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Siena, Italia, febrero de 2006

Los rayos de sol componían su despedida, reflejándose en las aguas de la hermosa fuente Gaia. Dejamos atrás la plaza del Campo y nos dirigimos hacia la catedral, testimonio eterno del esplendor de Siena en el siglo XIV.

—Aquí la tienes. —Fabrizio extendió los brazos.

—Bellísima…

—La más espectacular de la cristiandad. Aunque…

—¿Florencia le arrebató el poder?

—No sólo Florencia desplazó a Siena. La peste truncó la ambición de todo un pueblo.

En el interior del templo sentí una emoción especial, como la primera vez que entré en la catedral de Colonia y años más tarde en la catedral de Reims.

—¿Conoces la catedral de Colonia? —preguntó Fabrizio.

—Sí. Mi abuelo conocía todas las catedrales, y me dejó acompañarle a las dos que él consideraba más bellas. Conocía muy bien la de Colonia, trabajó durante un tiempo en el sarcófago de los Reyes Magos…

Cogidos de la mano, recorrimos el interior del templo cuyos frescos deseaba ver desde hacía tiempo.

—Ariadna, tendremos que darnos prisa si queremos ver algo más de la ciudad.

Asentí con la cabeza. Fabrizio quería enseñarme los Palazzi Salimbeni y Piccolomini.

—Verás el museo de arte más original.

Aceleramos el paso por la calles del casco viejo. Los turistas —pensé— se distinguían del resto por el ritmo lento de su caminar. En la esquina de Via Banchi di Sopra, Fabrizio se detuvo.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

—Nada, nada…

—¿Seguro? —Su gesto reflejaba preocupación.

—Creo que alguien nos está siguiendo.

—¿A nosotros? ¿Acaso temen que vayamos a asaltar el banco?

—No es broma, Ariadna. Me ha parecido que alguien nos seguía en el callejón anterior.

—Eso es fácil de averiguar. Nos detenemos aquí y esperamos a que aparezca el fantasma.

—No. Vamos a continuar. Cerrarán dentro de poco.

—Lo que tú digas.

Continuamos andando, a paso rápido. Con una ligera presión en la mano Fabrizio me indicó que no mirase atrás. Sin poder evitarlo, solté la mano de Fabrizio y me giré sin disimulo. Un caballero enfundado en un abrigo negro seguía nuestros pasos

—Nos está siguiendo, Fabrizio —confirmé sin dejar de caminar.

—Ya te lo he dicho, Ariadna.

—¿Y qué podemos hacer?

—Seguir andando.

—¿Crees que va al mismo lugar que nosotros?

—Pronto lo averiguaremos.

—Tal vez no nos siga, y simplemente sea un turista más. ¿Qué tiene de extraño?

—Su repentina…

No terminó la frase. Sus ojos se quedaron petrificados ante la visión del hombre que se acercaba a nosotros. De repente, el caballero del abrigo negro debió de dar un giro que no vimos y apareció de frente.

—¡Por fin estáis aquí…, creí que no llegaríais nunca! —Mostró una amplia sonrisa.

Su cara angulosa, con pómulos sobresalientes y boca de gran tamaño, inspiraba poca confianza a pesar de su amabilidad. Gaetano Ubriachi aparecía cual fantasma después de darme plantón el día de mi llegada a Florencia. Sentí que me traspasaba con su mirada.

—Bienvenida a mi ciudad, señorita Ariadna. —El profesor inclinó su cuerpo. Me tendió una mano enérgica, poderosa. El hedor del Minotauro invadió el espacio.

—Gracias. —Quedé sin habla ante la inesperada aparición.

—¿Ya has terminado el curso, zio? —preguntó Fabrizio aparentando naturalidad. Sentí un escalofrío.

—Sí. Todo ha ido muy bien. —Se frotó las manos para combatir el frío—. ¿Cenaremos juntos, verdad? —Enunciaba un hecho.

Deseé que Fabrizio supiera salir de situación tan embarazosa y rehusara la invitación.

—Naturalmente. Estaremos encantados de compartir contigo la cena. —El plural era estrictamente retórico.

Ni siquiera me preguntó. Yo me aparté instintivamente de Fabrizio.

—¿Le gusta el ajo, señorita? —Me impactó la pregunta, tan cerca del templo sacro.

—Claro que le gusta. Es de Mallorca, conoce bien la gastronomía mediterránea. —Fabrizio hablaba en tercera persona, ignorando mi presencia. Daba la sensación de que ponía voz a una muñeca de trapo.

