Introducción a los dolores del opio
Lector cortés y, espero, indulgente (todos mis lectores han de ser indulgentes, pues de no ser así temo que he de escandalizarlos demasiado para contar con su cortesía) que me has acompañado hasta ahora, permíteme rogarte que te adelantes unos ocho años, o sea de 1804 (en que, como tengo dicho, se inició mi relación con el opio) a 1812. Pasaron los años de vida universitaria y casi los he olvidado; la gorra de estudiante ya no me oprime las sienes y, si todavía existe, ha de cubrirse con ella algún joven humanista a quien quisiera tan feliz como yo y con el mismo amor apasionado por el conocimiento. A estas alturas mi túnica se hallará en la condición de muchos miles de excelentes volúmenes de la Bodleiana que examinan con diligencia polillas y gusanos estudiosos, o habrá ido a parar (nada más sé de su destino) a ese gran depósito de alguna parte donde se encuentran todas las tazas, teteras, cajas de té, etc. (para no hablar de recipientes aún más frágiles como vasos o garrafas, etc.) cuyo parecido ocasional con la presente generación de tazas, etc., me recuerda que una vez fui dueño de tales posesiones, si bien, al igual que la mayoría de los doctos togados de ambas universidades, sospecho que sólo podría ofrecer una historia oscura y conjetural de su desaparición y destino último. La persecución de la campana que a las seis de la mañana sonaba en la capilla su importuno llamado a maitines ya no interrumpe mi sueño: murió el portero que la tocaba, sobre cuya hermosísima nariz (bronce con incrustaciones de cobre) escribí en represalia tantos epigramas griegos mientras me vestía, y ha dejado de molestar a la gente: y yo, y muchos otros, que tanto sufrimos con sus inclinaciones tintinabulantes, hemos convenido en pasar por alto sus errores y perdonarlo. Hasta la campana me inspira hoy sentimientos caritativos: supongo que aún repica, como entonces, tres veces al día, y sin duda molesta cruelmente a muchos dignos caballeros y perturba su tranquilidad de espíritu, pero, por mi parte, ya no escucho en este año de gracia de 1812 su voz traicionera (traicionera la llamo, ya que por refinada malignidad hablaba en tonos dulces y argentinos como si nos estuviera invitando a una fiesta); en verdad su sonido no tiene fuerza para alcanzarme, ni siquiera con ayuda de los vientos más favorables a que aspire la perversidad de la propia campana, pues me encuentro a 250 millas de distancia, sepultado en lo más hondo de la sierra. ¿Y qué es lo que hago en la sierra? Tomar opio. Sí, pero ¿qué más? Lector, en 1812, año al que hemos llegado, así como durante los años que lo precedieron estoy dedicado a estudiar la metafísica alemana en las obras de Kant, Fichte, Schelling, etc. ¿Y cómo, y de qué manera, vivo? En suma, ¿a qué clase o grupo de hombres pertenezco? En este período, es decir en 1812, vivo en una pequeña casa de campo, con una sola sirvienta (honni soit qui mal y pense) que mis vecinos conocen por mi «ama de llaves». En mi calidad de estudioso y de persona que ha recibido una educación ilustrada, y en tal sentido un caballero, me atrevo a considerarme como miembro indigno de esa clase indefinida que forman los caballeros. En parte, quizá, por estas razones, y en parte porque no tengo oficio ni beneficio conocido, se piensa con razón que vivo de mis rentas; así lo creen mis vecinos y, conforme a los usos de urbanidad de la Inglaterra moderna, recibo en la correspondencia, etc., el título de esquire, aunque mucho me temo que, en rigurosa heráldica, mis pretensiones a honor tan distinguido sean escasas. Sí, la voz popular declara que soy X. Y. Z. esquire, pero no juez de paz ni Custos Rotulorum. ¿Me he casado? Todavía no. ¿Sigo tomando opio? Los sábados por la noche. ¿Y acaso lo he tomado sin la menor vergüenza a partir del «domingo lluvioso», el «augusto Panteón» y el «beatífico boticario» de 1804? Así es. ¿Y cómo me encuentro de salud después de tanto comer opio, en una palabra, cómo me siento? Bastante bien, lector, muchas gracias; como dicen las señoras que están de parto: «tan bien