Los dolores del opio
—como hunde el gran pintor
Su pincel en la negrura del terremoto y el eclipse.
SHELLEY, Rebelión del Islam
Lector que me has acompañado hasta aquí, debo solicitar tu atención para una breve nota explicativa en tres puntos:
1. Por varias razones no he podido componer las notas sobre esta parte de mi narrativa en forma ordenada y coherente. Ofrezco mis notas en desorden, tal como las encuentro o como ahora las redacto de memoria. Algunas indican su propia fecha; he fechado otras y algunas no están fechadas. Siempre que convino a mis propósitos trasplantarlas de su orden natural o cronológico así lo hice sin mayores escrúpulos. A veces empleo el presente, otras el pasado. Sólo unas cuantas notas, quizá, se escribieron precisamente en la época a que se refieren, pero esto afecta en muy poco su exactitud, pues las impresiones fueron tales que no podrán desvanecerse nunca de mi mente. Es mucho lo que se ha omitido. No podía, sin gran esfuerzo, obligarme a la tarea de recordar, o de exponer en una narración ordenada, toda la carga de horrores que pesa sobre mi cerebro. Como disculpa invoco en parte este sentimiento y en parte el hecho de que ahora me encuentro en Londres, separado de las manos que suelen prestarme servicios de amanuense, y soy de esas personas tan desmañadas que ni siquiera pueden arreglar sus propios papeles sin ayuda.
2. Creerás tal vez que hago demasiadas confidencias y soy demasiado comunicativo de mi propia historia privada. Es posible. Pero mi manera de escribir es casi pensar en voz alta y seguir mis movimientos de humor, sin reparar en quién me está escuchando; si me detengo a reflexionar en lo que es propio decir a esta o aquella persona, pronto dudaré de que exista una parte de mi relato que con propiedad pueda contarse. Lo cierto es que me imagino que ya han pasado quince o veinte años y me hago a la idea de que escribo para quienes entonces se interesarán por mí; y como quiero ofrecer la relación de una época y soy el único que puede conocer toda la historia, doy a mi narrativa la mayor amplitud posible haciendo los esfuerzos de que ahora soy capaz, pues no sé si alguna vez volveré a tener tiempo para hacerlo.
3. Muchas veces querrás preguntarme por qué no me libré de los horrores del opio suprimiendo o disminuyendo su uso. A esto responderé en pocas palabras: podría pensarse que cedí con demasiada facilidad a las fascinaciones del opio; no cabe suponer que nadie se sienta atraído por sus terrores. El lector puede estar seguro de que hice innumerables intentos por reducir la cantidad. Añadiré que fueron quienes presenciaban la agonía de dichos intentos, y no yo mismo, los primeros en rogarme que cediese. Pero ¿acaso no podía ir disminuyendo una gota diaria o bien agregar agua y luego dividir una gota en dos o tres partes? Dividir mil gotas me hubieran llevado casi seis años: no hay duda de que tal método era insuficiente. Sin embargo, este error es muy frecuente en quienes no tienen ningún conocimiento experimental del opio, pero me dirijo a quienes sí lo tienen para preguntarles si no ocurre siempre que es posible reducir la cantidad con facilidad y aun con placer sólo hasta cierto punto, pasado el cual toda nueva reducción es causa de intensos sufrimientos. Sí, responden algunos insensatos que no saben lo que dicen, sufrirá usted de tristeza y decaimiento durante unos días. No, contesto; lo que sucede no se parece en nada al decaimiento; por el contrario, la mera vitalidad animal aumenta extraordinariamente: el pulso es más firme, la salud mejor. El malestar no consiste en esto, ni recuerda en lo menor a lo que se siente cuando se renuncia al vino. Es un estado de indecible irritación del estómago (lo cual, por cierto, no se asemeja mucho a sentirse triste y decaído) acompañado por una transpiración muy fuerte así como por sensaciones que no intentaré describir en tan poco espacio.
Empiezo ahora in media res y, anticipándome a la época en la que puede decirse que los dolores del opio llegaron a su acmè, trataré de sus efectos paralizantes sobre las facultades intelectuales.
Hace tiempo que he interrumpido mis estudios. No siento ningún placer en leer y apenas si puedo hacerlo más de un momento. En cambio leo a veces en voz alta por dar gusto a los demás, ya que no me falta talento para este tipo de lectura; diré más, en el sentido vulgar de la palabra talento —o sea un mérito superficial, un adorno— es casi el único que tengo, y si en otro tiempo pude envanecerme de alguno de mis méritos o facultades, fue de esta habilidad que, según he observado, es la menos frecuente de todas. Los actores leen peor que nadie: Kemble es un pésimo lector y la Sra. Siddons, tan celebrada, sólo acierta en las composiciones dramáticas y es incapaz de leer a Milton de manera soportable. En general, la gente lee la poesía sin ninguna pasión o bien excede la sobriedad natural y lee sin inteligencia. Si en los últimos tiempos algo encontré en los libros que me conmoviera, fueron las nobles quejas de Sansón Agonistes o las grandes armonías de los parlamentos de Satán en el Paraíso Recobrado, leídas a solas y en voz alta. A veces viene una señorita a tomar té con nosotros; a petición de ella y de M., les leo de cuando en cuando los poemas de Wordsworth. (Wordsworth, dicho sea de paso, es el único poeta que he conocido nunca que sea capaz de leer sus propios versos; diré más: a menudo lee admirablemente).
