me refiero, señorita. —El cura parecía conocer bien la trayectoria profesional de mi abuelo. Su intervención en un retablo gótico de la iglesia de Vilafranca tuvo el reconocimiento unánime del clero insular.
—¿Es cierto que está a punto de romperse? —Señalé el baldaquino.
—Un caos general afecta a la obra de Gaudi. —El deán se subió los pantalones por encima de la cintura, aunque la sotana impedía ver hasta dónde—. El Parque Güell, La Pedrera…
Fabrizio me miró de reojo. Y preguntó:
—¿Qué ocurre con La Pedrera? —Tal vez deseaba saber más sobre mi relación con Xavier.
—Cada vecino ha hecho lo que ha querido. El edificio más emblemático de Barcelona se ha convertido en mero capricho de vecinos ricos que han destrozado el espíritu que le dio vida. El primer aparcamiento subterráneo de la historia… convertido en auditorio.
—¿No aprueba usted que un edificio histórico sea utilizado con fines culturales?
—¿Culturales…? —En su voz había desprecio.
Al ver que Fabrizio miraba con interés la corona del baldaquino, el deán ofreció más detalles.
—En efecto, está en peligro. Lo que aparentemente es un palio de cristales multicolores, no es más que una simple maqueta de cartón que podría romperse en cualquier momento.
—¿Es de cartón? —Los tres teníamos los ojos fijos en la figura heptagonal rodeada de espigas.
—Sólo éste lado es de bronce. —Señaló el lado izquierdo.
—Tengo entendido que el obispo sabía que no todos aprobaban el proyecto del mural. —Quise retomar la conversación acerca de la obra de Bonnín. El deán no podía sospechar que la razón de mi interés era averiguar cómo había muerto el obispo.
—Sí, claro que lo sabía. Y a pesar de ello, eligió a su artista preferido…
Sin duda hubo un conflicto en el seno de la Iglesia. Y yo insistía en hablar de Bonnín, para averiguar por qué no había acudido Pablo Fuster.
—Entonces, ¿el obispo tomó su decisión sin importarle las consecuencias?
—Y lo pagó muy caro… —Pronunció en voz baja estas palabras. Pero las oí con absoluta nitidez, eran exactamente las que quería oír.
—Es curioso… —añadí.
—¿Qué es lo que le parece curioso, señorita? —Me miró de arriba abajo.
—Siempre pensé que el obispo era un hombre conciliador, amable, generoso. No entiendo su actitud autoritaria en algo tan importante para la historia de éste templo.
Yo miraba a Fabrizio, como buscando en él refugio ante un próximo estallido de ira del deán.
—No sabía decir no.
Me encontré sin armas para atacar.
—El padre Fuster lo hizo —añadí.
Como si de pronto hubiese oído al diablo, el deán escupió lenguas de fuego. Fabrizio se acercó a mí cuanto pudo, pues vio terror en mis ojos.
—¡Al hermano Fuster se lo lleve el diablo!
Las palabras del cura resonaron feroces en el eco de un templo cristiano conectado con el mismísimo cielo. Era imposible olvidar la polémica suscitada entre obispo y canónigo en torno al artista. El obispo, que siempre se opuso al mural, finalmente accedió y sin embargo murió de una forma que despertó sospechas entre quienes conocíamos las intrigas en el cabildo. Y Pablo Fuster, amigo de Bonnín, no acudía a la cita que yo llevaba esperando tanto tiempo. Demasiados interrogantes convertían éste caso en algo más que una simple diferencia de criterios entre un artista y la Iglesia.
—Lo siento, padre. No quería ofender… —me disculpé abochornada, al ver que había confundido el parentesco de los miembros en el seno de la madre Iglesia. Padre, hermano, canónigo…, yo no sabía exactamente a qué categoría pertenecía Pablo Fuster.
