5

—¿Por qué no se limpia para ver lo que hay debajo? —Mi pregunta era el resultado de muchas visitas acompañando a un veterano restaurador del patrimonio de la Iglesia.

—No es tan fácil, Ariadna…

—¿Qué es lo que no es fácil, abuelo? —A la edad de ocho años, pocas cosas resultan más fáciles que borrar sombras de un dibujo.

Mi abuelo seguía tomando notas en su cuaderno. Yo caminaba a su lado, fascinada por los monstruos ocultos en los rincones de la catedral.

—No son monstruos, Ariadna. Se llaman… sátiros.

—¿Sátiros? —Nunca había oído aquella palabra.

—Sí, fíjate bien…, estos ángeles sostienen siete brazos del candelabro. Y están arriba, simbolizan la pureza. Mientras que abajo, en la unión del pie con el nudo, dos sátiros muy feos soportan el peso de trescientos kilos.

—¿Los sátiros son malos, abuelo? —Tenía los ojos del monstruo a la altura de los míos. El candelabro de plata medía dos metros y medio. Yo, poco más de la mitad.

»¿Son malos? —repetí la pregunta.

—Son… más humanos que divinos. Pero no, no son malos.

Frente al altar mayor, mi abuelo se detuvo. Con un gesto me indicó que no quería oír más preguntas. Necesitaba silencio.

Mientras él tomaba notas, me alejé unos metros para contemplar la pared. Parecía ocultar algo distinto a la Virgen y a un coro de ángeles. Sin que mi abuelo me viera, rocé con mis pequeños dedos una figura medio borrosa.

—Son testarudos… —respondió a la pregunta de por qué no se limpiaba el dibujo—. Nunca termina uno de conocer los secretos de un templo. —Cogiéndome de la mano, me llevó hacia la nave central. Señaló el inmenso rosetón, que se alzaba imponente ante nuestros ojos; sus diminutos vidrios me parecían entonces nidos de avispas multicolores—. Y ésta —continuó mi abuelo— alberga secretos que se perderán en el mar.

Extasiada ante los vidrios que refulgían con el sol de una mañana dominical, trataba de adivinar qué secreto podían ocultar.

—Busca en el corazón de la piedra… —dijo sin dejar de mirar la estrella de David. En mi mano sentí la presión de la suya. Una mano fuerte, cálida.

Años más tarde, estudié Arte en Barcelona. Perseguía un sueño: regresar a mi ciudad para restaurar un fresco del siglo XIV medio oculto en la catedral de Palma.

—¡Por fin, abuelo, por fin lo he conseguido!

—¿Qué es lo que has conseguido, Ariadna?

—¡El obispo me ha dicho que sí!

—¿Por fin te ha dado permiso ése testarudo?

—¡Sí, abuelo, me dejará ver el fresco! —Lo abracé entusiasmada. Estaba segura de que él tenía algo que ver con la decisión del obispo. Sin embargo, meses más tarde, cambió de opinión. Había muerto mi abuelo. El obispo ya no se sintió obligado a hacer concesiones a una nieta que hacía demasiadas preguntas.

Decepcionada, pasaba horas sentada en el Paseo Sagrera, esperando a que la noche estrenara su andadura. Entonces, la catedral iluminada reflejaba sus picos trémulos en el Mediterráneo. «¿Dónde estará el secreto?», me preguntaba una y otra vez, mientras las agujas seguían el movimiento del balanceo del agua. Cuando ya era de noche, regresaba a casa sin respuesta. Me detenía frente a la estatua de Rubén Darío. Junto al Consolat de Mar, cuatro versos recordaban la estancia del poeta en Mallorca. Fue aquél el último trabajo que hizo mi abuelo, ya enfermo. Limpió sus letras de bronce, que alguien había difamado con insultos e improperios.

—¿Por qué lo han hecho? —pregunté con tristeza, mirando sus envejecidas manos.

—Porque saben que los ojos se quedan en la superficie.

Transcurrieron varios meses, hasta que me llamaron de Pedralbes para participar en la restauración de un cuadro.

Acepté, influida por el entusiasmo de Xavier, quien me animaba a volver a Barcelona más por sus ganas de volver a verme que por ayudarme a vencer el desánimo. Con Xavier había mantenido una turbulenta relación amorosa en la universidad, que al terminar los estudios y regresar a Palma quedó concluida. Esta invitación me ofrecía una oportunidad que no podía desaprovechar; durante cuatro meses trabajé con el equipo del profesor Ubriachi. Mi labor fue recompensada con una invitación de la Universidad de Florencia.

