Palma de Mallorca, enero de 2006
Las gárgolas despreciaban al mundo desde la puerta del Mirador. El vendaval silbaba con furia, entre las torres que, impávidas, resistían su embate. Frente a la lonja, el obispo se detuvo a contemplar la silueta de la catedral de la luz. Cerradas ya las puertas, se sumía en su habitual quietud. Las agujas latían nerviosas, reflejándose en las aguas del Mediterráneo. Ambos, la catedral y el mar, guardan infinitos secretos.
—Las piedras cargan con el peso de la historia… —murmuró, con los ojos clavados en los muros del templo gótico. A pesar de que en la fría noche las calles desiertas no invitaban a pasear, el obispo acudía a su cita en el interior del templo. Debía enfrentarse a una labor difícil: convencer al artista de que su proyecto no podría llevarse a cabo tal como lo había previsto.
Aquel 6 de enero, Bonnín iba a cerrar el trato más importante de su vida. Tras muchas conversaciones con el cabildo, estaba a punto de conseguir hacer realidad su sueño. Su proyecto se había impuesto sobre los de doce competidores.
Al cruzar la plaza de España, el pintor de moscas muertas, también llamado pintor de calaveras, en alusión al macabro material empleado en un cuadro que lo lanzó al éxito, echó un vistazo a la estatua ecuestre del rey Jaime I. Momentos después entraba por la calle Reina Esclaramunda. Y se detuvo junto al palacio de los Molferrut, conocidos mecenas de la ciudad. A su mente acudieron historias que su padre le había contado en su infancia: «Nunca ofendas a un Molferrut, hijo mío, y mucho menos a un butifarra…». Entonces, Marquet no comprendía el significado de esa advertencia.
Los muros del palacio se alzaban ante él. En su niñez, pasó muchas horas en un patio con columnas de mármol. Algo le trajo a la memoria los ojos de su madre, que parecían ojos de agua de lo mucho que lloraban. Apartó la mirada de los barrotes de hierro que protegían los ventanales.
Estaba en la plaza de su niñez.
—Un tren cargado de carbón se dirigía al puerto —había recordado tantas veces el abuelo, mientras lo llevaba de la mano por aquella plaza, testigo de tanta impiedad—. Hombres, mujeres y niños se lanzaron enfurecidos para atrapar lo que les pertenecía. Barcos repletos de carbón, listos para zarpar clandestinamente, estaban dando paso a una leyenda que convirtió a Mallorca en un paraíso del contrabando a principios del siglo XX. Harina, arroz, legumbres, todo ello bien oculto en un doble fondo de cajas fabricadas expresamente para la exportación de productos que jamás debieron salir de la isla. Eran el único alimento de quienes trabajaban de sol a sol para mantener a sus familias…
Marquet conocía aquella historia de memoria.
Ara…! Su tío Miquel Cabotà había dado la señal, y todos a un tiempo lanzaron trozos de carbón a los vigilantes que impedían su acceso al muelle. Ni siquiera los disparos de diez guardias frenaron a la masa enloquecida, cuyas únicas armas eran el terror al hambre y el odio a la injusticia. Pero el grito de su tío fue seguido inmediatamente de otro, el que da paso a la muerte, cuando ésta llega por traición. Una bala le atravesó el costado, y su tío Miquel cayó herido de muerte…
Marquet sintió el calor de una lágrima que le serpeó por la mejilla, y continuó su camino. Al dirigirse hacia la cuesta de la Seu vio una escultura en mitad de la acera, una especie de huevo gigante, obra de Joan Miró. El ayuntamiento la había colocado en el centro de la capital para mostrar al mundo que Mallorca tiene, además de sol y hermosas playas, artistas de reconocida fama. Los turistas no ven las sombras que oculta el brillo de tanto bronce.
—Y para eso has gastado quinientos kilos de bronce, Juanet… —se dijo.
Entonces decidió que cambiaría los vidrios del rosetón mayor, que Miró no consiguió a pesar de sus intentos. Atrás dejaba un inmenso solar, propiedad de los dominicos, que había sido cedido a la familia Molferrut. Nadie se atrevió jamás a preguntar por qué.
—Nunca ofendas a un Molferrut ni olvides la humillación que sufrió tu familia… —le dijo muchas veces su padre, a quien Marquet admiraba más que a nadie en el mundo. Recordaba paseos por las calles del barrio gótico, historias de judíos que fueron perseguidos en los oscuros tiempos de la Inquisición.
—La muerte es preferible a la deshonra… —repetía su padre, sin poder quitarse de la cabeza a Miriam y a su primer hijo recién nacido, que le fue arrebatado por no someterse a las exigencias de su amo. Miriam. El amo le arrancó la virginidad y también la vida. Miriam tenía diecisiete años. Fue la primera mujer a quien su padre amó con toda el alma.
