8

Florencia, febrero de 2006

—Fabrizio, recuerda que antes de ir a la estación necesito llamar por teléfono.

—Nada se puede interponer entre éste derroche de aromas…

—¿Qué?

—Albaricoque, almendra, vainilla, cereza…, hasta diecisiete sabores. ¿Crees que algo así puede beberse con prisas, Ariadna? Deberías probarlo. —Levantó la copa completamente helada.

—No, gracias. No quiero más alcohol, con el vino ya tengo bastante.

—¿Alcohol? ¿Quién ha dicho que esto sea alcohol? —Saboreó su Amaretto—. ¿No puedes llamar desde el coche?

—No, prefiero hablar desde el hotel.

—¿Qué te han parecido los cenci? —Dejé un buñuelo en el plato. Había comido demasiado.

—Fantásticos. Me han recordado los buñuelos que comía cuando era niña.

—Mi postre preferido es la Schiacciata. —Me dio a probar el último bocado de una tortita rellena de nata.

—Vamos. Tomaremos el café en el hotel.

Mientras caminaba por la calle, me di cuenta de lo muchísimo que había ingerido. Y observé que tenía a mi lado a un hombre terriblemente atractivo. Sus vaqueros de color negro y jersey de cuello alto realzaban la figura del italiano que andaba a buen paso. Treinta y muchos, o quizá cuarenta…, no tenía más de cuarenta años. Alto, seguro, elegante. Florentino.

—Te esperaré aquí.

—No tardaré.

Cuando iba a entrar en el ascensor me di la vuelta para despedirme de Fabrizio.

—¿Xavier?

—¡Hola, princesa! ¿Ya me echas de menos, verdad?

Me esforcé por imaginar una cara distinta a la de Fabrizio, que tenía más cerca.

—No me digas que estás triste, princesa. El tiempo pasa deprisa y nos veremos muy pronto. —Él parecía haber olvidado nuestra última conversación.

—No es eso, Xavier. Me gustaría…

—Yo no puedo ir a verte, Ariadna. Ya sabes que tengo muchísimo trabajo en el despacho.

—No, no quiero que vengas a verme.

—¿Ah, no?

—Me refiero…

—¿Ya has encontrado a un príncipe italiano que te haga más caso que yo? Por cierto, ¿en qué hotel estás?

—En el Hotel Pitti.

—Vaya. Cerca de la aristocracia. ¿Quién te ha buscado ése hotel?

—La universidad se ha encargado de todo. He llegado hace un par de horas, y me han traído directamente aquí.

—Vaya, vaya.

—¿Qué tiene eso de extraño? He sido invitada.

—Ya.

—¿Tienes envidia, Xavi?

—Por cierto, ¿quién es ése… Ubriachi? —preguntó.

—Un profesor de la universidad. Es él quien me ha invitado.

—No te fíes de él…

—Xavier, escúchame. ¿Por qué no me dijiste nada del pergamino?

—¿Qué dices, princesa?

—El pergamino.

—No sé de qué hablas, Ariadna.

—La carta marina de Cresques, ¿por qué no me dijiste…?

—Llevas poco tiempo en Florencia para que el olor a pintura te haya enturbiado el cerebro. Te juro que no sé de qué me estás hablando.

—¿Tú no pusiste en mi bolso un sobre?

—No.

Me quedé un rato callada. Quería estar segura de hacer la pregunta correcta.

—¿Tu padre te habló alguna vez del Atlas Catalán?

Atlas Catalán…, sí, creo haberlo oído alguna vez. ¿Para qué quieres tú un atlas catalán en Florencia?

—¿Qué fue lo que oíste?

—¡Yo qué sé, Ariadna! ¿Me has llamado desde Italia para saber si asistía a las tertulias de mi padre y sus amigos excéntricos?

—Xavier, me preocupa saber quién ha puesto un sobre en mi bolso, ¿lo entiendes?

—Habrá sido algún pintor amigo tuyo, como todos los pintores estáis un poco locos…, alguien habrá querido hacerte un regalo de despedida.

—Necesito pedirte un favor, Xavier.

—Dime, princesa un poco loca.

—Pregunta a tu padre si conoce el manuscrito catalán de Abraham Cresques.

—Mi padre tiene cientos de pergaminos, Ariadna.

—Sí, pero con ése nombre solamente hay uno. Y está en la Biblioteca Nacional de París.