como puede esperarse». Más aún, si debo confesar la pura verdad, lo cierto es que, aunque conforme a las teorías de los médicos debería haber estado enfermo, en mi vida me sentí mejor que durante la primavera de 1812 y espero muy sinceramente, amable lector, que todo el clarete, el Oporto y el «Madeira especial» que, con toda probabilidad, has bebido o piensas beber en un plazo de ocho años de tu vida natural, no afecte más a tu salud de lo que afectó a la mía tomar opio los ocho años que median entre 1804 y 1812. Aquí compruebas nuevamente lo peligroso que es seguir en cuestiones médicas el consejo del Anastasio; es muy probable que en teología o en derecho sea un consejo de fiar, pero no en medicina. No: vale mucho más consultar al Dr. Buchan; por mi parte así lo hice, no eché en saco roto la magnífica sugerencia de un hombre tan sabio y puse «especial cuidado en no tomar más de veinticinco onzas de láudano». A esta moderación, a un uso tan morigerado del artículo, cabe atribuir, supongo, que por lo menos hasta el momento (es decir, hasta 1812) no conozca, y ni tan siquiera sospeche, los terrores que guarda el opio para vengarse de quienes abusan de su condescendencia. Al mismo tiempo no hay que olvidar que he sido siempre un comedor de opio dilettante: aun el haber practicado el opio durante ocho años, con la única precaución de ir dejando cada vez intervalos suficientes, no ha bastado para convertirlo en elemento indispensable de mi régimen cotidiano. Ahora viene una época distinta. Te ruego, lector, que pases al año 1813. Durante el verano del año que acabamos de abandonar mi salud se resintió mucho como consecuencia de un estado de angustia que, a su vez, se debió a un acontecimiento muy lamentable. En vista de que dicho acontecimiento no tiene otra relación con el tema que ahora me ocupa, aparte de haber provocado la enfermedad, no será necesario que me refiera a él con más detalle. Ignoro si la enfermedad de 1812 influyó en la de 1813; lo cierto es que este último año empecé a padecer de una molestísima irritación del estómago, enteramente semejante a la que tanto me hiciera sufrir en mi juventud, acompañada por una reanudación de todos los antiguos sueños. Puede decirse que, en lo que respecta a mi justificación, todo lo que ha de seguir depende de este momento de mi relato. Aquí me enfrento a un intrincado dilema: o bien agotaré la paciencia del lector narrando mi enfermedad y mis esfuerzos por curarme con los detalles que sean necesarios para convencerlo de que me era imposible seguir luchando con la irritación y el dolor incesantes; o, de otra parte, si no me detengo en este momento crítico de la historia, perderé la ventaja que sería dejar en el lector una impresión más fuerte y me expondré a una falsa interpretación de los hechos, según la cual fui avanzando, con los pasos fáciles y graduales de las personas sin voluntad, de la primera a la última fase en la costumbre de comer opio (y en vista de lo que ya he confesado, la mayoría de los lectores estarán secretamente predispuestos a tal error). Este es el dilema: el primero de sus cuernos bastaría para coger y echar por tierra a toda una columna de lectores pacientes, aunque formaran de dieciséis en fondo y constantemente acudiesen nuevas huestes al relevo: no cabe pensar en ello. Lo único que me queda es postular lo que sea necesario para mi propósito. Te ruego, amable lector, que tengas fe en lo que digo como si lo hubiese demostrado a costa de tu paciencia y de la mía. No seas tan poco generoso como para negarme tu aprecio a causa de mi propio comedimiento y de mi respeto por tu tranquilidad. No; cree todo lo que te pido, o sea que no era posible resistir más; créelo con liberalidad, en un acto de gracia, o bien por simple prudencia, ya que de no ser así en la próxima edición, corregida y aumentada, de mis Confesiones del Opio, te obligaré a creer y a temblar y, à force d’ennuyer, a pura fuerza de bostezos, aterraré a mis lectores para que no vuelvan a atreverse nunca a poner en tela de juicio una aseveración que yo tenga a bien formular.
