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Palma de Mallorca, julio de 2006

El Paseo Marítimo estaba colapsado. Entre las personalidades que acudían al evento, no faltaba nadie de las instituciones insulares. Representantes de la prensa local, nacional e internacional aguardaron durante horas a que se produjera lo que esperaban desde hacía meses, la aparición del artista más polémico. Por fin, se iba a celebrar la rueda de prensa en el Hotel Palas Atenea, diosa de las artes y de la guerra. Muchos deseaban saber cuál fue su reacción ante la trágica noticia del día. Era de todos conocida la amistad entre el artista y el canónigo fallecido, cuyo enfrentamiento con el obispo suscitó en su día todo tipo de comentarios. «UN INFARTO ACABÓ CON SU VIDA», fue el escueto comunicado de prensa. Sobre cómo murió el obispo, lo único que trascendió fue que había sido encontrado en el suelo frente al altar mayor.

A todos interesaba saber en qué benefició al artista la desaparición del obispo. Y, sobre todo, en qué le perjudicaría ahora la repentina muerte de su aliado.

El personal de seguridad conducía a los invitados preferentes hacia las primeras filas. Una fotografía del artista presidía el salón. Dos únicas letras ocupaban la parte superior de una inmensa pantalla.

Me situé junto a una columna, lugar perfecto para ver sin ser vista.

—Pero ¿no se llamaba Marquet? —preguntó un periodista con acento francés, al ver que las letras estaban en orden inverso.

—Sí… pero esas letras no corresponden a su nombre —contesté, sin desviar la mirada de la puerta por donde entraría el genio.

—¿Y qué significan? —insistió el francés.

—¿De dónde has salido tú?

¿Acaso podía alguien desconocer qué gigante financiero se escondía tras dos letras de tanto peso en Mallorca? De todos eran conocidas las letras BM dentro de una corona blanca con fondo verde. Pocos actos se celebraban sin dinero del mecenas. En Mallorca, todos sabían de qué banco se trataba.

—No soy de aquí —contestó.

Iba a explicarle qué significaban, pero algo me lo impidió. Yo sabía muy bien que Marquet era su nombre. Demasiado bien.

El bullicio era ensordecedor. El francés olvidó su pregunta, y centró su atención en lo que ocurría en la sala. Había estudiantes de Bellas Artes, profesores universitarios, empresarios… También muchos periodistas extranjeros. Miré a los jóvenes aspirantes a genios. Por su entusiasmo uno podía adivinar que estaban convencidos de que ser un genio es algo que también se aprende. Cada uno de ellos soñaba con parecerse a él, con tener éxito y dirigir la Feria de Arte que superaría a las de Madrid, Venecia, Praga, Kassel y Sao Paulo. A todas había asistido como artista invitado, quedando por encima del resto en la superación de lo imaginable. En su última exposición en Brasil rellenó esculturas de bronce con más de cien tarántulas vivas. Utilizó esos bichos para superar a otros artistas que también usaron animales para sorprender al ojo incauto. El buey desollado de Rembrandt lo superó Bonnín con un viejo chimpancé al que descuartizó y pintó en un cuadro de cinco metros. Beuys era otro de los genios que el pintor mallorquín se propuso desbancar en la lista de genios. El día que vio su cuadro titulado Cómo explicar los cuadros a una liebre muerta, en el cual aparece el artista alemán con la cabeza embadurnada con miel y pan de oro, Bonnín se aventuró a dar un paso más. Las tarántulas le parecieron víctimas propicias en una escala iniciada por moscas, gatos y perros.

De repente, cargados con sus enormes cámaras, los periodistas corrieron de un sitio a otro, sin respetar la posición. Las personalidades locales aguardaban solemnes.

A través de los ventanales se divisaba el puerto abarrotado de barcos tras una jornada de ocio. La multitud se agolpaba en la calle. El aclamado artista acababa de llegar.

Vestido con vaqueros y una camiseta negra y ajustada que le realzaba la musculatura, Bonnín entró por la puerta central que se abrió de par en par. La vertiginosa luz de los flashes parecía devorarlo. A su paso, resplandeció el escudo de Atenea. Y el casco daba la sensación de proteger la cabeza del artista. Avanzó con parsimonia, flanqueado por dos gorilas. Subió los tres peldaños del estrado, hasta llegar a una gran mesa cubierta con una tela roja. Al sentarse, la rubia cabellera, sujeta en una coleta, bailó como un pez inquieto. Llevaba el calzado de siempre: unas alpargatas de color negro de suela desgastada.

Una azafata le acercó el micrófono. No fue necesaria su presentación.

—Ésta es mi tierra, éste es mi mar… —Hizo una pausa, mirando perezosamente a su auditorio. Y continuó, sin que un músculo de su cara cediera a la sonrisa—. Éstos son los olores de mi tierra, los colores del mar Mediterráneo…

Acompañaba estas palabras con miradas fugaces al vídeo que se proyectaba tras él. Pronunciaba con dificultad, ya que por respeto al público traducía del mallorquín al castellano. Rara vez hablaba en otra lengua que no fuera la suya propia, la única fiel a sus sentimientos.

Todos prestaban atención a las imágenes del vídeo, que ilustraba detalles de su obra que nadie había podido ver aún.

Nadie, excepto yo.

Aquella mañana de julio, alguien quiso impedir que yo viera más detalles.

—La tierra, el mar, el cielo… Vida, muerte, resurrección.

Algunos no entendían nada, pero escuchaban con gesto atento.

—La búsqueda, el conocimiento, la sabiduría… El viaje a lo largo de nuestra vida.