—No es posible servir a Dios y a la tentación de la carne. Pero los hombres son criaturas débiles… —Mientras el deán hablaba, yo miraba su cuerpo de casi dos metros tratando de imaginar qué era él si no un hombre.
Entonces me observó atentamente. Pero al mismo tiempo no dejaba de mirar al suelo, como buscando algo que yo intuía y él ni siquiera podía imaginar.
—Tenía una cita con él. —Creí muy necesario aclarar que mi interés por el hermano Fuster era debido a nuestra cita, y no a la búsqueda de información secreta. La Iglesia es tan desconfiada…
—Lo importante es que el mural ya está a punto de ver la luz, ¿no es así? —preguntó de repente Fabrizio, para romper una tensión que empezaba a ser molesta.
—Sí…, está casi terminado. Aunque no nos guste a todos. —El sacerdote mostraba un rostro más pálido que al principio.
—Pero se trata del mejor pintor de la isla. Y el más internacional… —Fabrizio puso especial cuidado en no pronunciar su nombre.
—El más internacional, de eso no hay duda. Y también el más excéntrico. ¿A cuántos pintores conoce usted que pinten sus lienzos rodeados de negros que hacen el trabajo sucio? Genios del siglo XXI… —Sacó un pañuelo de debajo de la sotana, y se sonó ruidosamente.
Interrumpí mis anotaciones al oír el comentario, que me parecía impropio de alguien que reza muchas horas al día. Él no hizo el menor gesto por suavizar tan crudo juicio.
—No entiendo cómo consiguió finalmente hacer su obra aquí, si desde el principio se le dijo que no. Ya sé que el obispo tenía predilección por él, pero, aun así…
—Porque insistió una y otra vez, hasta que el obispo finalmente propuso una votación.
—Vaya, qué interesante. No sabía que la obra de nuestro genio había sido el resultado de una votación.
—Y muy ajustada —añadió enseguida—. El resultado fue la mayoría absoluta más ajustada, es decir, la mitad más medio.
—Está claro que el genio no gustaba a todos.
—Absolutamente —contestó con rotundidad—. El resultado de la primera votación tenía como objeto aceptar la intervención del artista en la catedral, que consistiría en una restauración exterior.
—¿Qué tipo de restauración?
—Las gárgolas. Ante el peligro que suponía encargar a alguien tan caprichoso un trabajo en el interior del templo, se decidió no arriesgar demasiado. Así que le fue encargada la restauración de ocho gárgolas en el exterior del templo. Después de todo, él tiene experiencia trabajando con animalitos en sus cuadros. Le encanta pegar moscas en sus lienzos.
No pude evitar sonreír ante éste comentario malicioso, aunque cierto. La tarde anterior habíamos visto en un museo su cuadro lleno de moscas y libélulas. Sin título, era toda la información que aportaba el cartelito, junto a sus medidas de tres metros por cuatro.
—Pero él quería más. Restauró las gárgolas, y siguió insistiendo en su deseo de intervenir aquí, en el interior.
Lanzó una mirada a la obra de Gaudi. Sin duda el artista ansiaba la inmortalidad junto al arquitecto de Dios.
—¿Es cierto que la restauración de las gárgolas tampoco satisfizo al cabildo?
El sacerdote no pudo ocultar su enfado. Deseó que no le hubiese hecho esta pregunta, pero era evidente que antes de acudir a la Seu me había informado de qué actuaciones irritaron al clero.
—Sí, bueno… —Se frotaba las manos una y otra vez.
—¿Por qué no? —preguntó Fabrizio, de modo que el cura no tuvo más remedio que contestar.
—Cerró las bocas con arcilla…
—¿Cómo dice, padre? —preguntó el italiano, visiblemente sorprendido de que el artista igualara en locura a los grandes genios de Florencia.
—Cerró las bocas de las gárgolas…, ése fue sin duda un gesto de soberbia y de escarnio.
