16

Avanzaron a paso ligero y más o menos en fila, con Ricitos en cabeza para dar aviso a la primera señal de resistencia. No hubo ninguna. David iba el segundo. Apuntaba con su aparato térmico a derecha e izquierda, pero no apareció ninguna otra criatura de sangre caliente.

Dai llevaba su equipo de comunicaciones metido en un macuto y este en lo alto de la Bergen, por detrás de su cabeza, y un auricular en un oído por si Tampa, siempre vigilante desde la estratosfera, comunicaba cualquier novedad vía Yibuti. A las cuatro menos diez se puso a la altura de David y le susurró:

—Ochocientos metros, jefe.

El resto del camino lo hicieron agachados, cada uno de ellos doblado bajo los cuarenta kilos que llevaba a la espalda. Mientras avanzaban, unas nubes aparecieron en el cielo, enturbiando aún más la escasa visibilidad.

El capitán se detuvo e hizo un leve gesto con el brazo hacia abajo. El resto del grupo se pegó a la arena. David sacó un monocular de visión nocturna y miró hacia el frente. Y entonces la vio: la primera de las casas como cubos achatados que conformaban la aldea. La brújula Silva los había conducido hasta el umbral del blanco que perseguían.

Guardó el monocular y se puso las gafas especiales. Los otros seis lo imitaron. Para todos ellos, la tenue claridad nocturna cada vez más exigua se convirtió en un túnel de luz verdosa casi subacuática. Lo que hacen las gafas de visión nocturna es captar todo el centelleo de la luz ambiental y concentrarlo en un foco unidireccional frontal. Se pierde así conciencia espacial, lo que obliga a volver la cabeza para ver algo a izquierda o derecha.

Teniendo el objetivo a la vista, los siete hombres ya no necesitaban las Bergen pero sí, y mucho, la munición y las granadas que había dentro. Se las guardaron en los bolsillos tras bajar las mochilas al suelo y despojarse de los arneses. Sus fusiles M4 llevaban ya un cargador lleno.

David y el Rastreador avanzaron reptando uno junto al otro. Lo que veían ante ellos en ese momento era exactamente igual a una de las imágenes fijas que el Global Hawk les había proporcionado allá en Yibuti. Había una especie de callejuela que, desde el centro de la aldea, avanzaba hacia el desierto, donde ahora se encontraban agazapados. En el lado izquierdo de esa calle estaba la casa grande que habían identificado como la del cacique y que ocupaban el Predicador y su grupo.

Un pequeño perro salvaje se acercó correteando, se detuvo y olfateó el aire. Luego apareció otro. Estaban los dos escuálidos, seguramente tenían la rabia, y parecían habituados a rebuscar entre la basura, a comer excrementos o, en los días de fiesta, entrañas de algún cabrito degollado. Los vieron olisquear de nuevo, sospechando que allí había algo, pero todavía no estaban alarmados como para echarse a ladrar y desencadenar un concierto perruno.

El Rastreador se sacó algo del bolsillo de la pechera y lo lanzó cual pelota de béisbol en dirección a los chuchos. Aterrizó con un golpe sordo en la arena. Los perros dieron un brinco y olisquearon el aire, sin ladrar todavía. Carne cruda de buey. Se aproximaron, volvieron a olfatear, y el que iba delante se zampó el pedazo. Otro trozo más voló por los aires hacia el segundo can. Desapareció tan rápido como el primero.

El Rastreador lanzó una salva de pedazos de carne hacia el callejón. Aparecieron más perros, un total de nueve, vieron a los dos adelantados comiendo aquellos manjares e hicieron lo propio. Había veinte trozos, más de dos por cabeza. Cada chucho se zampó al menos uno. Luego empezaron a olfatear para ver si quedaba algún pedazo más.

Los primeros en comer empezaron a tambalearse. Las patas se les doblaron y finalmente cayeron de costado, dando débiles zarpazos al aire hasta que dejaron de moverse. Los otros siete corrieron la misma suerte. Diez minutos después del primer bocado, todos los perros estaban tendidos en el suelo, inconscientes.