—Lo que leas al iniciar un viaje puede cambiar tu destino… —me había dicho Xavier en nuestra despedida, que tuvo lugar el día anterior en la Casa Mila.

En la segunda planta, Xavier estrenaba despacho, en cuya puerta lucía una placa con apellido «rebosando aristocracia», había dicho.

—Querrás decir burguesía.

—No lo entiendes, Ariadna. Mi nombre tiene siglos de historia —replicaba Xavier, convencido de que pertenecía a la flor y nata de la sociedad barcelonesa. Debajo del nombre añadía Lawyer, en inglés y en una sola palabra como contraste a un larguísimo apellido coronado con una diminuta flor de lis.

—¿Por qué en inglés y no en francés o en alemán…? Después de todo, tú has sido Schüler del colegio alemán y tienes alma franco-germanófila.

—Porque en francés es casi igual al catalán, y en alemán no me gusta cómo suena.

Strafverteidiger… —Pronuncié las diez consonantes.

—Yo no soy criminalista, Ariadna.

—¿Qué?

—Que yo no soy abogado criminalista.

—Ah, vaya, me equivoqué de vocablo.

—Mi padre tiene amigos que sí lo son. Pero mis clientes son diferentes.

Traté de imaginar cómo eran esos clientes.

—Antes de irte, princesa, estrenarás mi nueva mesa. Así me acordaré de ti a todas horas… —Deslizó la mano en mi camisa desabrochada y acarició los pezones, que despertaron a unas manos sabias.

»¿Por qué te vas, princesa? —Me penetró con la misma sensualidad con que besaba mis pechos. Yo jadeaba inmóvil, sobre la mesa de acacia importada de París por su madre, doña Violeta Despuig-Zaforteza—. Éste viaje cambiará tu vida, princesa, estoy seguro.

—¡Sí…! —contesté, gimiendo de placer.

Cuando acabamos me quedé tumbada junto a él, sobre la mesa, con el sexo bañado por el sol que entraba por la ventana.

—¿Por qué tres, y no cuatro? —Yo observaba la estrella de cuatro puntas dibujada en el techo.

—¿A qué te refieres?

—¿Por qué se acordó que fueran tres las personas divinas… y no cuatro, o cinco?

—La palabra ya lo dice. Trinidad: tres. Es muy sencillo.

Respondió con la misma naturalidad con que al día siguiente pasaría la minuta a sus clientes.

—No es eso lo que te pregunto, Xavi. Yo no creo que…

—¿Qué es lo que no crees?

—Que la Trinidad…

—¡Por Dios, Ariadna! Acabamos de hacer el amor sobre una mesa del siglo XVIII, apenas faltan doce horas para que te alejes de mí y sólo se te ocurre hablar del Espíritu Santo. ¿Es que te has vuelto loca?

Me quedé mirando la estrella pintada en el techo.

—Cada punta representa uno de los cuatro puntos cardinales…

—¿Te refieres a la estrella?

Por fin caía en la cuenta de que yo observaba el techo.

—Sí. ¿Por qué lo has decorado con éste símbolo?

—Y yo qué sé… No he tenido nada que ver en todo esto. Mi padre me ha regalado el despacho, mi madre lo ha decorado y ahora me corresponde amortizar los doscientos metros de mármol travertino. —Señaló el suelo de color oscuro.

—Esto no es mármol, Xavi.

No hacía falta ser un experto para distinguir entre mármol y cerámica.

—¿Ah, no? ¿Entonces, qué es? —Se puso de lado. Le vi una calva incipiente, que su hábil peinado pretendía ocultar.

—Es cerámica, y además una muy especial que fabrican en Nápoles. Como siempre, tu madre buscando el toque sofisticado para su niño.

Se quedó mirando el suelo, habría jurado que era mármol.

—Que no, Xavi, que no es mármol. Pero está elaborado con una técnica especial que le da ése brillo espectacular.

—Y yo que creía que sólo entendías de parches y colorines.

—¿Tampoco te has dado cuenta de que sobre tu cabeza tienes los cuatro puntos cardinales?

—No, la verdad es que para firmar contratos no suelo mirar al techo. Pero, ahora que lo dices… Tal vez estas letras tengan algo que ver con tu abandono.

—Yo no te abandono, Xavi.

—¿Ah, no? ¿Entonces por qué te vas? —Se incorporó para mirarme a los ojos.