Esto, permítame repetirlo, es lo que afirmo: que cuando comencé a tomar opio todos los días no podía hacer otra cosa. El que más tarde me fuera posible liberarme del hábito, aun cuando me parecía que todos mis esfuerzos serían inútiles, y el que muchos de los innumerables esfuerzos que en realidad hice pudieran llevarse más adelante, o el que mis graduales reconquistas del terreno perdido debieron ser más enérgicas —todas estas son cuestiones que no he de tratar—. Tal vez podría alegar circunstancias atenuantes, pero —¿hablaré con toda sinceridad?— confieso que siempre fue mi punto débil ser demasiado eudemonista: tengo un deseo excesivo de felicidad para mí y para los demás, no puedo enfrentarme al sufrimiento —propio o ajeno— con ojo bastante firme, y soy muy poco capaz de soportar el dolor presente pensando en futuros beneficios. En otras cosas puedo estar de acuerdo con los caballeros de la Bolsa de Algodón de Manchester[15] y afectar la filosofía estoica, pero no en esto. Aquí me tomo las libertades de un filósofo ecléctico y busco una secta delicada y civil que transija mejor con la fragilidad del comedor de opio, «hombres apacibles para dar la absolución» —como dice Chaucer— que tengan conciencia de las penitencias que infligen y de los esfuerzos de abstinencia que reclaman a pobres pecadores como yo. Un moralista inhumano me es tan insoportable, en mi espiado de nervios, como el opio sin hervir. En todo caso, quien me invite a despachar una carga de sacrificios y mortificaciones en un crucero de perfeccionamiento moral habrá de probarme claramente que la empresa tiene esperanzas de éxito. No cabe suponer que a mi edad (treinta y seis años) me sobra mucha energía; de hecho, creo que es muy poca la que me queda para las labores intelectuales que traigo entre manos; nadie se imagine que con unas cuantas palabras duras me asustará tanto como para hacerme embarcar una parte de ella en desesperadas aventuras de moralidad.
Desesperados o no, mis esfuerzos de 1813 terminaron de la manera que he mencionado y a partir de entonces el lector debe considerarme un comedor de opio habitual y confirmado, a quien preguntarle un día cualquiera si ha comido opio es como preguntarle si los pulmones han respirado o el corazón ha cumplido con sus funciones. Ahora comprendes, lector, lo que soy y puedes darte cuenta que ningún viejo caballero de «barba blanca como la nieve» tendrá la más remota posibilidad de convencerme de que renuncie al «pequeño receptáculo dorado de la perniciosa droga». No: aviso a todos, moralistas o médicos, cualesquiera sean sus pretensiones o habilidades en sus respectivos ramos, que no deben esperar favor alguno de mi parte si pretenden comenzar con una salvaje propuesta de una Cuaresma o Ramadán de abstinencia de opio. Quede esto bien entendido entre nosotros y en adelante navegaremos viento en popa. Ahora bien, lector, te ruego que te pongas de pie en 1813, donde nos hemos sentado a perder el tiempo, ponte de pie, te lo ruego, y camina unos tres años más. Levanta el telón y me encontrarás transformado en un nuevo personaje.