—No entiendo…
—Es evidente que las bocas de las gárgolas tienen como única función canalizar el agua de lluvia… ¡Y por fin lo consiguió!… —añadió el deán acompañando sus palabras con una apertura de manos que ya no estaban a la altura del bajo vientre—. El obispo tomó una decisión que nadie pudo cuestionar.
—Me sorprende su afición por el arte de vanguardia… —Fabrizio no entendía que el obispo hubiera alentado un proyecto con escaso apoyo del cabildo.
—Una afición que le costó la vida… —El sacerdote hizo éste comentario sabiendo que provocaría nuestro desconcierto. Y remató la frase—: Lo mató.
—¿Quién lo mató? —Busqué sus ojos. Más que un nombre, lo que yo quería era averiguar qué sabía el deán de lo que sucedió aquella noche de enero.
—Esta obra lo mató…, cuando la vea con sus propios ojos entenderá lo que le digo.
No era ésta precisamente la respuesta que yo esperaba.
Iba anotando en mi libreta todo cuanto él decía. Fabrizio escuchaba sin perder detalle.
—Le impusimos tres condiciones… —levantó tres dedos—, que obtuviera todas las licencias civiles y eclesiásticas, que su trabajo no costara nada a la catedral y que cada fase de su trabajo obtuviera la aprobación del cabildo.
—Menos mal que todo se arregló.
—¡No se arregló nada, señorita! —El cura no ocultó su ira—. Todo se hizo al revés, y la Iglesia se tuvo que comprometer a financiar parte de las vidrieras, sin las cuales su obra no tenía sentido. Y para mayor ignominia, se empeñó en cambiar los dos mil vidrios del rosetón mayor.
—¿Cambió todos los vidrios del rosetón mayor? —preguntó mi amigo. Enfatizó su pregunta con el todos, como si ya supiese que Bonnín hubiese modificado el rosetón.
—¿Por qué razón? —Apenas pude ocultar mi excitación por lo que estaba a punto de averiguar.
—Parece ser que los haces de luz… —el sacerdote miró hacia la estrella de David— no incidían en las vidrieras —señaló el espacio de los futuros vitrales—, y éstas no enfocaban el punto exacto de un lugar que el artista quería revelar de un modo original.
—¿Un lugar… secreto? —Tuve la sensación de que estaba a punto de averiguar algo.
—Sí, alguien publicó en la prensa que el artista iba a desvelar un secreto que la Iglesia había mantenido oculto durante años… —El gesto que hizo el deán con la mano mostraba claramente que despreciaba a la prensa.
—¿Y cambió los vidrios del rosetón mayor, el más grande de todas las catedrales del mundo? —Mi pregunta era más bien una aseveración.
No contestó. Se quedó observando la estrella de seis puntas, tratando quizá de hallar una respuesta.
—¿Usted cree que eso es cierto, padre? —preguntó Fabrizio.
—¿Qué cosa?
—Que los vidrios del rosetón pueden descubrir un lugar secreto…
—No, yo no creo en esas bobadas de secretos ocultos en las iglesias.
—¿No cree que sea posible que la luz del rosetón incida en la de las vidrieras?
—Bueno, no entiendo mucho de leyes de física…
Mientras intentaba obtener información, Fabrizio observaba la bóveda central. Miraba una y otra vez la estrella de David que ahora lucía vidrios nuevos, y a continuación dirigía su vista hacia los vitrales del muro izquierdo del altar mayor. Le parecía imposible lo que acababa de oír.
—¿Qué tipo de vidrio utilizará para sus vitrales? —preguntó el toscano.
—Lo mantiene en secreto.
—¿Y hasta que no estén terminados nadie podrá saberlo?
—Exactamente. Es posible que… —añadió con cautela— incluso cuando estén terminados, la obra nunca pueda ser visitada.
—¿Qué razón hay para que eso ocurra?
—A quienes visitan la catedral movidos por la fe cristiana no les gusta que se perturbe la paz y el sosiego que encuentran en éste templo.