—Si está en París, no lo puedes tener tú, aclárate…

Me irritaba profundamente el desinterés con que Xavier se tomaba las cosas relacionadas con libros antiguos o con obras de arte. Para él solamente existían dos cosas fuera del despacho: los libros de autoayuda y el art-pop. La mujer en el baño ocupaba toda una pared del inmenso cuarto de baño. Él interpretaba al pie de la letra los títulos de los cuadros. La mujer en el baño, ¿dónde tenía que estar si no colgado en una pared del baño?

—Xavier, te llamaré mañana. Pregúntale a tu padre si conoce el Atlas Catalán de Cresques. No menciones las palabras Cartas Marinas, sólo Atlas. ¿Lo has entendido?

—¿Y qué diferencia hay?

—¡Xavi!

—De acuerdo, de acuerdo. No te enfades.

—Otra cosa…

—Dime, princesa ardiente.

—¿Tú padre conoce al director del Museo de Pedralbes?

—¿A ése tal marqués, cómo se llama…?

—No importa cómo se llame. ¿Lo conoce?

—Alguna vez ha estado en casa, sí…, parece una foca.

—¿Una foca?

—Escurridizo…

—Adiós, te llamaré mañana por la noche. —Colgué el teléfono precipitadamente. Ya no pensé en Xavier, sino en su padre. Recordé su mirada profunda, sus gestos con la mano derecha mientras me hablaba de la importancia de los números. Y me acordé de su perfume. Ya era tarde cuando me di cuenta de que en la despedida telefónica no tuve una palabra amable con Xavier. ¿Tan poco queda de una relación cuando ha llegado a su fin?

Fui a reunirme de nuevo con Fabrizio. Pero al salir del ascensor comprendí que el día me tenía reservada alguna sorpresa más.

Fabrizio no estaba. El conserje del hotel me entregó una nota al ver que me dirigía hacia el rincón del vestíbulo donde se había sentado mi amigo.

Il professore ha lasciato questa lettera per lei, signorina.

Era un sobre de color gris oscuro, de tamaño parecido al que había encontrado en mi bolso. Al abrirlo, cayó al suelo una tarjeta.

Fabrizio Ubriachi

Università di Firenze

Vuol prendere qualcosa? —me preguntó muy solícito el camarero mientras retiraba la taza del cappuccino que había tomado el fantasma.

—No, gracias… Bueno, sí. ¡Grappa!

Necesitaba algo fuerte para afrontar el resto del día. Tanto me impactó ver el nombre de Ubriachi en la tarjeta, que casi olvidé que en la otra mano sostenía el sobre. Lo abrí, y en su interior había un papel del mismo tamaño que el descubierto antes en mi bolso. Era un pergamino cuidadosamente doblado, que abrí con la reverencia que imponen seiscientos años de Historia. Al abrirlo apareció ante mí el esplendor del universo y de los signos del Zodíaco. Era una copia de la tabla número 1 del mapamundi de Cresques, conocido como Atlas Catalán a pesar de que su autor era mallorquín. El título «catalán» añadido al Atlas era debido a que fue encargado por el infante Juan para su padre, con objeto de ser utilizado en la corte de Barcelona.

—Es fantástico… —murmuré. Entonces caí en la cuenta de la extraña sucesión de acontecimientos que se habían producido en pocas horas. Cogí la tarjeta para leer de nuevo el nombre inscrito en ella y asegurarme de que no estaba en un error. Le di la vuelta, tratando de encontrar alguna señal que diera más información; en la parte superior izquierda había una letras griegas que no sabía si formaban una palabra o eran letras independientes:

TEΣΣAΡΕΣ

Sólo alguien que me conociera muy bien podía haberme hecho llegar aquel documento. Mi proyecto de fin de carrera consistió en el cálculo matemático de la tabla número 6 del Atlas Catalán. Como consecuencia de su complejidad numérica, aborrecí las matemáticas.

¿Por qué llegaban hasta mí precisamente los pergaminos número 5 y 1? ¿Por qué en ése orden? Dudé unos instantes entre si buscar respuesta a estas preguntas o si era mejor averiguar por qué me había dado plantón el italiano seductor.

Tamborileé sobre mi pierna derecha, miré varias veces el reloj; eran las tres y media. Seguramente, Fabrizio vio que se hacía tarde y fue hacia la estación a recoger a su padre, o quien fuera aquel hombre de agrio carácter que tanto alabó mi trabajo en España y a quien debía la invitación de la Universidad de Florencia. Pero ¿qué debería hacer, llamar al número indicado en la tarjeta, quedarme en el hotel esperando o…?

TEΣΣAΡΕΣ

¿Qué sentido tenían aquellas letras escritas a mano en el reverso de la tarjeta?

