Desde lejos, la catedral de Palma parecía una isla emergiendo del corazón de otra isla. Frente a ella, imaginaba al rey Jaime I, de pie en la popa de su galera, prometiendo a la Virgen la construcción de un templo, en el proceloso trance de una borrasca que devastaba las naves conquistadas. Su fachada, levantada entre higueras, mirtos y olivos, plantó cara a la muralla sarracena. Construida con piedra de Santany, por efecto del tiempo se iluminó en sepia y oro. «Enigmático relicario de antifonarios y misales»…, así la describió Rubén Darío al contemplarla desde la bahía. A la vista de las palmeras, del templo y de la ciudad llena de luz y de paz mediterránea, el poeta sintió un frémito de conmoción desde el barco que lo transportaba a la isla con un solo fin: recuperar su maltrecha salud.
La mole gótica ocupó el barrio más recoleto de la ciudad. Desde la puerta del Mirador, la vista se detenía sólo en los límites del horizonte. Frente a la fachada principal, se alzaron los muros de la Almudaina, fortaleza que albergó las postreras horas de Jaime II.
—Aún nos faltan doce… —decía mi abuelo, animándome a subir ciento treinta y ocho peldaños de una escalera de caracol, alumbrada por angostas aberturas de aspilleras—. ¡Ánimo, Ariadna…, que la reina te espera!
La primera vez que contemplé N’Eloy, reina de las campanas con cuatro mil kilos de peso, quedé hechizada. Por su esplendor y por las historias que le daban vida. En una terrible tormenta, a principios de los años treinta, se volvió loca y quedó fuera de control. Como de una inmensa caracola, salían de su interior todos los rumores del mar: de brisas, de olas, de cantos de sirenas, de gritos desgarrados, de votos e improperios, de naves agitadas por el temporal…
—¿Tienes fuerzas para seguir subiendo? —El día que cumplí ocho años, conseguí llegar hasta la cima del campanario. Como premio, mi abuelo me regaló un colgante de oro.
»Ésta es tu tierra, Ariadna…, debes amarla por encima de todo.
Era la hora fulgurante del crepúsculo. Montañas de un lado, y del otro, el mar. Junto a mi abuelo, contemplaba las aguas cristalinas del mismo mar que oteó Carlos V desde los miradores del palacio real. Allí estaban juntas las naves de la conquista: las del príncipe de Salerno, las del poder papal, las venecianas, las aparejadas en Génova, en Sicilia y en Nápoles… Mis ojos admiraban la belleza de un mar en calma, el mismo mar que había sufrido los vientos y tempestades conjurados con la luna del islam. Allí quedaron entonces, estrelladas en las rocas, las galeras de España.
Absorta en mis pensamientos, trataba de averiguar por qué el obispo cambió de opinión. No comprendía por qué, conociéndome de tantos años, me impidió limpiar el fresco. De regreso a casa, solía pasar por la Biblioteca de Cort, mi refugio en las tardes lluviosas del invierno palmesano. Por casualidad, en un libro hallé la respuesta que buscaba desde hacía tiempo. Al contemplar unos dibujos de Leonardo da Vinci, comprendí el sentido de lo que dijo antes de morir: «El arte no sólo es necesario, sino que es la única cosa necesaria para el ser humano después del pan».
El maestro tenía razón cuando afirmó que en la pintura uno revela su verdad con auténtica libertad. Leonardo dejó inacabada su Adoración, pero en los trazos con que dio vida a los Magos reveló su secreto.
Nacido Jesús en Belén de Judá
en los días del rey Herodes, llegaron
del Oriente a Jerusalén unos magos
diciendo: «¿Dónde está el rey de los
judíos que acaba de nacer?»
(Mat. 2,1-2)
Y al entrar en la casa, vieron al niño
con su madre María, y postrándose,
lo adoraron; y abriendo sus tesoros,
le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra.