Pronto me di cuenta de la excelente relación entre tío y sobrino. Fluyó entre ambos un intercambio de información y cierta ironía cuyo sentido no pude captar debido a mi evidente limitación idiomática. Fabrizio asentía, acompañando sus palabras con gestos. No había duda acerca de quién mandaba entre los dos. Los frecuentes movimientos que el profesor Gaetano hacía con su mano derecha me permitieron ver el magnífico reloj. También tenía cinco horarios. Y pude apreciar la singularidad del boîtier.

Entonces me asaltó una duda. ¿No había dicho Fabrizio que su reloj era un ejemplar único?

—Sí. Me gusta el ajo… —Seguía observando el reloj. Debajo de la corona aprecié un pequeño triángulo que no recordaba haber visto en el reloj de Fabrizio.

—Entonces, vamos. —Me cedió el paso con un gesto, como si abriera una puerta invisible.

Fabrizio me cogió la mano, olvidando tal vez que no me había enseñado ninguno de los palazzi, y tampoco sus obras de arte. O a lo mejor… quería evitar que las viese. Después de todo, la desaparición del cuadro de Tommè tal vez fuera un misterio sólo para mí.

—¿Regresarás con nosotros, zio? —No, por favor, no… supliqué en silencio mordiéndome las uñas. Deseaba que Fabrizio hubiera evitado esa pregunta.

—No… —respondió el profesor de amplio perímetro—. No regresaré hasta dentro de unos días.

Mereció la pena haberme partido una uña.

—Algún problema en el museo? —preguntó Fabrizio.

—Todo lo contrario… —Su gesto era de satisfacción—. No en todos los museos desaparecen cuadros… —Me faltó perspicacia para captar el sentido del verbo que acababa de utilizar. Sin embargo, no me pasó por alto el tono enigmático de su respuesta. Percibí entre ellos algo más que un simple intercambio de palabras.

«No en todos los museos desaparecen cuadros…», retuve esa respuesta en mi cerebro. Recordé de nuevo el lienzo de Tommè.

Un nuovo amore? —preguntó Fabrizio llevándose la mano a la altura del corazón. Era bien conocida la afición del Minotauro por las mujeres.

—Tú siempre tan romántico… —El maestro me dirigió una mirada irónica. Sólo un sobrino ingenuo podría pensar que su tío se hubiera enamorado.

Allora?

—Algo mucho mejor. —Enderezó sus anchos hombros—. ¡Me han encontrado la primera edición…! —exclamó con entusiasmo.

Fabrizio esperó a que su tío diera más detalles.

—1886, Viena. Un viejo amigo… —hizo una pausa— la ha conseguido, a muy buen precio.

Datos escuetos, que yo estaba lejos de hilvanar.

—¿Krafft-Ebing? —La voz de Fabrizio era casi un susurro. Tal vez no quería desvelar pasiones del maestro más allá de las propias de bibliófilo. Lo que ellos no sabían es que, antes de viajar a Florencia, la paciente Ariadna se había informado de por qué a Gaetano Ubriachi lo apodaban Sadomón. Ahora, tal vez comprobaría lo acertado de ése apodo.

El Ristorante Catania estaba a cinco minutos de la calle en la que nos encontrábamos, en la Via di Città.

Ciao, Gaetano…! —Un efusivo saludo llegó de la boca de un hombre redondo como una peonza.

Come va, Flavio? —Los tres hombres se dieron un apretón de manos. Supuse que no era la primera vez que Fabrizio comía allí.

La Spagna…! —exclamó la peonza, ofreciéndome una mano robusta cuando Fabrizio me presentó. Nos sentamos en un rincón, junto a la ventana que daba a un bonito jardín. La mejor mesa, sin duda.

Mientras me sentaba, ayudada por Fabrizio, que me acercó la silla con delicadeza, el profesor me observaba inquisitivamente. Podía sentir sus ojos clavados en la parte superior de mi cuerpo. En aquel momento lamenté no llevar un grueso jersey de lana en lugar de un fino suéter de cachemir que dejaba ver el tamaño de mis pechos. En un gesto poco natural, me llevé la mano a la altura del corazón. Quería disimular que sucediera lo que era habitual en mí. En situaciones tensas, mis pezones se ponían erectos.

Cibo sensa vino…

—Sí, ya sé que una cena sin vino es como un día sin sol… —Sostuve la mirada al Minotauro.

—Sólo una copa, Ariadna. No puedes negarte a probar el chianti de esta tierra. Ofenderías al maestro —intervino Fabrizio.

—Si es por eso… —Ya lo había probado en Florencia.

—¿Te gusta el fegato? —preguntó una boca que yo empezaba a ver muy peligrosa. Crostini di fegato, ¿de conejo o de pollo?—. Lo suyo era un soliloquio.

