Habiendo decidido los propietarios de esta pequeña obra imprimirla nuevamente, conviene dar aquí alguna explicación de por qué no apareció la Tercera Parte prometida en el número de la London Magazine de diciembre pasado; sobre todo porque, de no ser así, los propietarios, bajo cuya garantía se hizo dicha promesa, podrían compartir la culpa —poco o mucha— que se asigne al incumplimiento. El autor, llevado por un simple sentido de justicia, asume enteramente esta responsabilidad. El peso exacto de la culpa que toma sobre sí es, a su juicio, cuestión oscurísima y ninguno de los maestros de casuística consultados al efecto ha logrado alumbrarla gran cosa. De un lado parece aceptado que, en general, una promesa es obligatoria en relación inversa al número de personas a quienes se hace; por esta razón vemos a muchas personas que violan sin el menor escrúpulo las promesas hechas a toda una nación y en cambio cumplen religiosamente las obligaciones contraídas en la vida privada, ya que faltar a la palabra empeñada cuando la otra parte es más fuerte entraña cierto riego; por lo demás, las únicas partes interesadas en las promesas de un autor son sus lectores, y la modestia exige que todo autor crea tener muy pocos, o quizá sólo uno, en cuyo caso cualquier promesa impone tal santidad a las obligaciones morales que asusta pensar en ellas. Pero, dejando de lado la casuística, el autor se somete a la consideración indulgente de aquellos que pudieran sentirse ofendidos por su demora, exponiéndoles la siguiente relación de su estado de salud desde fines del año pasado, en que asumió el compromiso, hasta casi este momento. Para disculparle bastaría decir que un sufrimiento físico intolerable le hacía incapaz de cualquier ejercicio intelectual, sobre todo de los que requieren y suponen un estado de ánimo tranquilo y placentero; no obstante, como es posible que el caso constituya una modesta aportación a la historia médica del opio, pues ilustra una fase de su acción más avanzada que las que por lo general se señalan a la atención de los especialistas, el autor ha creído que algunos lectores encontrarían aceptable una exposición más detenida. Fiat experimentum in corpore vili es una norma justa cuando existe la presunción razonable de obtener un gran beneficio; cuál sea este beneficio está sujeto a dudas, pero no cabe duda alguna en cuanto al valor del cuerpo, puesto que el autor confiesa con entera libertad que no puede haber cuerpo más ruin que el suyo, se enorgullece en considerarlo el ideal mismo de un sistema de humanidad bajo, disparatado y despreciable, y se asombra de que estuviese destinado a mantenerse a flote durante más de un par de días en medio de las tormentas y el deterioro normal en el mar de la vida; aún más, si ésta fuese una manera decente de disponer de los cuerpos, reconoce que casi le daría vergüenza legar su escuálida estructura a cualquier perro digno de respeto. Pero volvamos a nuestro tema que, a fin de evitar el constante recurso a perífrasis tan enojosas, el autor se tomará la libertad de exponer en primera persona.
Quienes leyeron las Confesiones las habrán terminado con la impresión de que yo había renunciado completamente al uso del opio. Esta es la impresión que quería dar, y ello por dos razones: la primera, porque el hecho mismo de registrar voluntariamente tal estado de sufrimiento entraña la facultad de examinar el propio casó, como lo haría un espectador desinteresado, así como la energía para describirlo de manera cabal, cualidades que sería absurdo suponer en una persona que está padeciendo en ese momento; la segunda, porque, habiendo bajado de una cantidad tan grande como 8000 gotas a una tan pequeña (en comparación) como es una cantidad que oscilaba entre 300 y 160 gotas, bien podía suponer que la victoria era mía. Así pues, al permitir que mis lectores pensaran en mí como en un comedor de opio reformado, no hacía sino dar una impresión que yo mismo compartía y, según podrá apreciarse, aun esta impresión provenía del tono general de la conclusión y no de las palabras empleadas, que en ningún caso eran contrarias a la verdad más estricta. No había pasado mucho tiempo desde que escribiera ese texto cuando comprendí que el esfuerzo que todavía