—Apártate, que no me dejas ver las letras.

—Las letras, las letras… Tú siempre con tus letras. Una vez, en un libro de filosofía oriental —hizo la pausa para darse importancia—, aprendí que lo que leas antes de iniciar un viaje puede cambiar tu destino.

—¿Tú, leyendo filosofía?

—Sí, Oriente nos enseña cómo alcanzar la felicidad.

—¿Lo crees así, o se lo has escuchado a tu mamá?

—¡Yo no asisto a sus reuniones!

—Pues deberías. Estoy segura de que merecen la pena.

—Por lo menos se basan en conocimientos científicos. No como tu religión…

—¡Serás ingenuo! A veces me da la impresión de que sigues siendo un crío.

—¿También cuando te hago esto…? —Me brindó una caricia en el pubis, cuyo efecto inmediato conocía muy bien.

—Déjame, Xavi, no confundas las cosas.

—¿Qué cosas, marisabidilla?

—Ni siquiera sabes distinguir entre el cemento y la piedra.

—Para eso están los albañiles. Yo me ocupo de empresas más nobles.

—Si Gaudi viera a qué dedicas éste rincón de La Pedrera, quedaría avergonzado de su propia obra.

—Gaudi… ¡buah!, otro que también vivía obsesionado por los simbolitos religiosos.

—En el fondo te burlas de lo que hago, crees que estoy perdiendo el tiempo restaurando cuadros, ¿verdad?

No contestó. Siempre tuvo muy claro que cualquier actividad que no tuviese remuneración inmediata equivalía a perder el tiempo. Estudió Derecho, con el único fin de ganar dinero. Su abuelo, cuya afición por la arquitectura lo llevó a hacer negocios con promotores urbanísticos de principios del siglo XX, se casó con Amparo Segifón, la rica viuda de Ángel Guardiola, y fue socio de un joven ambicioso llamado Pere Milà. El abuelo de Xavier y el empresario compartían aficiones, especialmente las relacionadas con los coches de lujo y las mujeres. ¿Te gusta la guardiola, eh…?, el joven Milà tuvo que soportar bromas a cuenta del apellido de su acaudalada esposa. En catalán, «guardiola» significa hucha. Una hucha repleta de dinero, algo que no pasó desapercibido al astuto burgués ávido de hacer negocios. En poco tiempo se adueñó de la mitad del edificio más emblemático del Paseo de Gracia, esencia del urbanismo burgués al estilo parisién. Su arquitectura modernista le confería un sello inconfundible en la ciudad mediterránea más próspera de la época. En pocos años, don Oriol se hizo con grandes terrenos del Ensanche, cuna del modernismo por excelencia y lugar de expansión de la ciudad condal.

—¿Qué crees que tenemos en común tú y yo? —pregunté.

Xavier miraba el techo.

No contestó. Se quedó observando la estrella de cuatro puntas, y leyó despacio las iniciales de norte, sur, este, oeste.

—¿Por qué crees que son cuatro los puntos cardinales, Ariadna?

—¡Por fin una pregunta inteligente! Serán los efectos de la filosofía oriental.

—Deja de tomarme el pelo.

—¿Y la Trinidad? ¿Por qué no podrían ser cuatro las personas divinas…? —pregunté.

—¿Acaso no hay bastante con tres? ¡Menuda tontería!

—No son tonterías.

—Me da igual. —Xavier me rodeó con sus enormes brazos—. Lo que yo quiero es estar contigo y acariciarte el último día que podré verte en… yo qué sé cuánto tiempo.

—Pero ¿y si fueran cuatro? Cuatro son los puntos cardinales, cuatro las estaciones del año, cuatro los evangelios…

—¡Ariadna!, ¿acaso has perdido el juicio en ése monasterio?

—No sé qué contestar a esta pregunta.

—¿Qué es lo que quieren de ti, que pintes al negro de blanco?

—No seas irreverente, Xavi.

—¿Irreverente? Hace falta ser ingenuo para creer en los Reyes Magos. Y por si algo faltaba, uno de los tres es negro. ¡Pero si en aquellos tiempos no había negros en Nazaret!

—Qué bruto eres. El negro representa el continente africano.

—Ya… como si a alguien le preocupara lo que pasa en África.

—Déjalo, no se puede hablar contigo.

—Siempre sucede lo mismo, cuando no tenéis razón optáis por descalificar al contrario.

—¿Qué quieres decir?

—Que evitáis el diálogo, porque no tenéis argumentos.