Creo que durante dos años no leí libros, con una sola excepción, y quiero recordar cuál es para pagar la gran deuda de gratitud que tengo con su autor. Todavía solía leer a los poetas más sublimes y apasionados aunque, como he dicho, por trozos y ocasionalmente. Bien sabía yo que mi verdadera vocación era el ejercicio del entendimiento analítico, pero la mayoría de los estudios analíticos son continuos y no pueden practicarse con interrupciones o en esfuerzos fragmentarios. Las matemáticas, la filosofía intelectual, por ejemplo, se me habían vuelto intolerables; les huía poseído de una sensación de enervamiento impotente y pueril que me angustiaba todavía más al evocar la época en que disfrutaba ejercitándome en ellas horas enteras, y también por esta otra razón, que había orientado los esfuerzos de toda mi vida, y dedicado mi inteligencia, sus flores y sus frutos, a la lenta y compleja labor de construir una sola obra, que tenía la presunción de llamar con el título de un libro inconcluso de Spinoza, De emendatione humani intellectus. Este trabajo se hallaba ahora detenido y como congelado, tal un puente o acueducto español, comenzado en escala demasiado grande para los recursos del arquitecto; y en vez de sobrevivirme, al menos como monumento a mis deseos y aspiraciones, y a una vida de trabajo dedicada a exaltar la naturaleza humana en la forma como Dios creyó apropiado dotarme para tan vasta empresa, serviría para que mis hijos hicieran memoria de mis esperanzas derrotadas y mis esfuerzos sin resultado, de los materiales acumulados en vano y de los cimientos sobre los que nunca se levantó una superestructura: del dolor y la ruina del arquitecto. Hallándome en esta condición de imbecilidad procuraba entretenerme dirigiendo mi atención a la economía política; supongo que, mientras me quedase un soplo de vida, mi entendimiento, antes activo e inquieto como una hiena, era incapaz de sumirse en un letargo absoluto. Para las personas que se hallan en el estado en que me encontraba, la economía política tiene la ventaja de que, si bien es una ciencia eminentemente orgánica (es decir, que en ella todas las partes influyen sobre el todo así como, a su vez, el todo influye sobre cada una de las partes), es posible separar cada una de las distintas partes y considerarla en sí misma. A pesar de la gran postración en que por entonces se hallaban mis facultades, no podía olvidar mis conocimientos, y mi inteligencia había estado íntimamente familiarizada durante demasiados años con los pensadores más estrictos, con la lógica y los grandes maestros de la ciencia, como para no darme cuenta de la extremada debilidad del grupo principal de los economistas modernos. En 1811 había tenido ocasión de examinar muchos libros y folletos sobre las diversas ramas de la economía, y a veces, cuando se lo pedía, M. me leía capítulos de las obras más recientes o fragmentos de los debates parlamentarios. Por lo general me parecía que estos textos eran la hez de la inteligencia humana y que cualquier persona de cabeza bien ordenada, acostumbrado a manejar la lógica con habilidad escolástica, podía coger entre el índice y el pulgar a toda la academia de economistas modernos y ahogarlos a mitad de camino entre el cielo y la tierra o bien pulverizar sus cabezas con un abanico de señora. Al cabo, en 1819, un amigo de Edimburgo me envió el libro del Sr. Ricardo y, recurriendo a mi propia anticipación profética sobre el advenimiento de un legislador para esa ciencia, exclamé antes de terminar el primer capítulo: «¡Tú eres el hombre!». El asombro y la curiosidad eran para mí emociones muertas desde hacía mucho tiempo. Ahora, sin embargo, volví a sentirlas: me pregunté si una vez más tendría estímulos suficientes para el esfuerzo de leer y el propio libro me inspiró una viva curiosidad. ¿En verdad se había escrito esta obra tan profunda en Inglaterra y en el siglo diecinueve? ¿Era posible? Yo había dado por supuesto que el pensamiento[19] se había extinguido en Inglaterra. ¿Cómo podía ser que un inglés, ajeno a los recintos académicos, y abrumado por sus obligaciones comerciales y senatoriales, llegase a la meta cuando todas las universidades de Europa no habían conseguido avanzar ni un palmo en cien años de trabajo? Todos los demás autores habían desaparecido aplastados por la carga descomunal de datos y documentos; el Sr. Ricardo había deducido a priori del propio entendimiento leyes que por primera vez arrojaban un rayo de luz sobre el intrincado caos de materiales y, con lo que apenas era una colección de vagas discusiones, había construido una ciencia de proporciones ordenadas que ahora se levantaba sobre bases eternas.
Así fue como una sola obra de profunda inteligencia, además de darme placer, me movió a una actividad que no había tenido desde hacía varios años: hasta me incitó a escribir o al menos a dictarle a M. que escribía por mí. Me pareció que algunas verdades imponentes habían escapado inclusive al «ojo inevitable» del Sr. Ricardo y, como eran de tal naturaleza que en la mayoría de los casos podía expresarlas o ilustrarlas mediante símbolos algebraicos con más brevedad y elegancia que en el estilo torpe y difuso de los economistas, toda la exposición cabía en un cuaderno; aunque me sentía incapaz de todo esfuerzo fui tan lacónico en esta ocasión que, con M. como amanuense, conseguí redactar mis Prolegómenos a todos los futuros sistemas de economía política. Espero que no se pensará que huelen a opio, aunque a decir verdad el tema es ya lo bastante opiáceo para casi todo el mundo.
Pero este esfuerzo no fue sino un destello, como se apreciará por lo que ocurrió luego, ya que decidí publicar mi obra y se hicieron los arreglos necesarios a fin de imprimirla en una prensa de provincia, situada a unas dieciocho millas de distancia. Con tal objeto se retuvo especialmente a un cajista durante varios días. Hasta se anunció en dos ocasiones el libro, por lo que, en cierta forma, estaba obligado a llevar a la práctica mis intenciones. No obstante, me quedaba por escribir un prefacio y una dedicatoria —que yo quería brillante— al Sr. Ricardo. Me fue del todo imposible hacerlo. Se revocaron los arreglos, se despidió al cajista y mis Prolegómenos descansaron en paz al lado de su más respetable hermano mayor.