Si cualquier hombre, pobre o rico, nos anunciara que iba a decirnos cuál fue el día más feliz de su vida, y el cómo y el porqué, creo que todos reclamaríamos a voces la más viva atención. Ha de ser muy difícil para un hombre prudente señalar el día más feliz de su vida, puesto que todo acontecimiento que ocupe un lugar tan distinguido en su memoria, o que haya significado una felicidad tan extraordinaria en un día determinado, tendrá por fuerza un carácter durable como para seguir causando (salvo accidente) una felicidad igual o imperceptiblemente menor durante muchos años. En cambio, puede admitirse que señalar el lustro o aun el año más feliz, sin faltar por ello a la prudencia, está al alcance de cualquiera. En mi caso, lector, este año fue el que ahora hemos alcanzado aunque, lo confieso, a manera de un paréntesis entre años más sombríos. Fue un año de aguas muy puras (como dicen los joyeros) engastado y aislado en la melancolía brumosa y apagada del opio. Por extraño que parezca, poco antes de esta época bajé, súbitamente sin mucho esfuerzo, de 320 granos de opio diarios (o sea ocho mil[16] gotas de láudano) a cuarenta granos, es decir, una octava parte. Al instante, como por arte de magia, la nube de profundísima melancolía asentada en mi cerebro, tal esos negros vapores que he visto retirarse de las cimas de las montañas, desapareció en un solo día (texto griego), se alejó con negras banderas, como un barco encallado que la marea viva pone a flote, con movimiento tan entero que
Se mueve todo él, si acaso se mueve.
Ahora volvía a ser feliz: tomaba sólo 1000 gotas de láudano por día y ¿qué era eso? Una primavera tardía ponía término a la estación de mi juventud; mi cerebro cumplía sus funciones con la salud de antes; otra vez leí a Kant y otra vez lo entendí o creí entenderlo. Mis sensaciones de placer volvieron a expandirse a todos los que me rodeaban y, de haber llegado a mi modesta casa un visitante de Oxford o Cambridge, o de cualquier otro sitio, le habría dado la más suntuosa acogida que pudiera brindar una persona tan pobre. Ya podían faltar otras cosas de las que hacen la felicidad del sabio: a cambio de ellas le ofrecería todo el láudano que quisiera y en copa de oro. A propósito, ya que hablo de regalar láudano, recuerdo que hacia esta época se produjo un pequeño incidente que he de relatar, pues, aunque muy trivial, pronto volverá el lector a encontrarlo en mis sueños, sobre los que tuvo una influencia más terrible de lo que pueda imaginarse. Un día golpeó a mi puerta un malayo. No acierto a conjeturar los asuntos que pudiesen traer a un malayo hasta las montañas inglesas: posiblemente estaba en camino a un puerto de mar, situado a unas cuarenta millas de distancia.
La sirvienta que le abrió la puerta era una muchacha nacida y criada en la sierra, donde nunca había visto ropas asiáticas de ninguna clase, por lo que el turbante del malayo le sorprendió mucho, y como el visitante tenía exactamente el mismo dominio del inglés que ella del malayo, al parecer se abrió entre las partes un golfo infranqueable a toda comunicación de ideas, suponiendo que alguna de ellas las tuviese. Ante este dilema, la muchacha, recordando la fama de erudito de su patrón (y sin duda atribuyéndome el conocimiento de todos los idiomas de la tierra, además de unos cuantos de los idiomas lunares) vino en busca mía y me dio a entender que en la planta baja había una especie de demonio que sólo mi arte podría exorcizar de la casa. No bajé de inmediato y, cuando por fin lo hice, el grupo que se había formado por simple accidente, aunque no muy elaborado, despertó mi interés y mi fantasía como nunca lo hicieran las actitudes esculturales, tan ostentosamente complejas, del Ballet del Teatro de la Opera. La cocina parecía un rústico salón de recibo más que otra cosa, con las paredes cubiertas de paneles de una manera oscura que el tiempo y los muchos rozamientos hacían semejante al roble; contra este fondo resaltaban el turbante y los sueltos pantalones blancuzcos del malayo, quien se había acercado demasiado como para que la muchacha se sintiese tranquila, aunque en ella el ánimo intrépido de serrana luchase con el ingenuo terror que se pintaba en su rostro al mirar al tigre que tenía ante sí. No cabe imaginar cuadro más sorprendente que el hermoso rostro inglés de la muchacha, de exquisita blancura, y su actitud erguida e independiente, en contraste