(Mat. 2,11)
Después de dos mil años, el evangelio de Mateo sigue siendo la única fuente de información sobre los Magos. Ningún otro autor menciona a estos personajes que forman parte de los recuerdos de infancia de medio mundo.
—¿Estás segura de que quieres vivir entre pigmentos malolientes…? —me preguntó una vez el padre de Xavier. Durante meses no había pensado en él. Ahora, su recuerdo regresaba.
Don Miquel Puigdorfila era hijo y nieto de bibliófilos muy respetados en los círculos selectos de Barcelona. Su padre, nacido en Mallorca, perteneció a la nobleza de los butifarras, y Xavi quiso honrar la memoria de su antepasado grabando la flor de lis en la puerta de su despacho. Lo que no sabía el nieto era que su abuelo huyó de la isla para evitar la acción de la justicia. Implicado en un escándalo financiero tras la Segunda Guerra Mundial, don Oriol había tenido que abandonar la ciudad condal, por el escándalo que provocó la sentencia de un tribunal de Reus relacionado con la compra de Barcelona Traction, una compañía eléctrica valorada en diez millones de libras esterlinas, y que el empresario mallorquín Joan March adquirió por la ridícula cantidad de medio millón. El escándalo que esta sentencia provocó despertó temor en aquellas personas que habían participado en gestiones que favorecían a March. Don Oriol, que como buen mallorquín era poco amigo de riesgos innecesarios, abandonó la ciudad y nunca más volvió a Cataluña. Desde entonces, en las universidades de todo el mundo se sigue estudiando el caso de Barcelona Traction como tema de discusión para abordar los derechos de los inversores internacionales.
—¿Esperas que yo lo resuelva, papá?
—Una cosa es saber leyes, y otra muy distinta resolver conflictos jurídicos, hijo mío… —Don Miquel trataba de olvidar la infamia provocada por la huida de un Puigdorfila. Mientras tanto, el mayor museo al aire libre de Barcelona, así se llamó a las concurridas calles del Ensanche, ofrecía pingües beneficios a sus descendientes directos. Gran parte de los edificios de la Gran Vía, Ramblas y Paseo de Gracia eran propiedad de la familia con más solera de las tierras catalanas.
—Seré un buen abogado, papá. —La frase me recordó a Tannhäuser.
—¿Buen abogado? —El padre miraba a su hijo por encima de sus gafas.
—El mejor experto en leyes de esta ciudad. —Definitivamente, pensé en Tannhäuser.
—Leyes… —don Miquel observó sus uñas impecables—, las leyes son el principal obstáculo para alcanzar el éxito.
—No te entiendo, papá. Tú siempre me has dicho que… —Tuve la sensación de que sobraba en aquel escenario.
—Te faltan muchos años todavía… —hizo una pausa— para conocer los recovecos de la justicia.
Me acordé de Russinyol. Tal vez él pensara en la justicia cuando describió los rincones de La Pedrera; en tal caso, don Miquel sabía lo que hacía cuando instaló en ella el despacho de su ambicioso hijo.
Escritores, pintores y políticos de lo más variado se reunían en casa de don Miquel todos los jueves para celebrar sus tertulias, que se prolongaban hasta altas horas de la madrugada. Hablaban de todo lo divino y lo humano, pero sin duda eran los asuntos humanos los que provocaban enfrentamientos que resultaba imposible ignorar a quienes estábamos en la habitación contigua al salón. Yo pasaba muchas tardes con Xavier; la biblioteca familiar que ocupaba doscientos metros de un palacete en la Vía Augusta era un placer al que no podía renunciar fácilmente. Si algo añoro del sexo con Xavier, son los gloriosos polvos entre libros centenarios.
Un mapa inmenso de Eratóstenes ocupaba toda una pared de la biblioteca.
—El secreto está en el número… —Don Miquel se acercó al ver que estaba observando el gráfico.
—¿A qué número se refiere? —Ya casi sentía el contacto de su cuerpo. Me veía pequeña junto a aquel hombre de alta estatura y cuerpo imponente.