—No, no me refiero a eso. ¿Por qué usas el plural para hablar conmigo?

—Hablo de vosotros, los creyentes. Tenéis una habilidad especial para lograr que nos sintamos culpables por no creer en vuestras majaderías.

—¿Majaderías?

—Eso he dicho. ¿Acaso alguien en sus cabales puede creer que unos magos recorrieran medio planeta para ir a ver a un judío?

—Estás delirando.

—Todo lo contrario, princesa.

—¡No me llames princesa!

—¡Pero si te llamo así desde que te conozco!

Me puso la pierna encima para evitar que me apartase.

—Quiero un cigarrillo. —Salté de la mesa y cogí el paquete de Marlboro del bolsillo de su pantalón, un Armani—. Por cierto, tengo que irme.

—¿Tan pronto?

No encontré la ropa interior. Me puse el vaquero y la blusa a toda prisa.

—¿Qué vas a hacer?

—¿Tú qué crees?

—No te entiendo, chica. Ahora que estaba tan relajado…

—¿Por qué has esperado tantos años para soltarme todo esto?

Me abrochaba los botones a toda velocidad, con los ojos puestos en la mesa de acacia. Aún tenía los pezones erectos. Fui al cuarto de baño para atusarme el pelo.

—No comprendo tus prisas.

No contesté.

—Te echaré de menos, princesa.

—¡Vete al cuerno!

—Ariadna, por favor, perdóname…

—¿Perdonar? Eso es cosa de los cristianos.

—Buen golpe. Me lo he ganado.

Tenía la melena enredada, así que usé el coletero. Mientras tanto, oí cómo Xavier seguía hablando, tumbado sobre la mesa. Repasé mentalmente qué cosas tenía aún por meter en la maleta.

—¿No te parece un poco anticuado? —Levanté el frasco con etiqueta de plata.

—¡Deja mi colonia!

—Christian Dior es para ejecutivos…

—Es la mejor.

Eau Sauvage… tú siempre tan francés.

—Deja de criticarme, Ariadna… Ariadna, ¿qué significa tu nombre?

—Indómita. —¿Qué?

No lo repetí.

—¿Y el mío?

—Casa nueva.

—¿«Casa nueva»?

«Qué sabia es la etimología», pensé.

—¿De verdad Xavier significa casa nueva?

Nunca imaginó que de una palabra salieran dos.

—Es vasco. Tu nombre es vasco.

—Casa nueva… —Contempló los objetos que lo rodeaban, como si el nombre de Xavier hubiera sido inventado para él. Miraba el sofá de piel color burdeos, los sillones con patas de formas barrocas, la mesita de mármol con base de acero, y las grandes litografías con imágenes de Barcelona de principios de siglo en las paredes.

Al salir del baño vi el sujetador, enrollado en una pata de la mesa, y a unos metros mi diminuto tanga negro. Recogí ambas piezas y las guardé en el bolso.

Nessuna cosa si può amare né odiare se prima non si ha cognizione di quella

—Si crees que voy a hacer el menor esfuerzo por entender lo que has dicho, te equivocas, nena.

—Quiere decir que no debemos amar ni odiar algo sin antes conocerlo.

—¿Quién dijo esa tontería?

—Leonardo da Vinci. Un genio.

—Un genio, sí… un genio que no comía carne, porque consideraba un crimen matar animales, pero que aun así acompañó al criminal César Borgia a sus campañas, porque disfrutaba contemplando cómo se retorcían de dolor los ajusticiados en el momento de su muerte. Ése era el genio…

—No tergiverses las cosas, Xavi. Leonardo da Vinci tenía curiosidad científica por la anatomía humana.

—También la Inquisición tenía obsesión por quemar brujas.

—Eso no viene a cuento.

—¿Ah, no? ¿Acaso no eran religiosos los monstruos de la Inquisición? ¿No rezaban todos los días los dominicos antes de encender una hoguera humana…?

—No tengo el menor interés en discutir contigo asuntos de religión.

—Claro que no. Sólo quieres dialogar con alguien que piense como tú.

—¡Qué estúpida he sido creyendo que eras un hombre inteligente! A ti sólo te importan las paredes de éste templo, que pronto cambiarás por otro más grande y más caro. He aquí tu religión… cubrir con oro esta mesa de acacia.

—Cuidadito, princesa.

—¿Cuándo te va a dejar tu papá que le acompañes al templo…?