Subí a la habitación y, sin preocuparme de si Fabrizio volvería o no, conecté el portátil dispuesta a averiguar por qué estaba sola en aquel momento, cuando apenas media hora antes un italiano encantador me había dispensado todo tipo de atenciones. Entré en Google y busqué el nombre de Miquel Puigdorfila y Cervora. Aparecieron inmediatamente dos nombres con éste apellido; uno de ellos lo conocía bien, del otro ignoraba qué relación tendría con el anterior.

Karl August Puigdorfila, Bibliophilia Orbis

Miquel Augusto Puigdorfila y Cervora,

La Rosa de los Vientos, Cartograpbia Mundi.

Simbologia del Mapamundi de Abraham Cresques.

Contemplé la pantalla sin pestañear. Me eché hacia atrás, y me llevé la mano a la boca. Acababa de averiguar quién había depositado en mi bolso el pergamino número 5.

—¿Estás segura de que quieres vivir entre pigmentos malolientes y llevar las uñas con mugre de libros viejos…? —Don Miquel me habló siempre con total franqueza, pero lo hizo muy especialmente la última vez que estuve en su casa y charlé con él y con doña Violeta acerca de mi viaje a Italia. Doña Violeta me quería como novia de su hijo, pero en el fondo deseaba que yo fuese de otra manera, tal vez más pija, más alta y más rica. Y, por supuesto, hubiera deseado que mi casa estuviera en la avenida Pearson de Barcelona y no en una ciudad donde hubo tantos judíos. Algunas hijas de sus amigas habían sido novias de Xavier; sin embargo, su relación apenas duraba un mes o dos. Las discusiones entre madre e hijo eran inevitables por el hecho de que— según lamentaba la madre —por su casa circulaban chicas distintas cada dos o tres semanas.

—Si no les gusta el sexo no me interesan —contestaba Xavier para provocar a su madre.

—¿Cómo lo aguantas, Ariadna? —Tal vez deseaba averiguar con qué saber oculto conseguía mantener a su hijo a mi lado.

Doña Violeta pasaba su vida entre lujos y tinieblas. Los lujos eran posibles gracias a la fortuna que heredó de sus antepasados. Y las tinieblas trataba de combatirlas con reuniones esotéricas en el club privado que presidía desde el año 2000. Fin de milenio, anuncio del Apocalipsis. El catastrofismo había invadido la mente de doña Violeta de tal manera que el día 1 de enero del año 2000 fundó, junto con tres amigas, una sociedad llamada Blavástica.

—¿Blavástica? —El nombre me impactó.

—La teósofa rusa, Helena… no sé cuántos —respondió Xavier—. Sienten admiración por la esvástica, la cruz…

—Ya sé lo que es la esvástica. Pero no sé qué tiene que ver tu madre con ése símbolo.

Cual jinetes del Apocalipsis, las cuatro mujeres se reunían cada viernes con la seriedad que requiere una sociedad esotérica. El lugar de reunión, siempre su casa. A modo de gineceo, el palacete disponía de un ala privada de uso exclusivo de las féminas. Allí se reunían en secreto, elucubrando en torno a por qué el mundo está a punto de sucumbir. Interpretaban el profético libro del Nuevo Testamento, hablaban de símbolos y de colores, y de muchas cosas más. Doña Violeta llevaba siempre alguna prenda de color fucsia, porque alguien le dijo una vez que el fucsia propicia la felicidad. Y que, llamándose Violeta, estaba predestinada a alcanzar la dicha eterna. Recuerdo que sentí un escalofrío la primera vez que entré por equivocación en la sala oscura, como llamaba Xavier a la habitación donde se reunían los espíritus.

En la pared frontal colgaba un cuadro que me impresionó. San Miguel combatiendo al Dragón.

—Milenaristas…

—¿Qué?

—Pertenecen a la escuela milenarista —me explicó Xavier cuando le conté que había puesto el pie en la tétrica habitación.

—¿Y eso qué es?

—Están convencidas de que Cristo regresará a la tierra y gobernará mil años…

—Vaya.

—Y recitan poemas, para combatir el mal.

—Xavi, tu madre está peor de lo que yo pensaba.

—Cada uno es libre de creer en lo que quiere.

—Por supuesto que sí. Pero nunca había oído que la poesía nos librara del mal. Tendré que leer versos. ¿Algún poeta en especial…?

—Déjate de burlas.

—Lo digo en serio, Xavi. ¿Qué poeta me recomiendas contra las fuerzas maléficas?