—Entonces…, teme que la luz del rosetón verdaderamente muestre algún lugar secreto —añadí con prudencia.
—Yo no temo nada, señorita. —El tono de su voz sonó gélido, hostil, agresivo. Recordé la terrorífica escena, hace años…, en África. Vidrios teñidos con su propia sangre…, algo que me propuse olvidar y que ahora de nuevo se hacía presente.
—¿Por qué teme que a la gente le disguste la obra? —preguntó Fabrizio con valentía. Percibió algo extraño en mi rostro, pero no podía imaginar dónde estaba mi pensamiento.
—El bien y el mal son irreconciliables. —El sacerdote pronunció estas palabras con fatiga.
Miré hacia la cortina negra, preguntándome qué podría haber disgustado tanto al clero.
—Nos engañó con las figuras de los Reyes Magos —declaró en un tono severo.
—¿Cómo? —pregunté, sin apartar mis ojos de la misteriosa cortina.
—Cristo no ha pasado a la historia por su codicia. Y mucho menos… por el tamaño de su miembro.
Fabrizio me miró de reojo. No pude evitar sonrojarme. Mientras el deán cruzó sus manos a la altura del bajo vientre, desvié la mirada en otra dirección, y entendió que yo quería contemplar la obra de una vez por todas. Habíamos visto parte del mural en un libro que la universidad publicó para satisfacer la demanda de un público que no entendía la razón de tanto secreto.
Se produjo un largo silencio, tiempo que aproveché para echar un vistazo al espacio que dejaba atrás. Contemplé el altar mayor, rodeado de esbeltas columnas de veintidós metros que convierten a la catedral de Palma en la segunda más alta de las catedrales europeas. Sobre el altar mayor, el inmenso rosetón de doce metros de diámetro y dos mil vidrios de colores me recordaba, por si lo había olvidado, que estábamos en la catedral de la luz. Y de la sangre.
—¿Ha tomado nota de cuanto le he dicho? —me preguntó en un tono fúnebre.
—Sí, lo he anotado todo. —Cerré mi libreta.
—Pues ahora podemos entrar a verlo.
—En cuanto a las calaveras… —comenté mientras Juanet, el monaguillo, procedía a retirar la cortina de tela.
—¿Las calaveras? En cuanto usted las vea, comprenderá por qué ha sido interrumpida esta obra.
—Calaveras en la Adoración de los Magos… —murmuró Fabrizio.
—¿Le sorprende, verdad? —El deán se mostró satisfecho de compartir con alguien el estupor que un día produjera la visión de tan funesta escena.
El italiano asintió.
—¿Y entiende usted que pasara aquí las noches para pintar en la oscuridad docenas de calaveras que…?
—¿Cómo dice? —interrumpió Fabrizio.
—La exigencia de pasar las noches aquí dentro no es lo más excéntrico que hizo.
—¿Ah, no?
Entonces me vino a la mente un nombre. Joseph Beuys. También él cometió excentricidades que removieron antaño sensibilidades pacatas. Su único objetivo: despertar del letargo conciencias dormidas por el bienestar secular. Beuys se encerró durante semanas en un galería de arte en compañía de un coyote. Fue entonces cuando se le ocurrió una genial idea. El cuadro titulado Cómo explicar cuadros a una liebre muerta. Mientras buscaba la respuesta, Beuys se embadurnó la cabeza con miel y pan de oro.
—Las calaveras… son…
Su rostro palideció de repente.
—Macabras —añadí.
—No. No son macabras…, son reales.
Con la mano hizo un gesto débil a Juanet, que permanecía de pie a su lado sin pronunciar palabra. Juanet había asistido a toda la explicación del deán, y no había reaccionado lo más mínimo ante ninguno de sus comentarios. Juanet era mudo, y cojo de la pierna izquierda. Me pregunté por qué, si era mudo, el deán le había llamado por teléfono. Entonces observé que Juanet llevaba un teléfono móvil colgado del cuello a pesar de no poder oír las llamadas. Respondía a la luz que se activaba con cada llamada. Juanet veía el número marcado, y acudía enseguida.