Absorto en sus pensamientos, Marquet se dirigió hacia la puerta de la Almoina, cuyo nombre rinde memoria a la limosna que recibía todo aquél que acudiera en busca de pan a la puerta del templo cristiano. Después caminó hasta la fachada meridional y contempló el mar nocturno, silencioso, y los ojos de las gárgolas. Sus bocas abiertas escupían desprecio al mundo desde lo alto de un templo, cuyos muros cargaban con setecientos años de historia. Sintió frío. Y, sin embargo, corrió por sus manos un sudor repentino.
Apenas había apartado su mirada de las gárgolas, cuando divisó la silueta del obispo que se acercaba con paso firme.
—Com estàs, Marquet?
A pesar de su irreverente actitud con las instituciones, el artista sabía que de aquel encuentro dependía su inmortalidad. Al afectuoso saludo del obispo, Marquet respondió con una rotunda inclinación de cabeza que más bien parecía un saludo militar. No estaba seguro de haber acertado con el gesto, pero fue lo primero que se le ocurrió.
—Has pensat bé lo que et vaig dir? — preguntó el obispo.
—No fa falta pensar-hi més. Ho tenc ben clar.
Su respuesta indicaba que la conversación sería breve. El saludo se convirtió, de repente, en frialdad. Envueltos en silencio, los solitarios visitantes avanzaban como sombras por la inmensa nave central del templo. Solos ellos dos, se asemejaban a un par de muertos vivientes que regresaran a sus nichos tras un garbeo por la ciudad desierta.
Aquella noche, el obispo debía comunicar al artista que el tema que la Iglesia quería para el retablo del altar mayor era la Ultima Cena. Pero Bonnín se empeñaba en representar la Adoración de los Reyes Magos; todos los genios habían pintado a los Magos de Oriente, y él no iba a ser la excepción.
—Son exactamente lo mismo… —El pintor trataba de convencer al obispo de que ambos transmiten el mismo mensaje de Cristo.
Aunque el obispo insistió en que la consagración del pan era el tema adecuado para el muro central, no logró imponer su voluntad. Las razones episcopales no consiguieron apagar la sed de venganza de un joven que, desde niño, vio en el rostro de su padre el miedo que inspira la sombra de la muerte.
Aquella fría noche de invierno, el pintor no sólo arrancó la firma al obispo. Trazó, con sangre recién vertida, la primera línea de un fatal laberinto.
—Aquí… —El artista señaló con sus brazos abiertos el espacio en el cual iba a realizar su obra, a pesar de la oposición del cabildo. Nadie lograba entender la debilidad del obispo.
—Aquí, S’Estrella… —Señaló con el dedo índice el lugar donde pintaría la estrella que guiaría a los Magos en su viaje por el desierto.
—Però… —El obispo se enfrentó a la mirada gélida de Marquet, quien actuaba con la seguridad del gigante que sabe que ha vencido. En cuestión de segundos sintió caer el látigo de la historia. Al ver los ojos de Marquet brillando en la oscuridad, supo que el secreto dejaría pronto de estar oculto.
A las objeciones del obispo, el artista respondió extendiendo sus brazos hacia el muro central. Ya era suyo.
—Christus natus est…
El Mesías recién nacido.
—Bait Lahm…
El obispo no había oído nunca aquella palabra.
—IΧΘνς…
Pez… la imagen que evoca a Jesucristo, Hijo del Salvador.
El artista dio un paso atrás para imaginar cómo sería su gran obra terminada.
Bait Lahm, dos palabras que en hebreo significan «La Casa del Pan». He aquí el significado de Belén, un lugar sagrado al sur de Jerusalén, en el camino de Hebron, donde yacen enterrados los patriarcas.
Se dio la vuelta, y contempló el rosetón situado en lo alto de la fachada sur. A continuación, señaló ambos extremos de la catedral. El enorme rosetón de la fachada norte, con su estrella de David en el centro, aguarda el gran día para reflejarse en el rosetón opuesto. Cada día 2 de febrero, el rosetón más grande del mundo se refleja en el rosetón menor y dibuja en su seno la medida del pez.
—Vesica piscis… —pronunció en latín, dibujando en el aire la silueta de una figura imaginaria. A continuación, recitó unos versos mirando hacia el altar mayor.
Mientras estaban en camino
parió Raquel, y fue su parto muy difícil.
Entre las angustias del parto,
le dijo la comadrona:
«Animo, que es tu hijo».
Y al dar el alma, pues estaba ya moribunda,
lo llamó Benoni, pero su padre lo llamó Benjamín.
Murió Raquel, y fue sepultada en el camino de Efrata,
que es Belén, la Casa del Pan.
Sobre la tumba de Raquel alzó Jacob un monumento
que hoy todavía subsiste.