«Hígado de conejo, qué asco», pensé.

—¿Te gusta la ribollita, verdad? —preguntó el tío al sobrino.

—Sí, me encanta. —Fabrizio leía la carta.

—¿Ribo… qué? —pregunté, sin temor al ridículo. Ante alguien que va a comer hígado de conejo poco importan los modales.

Ribollita es una sopa de pan y verduras típicas de Toscana.

—Ah. —No levante los ojos de la carta. Quise evitar cruzarme con los suyos.

No entendía qué de especial podía tener una sopa de pan y verduras.

—Es un clásico de la cocina toscana. Se necesitan tres días para prepararla.

—¡Tres días!

—El primer día se prepara la sopa de verduras, el segundo se añaden los trozos de pan… —Yo ya no prestaba atención. Seguía pensando en el hígado de conejo, cuando oí algo mucho peor. Repollo negro. La sopa de verduras llevaba repollo negro.

—Ariadna no come carne —se apresuró a decir Fabrizio cuando vio que el dedo índice de Sadomón se detenía en unos escalopes.

—¿No te gusta la carne…? —Sus ojos traspasaron mis pechos.

Buscando algo a qué aferrarme, cogí el tenedor y noté mis dedos tensos.

De pronto atrajeron mi atención unas fotografías en las paredes del restaurante. Eran fotogramas de películas italianas, todas de Sofía Loren.

—Era muy hermosa. —Una jovencísima Sofía Loren estaba sentada junto a Cary Grant.

—Veintitrés años, una belleza… —añadió Fabrizio admirando el rostro más bello que ha dado Italia—. Tenía veintitrés años cuando rodó Orgullo y pasión…

—Aún sigue siendo muy bella. —Abrí la servilleta y con ella me cubrí las piernas que, de momento, el viejo profesor no podía inspeccionar. Acaricié la mesa y comprobé la solidez de su madera.

—Una fiera, verdaderamente una fiera… —añadió con énfasis, casi con lujuria. A sus sesenta y muchos años, el profesor no ocultaba su fascinación por la fiera de ojos de almendra—. Los ojos más potentes de la historia del cine… que atrapan como las garras de un felino. —Sus palabras emergían más del cuerpo que de la boca.

Ya no tenía dudas de por qué lo llamaban Sadomón.

Un aroma indescriptible interrumpió la seducción felina. Una señora entrada en carnes apareció con tres platos maravillosamente decorados con hojas de albahaca, tomates de un rojo vivo y rodajas de mozzarella.

El escaso interés del profesor por mi labor en la Universidad de Florencia me confirmó lo que yo sospechaba.

—Así que vas a ir a Mallorca… —se dirigió a Fabrizio.

—Sí, tal vez en verano. Ariadna me ha despertado la curiosidad por un mural de la catedral. Dice que está hecho de barro…

Pero Sadomón iba tras la pista de otra información. Quería saber si nuestros corazones palpitaban juntos. Trataba de averiguar si había brillo en nuestros ojos.

—No podrás verlo. Aún no está terminado… —Tomó un sorbo de vino.

Me sorprendió que estuviera tan informado.

—Claro que lo veremos… —dije con aire de superioridad, sin desvelar que no sería la primera vez—. El cabildo me ha concedido una visita privada.

—¿Por alguna razón especial? —Su mirada era inquietante.

—Por amistad.

—¿Amistad… con un obispo? —Bajo el pelo negro y cejas hirsutas me examinaron unos ojos de poco fiar.

—Mi abuelo tenía una estrecha relación con el cabildo. —No disimulé mi orgullo por haber sorprendido al toro.

—Vaya…

Siguió un silencio. Fabrizio cogió su copa, que no llegó a rozar los labios.

—Bonito colgante —dijo el Minotauro.

—Gracias. —Me ruboricé ante su mirada agresiva.

—¿Conoce usted Mallorca? —Estaba segura de que lo dejaría fuera de juego.

—Naturalmente. —Devoró el último trozo de fegato.

Me equivoqué. Bebí un sorbo de vino.

—No sabía que hubieras estado allí —dijo Fabrizio a su tío.

—Hay muchas cosas que no sabemos de los demás, ¿no crees?

En su rostro apareció una sonrisa, similar al perfil de una guadaña.

Sentí frío. Recordé el libro del archiduque. Por qué Fabrizio no me lo quiso enseñar… Busqué en mi bolso un pañuelo, que obviamente no encontré. Me aseguré de que la fotografía siguiera en su sitio.

Quién sería aquella mujer…

C. H…