12

Andratx, Mallorca, marzo de 2006

Como siempre, al regresar de un viaje iba a visitar a Lluís a su casa de Deià. Esta costumbre incluía el riesgo de encontrarme con la casa vacía. Pero la decisión de vivir sin teléfono era algo que formaba parte de su singularidad. Aquella mañana de domingo, Lluís estaba en casa y me invitó a navegar.

—¿A qué debo éste honor, navegante solitario? —Jamás llevaba a nadie en su barco. Conmigo hizo una excepción.

»Me apetece tu compañía. —Segunda excepción, pues jamás expresaba sus sentimientos—. Iremos hasta Sant Elm. Y luego, te invitaré a comer en Miramar.

—¡Vaya! —Miramar era el mejor restaurante del puerto de Andratx.

—¿Te gusta el plan, Ariadna?

—Me encanta. Esto sí que es una novedad. ¿Desde cuándo no salías a comer fuera?

—Ya sabes que no me gusta aparecer por el circo. Pero el mes de marzo es especialmente hermoso en Andratx.

—Lluís detestaba ver su amado puerto abarrotado de gente que convertía la isla en un espectáculo bochornoso.

—Muy bien, vámonos a Sant Elm. —Confié en no echar de menos una Biodramina.

Sant Elm es un antiguo pueblo de pescadores que se ha convertido en un pequeño centro turístico, muy tranquilo y acogedor. Es un núcleo costero, conocido antiguamente como la Palomera, donde las tropas del rey Jaime I fondearon antes de desembarcar en Santa Ponça, en 1229. Hasta principios del siglo XX, Sant Elm vivía de la pesca y la salazón de pescado. Actualmente, esta pequeña localidad vive del turismo. Sant Elm atrae cada vez a más turistas, ávidos de aguas cristalinas. Pero, sobre todo, lo que atrae al turismo de éste lugar es su emplazamiento próximo a la Dragonera, una reserva natural de gran belleza.

La Dragonera es uno de los valores medioambientales más importantes de la isla. Sus seis kilómetros de roca escarpada deben tal nombre a la forma de las rocas emergiendo del agua cual dragón a punto de abrir sus fauces.

—¡Vivir no es necesario, lo necesario es navegar…! —exclamó Lluís mientras cerraba el Fiat blanco, mostrándome con satisfacción su barco a unos cien metros.

Al pensar ahora en Fabrizio, me invadió un presentimiento. Quizás el profesor Gaetano Ubriachi había tenido algo que ver con la aparición de los pergaminos y con la desaparición del cuadro. Recordé su mirada inquietante al preguntarme acerca de Amberes.

—Ariadna, ¿es posible que dejes de pensar en el trabajo y disfrutes de un día en el mar? —Lluís me cogió de la mano.

Recorrimos el puerto, que estaba muy tranquilo aquella mañana. Pero ni aun el esplendor del mar alivia el peso de la sospecha cuando ésta asoma en la penumbra.

—¿Conoces a Krafft-Ebing? —No me detuve a pensar si estábamos en el lugar adecuado para abordar tal asunto.

—¿El psiquiatra alemán? —Lluís no alteró el ritmo de su caminar tranquilo ni se mostró sorprendido por mi pregunta.

—¡Vaya! Lo conoces… ¿Hay algo que tú no sepas, navegante solitario?

—¿A qué viene la pregunta? —No alteró su tono de voz.

—Me impresiona tanta sabiduría.

—Me refiero a qué quieres saber de ése loco.

—Es que… en Siena —se me apareció la mirada viscosa del Minotauro—, mientras cenaba con dos italianos…

—¿Con dos a la vez? —Lluís me soltó la mano, y me miró de arriba abajo—. Veo que no has perdido el tiempo, bella mujer.

—Déjate de bromas.

—Está bien. Te escucho.

—El profesor Ubriachi estaba pletórico. Por lo visto… acababa de conseguir una primera edición de un libro. Estaba inmensamente feliz.

—¿Y eso qué tiene de malo?

—Nada, supongo. Sólo que… me pareció extraña la forma en que manifestó su euforia, ¿comprendes?

—No.

—Pues que… me dio la impresión de que no quería que yo supiese de qué libro se trataba.

