Barcelona, octubre de 2005
—Toda la discusión gira en torno a una letra… —Así empezó Gaetano Ubriachi las Jornadas de Pedralbes, en Barcelona. Yo participé en su organización. Asistieron expertos de toda Europa. Mi nombre estaba ligado a la restauración de una Adoración en el Museo del Prado. Y los elogios por mi trabajo tuvieron repercusión en la prensa internacional.
«Por fin alguien se atreve con el dedo de Gaspar… —escribió en su reseña un crítico de arte—. La Iglesia debería aceptar que existe otra verdad… —decía el autor, furibundo con la religión capaz de hacer de un simple mito una verdad infalible».
La conferencia había sido brillante, apasionada, contundente y muy polémica. Versó sobre un cuadro que presidía el centro de la sala, la Adoración de Tommè. Intervine en su restauración a las órdenes de Ubriachi. «Sadomón», así lo llamaban sus alumnos por haber escrito un escandaloso libro inspirado en la Psicopathia sexualis de Krafft-Ebing, a quien consideraba excelente conocedor de las pasiones humanas. Según Ubriachi, no hay más arte que aquél que explora las perversiones ocultas. Y no hay arte más verdadero que el que tiene como fin el asesinato entre iguales.
Su interpretación del cuadro escandalizó a los estudiantes que escuchaban por vez primera al italiano. Ningún profesor les había enseñado a ver en la cabellera rubia de la Virgen un fetiche sexual, ni en los Magos unos esclavos entregados a los caprichos de la divina feminidad.
—Cristo es el Salvador de la Humanidad… —añadió, tras asociar a los Magos con modernos iconos sexuales—. ¡Pero no fue Cristo… sino Prometeo quien salvó a los humanos de la ignorancia, al darles el fuego y abrir el camino del conocimiento!
Aguardó la reacción del público. El silencio imperaba en la sala. La figura del maestro, imponente por su altura y su perímetro, no invitaba a la discusión. Y continuó:
—El hombre es superior a las estrellas si alcanza el poder de la sabiduría. Quien consiga dominar el cielo y la tierra por medio de la voluntad es un mago. Y la magia no es brujería, sino sabiduría… —Ubriachi interrumpió su cita de Paracelso para observar cientos de rostros paralizados por la fascinación.
»El poder de la religión se esconde tras una letra —repitió. Dedicó poco tiempo a la cuestión pictórica. En su lugar, se centró en reflexiones acerca de Jesús. Alguien entre el público protestó, pues no quería oír hablar de Jesús sino de los Reyes Magos. Esperaban oír hablar de colores y pigmentos y de la santidad de los Magos. No sabían que la mente de Ubriachi estaba ocupada por otra clase de fantasías.
—Estamos aquí para aprender su técnica de restauración —se quejó alguien—, yo no he venido a escuchar sus opiniones sobre religión.
—Está usted en lo cierto, caballero. Pero ¿cómo cree que voy a restaurar los ojos del rey Baltasar si no sé primero a quién observan? —Nadie más intervino.
Yo estaba obsesionada con los ojos de Baltasar en el cuadro de Tommè, que se llevaron de Pedralbes de forma precipitada.
—Nunca antes tres líneas de la Biblia ocuparon tantos lienzos. —Sus palabras provocaron la risa en unos; el desconcierto, en otros, y el malestar en quienes ya percibían el tono escéptico con el que se abordaba la historia de los Reyes Magos.
De repente, el profesor mostró la Adoración de Leonardo da Vinci.
«Léeme, lector, si mi discurso te deleita, pues raro es que vuelva yo a nacer en éste mundo. Pocos tienen la perseverancia de proseguir esta profesión inventando cosas nuevas. Venid, todos, a ver los milagros que a través del arte se pueden descubrir en la naturaleza».[1] —Leonardo da Vinci consideraba la pintura como una verdadera ciencia, una ciencia tan exacta como la matemática. En tiempos en los que la ambigüedad del discurso era la nota común de clérigos, obispos y cortesanos, Leonardo recurrió al lenguaje pictórico para dar a conocer la verdad que, de otra manera, resultaba imposible manifestar. «Las palabras pueden tener múltiples interpretaciones— decía el maestro da Vinci, —pero el trazo de una línea sobre el lienzo es preciso, único, inequívoco».