He descrito o ilustrado mi embotamiento intelectual en términos que, en una u otra forma, se aplican a los cuatro años que estuve bajo el hechizo del Circe del opio. De no ser por la angustia y el sufrimiento cabría afirmar sin faltar a la verdad que entonces existía en un estado de total inactividad y como dormido. Era raro que pudiese forzarme a escribir una carta; a lo mucho lograba responder en pocas palabras las que había recibido y no sin que, muchas veces, la carta no aguardase antes durante semanas o aun meses sobre mi escritorio. Sin la ayuda de M. todos los recibos de las cuentas pagadas o por pagar habrían desaparecido y mi economía doméstica, cualquiera que fuese la suerte de la Economía Política, se habría precipitado por entero a una confusión inextricable. No volveré a aludir a este aspecto del caso a pesar de que, en última instancia, agobia y atormenta al comedor de opio tanto como cualquier otro, a causa de la sensación de debilidad e impotencia provocada por los incidentes vergonzosos que sobrevienen cuando se descuidan y postergan las obligaciones de cada día, así como de los remordimientos que a menudo enconan el aguijón de estos males en un ánimo meditativo y escrupuloso. El comedor de opio no pierde un ápice de su sensibilidad o sus aspiraciones morales; desea y anhela, tan vivamente como siempre, hacer lo que cree posible y lo que a su juicio le exige el deber, pero su percepción intelectual de lo que es posible sobrepasa infinitamente no sólo su capacidad de ejecutar sino también su capacidad de intentar; yace bajo el peso de un íncubo, de una pesadilla: tiene ante los ojos todo lo que de buena gana quisiera hacer, tal como un hombre postrado en el lecho por la mortal languidez de una enfermedad enervante a quien se obligara a ser testigo de los abusos y ultrajes infligidos a la persona que ama sobre todas las cosas: maldice los ensalmos que lo encadenan y lo privan de todo movimiento, sacrificaría su vida si lograra ponerse de pie y andar, pero es impotente como un recién nacido y ni siquiera puede intentar levantarse.
Paso ahora al tema principal de estas últimas confesiones, a la historia y el diario de lo que sucedió en mis sueños, causa inmediata y próxima de mis sufrimientos más intensos.
El primer aviso de que estaba ocurriendo un cambio importante en esta parte de mi economía física fue que volvió a manifestarse una condición del ojo que, por lo general, se presenta en la infancia o en estados de extrema irritabilidad. Ignoro si el lector tiene noticia de que muchos niños, tal vez la mayoría, son capaces de pintar, por así decirlo, toda suerte de fantasmas sobre la oscuridad; en algunos, tal facultad es tan sólo una afección mecánica del ojo; otros disponen de un poder voluntario o semivoluntario para convocar y despedir las imágenes o, como en una ocasión me dijo un niño al que interrogaba sobre esto: «Puedo decirles que se vayan y se van, pero a veces vienen sin que les haya dicho que vengan». Le respondí que tenía sobre las apariciones autoridad casi tan ilimitada como la de un centurión romano sobre los soldados. A mediados de 1817, si mal no recuerdo, esta facultad se volvió verdaderamente penosa; por las noches, mientras me hallaba acostado y sin dormir, desfilaban ante mí vastas procesiones de lúgubre pompa, frisos de historias interminables tan tristes y solemnes como si fuesen de tiempos anteriores a Edipo y a Príamo —anteriores a Tiro—, anteriores a Menfis. Al mismo tiempo se produjo un cambio equivalente en mis sueños; de pronto se abrió e iluminó en mi cerebro un teatro en el que cada noche se presentaban espectáculos de esplendor más que terrenal. Debo mencionar también los cuatro hechos siguientes, que por entonces empecé a advertir:
1. A medida que aumentaba la disposición creativa del ojo parecía surgir cierta simpatía entre los estados de sueño y vigilia del cerebro, en el sentido que, por lo general, todo lo que yo invocaba y dibujaba en la oscuridad mediante un acto de voluntad se transfería a mis sueños; hasta tal punto que temía ejercer esta facultad, pues, así como los objetos que Midas transformaba en oro burlaban sus esperanzas y defraudaban sus deseos humanos, bastaba que imaginase en la oscuridad las cosas que pueden representarse visualmente para que asumieran al instante la forma de fantasmas del ojo y, por un proceso al parecer no menos inevitable, una vez trazadas las imágenes en colores pálidos y visionarios, como escrituras en tinta simpática, la química feroz de mis sueños las reavivaba hasta darles un esplendor intolerable que me oprimía el corazón.
2. Este y todos los demás cambios ocurridos en mis sueños vinieron acompañados de una honda ansiedad y una amarga melancolía que es enteramente imposible comunicar con palabras. Cada noche sentía que bajaba, no metafóricamente, sino que en realidad bajaba a grietas y simas tenebrosas, abismos en los abismos, sin ninguna esperanza de reascender. Y al despertarme no me parecía que hubiese reascendido. No me detendré a explicarlo, ya que no hay palabras que basten para dar una idea del negro desaliento que me embargaba ante esos grandiosos espectáculos, por lo menos igual a la absoluta oscuridad de una desesperación suicida.