con la piel cetrina y biliosa del malayo, que el aire de mar había charolado o plaqueado hasta darle tonos de caoba, sus ojos pequeños, crueles e inquietos, sus labios finísimos, sus gestos y adoraciones serviles. Medio oculto por el malayo de tan feroz aspecto se hallaba el niño de unos vecinos que había entrado tras él y que ahora, levantando la cabeza para mirar el turbante y debajo de él los ojos ardientes, cogía con una mano el vestido de la muchacha en busca de protección. Mi conocimiento de las lenguas orientales no es muy notable ya que en realidad se limita a dos palabras, la palabra árabe para decir cebada y la palabra turca para decir opio (madjoon) que aprendí de Anastasio. Como no tenía a mano un diccionario malayo, y ni siquiera el Mithridates de Adelung que hubiera acudido en mi ayuda con unas cuantas palabras, me dirigí al malayo con unos versos de la Ilíada pensando que entre lo idiomas que conozco el griego es aquel cuya longitud geográfica más se aproxima al Oriente. Me respondió con un gesto muy devoto de adoración y unas palabras en lo que supongo era malayo. Así dejé a salvo mi prestigio entre los vecinos puesto que el malayo no podía traicionarme el secreto. Se acostó una hora en el suelo y luego siguió su camino; al momento de partir le regalé un poco de opio creyendo que en su calidad de orientalista debía conocerlo y, en efecto, su expresión me persuadió de que así era. No obstante, me sentí un poco consternado cuando de pronto lo vi llevarse la mano a la boca y echárselo todo entre pecho y espalda, dividido en tres pedazos que no hicieron sino un bocado. La cantidad bastaba para matar a tres soldados de caballería con sus respectivos caballos; me quedé algo inquieto por la pobre criatura, mas ¿qué podía hacer? Le había regalado el opio compadecido de su vida solitaria y suponiendo que, si venía a pie desde Londres, hacía tres semanas que no cambiaba palabra con un ser humano. No podía, desde luego, violar las leyes de la hospitalidad ordenando que le echasen mano para obligarlo a tomar un vomitivo, con lo cual creería espantado que lo íbamos a sacrificar a algún ídolo inglés. No, evidentemente no había nada que hacer; el hombre se despidió; me sentí preocupado unos días, pero, como nunca oí que se encontrase el cadáver de un malayo, me convencí de que estaba acostumbrado al opio[17] y de que, tal como era mi intención, le había prestado un servicio al ofrecerle una noche de descanso en medio de los dolores de su vida errante.
He incurrido en una digresión para mencionar este incidente porque el malayo (en parte por el cuadro tan pintoresco que contribuyó a formar, y en parte por la ansiedad que asocié a su figura durante unos días) se adueñó más tarde de mis sueños y trajo consigo a otros malayos peores que él, quienes se lanzaron amok[18] contra mí para arrastrarme a un mundo de congojas. Pero dejemos este episodio y volvamos a mi año intermedio de felicidad. Ya he dicho que cuando se trata de un tema tan importante para todos nosotros como es la felicidad, escucharemos de buena gana la experiencia o los experimentos de cualquiera, aunque sea un humilde mozo de arado, incapaz de abrir un surco muy hondo en un suelo intratable como son los placeres y penas del hombre o de llevar a cabo sus estudios en función de principios muy ilustrados. En cambio yo, que he tomado la felicidad en estado sólido y líquido, tanto hervida como sin hervir, de las Indias Orientales y de Turquía —que he efectuado mis experimentos sobre esta interesante cuestión con una especie de pila galvánica— y que en beneficio de todo el mundo me he inoculado, por así decirlo, el veneno de 8000 gotas diarias de láudano (por la misma razón que un médico francés se inoculó recientemente el cáncer, un médico inglés, hace unos veinte años, la peste, y un tercero, no sé de qué país, la hidrofobia), yo (y no cabe discutirlo) tengo que saber lo que es la felicidad si es que alguien lo sabe. Por lo tanto, emprenderé ahora un análisis de la felicidad y, para dar el máximo interés a mi exposición, no lo presentaré de manera didáctica sino envuelto e implicado en el relato de una noche, de la forma como pasaba una noche durante el año intercalar en que el láudano, aunque lo tomaba todos los días, era para mí tan sólo el elixir del placer. Hecho esto, dejaré enteramente el tema de la felicidad y pasaré a otro muy distinto: Los dolores del opio.