A continuación señaló los ojos del caballo situado a la izquierda del cuadro.
—Éste cuadro quedó inconcluso. Y el caballo vio frustrado su sueño de adquirir vida propia.
Bebió un sorbo de agua, y continuó.
—Leonardo dejó sin acabar su Adoración porque el monje que había hecho el encargo murió de infarto al ver doce calaveras bajo la figura de Cristo. La congregación de San Donato expulsó al pintor inmediatamente. Y los monjes, todos sin excepción, se lanzaron sobre el cuadro para borrar la imagen de las calaveras y así ahuyentar su maldición. Pero ya era tarde. El monje había muerto. Y después del primero murió un segundo, y a continuación un tercero. Y así hasta llegar a los doce que formaban la pequeña congregación de San Donato.
Cinco siglos más tarde, un pintor nacido en Mallorca recogió el mensaje de Leonardo da Vinci, y se propuso averiguar qué misterios podría descubrir a través del arte. Quiso averiguar lo que se esconde tras el mito de los Reyes Magos. Encontró la respuesta en el trazo de unas líneas sobre un mural de barro. Del contacto de sus manos con la arcilla surgió la creación de un lenguaje que no precisa palabras.
El pintor inició un ambicioso proyecto en la catedral de Palma, un extenso mural de terracota a modo de retablo, que vendría a completar la obra que Gaudi dejó inconclusa. El mural de la muerte —así empezó a ser llamada la obra de Bonnín porque durante su ejecución ocurrieron dos muertes— fue el comienzo de una historia que tuvo como protagonistas la venganza y la sed de justicia.
Cinco siglos separan a da Vinci de Bonnín; sin embargo, existe entre ellos una conexión que no es mera casualidad: fascinación por la capacidad que tiene el agua de transmitir mensajes desde sus profundidades. Y ambos tienen una obra inacabada. Después de muchos meses de trabajo, Leonardo abandonó el cuadro y lo dejó en simple boceto, que otra persona recubrió con pintura para ocultar el dibujo original. Nadie explicó por qué Leonardo dejó esta obra a medias. La muerte de los monjes se mantuvo en secreto durante más de un siglo.
—Pero la piedra carga con el peso de la historia… —dijo el profesor, quizá sin saber que estaba repitiendo las palabras del obispo en su fatídica noche. Buscó la mirada de unos jóvenes que ignoraban aún el poder que oculta un simple trazo—. En cuanto al mural de la catedral, se trata de un fresco de barro a modo de segunda piel. —El profesor acariciaba la pared con sus enormes manos—. Un fresco realizado con técnica excepcional, única en el mundo. En medio de una gran polémica, de repente la obra fue interrumpida…
—¿Por qué? —preguntó una chica, cuyos ojos brillaban de curiosidad.
—La luz era imprescindible para apreciar la escena. Por los vitrales y el rosetón debería entrar la luz del Mediterráneo; sin ella, carece de grandeza el estilo gótico al que pertenece dicha catedral.
—¿Y por qué no ha terminado los vitrales? —volvió a preguntar.
—Alguien dijo que… no era la Adoración lo que reflejarían sus vidrios, sino otra cosa muy distinta. Y la Iglesia quiso impedirlo.
Se produjo un silencio. Trataban de imaginar qué otra escena podían representar unos Reyes Magos que acuden a Belén a adorar al Niño Jesús.
—¿No es verdad que interrumpió su obra porque no le pagaban los millones que pedía? —preguntó alguien. Con esta pregunta el profesor entendió por qué el arte de hoy está tocado de muerte.
—Ésta es la excusa fácil —respondió Ubriachi— de quienes se niegan a creer que hay un lenguaje oculto en las piedras. Las de una catedral esconden la ciencia acumulada durante siglos.
—Si no es una cuestión de dinero, ¿qué razón puede explicar la interrupción de la obra?