Yo avanzaba despacio muy cerca de Fabrizio, disimulando la excitación que me producía aquella circunstancia excepcional de poder contemplar —ya terminado— un mural hecho con barro y frutos extraídos del fondo del mar por uno de los artistas más famosos del momento. Un hombre a quien me sentía ligada por haber compartido algo más que unos meses en África.
Mientras Juanet retiraba la pesada cortina negra, atada a unas anillas de hierro por ambos lados con una cuerda, el deán agitó las manos con un gesto que repitió varias veces durante el recorrido. Entonces vi en sus ojos algo perturbador.
—Resulta difícil admitir que comparten un mismo espacio la muerte y los Reyes Magos —dije sin poder asimilar lo que había oído sobre las calaveras.
—Los artistas de hoy confunden el arte sacro con su neurosis —contestó, sin preocuparse por ocultar su desprecio.
—¿Está diciendo que el artista está loco? —Yo sabía lo que eso significaba.
—¿Loco? Locos estaban Leonardo da Vinci, Caravaggio, Miguel Ángel…, grandes genios de la pintura. Pero éste, a quien los mediocres llaman genio, no es más que un simple artesano. Muy listo, de eso no hay duda. Pero artesano.
Pronunció esta palabra lentamente, tal vez recordando el juicio que ganó el artista contra su ayudante Ripoll, el alfarero de Marratxí que le reclamaba la mitad de sus ganancias por haberle ayudado a realizar todas sus cerámicas cuando todavía Marquet Bonnín no era dios. Dios ganó el juicio, ayudado por un abogado que era mezcla de querubín y de Satanás. Después de cuatro años, el alfarero de Marratxí no ha dejado de reivindicar un reconocimiento como artista. Sentado en el umbral de la catedral, Zacarías Ripoll reclama justicia cada tarde de domingo, a la hora en que acuden a misa vespertina miles de feligreses de la beata ciudad palmesana. Beata, y tristemente callada.
—¿También él quiso profanar la paz de los muertos manipulando cadáveres? —intervino Fabrizio. De todos es sabido la obsesión de Miguel Ángel y de Leonardo da Vinci por la anatomía humana. A cambio de ciertos favores, muchos pintores han conseguido su botín en las tumbas de muertos anónimos.
—¿Quiere decir que…? —pregunté al sacerdote.
—Esta información —hizo una pausa, y dirigió su mirada hacia las calaveras— me costará muy cara. Pero ya me queda poco tiempo de vida, y le pido a Dios que me reúna con Él lo antes posible.
—Padre, no hable así… —Mi mano iba a posarse en su hombro izquierdo, pero la detuve.
—Quiso superar a Gaudi, con la soberbia propia de su juventud —dijo arrastrando la voz.
—¿Cree usted que su verdadero reto era superar a Gaudi? —Sustituí el gesto con una pregunta.
—Gaudi también estuvo en África. —La respuesta me sorprendió—. Y en la miseria que allí vio se inspiró para esculpir sus formas tan originales que parecen huesos humanos. ¿Conoce usted La Pedrera? —Sentí un nudo en el estómago.
Asentí con la cabeza. Miré hacia otro lado.
—Pretendía compararse con el arquitecto de Dios… —Gaudi gozaba de la simpatía y respeto del deán, mientras que Bonnín no era más que un farsante.
—¿Conoce usted el festín de Baltasar? —Su pregunta dio un giro a la conversación.
—¿Baltasar, el Rey Mago?
—No. Otro rey, que vivió mucho tiempo antes en Babilonia.