Sea una casita en un valle, a 18 millas de la ciudad más próxima, no un valle espacioso sino de unas dos millas de largo por tres cuartos de milla, como promedio, de ancho; esto tiene la ventaja de que todas las familias que residen dentro de su contorno forman, por así decirlo, una sola gran familia cuyos miembros se conocen entre sí y se tienen cierto afecto. Sean las montañas montañas de verdad, de 3 a 4000 pies de altura, y la casita una verdadera casita y no (como dice un autor ingenioso) «una casita con dos cocheras»; sea, pues (quiero ceñirme a la realidad), una casita blanca cubierta de enredaderas floridas, elegidas para desplegar una sucesión de flores sobre los muros y en torno a las ventanas durante todos los meses de primavera, verano y otoño, desde las rosas de mayo hasta los jazmines. Sin embargo, que no sea primavera ni verano, ni otoño, sino el invierno en su forma más cruda. Este es un punto de máxima importancia en la ciencia de la felicidad. Me sorprende que haya gente que no repare en él y piense que existen razones para alegrarse si el invierno se está acabando o, cuando empieza, si parece que no será muy frío. Yo, por el contrario, presento cada año una petición para que tengamos todas las nieves, granizos, heladas y tormentas de cualquier clase que puedan ofrecer los cielos. Ciertamente todos debieran conocer los divinos placeres que en invierno trae consigo una chimenea: velas a las cuatro de la tarde, alfombras abrigadoras al lado del fuego, té, una hermosa muchacha que lo prepare, persianas corridas, cortinas que caen al suelo formando amplios pliegues, en tanto que fuera el viento y la lluvia
Cual si quisieran juntar cielo y tierra,
Rugen, llamando a puertas y ventanas,
Mas no logran entrar, y es más grato
Nuestro descanso en la segura sala.
(El Castillo de la Indolencia)
Todos estos son elementos en la descripción de una noche de invierno que sin duda conocerá muy bien cualquiera que haya nacido en una longitud septentrional. Es evidente que, al igual que los helados, la mayoría de estos placeres requieren temperaturas atmosféricas muy bajas; son frutos que, de una u otra manera, sólo maduran en climas tormentosos e inclementes. No soy muy quisquilloso, como suele decirse, y me da igual que se trate de nieve, granizadas o un viento tan fuerte que en las palabras del Sr. Thomas Clarkson «pueda apoyarse la espalda contra él, como en un poste». Hasta me conformo con la lluvia, siempre que llueva a cántaros, pero exijo algo por el estilo y si no lo tengo me sentiré engañado; ¿por qué habría de costarme el invierno tan caro en carbón, velas y las muchas privaciones que debe soportar un caballero si no voy a conseguir un artículo de buena calidad? No: pago mi dinero por un invierno canadiense o al menos ruso en el que cada persona sea, a lo sumo, copropietaria con el viento del norte en el dominio absoluto de sus propias orejas. Más aún, soy tan refinado epicúreo en la materia que me declaro incapaz de apreciar plenamente una noche de invierno si ha pasado mucho tiempo del día de Santo Tomás y se ha iniciado la degeneración hacia las lamentables tendencias primaverales; no, la noche ha de estar separada del retorno a la luz y el calor por una ancha muralla de noches oscurísimas. Por consiguiente, entre las últimas semanas de octubre y la Navidad corre la estación de la felicidad que, a mi juicio, ingresa a la habitación con la bandeja de té: pues ej té, aunque objeto de burlas para quienes por ser de nervios groseros o beber mucho vino no son susceptibles a la influencia de un estimulante tan refinado, el té será siempre la bebida preferida del intelectual y, por mi parte, me habría unido al Dr. Johnson en una bellum internecinum contra Jonas Hanway o cualquier otra persona impía que se atreviese a difamarlo. En fin, para ahorrarme el trabajo de una excesiva descripción verbal, llamaré ahora a un pintor y le daré instrucciones sobre el resto del cuadro. A los pintores no les gustan las casitas blancas a menos que estén muy castigadas por el clima, pero, como ya sabe el lector, se trata de una noche de invierno de modo que sus servicios sólo serán necesarios para pintar el interior de la casa.