—Mi madre lee a Rubén Darío. —Nunca imaginé que contestara a mi pregunta—. Dice que el poeta superó una depresión leyendo a Blavatsky… —Estos datos me ayudaron a conocer mejor la familia de Xavier.

El día que fui a despedirme, doña Violeta comprendió que mi afición por el arte no era un capricho. Don Miquel lo entendió bastante mejor que su esposa, y así lo demostró regalándome un libro sobre técnicas de restauración de frescos. Tras la huella de mosaicos y frescos fue la joya que me regaló aquel hombre de mirada libidinosa.

—Te lo mereces, Ariadna. Llevas trabajando mucho tiempo en tareas poco reconocidas. Qué ingrata es tu labor…

—¡Y qué sucia! —añadió doña Violeta mirando sus uñas pintadas de color gris perla. Gris, del mismo color en que ella veía el mundo.

—Con que haya una sola persona que aprecie el resultado de mi esfuerzo, habrá merecido la pena tanto sudor.

—Hija mía, ¿piensas dedicar tu vida a sudar reparando cuadros viejos? —preguntó, mientras luchaba contra una arruga del pliegue de la falda. Era del mismo color que la orquídea malva de un rincón del salón.

—Entonces, ¿te vas mañana? —Don Miquel se levantó a por un habano.

—No. Me iré pasado mañana.

—Vaya, vaya. Entonces… no te veremos en mucho tiempo.

—No sé cuánto tiempo estaré en Florencia. Supongo que no depende de mí…

—He sabido que al final te hiciste cargo tú sola del cuadro de Tommè en Pedralbes, ¿no es así?

—No lo acabé. Se llevaron el cuadro, no sé muy bien por qué.

—Tengo entendido que en Florencia te requieren para restaurar también otros Reyes Magos. —Don Miquel parecía estar al corriente de mis actividades.

—Sí, es cierto. Aunque en realidad voy a restaurar un…

—¿Por qué tu predilección por la Epifanía? —me interrumpió bruscamente. Su Cohíba aromaba todo el salón.

—Es una Trinidad —me refería a del Sarto—, Disputa de la Trinidad…

—¿En la Galería Uffizi?

—No. Está en el Palazzo Pitti.

Xavier interrumpió la conversación con su repentina llegada. Eran casi las once.

—¿Tú aquí, princesa? —preguntó con naturalidad, como si fuese normal que yo estuviera cenando con sus padres dos días antes de marcharme a Italia, y sin que él estuviera en casa.

—Mira qué regalo me ha hecho tu padre. —Señalé el libro que había dejado sobre el sofá.

—A mi padre le encanta hacer regalos.

—¿No te parece precioso? —Me decepcionó el poco entusiasmo de un hijo tan insensible.

—Sí, supongo que sí. ¿Cómo llenarás el hueco que ha dejado éste libro en tu biblioteca, papá? ¿Otro viaje por lugares exóticos? —Lanzó una mirada a su padre, que apuraba el Rioja.

—No le hagas caso, Ariadna. —La madre trataba de ocultar aspectos innobles de su único hijo.

—Si no le hiciera caso, no estaría con él…

Don Miquel me miró de reojo, y en sus ojos adiviné un aplauso a mi respuesta.

Nos levantamos de la mesa.

—Me quedaría encantada con ustedes, pero se está haciendo tarde…

—¿No tomarás café? —preguntó don Miquel, muy afectuoso.

Consulté el reloj, pero al instante comprendí que era de mala educación abandonar una casa inmediatamente después de cenar. Así que me senté al lado de doña Violeta.

La sirvienta, que vestía uniforme azul y cofia blanca, depositó una bandeja sobre la mesa frente a la chimenea.

—Gracias, Magali —dijo doña Violeta. Con una leve inclinación de cabeza, la joven se retiró cual prima donna. Sin dar la espalda ni un solo instante, fue retrocediendo a pasitos cortos hasta abandonar el escenario al cual ella no pertenecía.

—Se nos va la única joya que ha pasado por esta casa en mucho tiempo. —Con una pierna cruzada sobre la otra, don Miquel dejaba ver la suela de un zapato tan reluciente que parecía reflejarse en él toda la luz de la araña parisina. Parecían recién estrenados. No pude distinguir si padre e hijo usaban la misma marca de calzado. Sin embargo, el padre no necesitaba plantillas que aumentaran su estatura.

—Es usted muy generoso. —Me sudaban las manos.

—No me gustan los convencionalismos, Ariadna. Por eso admiro tu valentía.