—Sin los vitrales, el artista no permite que se vea su obra —sentenció el profesor—. Y quedará inconclusa, a menos que la Iglesia conceda al artista lo que pide.
—Sí, sí, mucho arte… pero lo único que le preocupa es el dinero —murmuraron algunos, que seguramente eran isleños ofendidos por el abandono en que había sido dejada su espléndida catedral.
—¿Qué relación hay entre éste cuadro y un fresco hecho de arcilla? ¿Por qué lo llaman fresco si en realidad… no lo es?
—En cuanto al material utilizado, quizá tengan poco en común. Pero no crean ustedes que en el fondo difieren tanto.
—Ambos relatan un episodio del Nuevo Testamento —añadió una joven sentada en la primera fila. El profesor tragó saliva, y carraspeó.
—Nuestro interés, señorita… —la inspeccionó de arriba abajo—, no está en averiguar en qué parte de la Biblia se narran estos hechos, sino más bien en entender su mensaje. ¿Qué significa exactamente el viaje de los Reyes Magos? —preguntó Ubriachi, poniendo especial énfasis en la palabra viaje y omitiendo la Adoración.
—El reconocimiento del nuevo rey —respondió con seguridad un joven levantando la mano.
—¿Eso cree usted?
—Si —respondió con la mano en alto.
—¿Y qué tenía ése nuevo rey que no tuvieran otros reyes? —Su pregunta no estaba exenta de ironía.
—Que era el Mesías Salvador —dijo tan convencido como quien afirma que los rayos del sol calientan.
—¿Salvador? ¿Salvador de qué? —El profesor miró por encima de unas diminutas gafas.
Un murmullo se apoderó de la sala. Nadie más se atrevió a intervenir.
—Bueno, ya que nadie responde a mi pregunta, vamos a hablar de las técnicas de restauración. No vaya a ser que el museo no me pague…
Con un gesto me indicó que abriera una carpeta. Mientras seleccionaba imágenes, se oían comentarios.
—La renovación de los tiempos…
—¿Cómo ha dicho? —El profesor se dio la vuelta.
—El viaje de los Magos simboliza la regeneración.
Ubriachi no pudo disimular un gesto de satisfacción, pues quería seguir hablando del significado de los cuadros antes de explicar su técnica de restauración. Respiró con alivio al comprobar que se había precipitado prejuzgando a su auditorio.
—¿Qué significa, entonces, el mito de los Reyes Magos? —preguntó alguien.
—La riqueza, el poder. Eso es lo que significa la palabra mogu en persa antiguo.
—¿Los Magos simbolizan el poder?
—Sí. El poder al que se debe enfrentar el ser humano a lo largo del camino…
—No entiendo nada —protestó uno.
—Yo no estoy de acuerdo —añadió otro.
Se estaba produciendo en la sala exactamente lo que el profesor andaba buscando. Incredulidad, escepticismo. Los dos ingredientes básicos para atrapar al público.
—¿Conocéis la Adoración que pintó Rubens?
Un murmullo indicaba que unos sí, y otros no.
—Sí, conozco el cuadro —respondió alguien.
—¿Y cuántos Magos hay en él?
—Pues…
—No te molestes. Para Rubens lo importante no eran los Magos, sino la escena en su conjunto. ¿Verdad, Ariadna?
Se hizo un silencio.
—¿Ariadna?
Yo no estaba en aquella sala. Me había ido muy lejos. Estaba en África.
Al ver que todos me miraban, me ruboricé.
—¿Le pasa algo, señorita Ariadna?
—No… —contesté moviendo las manos, que buscaban algo a que aferrarse.
—Estábamos hablando del número de los Reyes Magos.
—Ah.
Pero yo seguía en África. Y el número que veía no era una cifra. Era un signo. Un signo de color rojo.
—Cuando haya regresado, avíseme… Necesitamos su pericia —dijo el italiano.
Recuerdo que en el cuadro de Rubens me impresionó la mirada de Baltasar, con sus ojos hacia el espectador. A la derecha, y a lo lejos, Rubens contemplaba lo que estaba ocurriendo en una escena que adquiría vida propia.