David se incorporó un poco e hizo señas de avanzar, fusil en ristre. El dedo sobre el gatillo. Le siguieron cinco hombres. Barry se quedó atrás para vigilar el exterior de las casas. Dentro de la aldea se oyó rebuznar a un burro. No se percibía el menor movimiento. O sus enemigos dormían profundamente, o estaban emboscados a la espera. El Rastreador se decantaba por lo primero. Los hombres llegados de Marka eran unos extraños en la aldea y los perros también les habrían ladrado a ellos. Estaba en lo cierto.

El grupo de ataque penetró en la callejuela y se aproximó a la casa del lado izquierdo. Era la tercera y estaba orientada hacia la plaza. Los comandos pudieron divisar una puerta hecha de tablones viejos y gruesos, traídos quién sabe cuándo de algún otro lugar, ya que en las cercanías no parecía haber más que matojos de hierba de camello. La puerta tenía dos tiradores de anilla pero ninguna cerradura. David la empujó suavemente. La puerta no se movió. Atrancada desde el interior. Un sistema burdo pero efectivo. Habría hecho falta un ariete. Hizo señas a Tim, el hombre de las municiones, señaló la puerta y se apartó un poco.

Tim tenía en sus manos algo parecido a una pequeña corona de flores. La insertó en el resquicio entre las dos mitades de la puerta de doble hoja. De haber sido metálica, habría bastado con imanes o con masilla. Al ser de madera, tuvo que emplear chinchetas. Una vez fijada la corona, Tim colocó la pequeña espoleta e indicó a los otros que se retiraran.

Retrocedieron unos cuatro o cinco metros y se agacharon. Puesto que se trataba de una carga hueca, no habría onda expansiva. La furia del explosivo plástico PETN se dirigiría toda hacia delante, cortando la madera como una sierra eléctrica en menos de un segundo.

Cuando hizo explosión, al Rastreador le sorprendió que el ruido fuese tan leve: un chasquido apagado, como una ramita al partirse. Los cuatro primeros irrumpieron por la puerta, que se balanceó suavemente al ser empujada; el barrote que servía para atrancarla había quedado hecho trizas. Tim y Dai permanecieron fuera cubriendo la plaza, con las tres pickups, los burros y las cabras en su corral.

El capitán fue el primero en entrar en la casa, seguido del Rastreador. Había allí tres hombres, que trataron de levantarse del suelo aún medio dormidos. La hasta entonces silenciosa noche cobró vida con el fuego de dos M4 en modo automático. Eran los tres miembros del grupo de Marka, los guardaespaldas del Predicador. Antes de incorporarse del todo ya habían caído. Se oyeron gritos procedentes de una habitación interior más allá de otra puerta.

El capitán se cercioró de que los tres estuvieran muertos. Pete y Ricitos entraron desde la callejuela. El Rastreador dio un puntapié a la puerta interior e irrumpió en la estancia. Rezó para que Ópalo, dondequiera que estuviese, hubiera reaccionado a la primera ráfaga de fuego poniéndose a cubierto, preferiblemente debajo de una cama.

En el cuarto había dos hombres. A diferencia de sus compañeros de la otra estancia, se habían agenciado dos de las camas de la casa, simples armazones de tablas con mantas de pelo de camello. Se habían levantado, pero la oscuridad absoluta les impedía ver nada. El más corpulento, sin duda el cuarto guardaespaldas, debía de haber estado dormitando, aunque no a pierna suelta. Debería haber estado despierto haciendo la guardia nocturna, pero era evidente que no había sido así. Ahora estaba en pie, empuñando una pistola, y abrió fuego.