3. El sentido del espacio y, al final, el sentido del tiempo, quedaron ambos gravemente afectados. Los edificios, los paisajes, etc., se mostraban en proporciones más vastas de las que perciben los ojos mortales. El espacio se hinchaba y expandía hasta alcanzar el infinito indecible. Sin embargo, esto ne me inquieta tanto como la gran expansión del tiempo; a veces tenía la impresión de haber vivido 70 ó 100 años en una noche; más aún, sentía que durante ese lapso había transcurrido todo un milenio o, por lo menos, una duración muy superior a los límites de cualquier experiencia humana.
4. Volvían a mí los más nimios incidentes de la infancia o escenas olvidadas de otros años; no puede decirse que los recordara, ya que si alguien me hubiese hablado de ellos estando yo despierto no habría podido darme cuenta de que formaban parte de mi experiencia. Pero tal como se disponían ante mí, en sueños semejantes a intuiciones, revestidos de las más efímeras circunstancias y sentimientos que una vez los acompañaron, los reconocía al instante. Una de mis parientes más cercanas me ha contado que, siendo niña, se cayó al río y estaba a punto de perecer cuando acudieron en su auxilio: en ese momento crítico vio su vida entera desplegarse simultáneamente ante sus ojos, como en un espejo, al tiempo que se desarrollaba en ella la facultad de comprender el todo y cada una de sus partes. Bien puedo creerlo cuando recuerdo algunas de mis experiencias con el opio; luego, en dos ocasiones, he visto que se afirma la mismo en libros modernos junto a una observación de cuya verdad estoy convencido, a saber que el temible Libro del Juicio Final de que hablan las Escrituras es, en realidad, la propia mente de cada persona. Al menos me siento seguro de esto, la mente no es capaz de nada que se parezca al olvido; mil accidentes interponen un velo entre nuestra conciencia y las inscripciones secretas de la mente, pero otros accidentes de la misma clase lo desgarran y, velada o no, la inscripción perdura para siempre, tal las estrellas que parecen retirarse ante la luz común del día aunque en verdad, como todos sabemos, la luz haya corrido su velo sobre ellas, que volverán a mostrarse cuando otra vez se descorra la luz oscurecedora del día.
Habiendo señalado estos cuatro factores, diferencias memorables entre mis sueños de entonces y aquellos de la salud, citaré ahora un ejemplo que servirá de ilustración al primero de ellos y luego contaré los demás que recuerde, ya sea en orden cronológico o en cualquier otro que aumente el efecto de los cuadros sobre el lector.
Fui en mi juventud —y lo sigo siendo de tiempo en tiempo, cuando quiero entretenerme— gran lector de Livio, a quien, lo confieso, prefiero sobre los demás historiadores romanos tanto por el estilo como por la materia; muchas veces he sentido que los sonidos más graves y solemnes, más enfáticamente representativos de la majestad del pueblo romano, son esas dos palabras que con tanta frecuencia aparecen en su obra: Consul Romanus, sobre todo cuando están referidas al cónsul en sus funciones militares. En efecto, expresiones como sultán, regente, etc., o cualquiera de los títulos usados por quienes encarnan en sus propias personas las majestad colectiva de un gran pueblo, tenían menos poder sobre mis sentimientos reverenciales. De otra parte, aunque no soy gran lector de historia, había llegado a familiarizarme minuciosa y críticamente con un período de la historia de Inglaterra, el de la Guerra Parlamentaria, en el que me atraían la grandeza moral de algunos personajes y los muchos e interesantes libros de memorias que nos quedan de una época tan agitada. Estas dos partes de mis lecturas más ligeras, que habían sido a menudo tema de mis reflexiones, me dieron ahora la materia de mis sueños. Muchas veces, habiendo pintado en la oscuridad una especie de ensayo general cuando aún me hallaba despierto, veía una multitud de damas, tal vez una fiesta y bailes, y oía decir, o bien yo mismo me decía: «Estas son las damas inglesas de los desventurados tiempos de Carlos I. Estas son las mujeres e hijas de aquellos que se reunían en paz, se sentaban a las mismas mesas y estaban unidos por lazos de matrimonio o de sangre, pero que, pasado cierto día de agosto de 1642, no volvieron a sonreírse ni se encontraron más, como no fuera en el campo de batalla, y en Marston Moor, Newbury o Naseby tajaron con el sable cruel los vínculos del amor y ahogaron en sangre el recuerdo de la antigua amistad». Las damas bailaban y eran tan hermosas como las de la corte de Jorge IV y no obstante yo sabía, aún en sueños, que llevaban casi dos siglos bajo tierra. De pronto se desvanecía el suntuoso desfile, sonaba una palmada, las palabras Consul Romanus me estremecía el corazón y de inmediato avanzaban majestuosamente, en túnicas deslumbrantes, Paulo o Mario, rodeados por una compañía de centuriones, con la púrpura enarbolada en una lanza, y seguidos por el alalagmos de las legiones romanas.
