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El cadáver flotaba sobre las aguas del mar en calma. Dos víboras negras flanqueaban el cuerpo al ritmo del balanceo del agua, en una escena insólita en aquel rincón del Mediterráneo.

Cuando lo encontraron en la Costa de la Calma parecía reír en sueños. Al arrancarle la lengua le habían roto los dientes. Las cuencas de los ojos, ahora vacías, le otorgaban un aspecto pensativo, ensimismado tal vez en la ironía del nombre del lugar al que había ido a parar.

El mar, como el asesino, no suele avisar a sus víctimas.

Lo encerraron vivo en un saco, con dos víboras y un can rabioso. Y luego arrojaron el saco al mar, sin lastre, para que volviera a salir a la superficie. El cadáver desnudo, los restos viscosos del perro y las serpientes, mustias y ásperas como sogas mojadas… todo aquello había ido a la deriva bajo los primeros rayos de un nuevo día.

La Costa de la Calma, una playa entre pinares muy cerca de Peguera, no había visto nada parecido desde hacía siglos. En 1343, el rey Pedro IV surcó sus aguas antes de arrebatar el trono a Jaime III. Desde entonces, nada había alterado la actividad de sus habitantes, cuyo trabajo giraba en torno al horno de brea de la que toma su nombre esta población. Nadie podía sospechar que un sacerdote aparecería muerto, tras haber sido confinado en un saco hecho con esa tela basta de esparto que era utilizada para cubrir fardos de ropa.

Muchos recordaban aún la muerte del obispo, seis meses antes en el suelo de la catedral. Ahora, el mar era escenario de un nuevo crimen horrendo. Con él, alguien quiso identificar la inmensidad del mar con la hostilidad de Dios.