A continuación, el profesor retiró la tela del cuadro. Ante nosotros apareció una explosión de colores que contrastaba con las sombras del lienzo de Leonardo da Vinci.
—¿Por qué el rey Melchor introduce la mano derecha en el cofre? —preguntó señalando el cofre con un puntero de madera.
No hubo respuesta.
—¿Por qué algunos personajes miran al espectador, y otros se miran entre sí? ¿Qué hecho histórico se celebraba cuando Rubens pintó el cuadro?
—¿La tregua de los Doce Años…?
—Exacto. Y quienes componen la escena son dignatarios que han viajado lejos para rendir tributo al Cristo-niño como Príncipe de la Paz… el archiduque de Brabante, encargado de cumplir los deseos del rey de España. El centro de Amberes, ciudad a la que habían sido enviados los diplomáticos para firmar la paz, está en la dirección de la luz. Y por eso fue colocado allí el cuadro de la Adoración, porque el Niño recién nacido representa la luz.
—¿Quiere decir que Rubens pintó el cuadro para que siempre estuviese en el ayuntamiento de Amberes?
—Naturalmente. Jamás pudo imaginar que cuatro siglos más tarde su Adoración estaría en otra ciudad, con otra luz… Tienen ante ustedes la explosión de luz más extraordinaria de toda la historia de la pintura…
Todos miraron fijamente el cuadro. Era realmente hermoso. Yo notaba sobre mí los ojos del profesor.
—¿Cómo iba a imaginar Rubens que su obra colgaría de una pared en el Museo del Prado, expuesto a millones de ojos que no entienden por qué Baltasar mira al espectador…?
—¿Está insinuando que las ofrendas de los Reyes Magos tienen un significado material? —preguntó alguien.
—Las ofrendas representan los deseos de Amberes de que se vuelva a abrir al tráfico el río Escalda, crucial para las futuras negociaciones. La historia de los Magos se hizo popular en Amberes desde el siglo XVI por la importancia del comercio para la economía de la ciudad, en particular para la importación de objetos de lujo desde el extranjero.
—Y los regalos que ofrecen a Cristo, ¿qué representan?
—El libre comercio con las Indias occidentales, muy importante para Amberes en las negociaciones para la tregua. Éste cuadro es un canto al esplendor y a la riqueza de Amberes. ¿Conocen ustedes Amberes? —preguntó.
—No —fue la respuesta unánime.
—¿Y usted, señorita Ariadna? —La pregunta me sorprendió. Asentí con la cabeza. ¿Acaso él sabía que yo había estado en Amberes?
—¿Verdad que cuando uno ha estado allí… —hizo una pausa— observa esta escena con otros ojos?
Observé a los estudiantes. Por mucho que quisieran, no podían estar viendo lo mismo que yo.
—Rubens introdujo un cambio importantísimo después de muchos años.
—¿Cuál?
—En un viaje que hizo a Madrid, contempló su obra en el palacio del Alcázar. Añadió, bajo la mirada atenta del rey que lo observaba con fascinación, dos detalles que cambiaron por completo su significado.
—¿A qué se refiere?
—Añadió una araña, símbolo del diablo y de la herejía. Y una columna, símbolo del poder de la Iglesia. —Al pronunciar esta última palabra, el profesor de ancho perímetro me lanzó una mirada inquisitiva—. Al añadir la columna como soporte de la Iglesia y arma contra el demonio, el pintor de Flandes satisfacía a todos. Pero añadió un detalle que nadie percibió.
Todos trataban de adivinar a qué detalle se refería.
—Añadió un halo brillante en torno a la cabeza de Cristo.
—¿Y qué significado tiene?
—Es la zona más importante del cuadro, y su luz recorre el lienzo hasta reflejarse en el otro extremo de la composición. —Señaló la zona circular con el puntero de madera.
—¿Cristo representa la luz…? Esto no es nada nuevo —comentó una chica con gafas de montura pesada.
—No es Cristo la palabra que aparece junto a esa luz, sino…
Desde nuestra posición no podíamos ver la palabra completa. El profesor mostró una ampliación de letras griegas que aparecían en la parte inferior de la figura de Cristo.