—Es normal, Ariadna. Entre los bibliófilos circula una especie de paranoia. Creen que todo el mundo les persigue para robarles la joya que acaban de descubrir. Y nunca terminan de decir lo que en el fondo desean contar. Son desconfiados…

—Ya.

—¿Y llegaste a saber qué libro era?

Patbologia sexualis.

Lluís se detuvo en seco. Buscó mis ojos, como queriendo confirmar que no estaba en un error.

—¿Qué ocurre? —pregunté. Su tez bronceada parecía haber perdido color.

—¡No puede ser!

Levantó la voz.

—¿Qué?

—No puede ser. —Repitió su frase exactamente con las mismas palabras, pero esta vez sin pasión.

—¿Qué tiene de especial esa edición? —Nunca hablé de fantasías sexuales con mi amigo el marinero. Jamás compartimos cama. Desde la muerte de su amigo Gerald, Lluís parecía haber renunciado a los placeres del cuerpo.

—No puede ser —repitió una vez más, negando con la cabeza.

—Dime, ¿qué tiene de especial? —Me detuve, y esperé una respuesta.

—La descripción minuciosa… —miró hacia el mar— de cómo un profesor quita la espuma del cuerpo a una prostituta.

—¡Estás de guasa!

—No, Ariadna —sus ojos se llenaron de tristeza—… y jamás pensé que tú me hablarías de ése libro. Deberías olvidarte de él.

—¿Contiene algún secreto —dije con ironía— que pueda poner en riesgo mi vida o…? —No acabé la pregunta. Los ojos de mi amigo eran suficiente respuesta.

Seguimos caminando, hasta llegar al barco. El silencio duró más de lo deseado. Lamenté haber hecho una pregunta que, tal vez, traería consecuencias inevitables. Ya frente al barco, Lluís me ofreció su mano para ayudarme a subir.

—Explícamelo, por favor. —Quería oír la historia en tierra firme.

—La primera edición de la Pathologia —vi brillo en sus ojos; parecía repetir mentalmente cada una de las letras de esta oscura palabra— describe con todo detalle cómo un profesor enjabona el cuerpo entero de la prostituta que acaba de conocer, y cómo va quitando lentamente la espuma con la navaja como si la estuviera afeitando… No me mires así, Ariadna. Me has preguntado, y yo te respondo.

—Disculpa. Sigue.

—¿Qué quieres, que te cuente todas las perversiones que describe el autor?

—Lluís, no me tomes el pelo. Si el profesor es un bibliófilo, busca algo más que una fantasía absurda. Y si es un lector de libros porno…

—¿Crees que es absurda?

—Sabes muy bien a qué me refiero. ¿Por qué tiene tanto valor esa primera edición?

—Es la primera de las cincuenta perversiones sexuales que describe Krafft-Ebing con una prosa magistral. ¿Y ahora podemos subir al barco? —Me ofreció efe nuevo su mano.

—¿Me estás diciendo que a un lector de libros porno le preocupa la prosa magistral? —Me resistía a dejar tierra firme.

—Ariadna, no seas puritana. No es un libro porno. Nada más lejos… —Lluís bajó el tono de voz.

Durante un rato esperé alguna otra explicación. Y por supuesto… no me consideraba una puritana.

—Es una joya. —Su voz llegó cargada de misterio.

—¿Una joya?

—La segunda edición menciona simplemente esa parafilia. Pero no la describe.

—Ah, qué interesante.

—Sí, lo es.

—¿Y quién tiene esa joya ahora?

No contestó.

—¿Quién tiene esa joya? —pregunté de nuevo.

Se hizo un silencio roto por el rumor del mar.

—Yo.

—¡Qué! —Di un paso atrás.

—Yo… tengo la primera edición. No tu amigo el italiano. Y muchos estarían dispuestos a matar por conseguirla.

Se me aparecieron de nuevo los ojos del Minotauro, sus manos fuertes y cejas hirsutas. Y cómo engullía el hígado de conejo.

Subimos al barco. Apenas supe qué decir. Me quedé observando el paisaje, el mar, el cielo, las nubes, mientras el marinero hacía los preparativos para emprender la travesía.

—Lluís…

—¿Qué?

—Nada, nada…

—No es nada nuevo, Ariadna. Se llama farol.

—¿Farol?

—Sí. Un bibliófilo comunica ostentosamente que ha encontrado la primera edición de un libro que persigue hace mucho tiempo…, y en realidad lo que pretende es obtener información del paradero de ése libro que él dice haber encontrado.