quedaba por hacer me costaría mucha más energía de la prevista. La necesidad de emprenderlo se tornaba más evidente a medida que pasaban los meses. En particular, comencé a notar en el estómago una sensación de embotamiento o falta de sensibilidad cada vez mayor, que atribuí a una condición cirrótica, ya formada o en vías de formarse, en dicho órgano. Un médico eminente, a cuya bondad debí entonces muchos favores, me hizo saber que en mi caso este final no era imposible aunque, si seguía usando opio, probablemente se le adelantaría otro desenlace distinto. Por consiguiente, decidí abjurar totalmente del opio en cuanto tuviese libertad para dedicar a tal propósito toda mi atención y energía. Sin embargo, hasta el 24 de junio pasado no se manifestó una coincidencia aceptable de circunstancias. Ese día inicié el experimento, no sin antes jurarme que «estaría a la altura» cualquiera fuese el «castigo». Debo señalar que durante varios meses mi ración había sido de 170 ó 180 gotas: a veces llegaba a 500 y, en una oportunidad, casi a 700; en otros diversos preludios a mi experimento decisivo bajé hasta 100 gotas, pero me fue imposible soportarlo después del cuarto día; añadiré, de paso, que siempre me fue más difícil superar este día que cualquiera de los tres anteriores. Me hice a la mar sin tender todas mis velas: tomé 130 gotas diarias los tres primeros días y el cuarto reduje de golpe la dosis a 80; los tormentos que sufrí me «bajaron los humos» en el acto; me mantuve casi un mes en esta cantidad, con altos y bajos, luego descendí a 60 y al día siguiente a nada. Persistí en mis abstinencia durante noventa horas, es decir, más de media semana. Luego tomé —no me pregunten cuánto: ¿qué hubieran hecho los hombres más severos?—. Luego volví a abstenerme; tomé unas 25 gotas; me abstuve, y así sucesivamente.
Entretanto, los síntomas que se presentaron en mi caso durante las seis semanas del experimento fueron las siguientes: enorme irritabilidad y excitación de todo el organismo; plena recuperación de las sensaciones de vitalidad y sensibilidad del estómago, pero con frecuencia grandes dolores; incesante desasosiego, noche y día; en cuanto al sueño, apenas sabía lo que era: dormía a lo sumo 3 horas de las 24, con sueño tan inquieto y ligero que oía los ruidos cercanos; constante hinchazón de la mandíbula inferior; boca ulcerada, y muchos otros síntomas penosos que sería cansado repetir, aunque debo mencionar uno de ellos, pues acompañó siempre a todos los intentos de renunciar al opio: la violencia de los estornudos, que llegaron a ser violentísimos: estornudaba por lo menos dos o tres veces al día y en ocasiones durante dos horas seguidas. Esto no me sorprendió mucho, ya que recordaba haber oído o leído en alguna parte que las fosas nasales están revestidas por una membrana que es una prolongación de la que reviste el estómago, lo cual explica, a mi juicio, el aspecto inflamado que tienen las narices de los bebedores. El hecho de que el estómago hubiese recobrado tan bruscamente su sensibilidad original se manifestaba, supongo, en este forma. También es notable que durante todos los años que tomé opio no atrapase (como suele decirse) un solo resfriado y ni siquiera la más leve tos. Ahora, en cambio, tuve un resfriado muy violento, al que siguió la tos poco más tarde. En un fragmento inconcluso de una carta a… comenzada entonces, leo estas palabras: «Me pide usted que escriba… …¿Conoce usted la pieza de Thierry y Theodoret que escribieron Beaumont y Fletcher? En ella verá usted cómo me encuentro en cuanto al sueño; la descripción tampoco es exagerada en otros aspectos. Le aseguro que en una hora me vienen a la cabeza más ideas de las que tenía en todo un año bajo el reino del opio. Se diría que todas las ideas congeladas desde hace una década por el opio se deshielan a un tiempo, como en la vieja fábula, tal es la multitud que fluye hacia mí de todas partes. Sin embargo, mi impaciencia y mi detestable irritabilidad son tan grandes que por una idea que logro precisar y escribir se me escapan cincuenta. A pesar del cansancio, los sufrimientos y la falta de sueño, no puedo estarme quieto, sea de pie o sentado, durante dos minutos. I nunc, et versus tecum meditare canoros».