—Ah, sí, Baltasar hijo de Nabucodónosor…
—El festín de Baltasar es un episodio bíblico que anuncia la futura muerte del rey. Es tenebroso… —dijo en el momento justo en que se abrían dos cortinas negras. Mientras la tela negra desaparecía, recordé el cuadro que Marquet tenía colgado en la pared de su dormitorio.
Finis gloriae mundi. Sentí frío. Me acerqué a Fabrizio.
De pronto, una luminosa mezcla de colores azules, verdes y dorados apareció ante mis ojos. Multitud de figuras sobresalían de una superficie irregular hecha del material más humilde, el barro.
Me quedé estupefacta. Con la vista abarqué la escena que era hermosa pero a la vez incomprensible; tuve la sensación de quedar atrapada por la fuerza de algo sobrenatural. Me acerqué al mural. Parecía tener vida propia; no pude evitar la tentación de tocar las figuras con la punta de los dedos. Eran asombrosamente reales. De la imperfección de sus líneas emanaba vida, auténtica vida extraída de una masa inerte.
En silencio, observé infinidad de panes, frutas y verduras que parecían salir de las profundidades de la tierra y del mar.
—Pero… ¿no era la Adoración de los Magos? —preguntó Fabrizio mientras yo tenía los ojos puestos en la figura de Cristo.
—Es —afirmó categóricamente el deán— la Adoración de los Magos.
—¿Y dónde están los Magos?
—No hay Reyes Magos. Así lo ha querido el artista… —Chasqueó con la lengua.
Yo contemplaba la figura de Cristo sobre un túmulo de cráneos.
«Caminamos sobre tumbas…», me acordé de la frase que decía mi abuelo cuando me enseñaba a escuchar el silencio dentro de la catedral.
—No es la Adoración… —Pronuncié despacio mis palabras.
—¿Entonces?
—Es la Dama…
—¿La Dama? —preguntó el sacerdote.
—Sí, la Dama de Dante. Y esta figura no es Cristo… sino la Virgen María.
Mis ojos seguían fijos en el perfil que era una especie de sombra. Nada indicaba que se tratase de un varón, y por lo tanto bien podía ser una figura distinta a la de Cristo.
—¿Es… la Virgen? —El deán estaba pálido.
—Sí —respondí sin apartar mis ojos de la figura.
—¿Y por qué ha dibujado la Virgen? —preguntó Fabrizio.
—¿Sabes qué trabajo había hecho el artista antes de empezar éste mural?
Lo miré fijamente, segura de que no podría responder.
—¿Qué importa eso? —intervino el deán, a quien no disgustó descubrir que la figura hecha por un agnóstico correspondiese a la Virgen María.
—Ilustró una edición de la Divina Comedia de Dante, con explicaciones en hebreo. —Mi voz retumbó en el templo.
—Es cierto. Y fue un rotundo éxito en Italia —añadió Fabrizio.
—¿Pero qué tiene que ver Dante con el hebreo y con esta figura? —El sacerdote se mostró visiblemente desconcertado.
—Esoterismo medieval. Observe bien la escena, padre; cuente el número de círculos y de signos que hay a ambos lados del mural.
Miró primero a la derecha, y contó con el índice dieciocho círculos. A continuación, hizo lo mismo en el lado izquierdo. Contó veintisiete símbolos de formas diversas.
—No, no son lo que parece —repliqué acercándome a la pared.
—¿Me está diciendo que no sé contar?
—Sabe contar lo que ve, pero no interpretar su mensaje. Como el de tantas y tantas cosas que hay en el interior de éste templo. —Abarqué el espacio con los brazos en alto.
—¿Tiene algún otro interés sumar círculos y cruces? —preguntó.
—En ello está el mensaje de esta obra.
«Cuanto más secreto, más a la vista…», repetía Marquet cuando yo trataba de entender sus dibujos.
—¿Me podéis explicar de qué va todo esto? —preguntó, sin apartar la vista de lo que él creía que era Cristo.