Miré a mi amigo de arriba abajo.

—¿Qué pasa, Ariadna? ¿Creías que… porque vivo aislado del mundo no conozco sus demonios?

—¿Hay algo que debería saber sobre ti, y aún no conozco? —Me crucé de brazos, esperando una contestación.

—Tu pregunta es muy profunda, Ariadna. Tan profunda como éste mar que nos espera… —Tendió sus brazos hacia el horizonte.

Asentí con la cabeza, reconociendo que él tenía razón. Tal vez fuese una pregunta demasiado profunda para una mañana soleada que queríamos disfrutar en el mar. Y Andratx era, sin duda, la mejor garantía de que lo podíamos conseguir. Al mirar la superficie de aquellas aguas cristalinas, pensé en lo absurdo de identificar el color del mar con el zafiro.

Andratx es una bellísima localidad en el extremo suroccidental de la isla y de la Serra de Tramontana, la cordillera más importante de Mallorca. Durante el verano, el puerto bulle de turistas llegados de todas partes del mundo para disfrutar de uno de los puertos más hermosos del archipiélago. A la belleza del lugar se une una excelente gastronomía y un color de cielo excepcional; una pintoresca mezcla de famosos ha convertido Andratx en punto de referencia para la jet. Los lujosos yates vienen siendo una imagen habitual para los lugareños, que ven cómo sus humildes embarcaciones tienen que luchar por no quedarse sin espacio en el mar.

A pesar de vivir en el otro extremo de la isla, Lluís seguía dejando su barco en el puerto de Andratx porque de él conservaba gratos recuerdos de infancia. Por tradición familiar, Andratx fue el entorno veraniego del clan Molferrut durante tres generaciones. Ahora, rituales de agenda social habían sustituido Andratx por el más glamuroso Portais. Y todo por una mera guerra de ostentación. Lluís, sin embargo, agradecía que en el mundo existiera la fatuidad, pues gracias a ella la soledad se convertía en un bien de excepcional valor.

—Vine a limpiarlo la semana pasada, estaba hecho un desastre. —Él sabía que yo seguía pensando en el afeitado de la prostituta.

—Me gusta tu barco, Lluís. —Traté de alejarme de la imagen sexual.

—Ya quedan pocos como éste, construido con madera autóctona. Ahora los hacen de fibra de vidrio.

—Más baratos y más fáciles de limpiar, ¿verdad?

—Sí, supongo que sí. —Tal vez calculaba cuántas horas de su vida habría invertido limpiando aquel pequeño barco que era como su segundo hogar. Serena, bonito nombre para un barco.

Contemplé un instante las casas diseminadas por las montañas. Todas blancas, situadas al azar como surgidas de un plan urbanístico diseñado por un ciego, o por un demente.

—Criminales…

—¿Qué?

—Te preguntas quién ha permitido esta barbarie, ¿verdad? —Hizo un ágil movimiento de barbilla.

—Es demencial, apenas queda un metro de monte…

—Y lo que no ves.

—¿A qué te refieres?

—Éste escaparate sirve para ocultar lo que hay detrás. Los monstruos son astutos. —Señaló hacia la parte más alta de la montaña. No quise imaginar a qué se refería, con lo que veía ya tenía bastante.

—Hay quien está convencido de que la valía personal se demuestra con el tamaño de su casa, o de su barco, o de su coche.

No hice ningún comentario.

—Creen que la isla es suya. Quien tiene casa aquí, piensa que las montañas son también de su propiedad. Quien tiene barco en estas aguas, considera suyo el mar. Andratx, quien te ha visto y quien te ve… —Miró el fondo del mar.

—¿Cuántos años hace que vienes por aquí?

—Desde que nací. Yo diría que me parieron en éste mar…

—Es muy hermosa esta parte de la isla. Pero cómo ha cambiado…

—Andratx, Marratxí, Felanitx…, otros fueron los dueños de estos lares hace muchos siglos. Los vascos antes que los mallorquines demostraron lo que podían conseguir con su fuerza. Banyalbufar, Bunyola, Alcudia…, muchos nombres de pueblos recuerdan que los señores de esta isla fueron antes los musulmanes. Y estos imberbes señoritos —entonces dirigió su mirada hacia el paseo invadido por restaurantes caros que en verano llenan sus terrazas con gente fatua— creen que esta isla les pertenece. Pobres gusanos.