—¿A qué templo? —Xavier no captó mi maldad. No sabía aún de las visitas que hacía su padre al Templo del cuero, una sofisticada mazmorra del vicio en la calle del Ángel.

—Olvídalo.

—Y ahora dirás que me odias.

—Ni siquiera te daré el gusto de que disfrutes con mi desprecio. Ahí te pudras, en tu mesa carísima y viendo cómo engorda tu cuenta corriente.

—Si es lo de siempre… Cuando discutimos vuestras majaderías atacáis con golpes bajos. Yo no quería decir que las religiones sean falsedades, sólo que son verdades inseguras.

—¿Quién ha hablado de verdades o mentiras?

—Ariadna, ¿te parece poca mentira una leyenda de reyes magos que se apoya en tres líneas de la Biblia? —Xavier cogió un cigarrillo. No pude renunciar al que me ofrecía.

—¿Y en qué te apoyas tú para defender a esos clientes que acuden a ti aun sabiendo que la mierda les llega al cuello?

De pronto, al encender el mechero, la imagen de la Medusa me petrificó con sus ojos negros que brillaban en la plantilla de cuero.

—¿Y esta Medusa? —Me agaché para coger el zapato.

—Deja mis zapatos, Ariadna. —Se incorporó rápidamente.

—Bugarri. ¿Qué es, una nueva marca? —Jamás la había oído.

—¡Te he dicho que dejes mis zapatos! —No entendía por qué le molestó tanto que hubiera descubierto su marca de zapatos.

—¿Son italianos? —Me pareció justo disfrutar de la situación. Después de todo, él se había burlado de mí.

—Qué más te da si son italianos o no… —Me quitó el zapato de un manotazo y lo tiró lejos. Al caer al suelo, comprendí la razón de su enfado. «Bugarri, zapatos que ayudan al hombre a triunfar». Un hombre alto triunfa más que un hombre bajo… ¡Qué milagros puede hacer una plantilla camuflada! Y qué poder ejerce un anuncio bien hecho.

—Bueno, ya veo que no quieres contestar a mis preguntas.

—No mezcles la religión con los negocios —contestó mirando al techo.

—¿Qué diferencia hay? —Yo mantenía los ojos en la Medusa.

—Los negocios son el motor del mundo, mientras que la religión… provoca guerras que lo desestabilizan. —Parecía una frase de libro.

—¿Por eso has elegido ser abogado? —Me puse frente a él, mirándolo fijamente. Vi que el pelo le clareaba en más sitios. Se estaba quedando calvo.

—Ser abogado es un negocio en sí mismo. —Se recostó en la mesa. Entonces caí en la cuenta de que nunca había visto a Xavier descalzo y de pie. Siempre que estaba descalzo nos encontrábamos en posición horizontal.

—Qué pena me da que no creas en nada, Xavier.

—¿Creer? ¿A tragarse cuentos lo llamas tú creer?

—Eso es la fe, ni más ni menos.

—Ariadna, por favor, ¿dónde está esa inteligencia que te ha distinguido siempre de las mujeres tontas que conocí?

—Me aburres, Xavi. Y que uses conmigo frases enlatadas es algo que no puedo soportar.

—Qué rara eres, chica…

—¿Rara? Pues cásate con una pija estúpida de la Bonanova, y después de tener seis hijos vete de putas por las Ramblas. Au revoir, monsieur advocat!

Se quedó callado, y entonces me asaltó una duda. ¿Quién de los dos se enfrentaba a un mayor reto en la vida? ¿Él, con su flamante despacho en pleno centro de la ciudad, o yo con mis pinceles en busca de un imposible? ¿Quién estaba en posesión de la cordura? ¿Él, por dedicar su vida a defender pleitos en los que no creía, o yo, por creer en lo que no veía? Después de todo, ¿sabemos quiénes fueron los Magos de Oriente…?

Caminé con tal aplomo que Xavi no intentó detenerme.

—Por cierto…

Yo estaba a punto de abrir la puerta.

—¿Qué? —pregunté sin mirarlo.

—¿Qué ha sido de tu genio de África?

Me quedé de piedra. No supe qué contestar. Entonces me fijé en el pomo de la puerta. Una serpiente, o un dragón, o una mezcla de ambos. Recordé lo que dijo Russinyol acerca de La Pedrera. Es una cueva por la que circulan serpientes y dragones. Tanto peso tiene en los barceloneses la leyenda de san Jorge, que los más fieles construyen casas para dragones… Comprendí por qué Russinyol duró poco tiempo en Barcelona.