En esta fase del experimento mandé avisar a un médico vecino mío que viniera a verme. Acudió esa noche y, tras exponerle el caso en pocas palabras, le hice esta pregunta: ¿Si no pensaba que el opio había tenido una acción estimulante sobre los órganos digestivos, y si los dolores de estómago, causa innegable de que no consiguiera dormir, podían deberse a una indigestión? Me respondió que: No, por el contrario, atribuía el dolor a las propias funciones digestivas que, en condiciones normales, no llegan a la conciencia, pero que se habían vuelto perceptibles a causa del estado antinatural del estómago, enviciado por un uso tan prolongado del opio. La opinión era plausible y el carácter ininterrumpido de mis sufrimientos hace que me incline a creerla exacta, ya que si se hubiese tratado de una simple afección irregular del estómago, lo natural hubiese sido que desapareciese de cuando en cuando y que su intensidad fluctuase continuamente. La intención de la naturaleza, manifiesta en el estado de salud, es sin duda que no advertimos todos los movimientos vitales como son la circulación de la sangre, la expansión y contracción de los pulmones, la acción peristáltica del estómago, etc., y parece que el opio, en esto como en otras cosas, es capaz de oponerse a sus propósitos. Por consejo del médico probé licores amargos que durante un breve espacio aliviaron en mucho los males que me aquejaban, pero a partir del cuadragésimo segundo día del experimento, los síntomas ya señalados comenzaron a desaparecer y surgieron otros, distintos y más dolorosos; de estos últimos he seguido sufriendo desde entonces, con unos cuantos intervalos de tranquilidad. Sin embargo, no he de describirlos, por dos razones: la, porque la mente se resiste a representar en detalle cualquier padecimiento del cual la separa poco o ningún tiempo: dar al relato el pormenor suficiente para que tuviese utilidad sería infandum renovare dolorem y quizá sin justificación pues, 2.a razón, dudo de que este último estado pueda atribuirse de manera alguna al opio por vía positiva o aún negativa, es decir que haya de contarse entre los últimos males producidos por la acción directa del opio o entre los males más tempranos que inflige la falta de opio en un organismo alterado desde hace tiempo por su uso. Indudablemente, parte de los síntomas se deben a la época del año (agosto) puesto que, si bien el verano no fue muy caluroso, la suma del calor acumulado (si cabe la expresión) durante los meses anteriores, añadido al calor propio del mes, hace que en el mes de agosto caigan los quince días más calurosos del año; por lo demás, la transpiración excesiva que es inevitable cuando se reduce mucho la ración diaria de opio (aunque sea por Navidad) y que durante el mes de julio fue tan violenta que estuve obligado a bañarme cinco o seis veces al día, había cesado completamente cuando empezaron los grandes calores, lo cual aumentó todas las molestias que traía consigo el verano. Otro de los síntomas, que yo en mi ignorancia llamo reumatismo interno (y que a veces me afecta los hombros, si bien casi siempre parece tener su asiento en el estómago), parece deberse también, menos que al opio, a la humedad de la casa en que vivo[21], que en esta época del año aumentó al máximo puesto que, como suele ocurrir en nuestra región, la más lluviosa de Inglaterra, julio fue un mes de lluvias incesantes.
En vista de las razones que me asisten para dudar de que el opio tenga alguna relación con la etapa más reciente de mis dolencias (salvo, por cierto, en tanto que causa ocasional, al dejar mi cuerpo más débil y descabellado de lo que era, predisponiéndolo así a cualquier influencia maligna), absuelvo de buena gana al lector de toda descripción: perezca esa época para él, y ojalá pudiera decir con la misma facilidad, perezca en mis propios recuerdos, a fin de que un ideal demasiado vívido de las congojas humanas no venga a trastornar en el futuro mis horas de tranquilidad.
Esto por lo que toca a las consecuencias de mi experimento; en cuanto a la primera etapa, que en realidad conforma dicho experimento, y su aplicación a otros casos, debo pedir al lector que no olvide las razones por las que dejo testimonio de ella, que son dos: en primer lugar, la idea de que podría hacer un aporte, aunque insignificante, a la historia del opio en tanto que agente médico; en esto tengo conciencia de no haber cumplido mis propias intenciones debido al letargo mortal, el malestar físico y la extrema repugnancia ante el tema que me asaltaron mientras escribía esa parte de mi texto, que ahora ya no cabe corregir o mejorar, puesto que la envié de inmediato a la imprenta (distante de mi casa en unos cinco grados de latitud). Sin embargo, es evidente que esta relación, a pesar ele su incoherencia, puede ser de gran provecho a quienes más se interesan en la historia del opio —es decir, a los comedores de opio en general—, pues demuestra, para su aliento y consuelo, que es posible renunciar al opio disminuyendo la cantidad con bastante rapidez[22] sin que los sufrimientos excedan lo que es capaz de soportar un hombre de fuerza de voluntad corriente.