—¿Te preocupa la inmoralidad, eh?

—No.

—¿Ah, no?

—No es la inmoralidad lo que debería preocuparnos, sino la frecuencia con la que ésta permite a los hombres hacer fortuna.

Un hombre pasó muy cerca de mí, pero no saludó.

—Suele ser habitual en la gente desconfiada —comentó Lluís en voz alta, al verme observando al hombre que pasó justo a mi lado, sin decir nada y mirándome descaradamente.

—¿Por qué no ha saludado? —pregunté.

—Porque cuesta caro. —Su sarcasmo fue evidente.

—¿No te conocen aquí?

—Claro que sí. ¿Quién no conoce al nieto díscolo del banquero?

—Así que… díscolo, ¿eh?

—Aunque no me reconocieran a mí, todo el mundo conoce el llaüd más antiguo del puerto. ¿Verdad, fantasma? —dijo mi amigo, dirigiéndose al hombre que seguía mirando al tiempo que se alejaba. Y me miraba especialmente a mí, como sorprendido de que el marinero dejara entrar a alguien en su barco.

Mientras Lluís quitaba los amarres, me fijé en un cartel muy llamativo cerca del restaurante.

—Es una galería de arte, ¿quieres entrar? —me preguntó al ver que estaba leyendo el cartel.

—Si crees que merece la pena…

—Sueños y pesadillas.

—¿Qué?

—La exposición que tienen durante éste mes. Se llama Sueños y pesadillas.

—¿Algún pintor interesante?

—No tengo interés en averiguarlo. Para pesadillas, las mías —respondió Lluís, mientras se afanaba en poner a punto el llaüd que era su mejor refugio. Dedicado a la literatura, Lluís no participaba de ningún evento cultural en la isla, y mucho menos de los relacionados con el arte. Su mundo era la escritura y el mar.

—¿Estás seguro de que no va a llover? —pregunté mirando al cielo.

Al salir de Deià lucía un sol espléndido, pero al llegar a Andratx había refrescado y, de repente, me pareció ver unas nubes oscuras que estaban tomando posiciones.

—Si hubiera estado seguro de que iba a llover, no te habría invitado precisamente hoy, Ariadna.

—Tienes razón. Pero es que de repente ha bajado la temperatura, ¿no te lo parece a ti?

—¿No será que tienes miedo a navegar, o es que temes alejarte de tierra firme con un loco como yo?

—No eres un loco, eres delicioso.

—Ya.

—¿Acaso te consideras un loco?

—No me molesto en pensarlo.

—No me gusta.

—¿El qué?

—Cómo pinta el tiempo. Éste aire frío, y el viento…, creo que deberíamos dejarlo para otro día.

—No seas cobarde, Ariadna. Conozco bien éste mar.

—¿Conoces éste mar? ¿Cómo puedes ser tan soberbio? ¡Nadie conoce el mar!

—Tranquila, sé lo que estoy haciendo.

—De verdad creo que deberíamos dejarlo para otro día. Se está nublando. Mi abuelo decía que en los meses con r uno no debe navegar.

—¿Por qué?

—¿Por qué va a ser? ¡Porque hace frío!

—¿Qué sabía tu abuelo del mar, si vivió en el campo toda su vida…?

Ya era tarde para responder. El barco empezó a girar rumbo a mar abierto, y mientras yo miraba la orilla a modo de despedida vi entrar a varios hombres en la galería de arte.

—¿Qué estás mirando con tanto interés?

—Qué extraño.

—¿El qué?

—No hay nadie en la calle, y sin embargo parece que en la galería hay mucho movimiento.

—Tienen que aprovechar cuando no hay nadie en la calle, precisamente.

—¿Para qué?

—Ariadna, veo que te sirve de poco viajar tanto. —El marinero iba sacando artilugios de una bolsa enorme de tela.

—No te entiendo, Lluís.

—Sueños y pesadillas… ¿Tú crees que una galería de arte se puede sostener con los ingresos que generan unos dibujos pintados por chavales que apenas han terminado el bachillerato?

Me quedé mirando fijamente al hombre que tenía de pie frente a mí, y me pregunté por qué a veces dudaba de si merecía la pena seguir viviendo en Mallorca.