Hace muchos años hojeaba yo las Antigüedades de Roma, de Piranesi, mientras el Sr. Coleridge, que se hallaba a mi lado, me describía una serie de grabados de ese artista, llamados los Sueños, en los que registró el escenario de las visiones que lo asediaron con el delirio de la fiebre. Algunos de ellos (según recuerdo de lo que me contó el Sr. Coleridge) representaban enormes salas góticas, con el suelo cubierto de toda clase de máquinas y artefactos, ruedas, cables, poleas, palancas, catapultas, etc., que expresaban lo enorme de la potencia aplicada y la resistencia vencida. Pegada a los muros se veía una escalera por la que subía trabajosamente el propio Piranesi: un poco más allá la escalera terminaba abrupta, súbitamente, sin balaustrada de ninguna clase: se había llegado al extremo y era imposible dar un solo paso más sin precipitarse al vacío. Cualquiera sea la suerte del pobre Piranesi, pensamos, por lo menos aquí terminan, de alguna manera, sus sufrimientos. Pero al levantar la vista vemos, todavía más alto, una segunda escalera y en ella distinguimos nuevamente a Piranesi, ahora al borde mismo del precipicio; volvemos a elevar la mirada y divisamos una escalera aún más aérea y al pobre Piranesi ocupado en su fatigosa ascensión: y así una y otra vez hasta que la escalera interminable y Piranesi se pierden ambos en la tiniebla superior del recinto. Con la misma potencia incesante de crecimiento y reproducción de sí misma procedía la arquitectura de mis sueños. En las primeras fases de mi enfermedad los esplendores de los sueños fueron sobre todo arquitectónicos: contemplé ciudades y palacios de una pompa que nunca contemplaron ojos despiertos, como no fuese en las nubes. Citaré los versos en que un gran poeta moderno describe, como aparición surgida en las nubes, lo que yo solía ver, con muchos de los mismos detalles, en mis sueños:
La aparición, de pronto revelada,
De una gran ciudad —diré mejor
Un agitado océano de edificios
Cerrado sobre sí mismo en prodigiosos
Interminables abismos de esplendor.
Vi murallas de oro y diamantes
Cúpulas de alabastro, agujas de plata
Y terrales sobre terrazas relucientes
En alto levantadas; avenidas
De claros pabellones; torres rodeadas
Por almenas en cuya frente inquieta
Brillaba una estrella —¡luz de todas las gemas!
La naturaleza terrestre con el turbio
Material de la tormenta, ahora en calma,
Forjara esta visión, con las bóvedas,
Laderas, cumbres hechas de nubes
Detenidas bajo el cielo azul, etc.
Uno de estos sublimes detalles —almenas con estrellas en las frentes inquietas— podría estar copiado de mis sueños arquitecturales, donde se presentó varias veces. Se afirma que, en nuestros tiempos, Dryden y Fuseli comían carne cruda a fin de provocarse sueños espléndidos: más les valiera comer opio para lograr su propósito, lo que hasta ahora, que yo sepa, no ha hecho ningún poeta, como no sea el dramaturgo Shadwell; se cree también, y a mi juicio con razón, que en la antigüedad Homero conocía las virtudes del opio.
A mi arquitectura siguieron sueños de lagos y plateadas extensiones de agua, sueños que me obsesionaron hasta tal punto que llegué a temer (lo cual parecerá absurdo a un médico) que una condición o tendencia hidrópica del cerebro se estuviese haciendo (para emplear una palabra metafísica) objetiva y que el órgano sensible se proyectase como objeto de sí mismo. Durante dos meses me dolió mucho la cabeza, una parte del cuerpo que hasta entonces había tenido tan libre de toda muestra o asomo de debilidad (hablo de lo físico) que solía decir, como el último lord Orford de su estómago, que probablemente sobreviviría al resto de mi persona. Antes de esta época yo nunca supe lo que era una jaqueca, ni el más ligero dolor de cabeza, con excepción de los dolores reumáticos provocados por mis propias imprudencias. Felizmente conseguí superar el ataque, aunque estuvo a punto de convertirse en algo muy peligroso.
Ahora cambió la naturaleza de las aguas; los lagos translúcidos, brillantes como un espejo, se convirtieron en mares y océanos. Sobrevino un cambio tremendo que, al irse desenvolviendo lentamente durante muchos meses como un rollo de pergamino, me anunció un perpetuo tormento; así fue, en efecto, y ya no me libraría de él sino cuando mi caso llegara a su término. Hasta entonces el rostro humano había intervenido muchas veces en mis sueños, aunque no despóticamente ni con un poder especial de atormentar. Ahora empezó a manifestarse lo que he llamado la tiranía del rostro humano. Tal vez esto tenga su origen en una época de mi vida en Londres. Sea como fuere, ahora el rostro humano empezó a aparecer sobre las aguas agitadas del océano: el mar estaba pavimentado de rostros innumerables vueltos hacia el cielo: rostros implorantes, coléricos, desesperados, que surgían por millares, por miríadas, por generaciones, por siglos: mi agitación era infinita, mi alma se hundía y se alzaba con el océano.
