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Florencia, febrero de 2006

C’è un piacere averla con noi a Firenze.

—Hola, yo también estoy encantada de haber venido. —Nos dimos la mano.

Naturalmente no esperaba que el profesor Ubriachi fuera a recogerme al aeropuerto. Pero en cuanto vi al sustituto quedé ampliamente satisfecha. Alto, moreno, de complexión fuerte y aspecto saludable, Fabrizio me causó excelente impresión desde el primer momento. En lugar del profesor huraño, me recibió un joven apuesto y amable. Fabrizio trabajaba como ayudante de Gaetano Ubriachi en la universidad y, por lo que pude deducir de su conversación, aspiraba a ocupar la cátedra de su maestro en cuanto quedara libre.

—¿Has tenido buen viaje? —me preguntó en español. Su amplia sonrisa era una cordial invitación a tierra toscana. Pronto desapareció la inquietud de llegar sola a un país extranjero.

—Sí, más o menos…

—El profesor no almorzará con nosotros; su tren no llega de Siena hasta las cuatro de la tarde.

—¿Siena?

—Imparte allí un curso de iconografía.

—La catedral de Siena… cómo me gustaría verla.

—Ya te llevaré, no te preocupes. Ahora te acompaño al hotel. Y luego vamos a comer. Estarás hambrienta… —Se puso gafas oscuras.

Lucía un sol radiante. A mi lado, iba un italiano cuyos encantos saltaban a la vista. Además de atractivo, inteligente, como indicaba su frente marcada por ése tipo de arrugas que se instalan en la frente de las personas que piensan.

Durante el recorrido desde el aeropuerto, evitó silencios incómodos hablando con intervalos precisos. Me ayudó a no sentirme extraña.

—¿Conoces mucho al profesor? —pregunté.

—Bastante.

—¿Desde hace muchos años?

—De toda la vida. —Acompañó con un guiño su bonita sonrisa.

Lo que yo quería saber, en el fondo, era si compartía aficiones con el maestro.

—El profesor es famoso aquí, ¿verdad? —La pregunta no estuvo acertada.

—Toda Italia sabe quién es Gaetano Ubriachi.

—Me refiero a que…

—El maestro Ubriachi es una personalidad —me ayudó a acabar la frase—. Tanto en la universidad como fuera de ella.

—Ya. —No me refería a su actividad académica.

—Te puedes considerar afortunada, Ariadna. Has sido elegida por el mayor experto en frescos del Renacimiento.

—No soy nada del otro mundo.

—No te ha invitado por ser excepcional.

—¿Ah, no?

—Habrá intuido algún mérito que ni tú misma conoces.

Asentí con la cabeza, mirando al frente. Trataba de averiguar qué podría haber visto en mí un personaje experto en literatura erótica.

—Ubriachi es imprevisible. Es excepcional. Único.

—Parece que lo conoces bien.

—Ya te lo he dicho, de toda la vida.

—¿Dónde has aprendido a hablar español? —Un español mezclado con delicioso acento florentino.

—Viajando por el mundo. —Agitó la mano en el aire.

—¿Has estado en España?

—Claro.

De repente, la cúpula del Duomo apareció en la inmensidad de un cielo azul que otorgaba a la ciudad un fulgor deslumbrante.

Fabrizio conducía despacio. En su mirada, en su expresión y en la seguridad de sus movimientos asomaba el carácter que imprimen seiscientos años de belleza.

—Cómo te envidio, Fabrizio. Envidio el aire que respiras todos los días, rodeado de tanto esplendor… —Observé las calles llenas de vida. Pensé en Maquiavelo, en los Médicis…

—Vamos, Ariadna —me acarició la rodilla—, ni es todo esplendor ni todo bondad lo que ves. Italia es enigmática porque el monstruo acecha a todas horas…

—¿A qué te refieres?

Enarcó una ceja ante mi pregunta.

—¿Al Vaticano…? —Quise saber en qué influiría en nuestra tarea.