—La gematría es un método de la cábala aplicada.
—¿La qué…? —Se acercó una mano a la oreja derecha.
—Gematría. En ella, a cada letra del alefato hebreo le corresponde un valor numérico. Se utiliza para dilucidar pasajes oscuros de la Biblia, buscando palabras que tengan similar valor numérico.
—¿Y dónde hay palabras oscuras aquí, si no hay nada escrito? —preguntó el sacerdote, ya con poca paciencia.
—El número de círculos no es 18, sino 1 + 8 = 9. Y el número de cruces no es 27, sino 2 + 7 = 9.
—¿Nueve círculos y nueve cruces, por qué?
—Porque esta escena no representa la Adoración de los Reyes Magos… El artista ha querido enviar un mensaje a la Iglesia que de otro modo no hubiese podido hacer.
Fabrizio escuchaba atentamente mientras yo respondía al deán.
—¿Y para qué tanto dinero? —preguntó el sacerdote, que no podía olvidar la fortuna que esta obra había costado al cabildo.
—Padre, no a todos satisface la imposición de la Iglesia de dar prioridad a la divinidad masculina y borrar todo rastro de religiones anteriores.
—Ahora resulta que el artista es un ferviente religioso —respondió con evidente ironía—. Ya lo decía yo…
—Todos los seres humanos se rigen por unas creencias.
—Pero nadie le ha pedido que nos cuente las suyas —protestó enérgicamente.
—Tiene usted razón, pero ya es tarde para cambiar eso —contestó Fabrizio con sus brazos abiertos en dirección al mural.
Se produjo un silencio embarazoso.
—Que no busque belleza quien venga a ver esta obra…, y tampoco busque religiosidad —sentenció el italiano.
—¿Y qué va a buscar uno cuando entra en un templo cristiano? —La pregunta del deán era impecable.
—Usted lo sabrá mejor que yo… —Fabrizio se apartó unos centímetros del sacerdote. Y éste siguió observando la figura de Cristo, que ya no era Cristo sino la Virgen.
—¿Cuándo tendrá hechos los vitrales? —Di a mi pregunta un tono inquisitivo que no pude disimular.
—¿Los vitrales?
—Sí, ¿cuándo estarán terminados los vitrales?
—No sé, creo que dentro de un año… —Él no dejaba de mirar la enigmática figura. Me resultaba imposible adivinar hacia dónde reflejarían los vidrios sus haces de luz.
—Juega el sol por el entrevero de pináculos y arbotantes y, atravesando los vidrios multicolores de los rosetones, las claraboyas y los ventanales, tornasola columnas, vivifica sepulcros, anima imágenes… Vivifica sepulcros…
Fabrizio y el deán me escuchaban atentos mientras recitaba los versos que aprendí de memoria. No eran mis versos, eran los apuntes que acompañaban a los primeros dibujos que Marquet Bonnín hizo años atrás, cuando acariciaba su lejano sueño de poder trabajar algún día en el interior de su catedral.
Tras los versos llegó el silencio. Con él, mi búsqueda de algo invisible y sin embargo cercano entre aquellos muros centenarios. Intuía que un hilo sutil enlazaba los caminos que me guiaban hacia la salida del laberinto. Observé a Fabrizio, y percibí en él algo extraño. Oscuro. Me acordé entonces del profesor Ubriachi.
Miré en todas las direcciones tratando de averiguar, sin conseguirlo, sobre qué tumba reflejarían su luz los vidrios multicolores que el artista estaba haciendo, en un lugar recóndito. Y confiaba en que alguien, de entre los millones de visitantes que acudirían al templo gótico, siguiera la dirección de la luz y no contemplara solamente los cristales multicolores.
Sin embargo, sabía que sería extremadamente difícil cambiar una costumbre inveterada. Porque, ante una obra de arte, uno solamente ve aquello que está predispuesto a ver.