Píntame entonces una habitación de diecisiete pies por doce y no más de siete pies y medio de alto. En mi familia, lector, esto se llama ambiciosamente el salón, pero como está adaptado para «matar dos pájaros de un tiro» se llama también, con más propiedad, la biblioteca, puesto que los libros son los únicos bienes en que soy más rico que mis vecinos. Tengo unos cinco mil, que he ido coleccionando gradualmente desde los dieciocho años. Así pues, pintor, pon en la habitación todos los que puedas. Hazla populosa de libros; píntame también un buen fuego y muebles sencillos y modestos, cual conviene a la sobria vivienda de un hombre de estudio. Cerca del fuego píntame una mesa de té y (como es claro que nadie podrá venir a verme en noche tan tormentosa) sólo dos tazas y platillos en la bandeja; y si sabes pintarla simbólicamente o en cualquier otra forma píntame una tetera eterna —eterna a parte ante y a parte post—, ya que suelo beber té de ocho de la noche a cuatro de la mañana. Y como es muy desagradable preparar el té o servírselo uno mismo, píntame una joven encantadora sentada a la mesa. Píntale los brazos de Aurora y la sonrisa de Hebe. Pero no, querida M., no me dejes insinuar ni siquiera en broma que tu poder de iluminar mi casa está fundado en algo tan perecedero como la simple belleza personal, o que el embrujo de las sonrisas angélicas se halla bajo el imperio de un lápiz terrestre. Pasa, mi querido pintor, a algo que esté más a tu alcance: el próximo artículo que debes presentar soy, naturalmente, yo mismo: un retrato del comedor de opio con el «pequeño receptáculo dorado de la perniciosa droga» a su lado, sobre la mesa. En cuanto al opio no tengo ninguna objeción a verlo retratado, aunque preferiría ver el original; puedes pintarlo si quieres, pero te diré que ya en 1816, hallándome tan distante del «augusto Panteón» y de todos los boticarios (mortales y de otra especie) ningún «pequeño» receptáculo podría bastarme. No: más vale que pintes el verdadero recipiente, que no de oro sino de vidrio, y lo más parecido a una garrafa de vino. En él puedes poner un litro de láudano rojo como el rubí; eso y un libro de metafísica alemana darán testimonio suficiente de que me encuentro en las inmediaciones. En lo que toca a mi propia figura —esto ya es otro cantar—. Admito que, como es natural, debería ocupar el primer plano del cuadro; que siendo el héroe de la pieza o (si así lo prefieres) el criminal enjuiciado, tendría que comparecer ante el tribunal. Esto parece razonable, mas ¿por qué he de confesarle tales cosas a un pintor? ¿Por qué confesar? Si el público (ante cuyo oído —y no ante el de ningún pintor— estoy susurrando en secreto mis confesiones) se ha formado para sí una imagen agradable del físico del comedor de opio, si le ha asignado románticamente una silueta elegante o un rostro bien parecido ¿por qué habría de deshacer como un bárbaro una ilusión tan grata, grata para el público tanto como para mí? No: píntame, si quieres pintarme, conforme a tu propia fantasía y, como la fantasía de un pintor debe estar llena de creaciones hermosas, estoy seguro que saldré ganando. Y ahora, lector, ya hemos recorrido las diez categorías de lo que era mi condición hacia 1816-17; considero que hasta mediados de este último año fui un hombre feliz y he tratado de exponer ante ti los elementos de tal felicidad en el esbozo de la biblioteca de un hombre de letras, en una casa de las montañas, una tormentosa noche de invierno.
Pero ahora adiós —un largo adiós a la felicidad, en invierno o en verano—, adiós a las sonrisas y a las risas, adiós a la paz del alma, adiós a la esperanza, al sueño tranquilo y a sus benditos consuelos —durante más de tres años y medio no disfrutaré de ellos: he llegado a una Ilíada de males, pues ahora tengo que dar cuenta de…