—Eratóstenes calculó la circunferencia de la tierra averiguando los ángulos de las sombras que se proyectan en Asuán y Alejandría al mediodía…
—¿Lee usted griego, don Miquel?
—¡Naturalmente! —exclamó—. ¿Cómo se puede apreciar la sabiduría si no es conociendo la lengua en que escribieron los sabios? —Mientras hablaba, movía las manos cual orador ateniense.
—¿No fue Euclides quien escribió un tratado de los números?
—Aquí no se trata de aritmética sino de geometría. —Levantó la mano derecha. Mano robusta, fuerte—. Si ha sido posible medir la circunferencia de la tierra es gracias a la ciencia de la geometría, que es lo que significa, medición de la tierra. Sin la geometría no existirían muchas otras ciencias.
—Según esta teoría, ¿los números precedieron a las letras? —Permanecía inmóvil a su lado. Él llenaba todo el espacio entre el escritorio y la pared.
—Sin ninguna duda —respondió—. El secreto del universo está en los números; las letras fueron añadidas como un simple adorno.
«Es una opinión…», pensé, pero no lo dije. Quise preguntarle por la fragancia que invadía la estancia. No lo hice.
—Algún día comprobarás que tu trabajo con la pintura se basa en un cálculo numérico. Creerás que observas la combinación de colores, pero en realidad buscarás el número que descifre su mensaje.
—¿Ah, sí? —Lo miré directamente a los ojos. Captó el desafío de mi pregunta.
—De hecho, no hay malos pintores sino incautos matemáticos. —Se alejó hacia la ventana. Pude apreciar la caída impecable de su traje gris.
—Permítame que lo dude… —Aprovechando la distancia me senté en el borde de la mesa. Desde ahí podía ver toda la pared frontal ocupada por cientos de libros encuadernados en piel.
Llenaba otra pared una inmensa estantería con volúmenes de cartografía. No sé cuántos mapas pude ver en aquellos estantes repletos de códices, enciclopedias y documentos. Recuerdo cómo se divertía Xavier contándome el periplo de aquellos «papeles arrugados», como él llamaba a los pergaminos con total indiferencia por su historia centenaria.
—Ojalá estuviera aquí mi padre… Le habría hecho feliz conocer a una historiadora del arte tan atractiva. —Don Miquel se acercó de nuevo—. ¡Cuánto sabía de arte, de letras, de ciencias! Su gran pasión era la cartografía medieval.
Contempló el retrato que ocupaba la pared central. Hombre corpulento y de mirada severa, don Oriol inspiraba respeto incluso en la superficie de un óleo. Sentado en un gran sillón, sus manos cruzadas parecían hablar tanto como su mirada. No pude evitar observar con curiosidad al abuelo de Xavier, y tratar de imaginar qué tendrían en común aquellos dos seres cuyos ojos me recordaban la existencia de las serpientes.
Sí, decididamente escogí vivir entre pigmentos y pinceles. Quería dedicar mi vida a estudiar el lenguaje más solitario que existe, el de la pintura. Y la catedral era mi principal objetivo. La catedral de Palma es un monumento a la soledad. Generalmente, siempre vacío. Su gran tamaño se ve aumentado por la oscuridad, ya que parte de ella permanece siempre en penumbra. Sus muros son como las montañas, que siempre están lejos de nuestro alcance…
Ordené el escritorio, abarrotado de papeles y carpetas. Al abrir el cajón inferior, un cuaderno me llamó la atención. Su cubierta tenía una textura similar al tronco de un olivo. Rugoso, de color oscuro cercano al negro. No recordaba haberlo puesto allí. Y lo abrí. Me sorprendió la fecha: 1949. No contenía apuntes sobre trabajos de restauración. Eran notas sobre artículos de periódico: La Nación, de Buenos Aires. Jamás lo había visto antes. «Creen que un monumento acallará su voz…». Seguí pasando páginas, sin comprender el sentido de la frase. El recorte de prensa hacía referencia a una estatua erigida en Palma al poeta Rubén Darío, a petición de A. Vidal, cónsul de Nicaragua. Debajo, mi abuelo había escrito aquella frase.