—No estropeemos la magia de tu llegada. —Guiñó un ojo, esta vez sin sonrisa.

Se dirigió hacia Porta Romana, y de ahí a Via Maggio. Giró a la derecha, y entró en Borgo San Jacopo. Al final de la calle, paró el coche.

—¿Es aquí? —Me impresionó la belleza del lugar. Hotel Pitti Palace.

—Hemos decidido —no se me escapó el plural— que estés cerca de donde vamos a trabajar.

Yo seguía contemplando la fachada, apenas podía creer que fuera a hospedarme allí.

—Pero…

—Como no sabemos cuánto tiempo vas a quedarte, es mejor que estés cerca… hasta que veamos cómo se desarrolla todo. —Subió conmigo a la habitación, a la sexta planta. Estaba iluminada por un sol espléndido.

—¡Qué maravilla! —Me asomé a la terraza.

—Torre dei Rossi, fiume Arno, Ponte Vecchio… —Extendió los brazos ceremoniosamente.

—Fabrizio, tengo que llamar a España.

—¿Ahora mismo? ¿No puedes hacerlo después de almorzar?

—De acuerdo, después de almorzar. —Xavier podía esperar.

Fuimos dando un paseo hasta un restaurante cercano.

Trattoria di Teseo! —exclamé, ante el guiño que me acababa de hacer.

—¿Qué mejor que la casa de Teseo para celebrar tu primer día en Italia?

—Gracias, Fabrizio… ¿o tal vez debería llamarte Teseo?

—Eso dependerá de si me persigue el monstruo, en cuyo caso necesitaré que me tiendas el hilo para la huida.

—¿Estás comparando al profesor con el Minotauro?

—No, ni mucho menos. Pero sospecho que tu presencia aquí obedece a que empiezan a complicarse los caminos del laberinto.

—¿Puedes hablar más claro, por favor?

—Estás en la ciudad que más demonios tiene de Italia.

Miró al cielo.

—¿Ángeles y demonios? ¿A eso te refieres?

Consultó el reloj.

—Son casi las dos. El profesor llega a las cuatro.

Me convenía estar preparada para lidiar con el hombre de inquietante mirada.

—¿Qué te apetece comer, Ariadna? —Me acercó sus ojos negros.

—Prefiero que tú me aconsejes.

—Palazzo Pitti, siglo XIV… —Vio que yo observaba el grabado de la pared.

—Vaya, el mismo nombre que el hotel.

—¿Quieres pasta con pescado o la prefieres con carne? —Su pregunta no dejaba lugar a dudas: comeríamos pasta.

—Con pescado. —Dejé la carta a un lado. No añadió nada a mi comentario.

Allora, calamari in zimino…

Mientras Fabrizio elegía, observé su frente marcada por tres arrugas. En aquel instante comprendí que fuera en Italia donde nacieron los genios.

—¿Qué pasó con el cuadro? —preguntó, cerrando la carta.

—¿Con qué cuadro? —No pude disimular mi sorpresa.

—Vamos, Ariadna, es mi deber estar informado de todo.

—Ah, el cuadro de Tommè…

—¿Se ha sabido quién se lo llevó? —Ya había decidido qué comeríamos. Calamares rellenos, raviolis…

—¿De qué hablas? —Tomé el primer sorbo de chianti.

—Me has oído.

—Si tenemos que trabajar juntos, no te andes por las ramas.

—No pudiste dar tu última pincelada porque el cuadro desapareció. ¿No es así?

—Nos dijeron que fue un error de la organización, y no dieron más explicaciones.

—Ya.

—¿Qué es esto?

—Se llama pinzimonio. Es una vinagreta, está riquísima.

—¿Sabes algo que yo debería saber, Fabrizio? —El chianti estaba espléndido.

—No, pero me extraña que ésa fuera la razón de la desaparición del cuadro.

—No desapareció, fue devuelto al Thyssen por un problema burocrático que no es de mi incumbencia. Había otros cinco por restaurar.

Me sirvió más vino.

—¿Y todos… con el tema de los Reyes Magos?