PARTE II

Así pues, calle Oxford, ¡madrastra de corazón de piedra! Tú que escuchaste los suspiros de los huérfanos y bebiste las lágrimas de los niños, al cabo fui despedido de tu presencia, llegó por fin el momento en que no volvería a recorrer lleno de angustia tus aceras interminables, en que ya no soñaría ni me despertaría otra vez en el cautiverio de los tormentos del hambre. Sin duda, Ann y yo tuvimos demasiados sucesores que desde entonces marcharon sobre nuestras huellas, herederos de nuestras calamidades: otros huérfanos que no eran Ann suspiraron, otros niños vertieron lágrimas, y tú, calle Oxford, resonaste desde entonces con los gemidos de innumerables corazones. Pero en mi caso se diría que la tempestad a que sobreviví trajo consigo una promesa de buen tiempo y que con mis sufrimientos prematuros pagué por adelantado el rescate de muchos años por venir y el precio de una larga inmunidad al dolor, y si volví a caminar por la calle de Oxford, solitario, contemplativo, fue casi siempre sereno y con el corazón en calma. Y aunque es cierto que las desgracias de mi noviciado de Londres se arraigaron tan hondamente en mi constitución física que más tarde brotaron y florecieron otra vez, follaje nocivo cuya sombra oscureció mi vida, estos segundos asaltos del sufrimiento encontraron una fortaleza más probada, los recursos de una inteligencia más madura y los paliativos de un afecto compadecido, hondo y tiernísimo.

Sin embargo, cualesquiera fuesen los paliativos, los vínculos sutiles del dolor, derivados de una raíz común, unieron entre sí años que estaban muy separados. Aquí propondré un ejemplo de la ceguera de los deseos humanos y es que la primera vez que viví, tan tristemente, en Londres, las noches de luna solía ser mi consuelo (si tal puede llamarse) mirar desde la calle de Oxford en dirección de todas las avenidas sucesivas que atraviesan el corazón de Marylebone hasta llegar a los campos y los bosques; allá, me decía a mí mismo viajando con los ojos por los amplios panoramas en parte iluminados y en parte en sombra, «allá está el camino del norte que lleva a…, y si tuviese las alas de la paloma hacia allá volaría en busca de consuelo». Esto es lo que me decía, esto es lo que deseaba en mi ceguera; y sin embargo en esa misma región del norte, en ese mismo valle —¡qué digo!—, en la misma casa a que apuntaban mis deseos extraviados, surgieron por segunda vez mis sufrimientos y amenazaron sitiar la ciudadela de la vida y la esperanza. Allí me persiguieron durante años fantasmas tan atroces, como los que rodeaban el lecho de Orestes y en algo fui más desgraciado que él, pues el sueño que a todos trae descanso y refrigerio derramó un bálsamo bendito[7] sobre su corazón herido y su cerebro alucinado, y para mí, fue el más amargo de los flagelos. Tan ciego era en mis deseos; pero si en verdad se interpone un velo entre la ignorancia del hombre y sus futuros desastres, el mismo velo oculta también lo que será su consuelo, y el dolor que no se temió encuentra el alivio que no se esperaba. Yo compartía, por así decirlo, todas las congojas de Orestes (con la única excepción de su conciencia atormentada) y compartí también sus defensas: como las suyas, mis Euménides se apostaron a los pies de la cama y clavaron en mí los ojos a través de los cortinajes; pero junto a la almohada, renunciando al sueño para acompañarme noche a noche en las duras vigilias, velaba mi Electra: tú, querida M., querida compañera de esos años, tú fuiste mi Electra y no permitiste que una hermana griega fuese más que una esposa inglesa en la lealtad del corazón ni en la infinita paciencia del afecto. No tuviste en poco inclinarte a los humildes oficios de la bondad y a las atenciones serviles[8] del cariño más tierno, y enjugar el rocío malsano de la frente o refrescar los labios resecos que ardían de fiebre; y ni siquiera cuando perdiste la tranquilidad de tus propios sueños —que por la mucha lástima se contagiaron ante el espectáculo de mi lucha terrible con fantasmas y sombras enemigas que tantas veces me ordenaron «no duermas»—, ni siquiera entonces hubo en ti una queja o un murmullo, ni cesaron tus sonrisas angelicales, ni te retrajiste al servicio del amor más de lo que en otro tiempo se retrajera Electra. Pues también ella, aunque griega e hija del rey de hombres[9], lloraba a veces y ocultaba el rostro en la túnica[10].

Pero estas penas han pasado: el lector tiene ante sí la relación de una época que para nosotros dos fue tan dolorosa como la leyenda de un sueño horrible que ya no volverá. Entre tanto he venido otra vez a Londres: otra vez recorro por las noches la calle de Oxford; a menudo, cuando me abruman las ansiedades que sólo puedo resistir acudiendo a toda mi filosofía y al consuelo de tu presencia, advierto que me separan de ti trescientas millas y tres meses de tristeza, miro las avenidas que van de la calle de Oxford hacia el norte, recuerdo las angustiadas exclamaciones de mi juventud y, al pensar que aguardas sola en el mismo valle, señora de la misma casa a la que hace diecinueve años se volvía mi corazón en su ceguera, me digo que aunque en verdad ciegos y en los últimos tiempos lanzados a todos los vientos, los impulsos de mi corazón se hunden en un pasado más remoto y cabe buscar en ellos otro sentido; y si me permitiera retornar a los deseos impotentes de la infancia, me diría otra vez mientras miro hacia el norte: «Oh, quién tuviera las alas de la paloma», y con certera confianza en la bondad de tu naturaleza llena de gracia podría añadir la otra mitad de mi antigua exclamación: «para volar hacia allá en busca de consuelo».