—¿Es valiente irse a Italia y abandonar a su novio? —Xavier buscaba un cigarrillo en el bolsillo de su chaqueta de Loewe.

—¿De verdad crees que Ariadna podría ser tu novia, insensato? —Me levanté y le di mi cajetilla de Marlboro.

—¿A qué valentía se refiere? —intervine en el diálogo, convencida de que no rompía nada de gran valor.

—¿Cuántos se han acercado antes que tú a ése cuadro de Tommè… y nadie se ha atrevido a dar una interpretación distinta a la tradicional?

Madre e hijo se quedaron callados. Doña Violeta, porque no sabía de qué estaba hablando su marido; Xavier, porque andaba ocupado encendiendo su cigarrillo y eligiendo una botella de whisky.

Me impresionó el comentario, solamente podía hacerlo un buen conocedor del arte.

—¿Se refiere a…?

Mi pregunta quedó interrumpida por la llegada de Magali, que depositó en la mesa una bandeja con coronas negras.

—¡Godiva! ¿Has ido a Bélgica últimamente, papá?

El padre no contestó. Se encogió de hombros, sin dar importancia a un viaje más de los muchos que hacía.

—Toma, querida. —La madre me acercó la bandeja—. Son fresas bañadas en chocolate con aroma de menta.

En aquel instante mi cabeza pesaba como si hubiera caído sobre mí una tonelada de cemento.

—Por favor, Magali… —Doña Violeta pidió más café.

—Deberías casarla con un viudo millonario. —Xavier no le importó que Magali oyera el comentario.

—Eres incorregible. —La madre hablaba al hijo, pero miraba al padre.

—¡Estás loco! —Don Miquel se levantó tan bruscamente que derramó lo que quedaba del Rioja.

—¡Qué pasa! —Xavier se quedó inmóvil.

—¡Éste whisky es el más añejo del mundo! ¿Y crees que lo vas a abrir tú, insensato? —Le arrebató la botella.

—¿Qué tiene de especial, papá?

—¡No entiendes nada! ¡Zoquete!

—Pero…

—¡Un 1938! ¿Recuerdas quién me lo regaló, querida?

—Ah, sí…, el conde Vögelfrei. —Pronunció las consonantes con fonética germánica. Vögelfrei. ¿Era posible que el apellido del conde significara pájaro fuera de la ley?

—¡Tiene setenta años! —Su rostro se puso del color de la grana—. Cuesta veinte mil dólares esta botella. —Protegía el tesoro con ambas manos, ajeno a mis reflexiones semánticas. Calculé que si Xavi se hubiera servido un trago habría ingerido quinientos dólares.

—Hija mía, es tarde, y se te ve cansada. No quiero que por nuestra culpa… —dijo la madre.

—Sí, tengo que irme. Muchísimas gracias por la cena, y muchas gracias por su regalo… —Me acerqué a don Miquel y le di un abrazo.

—No me gustan las despedidas… —dijo doña Violeta.

—Querida, las despedidas son lo único que vale la pena entre los seres humanos.

—¿Por eso tus viajes son cada vez más largos, papá? —Xavi no tenía suficiente con lo que había provocado.

—Ya sabes que tu padre adora las antigüedades…

—Echaré de menos esta biblioteca. —Me pareció que era necesario desviar la conversación. La mirada que Xavier lanzó a su padre me inquietó. Al fondo, los ojos de don Oriol dominaban la escena.

—Ven cuando quieras, Ariadna, mi hijo no ha abierto un libro desde que guardó el título en un cajón.

—¿Para qué…, si tú me dices cómo hacerlo todo? —Xavier buscaba otra botella de whisky.

—Prometo volver muy pronto —dije con la amabilidad de quien promete algo que no cumplirá. Don Miquel intercambió una mirada conmigo, que no supe cómo interpretar. Fue una mirada inquietante.

—Vamos, te acompaño. —Xavi interrumpió la búsqueda en el mueble bar y se adelantó hacia la puerta. Al salir, tuve la sensación de que en aquella casa había algo muy valioso. Y muy siniestro.

—Ariadna… —Don Miquel me dio su libro, que estaba a punto de dejar olvidado en el sofá. Al dármelo, sentí un estremecimiento. Sus ojos se encontraron con los míos.

—Gracias, casi lo olvidaba. —Me invadió un brusco flujo sanguíneo.

Ahora, lejos de aquel lugar, estaba convencida de que la copia del pergamino significaba algo importante. Pocas dudas me quedaban ya de quién lo había depositado en mi bolso; las razones, sin embargo, se me escapaban por completo.