A qué se refería con acallar la voz…
Más adelante, seguía un relato extenso.
Valencia, septiembre de 1916
El día en que Ricard cumplía veintitrés años dos sicarios le asestaron dieciséis puñaladas.
—Mals amies… Així em pagan els favors.
Ricard Moll Gaspí llevaba años trabajando a las órdenes de Cristófol Molferrut.
Había llegado el 27 de septiembre de 1916 al puerto de Valencia en el Jaime /, procedente de Mallorca. Al desembarcar, se encontró con su amigo Bernabé, que había ido al puerto a recoger una maleta procedente de Palma y facturada a su nombre. Bernabé lo acompañó al hotel en el que se hospedaría. Estuvieron dos días juntos. En la noche del 29, Ricard acudió a los muelles dispuesto a ejecutar el plan convenido con los guardias del puerto, un gran desembarco de tabaco de contrabando. Ya era tarde cuando supo que aquélla sería la última noche de su vida.
El asesinato no sorprendió a nadie, pues nadie ignoraba que Ricard había montado una red de distribución paralela a espaldas de su jefe. Asimismo, nadie dudó de que el magnate estaba involucrado en el asesinato: quienes conocían a Molferrut sabían que quien le hacía la competencia tenía los días contados.
Pero no sabían que, la noche antes de emprender el viaje a Valencia, Ricard se había reunido con Margarita Cerver, la esposa de Molferrut, para poner fin al idilio que mantenían desde hacía tiempo. Margarita le amenazó con suicidarse y le entregó numerosas cartas. Más que cartas, se trataba de poemas de amor. Por azar, Cristófol Molferrut, rey Midas del Mediterráneo, llegó a conocer su existencia en el transcurso del juicio por asesinato, gracias a las preguntas del fiscal.
—¿Amaba usted a su esposa?
Tuvo que repetir la pregunta.
—Señor Molferrut, ¿amaba usted a su esposa? —Su tono fue amable, como suele ser el de quien cree ganada la batalla.
Pero Molferrut era astuto como Ulises y poderoso como Creso.
—Depende de qué entendamos por amor.
El fiscal creía conocer las pasiones humanas. Pensaba en afectos desinteresados, caricias espontáneas, gestos generosos y miradas tiernas. Molferrut, sin embargo, recordaba la sangre que manó de su nariz cuando su padre le dio la primera paliza. No tenía más de diez años y había intentado robar cien pesetas de la caja familiar.
—La próxima vez, ni siquiera te daré tiempo a sangrar.
Fue la primera amenaza que oyó de sus labios.
—Herodes amó a su esposa —afirmó entonces Molferrut— y Constantino a la suya. Las amaban locamente. Y, fíjese qué curioso, ambos las asesinaron…
Sólo el rasgueo de las plumas sobre el papel manchaba el silencio de la sala. Los periodistas tomaban buena nota.
—Yo no. No he matado a mi esposa —añadió, satisfecho por haber desconcertado a aquel engreído plantado ante él con las piernas abiertas—. Soy como el rey Salomón, y es mi obligación instruir a mi prole para el recto cumplimiento del deber.
Molferrut aún ignoraba que era un cornudo. Suponía que el interrogatorio era debido a la muerte de Ricard. No alcanzaba a comprender qué se proponía el fiscal, ni entendía por qué razón le preguntaba por su esposa.
—¿Le suena el nombre de un joven apodado el Carboneri? —preguntó ahora el fiscal.
—Tengo cientos de hombres trabajando para mí. No conozco a todos mis empleados —contestó Molferrut.
—Yo no he dicho que el Carboner trabajara para usted.
—En cualquier caso, no sé de quién me habla.
—Su nombre era Antonio Martín… —Hizo una pausa—. Lo encontraron muerto en su domicilio, dos días después del asesinato de Ricard Moll Gaspí. —El juez pronunció con claridad el nombre completo del joven asesinado.