Marquet recordó el triste episodio del Génesis, y se acordó de su padre. También de Miriam, la primera mujer a quien su padre amó. Y se acordó del hijo que fue apartado de la madre en el momento de nacer.
Miró fijamente el muro central.
—Todo serán ofrendas. —Con las manos abarcaba el espacio que la Iglesia cedía al artista. «Timeo Danaos dona ferentes… No me fío de vosotros, perros inmundos, ni de vuestros regalos envenenados». Desconfió del trato que le ofrecía el obispo. «También le ocurrió a Miguel Ángel…», pensó. ¿Acaso ha habido un solo artista que no haya provocado la ira de la Iglesia? Bonnín estaba decidido a realizar en la casa de Dios algo más que una obra de arte.
Un acto de justicia.
Había acudido a su cita para cerrar el mejor trato de su vida.
No había tiempo que perder.
El obispo le sostuvo la mirada. En sus ojos vio ira, incredulidad y, por fin, capitulación. Luego abrió la boca y emitió un ruido sordo. Un instante después, de su boca brotaba un hilo de vida y un esputo de sangre cristiana.
La misma sangre que salpicó el altar. Cristo crucificado fue el único testigo de aquella muerte horrenda. O… quizá no fuese el único. La llama trémula de dos cirios dibujó la sombra de un ángel que rodeaba el altar mayor con sus alas desplegadas. No era la primera vez que una discusión entre Iglesia y artista acababa en asesinato. Dos siglos antes, el artífice de los candelabros de plata tuvo un dramático final. Y de Gaudi, cómo olvidar el suceso que provocó el abandono del extraño baldaquino. El escultor catalán sintió cerca el peligro, y dejó su obra sin acabar.
En el frío suelo de piedra quedó tendido el obispo con las piernas juntas, un pie encima del otro, y los brazos extendidos. Tres clavos atravesaban manos y pies.
Antes de abandonar el templo, el artista contempló en silencio el cadáver del obispo y selló su boca con arcilla napolitana como la que utilizó el emperador Augusto para silenciar a la Sibila que cantaba eternamente.
Miró por última vez al obispo, y en su pecho dejó escrito un verso de Virgilio:
El hombre de oro heredará el mundo.
Rodeó la palabra oro, y la marcó con una cruz.
Se dirigió hacia la salida, tras poner punto final a un capítulo de la historia que nunca debería haberse escrito.
«Éste es el único lugar del mundo en el que pervive la tradición de la Sibila…», pensó. Y se acordó de la voz angelical que oyó tantas veces de niño, sentado en un gélido banco del templo. La voz de la Sibila anunciaba el Juicio Final. Antes de salir, se detuvo junto a la puerta. Con sus ojos bien abiertos recorrió la nave central del templo. No vio a nadie.
Sin embargo… supo que no estaba solo aquella noche.
—Finis gloriae mundi —susurró, mirando el rosetón mayor cuyos vidrios operaron un extraño milagro. Como por efecto de la hipnosis, Bonnín observó la corona de Gaudi. En ella vio la sombra de cables y poleas que convertían al templo en una embarcación, orientada hacia la luz procedente de la estrella de David.
Y entonces lo vio. Manchas con sangre en las paredes del coro, de las que nacían jardines rebosantes de flores y plantas. Comprendió porqué Gaudi dejó inacabada su obra.
Bonnín salió a la calle, dispuesto a realizar su propio sueño. Al cerrar la puerta de la Almoina, observó a un lado el arcón de roble que antiguamente conservaba el pan como tesoro de inestimable valor. El trigo no abundaba entonces en Mallorca, tierra de almendros y de algarrobos; el pan era el tesoro al que aspiraba el pueblo. Y entre el crujir de sedas de grana, recibía fruta y burdo paño, urdido en primitivos telares artesanos que ahora afloraban en un renovado milagro del viejo arcón oloroso del pan. Al otro lado, vio el cofre arábigo persa del siglo XII, con una inscripción memorable: «La gloria, la fortuna y la felicidad no se separan jamás de su poseedor».
Se dio la vuelta. La puerta ya estaba cerrada.
Pudo, sin embargo, ver la imagen de un caballo montado por dos jinetes. No recordaba aquella figura que ahora, como una visión fugaz, ya había desaparecido de su vista. Se acordó de las palabras de Platón en boca de Sócrates. El hombre es como un auriga, que debe sujetar dos caballos. Uno blanco, el de la inteligencia. Otro negro, el de las bajas pasiones. Marquet Bonnín acababa de matar al segundo. Y sujetándose a las riendas del primero, salió a la calle.
La ciudad dormía. Las gárgolas mantenían los ojos abiertos. Reflejadas sobre la superficie de las aguas, las agujas de la catedral latían nerviosas. Bajo esas aguas palpitaba el corazón de la isla más silenciosa del Mediterráneo.