Mayo 1818
El malayo ha sido un enemigo temible durante varios meses. Cada noche su poder me arrastró a los escenarios de Asia. No sé si en esto los demás comparten mis sentimientos, pero he pensado muchas veces que si me viese obligado a abandonar Inglaterra y a vivir en China, entre costumbres, formas de vida y paisajes chinos, me volvería loco. Las causas de mi horror son muy profundas y seguramente compartiré algunas de ellas con mis lectores. En general el Asia meridional es asiento de imágenes y asociaciones atroces. El hecho de haber sido la cuna de la humanidad bastaría para inspirarnos un vago sentimiento de reverencia, aunque para ello existen además otras razones. Nadie pretenderá que las supersticiones salvajes, bárbaras y caprichosas del África, o de las tribus de salvajes que habitan en otras partes del mundo, lo afectan de la misma manera que las religiones antiguas, monumentales, crueles y refinadas del Indostán, etc. La mera antigüedad de las cosas asiáticas, de las instituciones, historias, formas religiosas, etc., es tan impresionante que para mí la edad inmemorial de la raza y el nombre predomina sobre el sentido de la juventud en el individuo. Un joven chino me parece un hombre antediluviano renovado. Ni siquiera los ingleses, aunque no fueron criados en el conocimiento de esas instituciones, pueden dejar de estremecerse ante la mística sublimidad de las castas que fluyen separadas y se niegan a mezclarse a través de vastísimas extensiones de tiempo; nadie escucha sin temor los nombres del Ganges o el Eúfrates. Contribuye en mucho a estos sentimientos el que Asia meridional sea, y haya sido durante miles de años, la región de la tierra más pululante de vida humana, la gran officina gentium. En esas regiones el hombre es una hierba. También los grandes imperios en que siempre se organizó la enorme población de Asia dan mayor sublimidad a las sensaciones que evocan los nombres e imágenes orientales. En China, además de lo que tiene en común con el resto del Asia meridional, me aterran las formas de vida y las costumbres; entre ella y yo se interpone la barrera de una aversión y una falta de simpatía totales, asentada en sentimientos tan profundos que no soy capaz de analizarlos. Anjes viviría con locos o animales irracionales. Todo esto y mucho más de lo que puedo decir, de lo que tengo tiempo para decir, ha de tenerlo presente el lector para comprender el horror inconcebible que me inspiran esos sueños de imaginería oriental, esas torturas mitológicas. En una misma sensación de calor y luz vertical reunía todas las criaturas, pájaros, fieras y reptiles, todos los árboles y plantas, usos y apariencias que se encuentran en todas las regiones tropicales y las congregaba en China o el Indostán. Llevado por sentimientos afines pronto impuse la misma ley a Egipto y todos sus dioses. Monos, papagayos, cacatúas me miraban fijamente parloteando, gruñendo, chillando. Me refugiaba en pagodas y quedaba aprisionado durante siglos en la cúspide o en salas secretas; fui el ídolo, fui el sacerdote, fui adorado, fui sacrificado. Huía de la cólera de Brahma a través de todas las selvas de Asia: Vishnú me odiaba: Siva me tendía una emboscada. De pronto me encontré con Isis y Osiris: algo había hecho, me dijeron, que hacía temblar al ibis y al cocodrilo. Fui sepultado durante mil años en féretros de piedra, junto a momias y esfinges, en las cámaras estrechas que cierran en su corazón las negras pirámides. Me besaron los cocodrilos con besos cancerosos; yací, confundido con todas las indecibles cosas viscosas, entre los juncos y el lodo del Nilo.
Doy al lector una ligera idea de mis sueños orientales, en los que siempre me sorprendía tanto lo monstruoso del escenario que durante un momento el horror parecía absorbido en el puro asombro. Tarde o temprano un reflujo del sentimiento ahogaba el asombro y me dejaba menos espantado que poseído por el odio y la abominación ante lo que veía. Sobre cada forma, amenaza y castigo, sobre cada prisión sombría y ciega, se cernía una sensación de eternidad e infinito que suscitaba en mí una opresión semejante a la locura. Tan sólo en estos sueños, con una o dos ligeras excepciones, se manifestaban circunstancias de horror físico. Hasta entonces todos los terrores habían sido morales y espirituales. En estos sueños los principales agentes eran horribles pájaros, serpientes o cocodrilos, sobre todo los últimos. El maldito cocodrilo fue para mí objeto de más horror que casi todos los demás. Por fuerza había de vivir a su lado y (como sucedía siempre en mis sueños) durante siglos. A veces lograba escapar y me encontraba en casas chinas con mesas de bambú, etc. Pronto en todas las patas de las mesas, los sofás, etc., bullía la vida: la cabeza abominable del cocodrilo me acechaba con ojos malignos, multiplicada en mil repeticiones: yo la contemplaba lleno de odio y fascinado. Tanto asedió mis sueños el horroroso reptil que en muchas ocasiones el mismo sueño se interrumpió de la misma manera: oía las dulces voces de los míos (oigo todo mientras duermo) y me despertaba inmediatamente: era el mediodía y mis hijos habían llegado cogidos de la mano hasta mi lecho para enseñarme sus zapatos de color o sus trajes nuevos o para que los viera vestidos antes de salir. Juro que tan tremenda era la transición del inmundo cocodrilo y otros monstruos y abortos nefandos de mis sueños a la visión de la naturaleza inocente y humana de la infancia que, por una reacción violenta y repentina de la conciencia, me echaba a llorar sin poder contenerme mientras besaba las caras de mis hijos.
Junio 1819
He tenido ocasión de observar en distintas épocas de mi vida que la muerte de los seres queridos y en general la contemplación de la muerte es (ceteris paribus) más conmovedora en el verano que en cualquier otra estación del año. Ello se debe, a mi juicio, a tres razones: la primera que en el verano los cielos visibles parecen mucho más altos, más distantes y (si puede disculparse el solecismo) más infinitos; las nubes por las que el ojo aprecia las distancias del pabellón azul extendido sobre nuestras cabezas son durante el verano más voluminosas y se acumulan en masas más grandiosas e imponentes; en segundo lugar, la luz y la figura del sol que declina y se hunde en el horizonte son mucho más propias para conformar tipos y caracteres del Infinito; y en tercer lugar (ésta es la principal de las razones), la prodigalidad exuberante y desenfrenada de la vida, como es natural, impone con mayor fuerza a la conciencia la idea antagónica de la muerte y la esterilidad invernal de la tumba. Cabe observar de manera general que siempre que dos ideas se hallan vinculadas entre sí por la ley del antagonismo existen, por así decirlo, en virtud de su mutua repulsión y es frecuente que una de ellas evoque la otra. Por ello, cuando paseo a solas en los días interminables del verano, me es imposible proscribir la idea de la muerte; en esa estación la muerte de alguien, si no me afecta más, por lo menos asedia mi pensamiento con un cerco más obstinado. Tal vez esta razón, y un ligero incidente que omito, sean las causas más próximas del sueño que voy a contar, aunque siempre debí estar predispuesto a él, pues desde el momento en que apareció ya no volvió a dejarme nunca, si bien se dividía en mil variedades fantásticas, que de pronto se reunían para componer otra vez el sueño original.