Esperaban ansiosos la respuesta a dos preguntas clave: por qué quiso pintar la Adoración de los Magos en lugar de la Ultima Cena. Y qué se ocultaba tras el nombre de KABIAR. Estaban seguros de que, antes o después, se referiría a la muerte del sacerdote.

Más allá de toda representación sólo existe la luz… añadió. El movimiento ágil de sus manos contrastaba con la lentitud del discurso. Tan pronto cruzaba las manos como juntaba las yemas de los dedos, formando una especie de triángulo sostenido en lo alto por dos brazos robustos como pilares.

En la pantalla apareció la imagen de dos círculos entrelazados. Y en su punto de intersección, la figura de un pez.

—¿Es verdad que se enfrentó usted a la Iglesia por pintar a los Magos en lugar del pan sagrado? —preguntó un periodista.

Se hizo un silencio. Muchos se acordaron del obispo muerto, quien había criticado ante los medios de comunicación la soberbia del artista. Recordaban, sobre todo, la polémica que provocó Fuster acusando al obispo de ocultar la verdad a los fieles.

—Nada es verdad… excepto la luz. —Bonnín tenía los ojos fijos en sus manos inquietas—. La luz vence sobre las tinieblas y sobre la oscuridad… παυτα εις ποταμου αιματς αϒει. El silencio pedía a gritos una explicación a estas palabras que pronunció con exquisita cadencia helénica.

—«Todo conduce al río de sangre…».

—¿De dónde procede su gusto por lo siniestro? —preguntó un joven periodista.

—La carne humana es siniestra… —Arrastró las sibilantes—. Y cuando deja de ser humana se convierte en materia en descomposición.

La respuesta estremeció a más de uno.

—¿Cómo es posible que en sus cuadros pinte la fuerza telúrica del paisaje, y al mismo tiempo… —el periodista se dio cuenta de que formulaba mal la pregunta. Pero ya no podía borrar lo dicho— incluye calaveras y…? —El artista lo interrumpió.

—Me gusta que la espuma del mar sea blanca.

Siguió un silencio a tan extraña frase.

—De dos capas de pintura sobre un grano de arroz… —se sacó un moco de la nariz y lo depositó sobre la mesa— nace una montaña. —Señaló el moco, que representaba el grano de arroz. Todas las miradas se concentraron en el mismo punto.

—¿Qué cualidad debe tener un buen pintor? —Tal vez la pregunta no fuera adecuada al momento ni al lugar.

Bonnín inspiró hondo. El aire que expulsó parecía no acabarse nunca. Puso las manos con las palmas hacia abajo sobre la mesa cubierta con tela roja. Y por fin respondió.

—Capacidad de asesinar. —Clavó sus ojos negros en los del joven que había hecho la pregunta.

—¿Un pintor debe matar? —remató el aspirante a genio.

—No he dicho matar. He dicho… asesinar.

Nunca me había dado cuenta de lo fácil que puede ser convertir la vida en simple juego dialéctico.

Entonces me atreví:

—¿Es cierto que antes de empezar una obra necesita ejecutar un asesinato? —Mi voz alcanzó un tono grave que incluso a mí me sorprendió.

Se hizo un silencio denso como la sangre. Sentí en aquel instante el peso abrumador de todas las miradas, pero sólo una me alcanzó. Marquet me traspasó, como paralizado ante una espantosa visión. Sostuve su mirada, que aun durando pocos segundos despertó la herida de un dolor intenso.

—Cualquier forma de crimen se ajusta al intelecto de su autor… Levantó la cabeza, en busca de los paisajes de África.

Había una intensidad inquietante en sus ojos. El corazón me latía con fuerza. El hombre sentado a su derecha sacó un pañuelo del bolsillo de su chaqueta y se enjugó la cara y el cuello.

—Hablamos de arte, no de inteligencia. —Estaba decidida a no dejarme vencer por quien un día me pisoteó como a una cucaracha. Me apoyé en la columna. Esta vez no iba a desfallecer.

»Finis gloriae mundi

Mi voz sonó como de ultratumba. Marquet Bonnín hizo una mueca, que yo conocía bien: se debatía entre la soberbia y la ira. Posó la mirada en mi colgante de oro; los dos triángulos con el sello de Salomón se reflejaban en sus enormes ojos. Cruzó las manos. Del silencio brotó un murmullo, suave como el de las olas que convierten en arena la roca que tantas veces golpean.

Se dio cuenta de que le estaba mirando las manos. Nadie podía sospechar qué ocultaban y qué imagen revivían en nuestra memoria. Recité, en voz alta, un verso que quedó grabado para siempre en mi memoria:

—«El hombre de oro heredará el mundo».

Ambos conocíamos el hexámetro de Virgilio; formaba parte de la profecía. Regresará la edad de oro, nuevos tiempos de Saturno en los que el amo sirva a sus esclavos y el hombre se alimente de los frutos de la tierra. He aquí el auténtico oro. El que procede de la tierra y no alimenta la codicia…

Juntando lentamente las diez yemas de sus dedos, alzó las manos. De nuevo clavó en mí sus ojos llenos de ira. Tal vez recordó que, aquella noche de enero, no estaba solo cuando abatió al obispo en el frío suelo de la catedral.

Finis gloriae mundi… —repetí alzando la voz. Marquet agitó sus manos inquietas. Pero lady Macbeth no estaba a su alcance. Con el movimiento brusco derramó el vaso sobre la mesa, y el agua dibujó en la tela roja una voraz mancha de sangre. Se levantó, y se marchó.

El público contempló atónito la escena, convencido de que formaba parte del espectáculo. Quienes lo habían visto en otras ocasiones sabían que la provocación era habitual en él. Lo miraban embelesados, como quien sigue a un profeta. Después de todo, era el gran pintor de la isla. Era un genio.

Yo sabía lo que eso significaba.