—No deberías haberte puesto esa camisa, Ariadna.

—¿Por qué no?

—Porque los lunares traen mala suerte en el mar.

—Como buen marinero, supersticioso…

—Quítatela.

—Claro, lo que tú digas…

—Hablo en serio.

—Y yo también.

—Pues entonces quítatela.

—Ni hablar.

Un estallido de luz precedió al momento del trueno, tan potente que me hizo tambalear del susto.

—¿Lo ves? Tus lunares negros.

—No bromees, por favor. Me estás asustando. —Me agarré de su brazo, que noté fuerte y musculoso.

—Tú lo has querido. O te quitas la camisa o no podremos hacer la travesía.

—¿La tormenta? —Me lanzó un plástico amarillo que sacó de la bolsa.

Otro fogonazo anunciaba una inmediata explosión. Cuando llegó, se prolongó durante varios segundos. Y a continuación, un bramido no dejaba lugar a dudas. Estaba con nosotros la tormenta de Tramontana.

Me senté en lugar seguro. Crucé los brazos como buscando protección.

—Lluís, da la vuelta. No tiene sentido continuar. —Yo estaba temblando de frío.

—Llegaremos a Sant Elm enseguida. No te preocupes. Es sólo una tormenta pasajera…

—Pero yo no quiero ir a Sant Elm. Tengo frío, y miedo…

—Vaya. La señorita tiene frío y miedo.

El marinero seguía su rumbo. No tenía intención de dar la vuelta. Yo miraba, atónita, la tierra firme que se iba alejando y el mar que se hacía inmenso.

Una descarga mucho más potente que la anterior anunciaba una inminente tempestad.

—No exageres, mujer. Aquí no hay tempestades, éste es un mar tranquilo.

Apenas pude oír la última palabra. Su voz se perdió en el estallido de un trueno ensordecedor que parecía que iba a partir en dos el llaüd de color blanco y azul cobalto.

—Será mejor que te sientes, podrías perder el equilibrio. —Un viraje brusco demostró que Lluís sabía cuándo dar consejos.

Conocía a mi amigo desde que éramos niños. La imprudencia no era un rasgo que yo identificara con él. Así que intenté calmarme, y tener confianza.

—Reza una avemaría a la Virgen del Carmen.

—No tiene gracia.

—La santa patrona nos protegerá.

Una ola respondió con brusquedad.

—Sujétate, Ariadna.

—Ya lo hago, no soy tan torpe.

El cielo era cada vez más negro, y el mar, cada vez más inmenso. Una calma repentina permitió que el barco cogiera velocidad, y ya íbamos directos al rumbo fijado por el tozudo marinero.

—Contempla éste mar, Ariadna. Es nuestro mar.

—Sí, pero yo no lo maltrato como él me maltrata a mí.

—Estará enfadado…

—¿Sueles salir a navegar sin hacer caso a la meteorología?

—El periódico anuncia buen tiempo, y vamos a tener buen tiempo.

—Claro, lucirá un sol espléndido entre nubes negras como la pez.

—Bonito símil.

—¡Vete al cuerno!

—Ven a mi lado, Ariadna. Quiero que contemples el panorama conmigo.

—No. No quiero soltarme, no me fío de ti y mucho menos de las olas.

—¿No ves que ya vuelve la calma?

—No veo calma por ningún lado. —Miré hacia la orilla, y distinguí una silueta diminuta y lejana. Parecía que alguien estuviera contemplando nuestra locura. Era el fantasma que antes no había saludado.

—¿Dónde estamos? —pregunté, aunque la respuesta hubiera sido en vano. Agua, horizonte, oscuridad. La máxima expresión del vacío.

Las olas empezaron a dar inconfundibles señales de vida, como si les molestara nuestra presencia en sus aguas. Yo me agarré fuerte, tanto que las manos me hacían daño.

Seguimos navegando, con el firme empeño de demostrar que el hombre domina a Poseidón. Por un momento las aguas se calmaron, y contemplamos la maravilla del Mediterráneo abierto a nuestros pies. Una combinación de nubes blancas y grises parecía competir por su espacio en el firmamento. Nos sentamos abrazados, dejándonos acariciar por la brisa. El mar nos arropaba con su inmensa túnica de seda con brocados de azul intenso. Cerré los ojos, y me dejé invadir por el aroma salobre de un mar que formaba parte de mi existencia.