Creía que era la mañana de un domingo de mayo, el Domingo de Pascua y a una hora muy temprana. Me parecía estar a la puerta de mi propia casa. Ante mí tenía la misma vista que en realidad se divisaba desde ese lugar, pero exaltada y solemnizada, como suele ocurrir, por el poder de los sueños. Eran las mismas montañas y a sus pies el mismo valle encantador, pero las montañas levantadas a una altura más que alpina y entre ellas un espacio mucho mayor de prados y bosques; en los setos florecían muchas rosas blancas y no se veía criatura viviente con excepción de unas cuantas vacas descansando tranquilamente en torno a las verdes tumbas del cementerio rural, sobre todo junto a la tumba de una niña a quien ye amé con ternura: la escena era igual a la que en verdad viera cuando murió la niña una mañana de ese verano, poco antes de salir el sol. Miré ese cuadro que conocía tan bien y tuve la impresión de que hablaba conmigo mismo en voz alta y decía «Falta mucho para que salga el sol; es Domingo de Pascua, día en que se celebran los primeros frutos de la resurrección. Saldré a caminar; hoy olvidaré mis viejos dolores; el aire es quieto y fresco, altas las montañas que se elevan hasta el cielo y los claros del bosque tan silenciosos como el cementerio; lavaré con rocío la fiebre que me abrasa la frente y dejaré de ser desgraciado». Me di vuelta para abrir la puerta del jardín e inmediatamente, sobre mi izquierda, vi una escena muy distinta que el poder de los sueños armonizaba con la otra. El cuadro era oriental; también era un Domingo de Pascua a una hora muy temprana de la mañana. A gran distancia, como una mancha en el horizonte, distinguía los domos y cúpulas de una gran ciudad, imagen o leve abstracción vista quizá cuando era niño en un grabado de Jerusalén. A tiro de ballesta de donde me hallaba, sentada en una piedra y a la sombra de palmas de Judea, había una mujer; la miré y era ¡Ann! Fijó en mí la mirada gravemente y al cabo le dije: «Por fin te he encontrado». Esperé, pero no me respondió una sola palabra. Su rostro era el mismo de la última vez que la vi y, sin embargo, muy diferente. Diecisiete años antes, cuando a la luz de la lámpara que le caía en la cara besé por última vez sus labios (labios que para mí no eran impuros, Ann) se le llenaron los ojos de lágrimas: ahora esas lágrimas habían sido enjugadas; me parecía más hermosa que antes, pero en todo lo demás era la misma y no había envejecido. La mirada era tranquila aunque de una extraordinaria solemnidad de expresión; la contemplé asombrado, de pronto sus facciones comenzaron a borrarse y, al volverme hacia las montañas vi la niebla que se precipitaba entre nosotros; un instante después todo se había desvanecido; me envolvió la oscuridad y, en un abrir y cerrar de ojos, me encontré lejos de las montañas, caminando otra vez junto a Ann bajo las farolas de la calle de Oxford, tal como caminamos diecisiete años antes, cuando ambos éramos niños.
Como último ejemplo, citaré un caso distinto, de 1820.
El sueño comenzó con una música que ahora oía a menudo en mis sueños: una música de preparación y creciente ansiedad, una música como la primera parte del Himno de la Coronación que, al igual que éste, daba la impresión de una gran marcha de infinitas cabalgatas que se alejaban del paso de ejércitos innumerables. Había llegado la mañana de un gran día, un día decisivo, última esperanza de la naturaleza humana entonces misteriosamente eclipsada, agitada en una crisis terrible. En algún lugar, no sé dónde —de alguna manera, no sé cómo— unos seres, no sé cuáles, libraban una batalla, un combate, una agonía que se desarrollaba como un gran drama o una composición musical; mi inquietud era tanto más difícil de soportar, puesto que ignoraba el sitio, la causa, la naturaleza, el posible resultado de la lucha. Como suele ocurrir en los sueños en los que por necesidad nos hacemos el centro de todo movimiento, yo tenía y no tenía poder para decidir el combate. Lo tenía si lograba hacer un esfuerzo de voluntad y sin embargo no lo tenía, pues pesaban sobre mí veinte Atlánticos o la opresión de una culpa inexpiable. Yacía inmóvil en «abismos que no tocó la sonda». Luego, como en un coro, la pasión se hizo más profunda. Algo aún más grave estaba en juego; una causa más grandiosa de la que nunca defendiera la espada o proclamara la trompeta. De pronto sonaron alarmas: confusión, desorden: agitación de una multitud incontable que huye, no sé si del bando bueno o del malo: luces y sombras: tempestad y rostros humanos: y al final, con la sensación de que todo se ha perdido, formas femeninas, los rasgos que más quiero en el mundo y, sólo durante un momento, las manos entrelazadas en el dolor de la despedida y luego —¡los eternos adioses!— y con un suspiro, como suspiraron las cavernas del infierno cuando la madre incestuosa pronunció el nombre aborrecido de la muerte, el sonido quedó resonando —¡los eternos adioses!— y otra vez y aún otra vez resonando —¡los eternos adioses!
Y desperté forcejeando y grité «¡No dormiré más!».