Di tal portazo que retumbaron las paredes. Cerré aquella puerta por última vez, nuestra relación había sido un error.

Al día siguiente, emprendí sola mi viaje a Italia, con destino a Florencia.

Sentada junto a la ventana, abrí mis apuntes para distraer la atención de la altura que estaba alcanzando el avión. Mosaico de Rávena, Durero, El Bosco, Rubens, todas las imágenes tenían algo en común, el número tres. Pero había una diferencia. En el mosaico de Rávena los tres Magos eran de raza blanca. ¿Por qué siempre nos han hecho creer que uno de los tres era negro?

Busqué en el bolso un lápiz para anotar las ideas que me suscitaban aquellas imágenes que por vez primera contemplaba juntas. Algo me llamó la atención en la escena de El Bosco, algo turbador. De Rubens admiré el colorido de los mantos reales, igual que en las figuras de Durero. En el mosaico de Rávena, sin embargo, nada indicaba que se tratara de reyes. No encontraba el lápiz entre los papeles y tantas otras cosas que se acumulan en el fondo de un bolso grande. Al introducir mi mano hasta el fondo, me topé con algo que no había visto antes. Un sobre rectangular estaba junto al bolsillo lateral. Herméticamente cerrado, sin nombre ni dirección. Lo levanté para observarlo al trasluz, pero fue en vano. No conseguía adivinar cuál era su contenido, ni mucho menos su procedencia. La desconfianza me impidió abrirlo inmediatamente, así que intenté recordar lo que me había entregado el director del museo, por si fuera algún documento que me hubiese dado a última hora… No lo era. Su grosor excluía la posibilidad de que se tratase de un simple papel.

Lo abrí, pensando que tal vez fuera un catálogo.

Era una copia de un pergamino doblado por la mitad, con una magnífica ilustración de los tres Reyes Magos cabalgando entre montañas. En la parte superior derecha, había unos signos que fui incapaz de identificar; luego comprendí que no eran signos, sino un texto con escritura gótica imposible de leer. Debajo, una pregunta que alguien había escrito con un tipo de letra muy diferente a la del escrito original:

¿A quién pertenece la cuarta corona?

El corazón me dio un vuelco cuando leí la siguiente línea.

¿Fueron de verdad tres los Reyes Magos?

Miré en el reverso, y entonces supe quién había escrito dos preguntas: «Lo que leas al iniciar un viaje puede cambiar tu destino, mi querida princesa… y recuerda que la religión no es una falsedad, sino una verdad insegura».

Xavier me engañó. No fue a París para acompañar a su madre a comprar una mesa del siglo XVIII. La compró, ciertamente. Pero no fue ésa la razón del viaje que lo mantuvo alejado de mí durante varios días. Xavier viajó a París para traerme éste regalo. Ahora sentía vergüenza por lo brusca que había sido con él la tarde anterior. Su ironía no era tal, ni su intención herir mis sentimientos. Tal vez su actitud fue una estrategia para disimular su tristeza por nuestra separación. Sabía de mi pasión por el arte. Esta invitación a Florencia era mi gran oportunidad, y suponía que mi ausencia sería prolongada.

—En el fondo te envidio tanto… —me dijo una vez, cuando le hablé de mis progresos.

Absorta en mis pensamientos, casi olvidé la importancia de lo que acababa de encontrar en mi bolso. La copia de uno de los seis pergaminos que componen el atlas catalán viajaba conmigo hacia Florencia. Tal vez Xavier estuviera en lo cierto y esa antigua carta marina cambiaría mi destino.

La miré como quien observa una de esas obras de arte que en los museos sólo nos permiten ver a través de un grueso cristal. Era tal el esplendor de los rojos, verdes, azules y dorados que me quedé atónita ante tanta belleza, y por un instante no existió otra cosa en el mundo que las tres figuras regias montadas a caballo mirando al frente.

Debajo de los tres Reyes Magos, debidamente engalanados con trajes reales y corona, había una cuarta corona, que parecía estar medio caída de una cabeza que no se veía en la imagen. ¿A quién pertenecía? ¿Quién era ése cuarto rey, del que hablan algunas fuentes y cuyo nombre tan en secreto se guarda?

Xavier había puesto en el sobre solamente el folio número cinco de los seis que completan el conjunto del mapamundi. Pero ¿dónde estaba el resto? ¡Cuánto faltaba todavía para llegar a Florencia…! Dios mío, ¡cómo deseaba llamar a Xavier y agradecerle tan espléndido regalo!