Molferrut miró al fiscal, luego al juez y a continuación a las personas de la sala. En su rostro había satisfacción. La de quien se sabe libre de toda sospecha.
—Apareció con la lengua cortada.
Ambos sabían que ése detalle le resultaría familiar al empresario.
—Señor Molferrut… ¿con quién se veía normalmente el joven Ricard cuando éste viajaba a Valencia?
—No lo sé. En Valencia no conozco a nadie.
—¿A nadie, señor Molferrut? Haga memoria, por favor. Es importante para éste tribunal.
—He viajado muy pocas veces a Valencia. No tengo amigos en esa ciudad.
—No le estoy preguntando si tiene amigos. Le estoy preguntando si sabe quién recibía a su empleado Ricard Moll Gaspí cuando éste viajaba a Valencia por motivos de trabajo. Le recuerdo que el difunto Ricard era hijo del socio que trabajó con usted durante diez años…
—Sí. Pero yo apenas lo veía.
—Señor Molferrut, ¿cayó usted enfermo en el transcurso de alguno de sus viajes a Valencia?
—¿A qué se refiere?
Pocas veces Molferrut mostraba sorpresa por nada, pero esa vez el dardo del fiscal lo pilló desprevenido. El dardo iba impregnado de la cantidad justa de veneno para hacerle perder los reflejos.
—Todos hemos tenido que tomar una aspirina o algún sedante cuando estamos de viaje.
—Sí, tengo jaquecas de vez en cuando.
—Y, en tal caso, ¿a qué farmacia acude?
—A la que hay junto al mercado de especias. Pero no entiendo qué…
—Relájese, señor Molferrut, no se ponga nervioso. Podría sufrir jaqueca, y eso sería un contratiempo para todos.
El acusado se llevó la mano derecha a la sien, parecía que las preguntas del fiscal estuvieran produciendo su efecto.
—Y, dígame, ¿se llama Antonio Montirol su boticario?
El tono con que el fiscal pronunció esta última palabra dio a entender que no se trataba de una simple aspirina.
—Sí.
—¿Y es su boticario tío de Bernabé Montirol, la persona con quien se entrevistó el difunto Ricard cuando llegó a Valencia?
—Sí, en efecto, era su tío.
El fiscal no pasó por alto que el acusado acababa de utilizar el tiempo pasado en su respuesta.
—¿Ve usted, señor Molferrut, cómo sí conocía a alguien en Valencia…? Déjeme que ahora le refresque la memoria un poco más. Bernabé apareció muerto, poco después de ser encontrado el cadáver del Carboner. Envenenado. —Pronunció bien todas las consonantes—. Y su lengua… cortada.
El fiscal se llevó la mano a la boca en un gesto premeditado. Quería que todos los presentes en el juicio se imaginaran por un momento qué aspecto puede tener un cadáver con la lengua cortada.
—Señor Molferrut, ¿le debía a usted dinero el boticario Antonio Montirol?
Esta pregunta pilló a todos por sorpresa.
—Me debía algún dinero, sí.
—¿Algún dinero? ¿A qué llama usted algún dinero, señor Molferrut?
—Le presté unos fondos para una inversión que él quería hacer.
—¿Una inversión? ¿No será que confunde usted inversión con… contrabando?
Se produjo un murmullo en la sala.
—¿No vio usted en el arsénico —y pronunció la esdrújula con todo el énfasis del que fue capaz— la mejor solución para cobrarse la deuda que Antonio Montirol había contraído con usted en la operación de contrabando que realizaron dos meses antes en el puerto de Valencia? Una deuda que jamás podría haberle pagado con dinero, pero sí con algún tipo de favor que el veneno convertía en tarea fácil.
El rey Midas se llevó ambas manos a la frente. El fiscal se dispuso a rematar la faena:
—¿Le proporcionó Antonio Montirol el arsénico necesario para envenenar los caracoles que Bernabé y el Carboner tomaron en su última cena del miércoles?