—Χριαος. Falta una letra para el nombre de Cristo en griego —explicó Ubriachi.
—Chrysos… —Se oyó un murmullo.
—¿Entonces esa palabra no es el nombre de Cristo?
—No. Le falta la letra tau para que signifique Cristo. Sin esa letra, la palabra denota algo muy distinto.
Todos callaron. Deseaban que el profesor diera más pistas.
—Chrysos… es uno de los epítetos de Apolo, dios del sol.
—¿Y nadie se dio cuenta de que se trataba de otra palabra?
—Como veis, las letras aparecen separadas y a distinta altura. Resulta fácil confundir en griego una I con una Y mayúscula, que es la única licencia que se ha permitido el pintor para ocultar su mensaje.
—Entonces en éste cuadro Cristo no significa El Ungido…
—Es el dios de la luz, y no el nombre de Cristo como ha querido hacer creer la Iglesia. —Pronunció estas palabras lentamente, seguro del impacto que producirían en su auditorio.
—¿Jesús dios de la luz?
—No, simplemente Χριαος el de la luz, epíteto de todas las divinidades anteriores al cristianismo. Dios, etimológicamente, significa luz.
—Y entonces ¿qué significan las dos letras XP que aparecen en los altares cristianos?
—La Iglesia las adoptó como abreviación para el nombre de Jesucristo. Pero en realidad pertenecen a una palabra que nada tiene que ver con Jesucristo.
—¿A qué palabra?
—A una palabra griega que se utilizaba en los papiros paganos para indicar los pasajes proféticos. Y la Iglesia empezó a interpretar XP como abreviatura de Cristo, por ser las dos iniciales de su nombre en griego.
—¿Nadie se percató del uso que hizo Rubens de esta palabra?
—Los reyes, al ver que el pintor se había pintado a sí mismo dentro del cuadro, sabían que podían confiar en él. La presencia del autorretrato de Rubens en un cuadro propiedad del rey era una declaración de su compromiso personal con los principios expuestos en él: la causa de la Contrarreforma, en beneficio de la cual trabajaba como diplomático al servicio del monarca español.
—Es decir…, ¿Rubens engañó a Felipe IV?
—Con un simple trazo… —El profesor acompañó su respuesta con un balanceo de cabeza.
—¿Y qué significa la columna, si no simboliza la Iglesia?
—Observad bien la columna.
El profesor recorrió con el puntero la columna de abajo arriba. Y se detuvo un instante. Luego continuó, señalando el capitel…
Sabía que estaba creando expectación.
—¿A qué letra os recuerda esto? —Recorrió varias veces la extensión de la columna y su capitel.
—Parece una letra griega…
—¿Una tau? —preguntaron varios a la vez, observando con atención la figura formada por la columna y su capitel.
—Exacto. La tau que, precisamente, añadió la Iglesia para que la palabra significara Cristo definitivamente. Y Felipe IV creyó que su pintor ensalzaba a la Iglesia. Cuando en realidad… desvelaba una manipulación.
Me llevé la mano al cuello, como solía hacer cuando estaba inquieta. Ubriachi no apartaba los ojos de mí. Acaricié el colgante. Noté entre mis dedos la cruz en medio de dos triángulos.
O tal vez no fuera una cruz.
A continuación, el profesor delimitó la zona que ocupaba la Virgen en el cuadro y marcó especialmente las líneas de su regazo. Apareció la figura del pez, nacida de la intersección de dos círculos.
—¿Un pez? —preguntaron varios al mismo tiempo.
—No —contestó el profesor.
Cambió la posición del pez de horizontal en vertical.
—Una vagina, la maternidad. La Virgen. La diosa.
Tras un silencio, Ubriachi cogió sus papeles para empezar a explicar procesos de restauración. Éste era el motivo de las Jornadas que llevaban por título «Restauración de frescos y lienzos del Renacimiento».
En un panel colocado en el centro de la sala, dibujó a gran tamaño la letra tau del alfabeto griego. A su lado, la misma letra del alefato hebreo, llamada tet, y cuyo dibujo corresponde a la figura de una corona.
Al verla, recordé cómo había llegado hasta allí.