—También a mí me gusta escuchar el mar con los ojos cerrados. En realidad, en el mar no hacen falta ojos… tan sólo oídos y el pálpito del corazón. —Lluís llevó mi mano derecha sobre su pecho.

—¿Cuál es la verdadera razón, Lluís?

—¿De qué?

—Ya sabes a qué me refiero. El libro. ¿Qué tiene de especial ése libro…?

No contestó. Seguía sujetando mi mano sobre el pecho.

Su silencio era respuesta evidente de que algo estaba pasando. No había sido del todo casual la aparición del fantasma.

—¿Me lo vas a contar…? —Quise apartar mi mano, que él presionó con fuerza.

—Contiene… una clave.

—¿Una clave, para qué?

—Para seguir la pista de obras de arte… que desaparecieron hace años.

Arqueé las cejas.

—Cientos de cuadros y esculturas están enterrados en algún lugar de esta isla, desde hace más de sesenta años. —Apartó su mirada del mar, y clavó sus ojos en los míos.

—¿Has dicho… enterrados?

—Sí. Yo conozco parte de esa clave…, hace referencia a un cementerio. O, por lo menos, a un lugar cercano a un cementerio.

—¿Puedo…? —El balanceo incesante me hizo cerrar un instante los ojos. Empezaba a estar mareada.

—¿Que si puedes conocer tú también la clave? ¿Es eso lo que ibas a decir?

Al abrir los ojos, vi una foto. Nixe I.

—¿Fue tu primer barco? —Señalé la fotografía, parecía muy antigua.

—No. —La escondió bruscamente.

—¿Ocurre algo, Lluís?

No hubo respuesta.

—Καßεϒια, el epíteto de Deméter. —Noté algo extraño en él.

—¿Deméter, la diosa de la agricultura? —pregunté, sin olvidar la fotografía que acababa de ver.

—Asociada a la fertilidad, Deméter se marchó al mundo subterráneo en busca de su hija raptada por Plutón, dios de los infiernos.

Traté de recordar los atributos de la diosa griega. Una antorcha, una espiga. También una serpiente…

—¿En qué estás pensando, Ariadna?

—¿Ese libro contiene alguna imagen?

—No son las imágenes lo que dan la clave, sino unas letras que nunca he conseguido entender.

—¿Unas letras?

—He pasado muchas horas tratando de descifrar un verso griego. Y no consigo…

—¿Por qué no me lo habías dicho nunca, sabiendo que yo leo griego?

No contestó. Me soltó la mano.

—Me decepciona tu desconfianza, Lluís.

—No es desconfianza…

—¿Qué es lo que temes?

—Que corras peligro innecesariamente.

—¿Por traducir un verso griego, o por aprender una perversión sexual? ¿En cuál de los dos hay mayor peligro?

—No tiene gracia.

—Deméter… Deméter…

—Deja de darle vueltas, Ariadna.

—¡Ceres!

—¿Qué?

—En la mitología romana, Deméter corresponde a Ceres.

—¿Y qué?

—¡El atributo de Ceres es una corona!

—¿Una corona? ¿Significa algo una corona de Ceres?

—Muchísimo…

Mis ojos, ahora bien abiertos, veían la corona del pergamino de Cresques.

Don Miquel…, doña Violeta…, el anagrama, Sadomón, Royal Krone, corona real… El reloj. ¿Por qué puede haber sólo dos ejemplares en el mundo de un reloj? Fabrizio me habló solamente del suyo. El profesor, sin embargo, llevaba uno exactamente igual. Recordaba, incluso, haber visto junto a la corona un pequeño triángulo.

—¿Te pasa algo, Ariadna?

No contesté.

—¿Qué significado tiene un triángulo junto a una corona? —Con el índice dibujaba en el aire la figura de un triángulo.

—¿De qué hablas, Ariadna?

—Contesta a mi pregunta, por favor.

—No tengo ni idea. Jamás he visto un triángulo junto a…

—¡Espera un momento!

—¿Qué pasa ahora?

—¡No es un triángulo! —Cerré los ojos, y de repente lo vi. No se trataba de una figura geométrica, sino de… Me llevé las manos al cuello. Empezaba a comprender por qué mi abuelo me regaló el colgante.