Pero debo poner punto final a un relato que ha alcanzado ya una extensión excesiva. Dentro de límites más espaciosos hubiera sido posible desarrollar mejor los materiales que he utilizado y añadir con eficacia muchos que he omitido. Sin embargo, tal vez lo dicho sea suficiente. Aún me queda por explicar cómo, finalmente, este conflicto de horrores llegó a su crisis. El lector ya sabe (por haberlo leído al comienzo de la introducción a la primera parte) que, de una u otra manera, el comedor de opio «ha desatado, casi hasta el último eslabón, la maldita cadena que lo aprisionaba». ¿De qué modo? Contar esto, como en un principio fue mi intención, me llevaría a exceder con mucho el espacio de que ahora dispongo. Es una suerte que haya tan buenas razones para abreviar pues, bien mirado, me hubiera sido muy penoso alterar con detalles poco interesantes la impresión que deja la historia, en cuanto es un llamado a la sensatez y la conciencia de todo comedor de opio no confirmado, y aun disminuir el efecto de composición artística (si bien esta consideración es muy secundaria). El lector advertido no se interesará en el tema de los ensalmos fascinantes sino sobre todo en el poder de fascinación. El verdadero protagonista de la historia y el centro legítimo en torno al cual gira el interés no es el comedor de opio sino el opio. Mi propósito fue demostrar la eficacia maravillosa del opio para el placer y para el dolor: si lo he conseguido la acción de la pieza ha terminado.
No obstante, como a pesar de todas las leyes en contrario no faltarán personas que sigan preguntando lo que ocurrió con el comedor de opio y en qué estado se encuentra ahora, respondo por él lo siguiente: como sabe el lector, desde hacía tiempo el opio no fundaba su imperio en los lazos del placer sino que mantenía su dominio únicamente a causa de las torturas asociadas a los intentos de abjurar de él. Sin embargo, puesto que la no revocación del tirano entrañaba otras torturas, que cabe suponer no menos graves, sólo restaba elegir entre dos males y más valía aquel que, por más terrible que fuese en sí mismo, prometía en última instancia la restauración de la felicidad. El razonamiento parece irrefutable, pero la buena lógica no daba al autor las fuerzas para aplicarlo. Sin embargo, en la vida del autor sobrevino una crisis, una crisis que afectaba a personas que le son y le serán siempre más queridas que la propia vida, aun cuando ésta vuelva a ser feliz, y comprendió que moriría si seguía usando el opio: por consiguiente, decidí que, en caso de ser necesario, moriría tratando de librarme de él. No puedo decir la cantidad que tomaba entonces, pues me serví del opio que compraba para mí un amigo, que luego se negó a que le pagara, de modo que ni siquiera pude precisar la cantidad que usé durante el año. Entiendo que lo tomaba muy irregularmente y que pasaba de cincuenta o sesenta granos a ciento cincuenta por día. Para comenzar traté de bajar a cincuenta, a treinta y, lo antes posible, a doce granos.
Triunfé: pero no creas, lector, que con ello acabaron mis sufrimientos, ni me imagines sumido en un estado de depresión. Cree más bien que ya habían pasado cuatro meses y aún seguía agitado, adolorido, tembloroso, palpitante, deshecho, en una condición muy semejante, quizá, a la de quien ha sido torturado en el potro, si no recuerdo mal la conmovedora relación de ese suplicio que nos dejó una víctima del todo inocente[20] (de la época de Jaime I). Entretanto no me aprovechaba ninguna medicina, con excepción de la que me recetó un médico eminentísimo de Edimburgo, la tintura amoniatada de valeriana. Por lo tanto, no es mucho lo que puedo decir, desde el punto de vista médico, acerca de mi emancipación, y aun la escasa relación que pudiera ofrecer al lector, en boca de un hombre tan ignorante de la medicina como yo, no haría probablemente sino inducirle a error. En todo caso tales explicaciones no se hallarían aquí en su lugar. La moraleja de mi narrativa se dirige al comedor de opio y, por consiguiente, es de aplicación necesariamente limitada. Si aprende a temer y a temblar bastante se habrá conseguido. Desde luego, podría decir que la conclusión de mi caso demuestra, por lo menos, que después de usar opio durante diecisiete años, y abusar de sus poderes durante ocho, todavía es posible renunciar a él, y que tal vez mi lector pondrá en ello más energía que yo, o bien, siendo de constitución más robusta que la mía, obtendrá iguales resultados con menos esfuerzos. Bien puede ser: no me atrevería a comparar los esfuerzos de los demás con los míos; le deseo, con toda sinceridad, mayor energía y le deseo el mismo éxito. Con todo, quizá yo tuve incentivos exteriores que a él, por desgracia, pueden faltarle y que me dieron puntos de apoyo más firmes de los que ofrecen los intereses meramente personales a una mente debilitada por el opio.
Jeremy Taylor conjetura que nacer puede ser doloroso como morir; lo creo probable: mientras duró el período en que reduje la cantidad de opio sufrí los tormentos de un hombre que pasa de una forma de existencia a otra. El resultado no fue la muerte sino una especie de regeneración física y puedo añadir que, desde entonces, he sentido restaurarse en mí fuerzas más que juveniles, aunque estoy sometido a la presión de dificultades que, en un estado de ánimo menos feliz, llamaría desgracias.
Todavía subsiste un recuerdo de mi condición anterior y es que mis sueños no son perfectamente tranquilos; aún no han cesado por entero la temible furia y agitación de la tormenta; las legiones acampadas en ellos se están retirando, pero no todas han partido; mi sueño sigue siendo tumultuoso y, tal las puertas del Paraíso que nuestros primeros padres se volvían a mirar desde lejos, todavía se hallan (según el tremendo verso de Milton):
Llenos de caras terribles y brazos de fuego.