Informar sobre el resultado de mi experimento era el primero de mis propósitos. En segundo lugar, mi intención colateral era explicar las razones por las cuales me resultó imposible componer una Tercera Parte a tiempo para que figurase en la presente publicación puesto que, justamente mientras llevaba a cabo el experimento, me enviaron de Londres las pruebas de página de esta reimpresión, y tal fue mi incapacidad para aumentarlas o mejorarlas que ni siquiera tuve paciencia para leerlas con bastante atención como para advertir las erratas o corregir los errores de impresión. Estas han sido las causas de que molestase al lector con un relato, largo o corto, de los experimentos relativos a un sujeto tan verdaderamente abyecto como es mi propio cuerpo, e insto al lector a que no las olvide y a que no me juzgue tan mal como para creer que si me rebajé a un tema tan innoble fue por el interés que pudiera tener o por cualquier otra razón que no fuese el beneficio general. Bien sé que existen valetudinarios que se observan a sí mismos; conozco al animal; yo mismo me he encontrado con él alguna vez; sé que es el peor de los heautontimoroumenos que pueda imaginarse y que, al llevarlos a la luz de la conciencia, mantiene y agrava todos los síntomas que quizá de otra manera —dando al pensamiento una dirección distinta— se desvanecerían. En lo que a mí respecta, siento un desprecio tan profundo ante costumbres tan ruines y egoístas que rebajarme a ellas sería como si perdiese el tiempo en espiar a la pobre sirvienta a quien en este momento, lo estoy oyendo, enamora un galán en la parte de atrás de la casa. ¿Cómo puede un filósofo transcendental sentir ninguna curiosidad en ocasiones semejantes? ¿Cómo imaginar que me sobra ocio para tales trivialidades si mi vida no vale una inscripción de ocho años y medio de renta? Para zanjar definitivamente la cuestión, voy a decir algo que tal vez escandalice a algunos lectores si bien, teniendo en cuenta los motivos que me animan, estoy convencido de que no debiera ser así. Creo que nadie pierde el tiempo con los fenómenos de su propio cuerpo a menos que sienta por él cierta consideración en tanto que, como advierte el lector, lejos de sentir gusto o estimación de ninguna clase por el mío, yo lo detesto y lo hago objeto del escarnio y el desprecio más amargos, y no me desagradaría saberlo objeto de las últimas indignidades que inflige la ley a los cadáveres de los peores malhechores. En prueba de la sinceridad de lo que digo me permito hacer la siguiente oferta. Tengo, al igual que todo el mundo, ciertas ideas sobre el lugar en que me gustaría ser enterrado; como he vivido casi siempre en la sierra me inclino a pensar que una tumba en un verde cementerio, entre las montañas antiguas y solitarias, es un lugar de descanso más sublime y sereno para el filósofo que cualquiera de los horribles Gólgotas de Londres. No obstante, si los caballeros de la Escuela de Medicina creen que podría ser de algún provecho para su ciencia examinar el cuerpo de un comedor de opio, no tienen más que pronunciar una sola palabra y me ocuparé de que el mío les sea transferido legalmente —esto es, una vez que yo haya terminado con él—. Que no titubeen en expresar sus deseos, llevados por escrúpulos de falsa delicadeza y consideración a mis sentimientos: les aseguro que me harán demasiado honor si utilizan en sus «demostraciones» un cuerpo tan disparatado como el mío, y yo he de sentirme muy contento anticipando esta venganza y ofensa póstumas impuestas a lo que ha sido en vida causa de tantos padecimientos. Tales legados no son frecuentes; más aún, en muchos casos es peligroso anunciar los bienes que han de transferirse como consecuencia de la muerte del testador: de ello tenemos un ejemplo notable en las costumbres de un príncipe romano quien, al ser notificado de que unas personas de gran fortuna le habían dejado una hermosa propiedad en sus testamentos, expresaba su entera satisfacción ante tales arreglos y aceptaba generosamente los reales legados: pero si los testadores omitían el darle posesión inmediata de sus bienes, si traidoramente «persistían en vivir» (si vivere perseverarent como dice Suetonio) montaba en cólera y tomaba las medidas del caso. No nos sorprende tal conducta en esos tiempos y en uno de los peores Césares, pero estoy seguro que en los médicos ingleses de nuestra época no he de advertir muestras de impaciencia, ni de ningún otro sentimiento que no provengan de ese amor desinteresado por la ciencia y sus intereses que me induce a formular este ofrecimiento.
30 de septiembre de 1822