—¿Qué te ocurre?

—Regresemos, Lluís. Tengo que ver ése libro.

—Ni hablar. Un marinero jamás interrumpe su travesía. Y menos, por un libro.

—Podemos volver mañana. Te prometo acompañarte a Sant Elm mañana. Pero ahora regresemos a puerto, por favor.

Mis ruegos no sirvieron de nada. El barco azul cobalto seguía su rumbo, ajeno a mis ruegos.

Tras unos instantes de calma, el grito de una gaviota rompió el silencio. Se posó en la proa. Sin importarle nuestra presencia, emprendió el vuelo dando chillidos y trazó círculos alrededor del barco. Finalmente, alteró los círculos con un movimiento constante desde proa hasta popa, y viceversa. Sólo a la izquierda. Lluís me miró con gesto serio.

Sinistra volabant aves… Virgilio describía el mal agüero de aves volando por la izquierda. Aves siniestras… —replicó con tono preocupado.

El aire era cada vez más frío, y los rayos de sol, ausentes. Un trueno siguió al grito de la gaviota. De pronto, empezó a llover. Las gotas de lluvia, impulsadas por el viento, caían como alfileres sobre mi cara.

—¿Y bien? ¿Qué te dice el pálpito, marinero? —pregunté con un tono que pretendía ser irónico.

—Atracaremos aquí —respondió el navegante experto.

—¿Aquí? —Yo estaba aterrorizada por algo a lo que no conseguía poner nombre.

—No conviene arriesgarnos.

—¿Nos vamos a quedar aquí, en medio de la nada?

—Es que en el mar no hay aceras.

—¿De verdad nos quedaremos en esta especie de…?

—Sólo hasta que amaine.

El pánico me atenazó la garganta.

—No temas, Ariadna. Para mí esto no es más que un pequeño contratiempo.

—Para ti sí, pero… —Las sienes empezaron a latirme.

—Lo siento. He escogido mal el día.

—¡¿Lo sientes?! —Estaba enfurecida.

—Sí, lo siento. El mar es impredecible.

—El mar, tal vez. Pero los truenos hablan un lenguaje muy claro, ¿no crees?

Un resoplido fue toda su respuesta. Movió la cabeza de un lado a otro.

—Confío en que sepas dónde…

Un golpe seco paralizó el barco. Los dos caímos al suelo.

—¿Qué ha sido eso? —pregunté.

—No lo entiendo… —dijo con gesto preocupado.

Apenas me había levantado cuando una ola me hizo caer de rodillas. El viento embestía de nuevo impulsando en vano el barco, que estaba inmovilizado. El viento aullaba, acrecentando aún más el terror que sentí desde que oí el primer trueno. Lluís se acercó a popa y me abrazó al ver que tiritaba.

—Tenemos que salir de aquí —dije temblando de miedo.

La creciente furia de las olas y el bramido del viento impedían que se oyera mi voz. Lluís trataba de averiguar qué pudo haber ocasionado el golpe que paralizó el barco. Él conocía bien la travesía, no había peligro alguno.

Avanzó hacia proa, en busca de una respuesta. Cuando empezó a sospechar que la causa del golpe estaba dentro del barco y no fuera, una ola inmensa golpeó el llaüd por la derecha. Con el impacto, me soltó. Y él cayó al mar.

Le perdí de vista unos segundos. El pánico me impedía pensar con claridad. No sabía qué hacer.

—¡Salta, Ariadna!

Oí sus gritos a lo lejos, sin ver de dónde procedían.

Me lancé al mar. Agité los brazos con esfuerzo sobrehumano. Guiada por el instinto, nadé en dirección hacia donde estaba mi amigo, el navegante que conocía bien el mar. Yo no oía el viento ni la lluvia, no veía las nubes ni el mar. Sólo agitaba mis brazos, buscando un lugar seguro. De repente todo era silencio. Extenuado, mi amigo había llegado hasta una pequeña playa y allí estaba tendido en la arena como una ballena varada.

Después de un tiempo que se hizo eterno, por fin sentí la firmeza del suelo. Al ver a mi amigo tendido boca abajo en la arena, sentí una soledad infinita. No sabía si estaba vivo o muerto. Se oyó un estruendo. Me di la vuelta.

Serena volaba por los aires.