La bala pasó rozando la cabeza del Rastreador; sin embargo, lo que más le dolió fue el fogonazo, muy amplificado por las gafas de visión nocturna. Fue como si le hubieran enfocado un reflector a la cara. Disparó a ciegas, pero en modo automático, barriendo el espacio de derecha a izquierda. La ráfaga alcanzó a sus dos oponentes, el cuarto paquistaní y el otro hombre, quien resultó ser Jamma, el secretario privado del Predicador.

Mientras tanto, fuera, en la entrada a la plaza, tal como habían acordado, Tim y Dai acribillaron la casa del lado opuesto, donde estaban los hombres del clan sacad llegados de Garacad. Los comandos dispararon ráfagas largas contra las ventanas. No tenían cristales, tan solo simples trozos de manta claveteados alrededor. Sabían que sus disparos quedaban demasiado altos, así que encajaron cargadores nuevos y esperaron la reacción de los de dentro. No tardó en llegar.

En la casa principal se oyó un ruido suave de algo arrastrándose. El Rastreador se volvió en la dirección del sonido. Un tercer camastro, arrimado al rincón: alguien debajo, una gorra de béisbol vista de refilón.

—Quédate ahí —gritó—. No te muevas. No salgas.

El ruido bajo la cama cesó y la gorra desapareció de su vista.

Giró en redondo encarando a los tres que estaban detrás de él.

—Todo bien aquí. Id a ayudar a los otros.

En la plaza, seis de los hombres de Garacad, convencidos de haber sido traicionados por los de Marka, cruzaron corriendo el espacio abierto Kaláshnikov en ristre, pasando semiagachados entre las tres camionetas aparcadas y los burros que roznaban y trataban de desatarse a tirones.

Pero las nubes ya tapaban todo el cielo y la oscuridad era casi total. Tim y Dai eligieron cada cual a un adversario y lo abatieron. Los fogonazos alertaron a los otros cuatro, que levantaron los cañones de sus armas rusas. Tim y Dai se tiraron rápidamente al suelo. Detrás de ellos, Pete, Ricitos y el capitán salieron al callejón, vieron los fogonazos de los Kaláshnikov y echaron también cuerpo a tierra.

Desde el suelo, los cinco paracaidistas abatieron a otros dos hombres. El quinto se detuvo en su carrera para meter un cargador nuevo en su arma. Era claramente visible junto al corral, y dos proyectiles de M4 le destrozaron la cabeza.

El último estaba agazapado detrás de uno de los vehículos técnicos, fuera de la vista. El tiroteo cesó. Tratando de encontrar un blanco en la oscuridad, el hombre asomó la cabeza por un costado del morro de la camioneta. No sabía que sus enemigos llevaban gafas de visión nocturna; su cabeza, vista a través de ellas, era como un gran balón verdoso. Una bala le voló la tapa de los sesos.

Lo que siguió fue un silencio denso. No hubo más reacción desde la casa de los piratas, pero a los Panthfinder les faltaban dos. Tenían que abatir a ocho y solo habían contado seis cuerpos. Se aprestaron a salir a la carga y arriesgarse a sufrir alguna baja, pero no fue necesario. Desde el otro extremo de la aldea les llegó ruido de disparos, tres en total, a intervalos de un segundo.

Al percatarse de que había mucho movimiento en el poblado, Barry había abandonado su inútil vigilancia y había rodeado la zona. Gracias a sus gafas especiales vio a tres figuras que salían corriendo por la parte de atrás de la casa de los piratas. Dos llevaban túnica, mientras que el tercero, trastabillando y gimiendo, era llevado casi a rastras por los dos somalíes. Tenía el cabello rubio.

Barry ni siquiera dio el alto a los que huían. Salió de detrás de unos arbustos cuando estaban a unos veinte metros de distancia y disparó. El del Kaláshnikov —el tuerto Yusuf— fue el primero en caer; el otro, que más tarde fue identificado como Al-Afrit, el Diablo, recibió dos balazos en pleno pecho.

El gigante se acercó a sus víctimas. El muchacho rubio estaba tendido entre ambos, en posición fetal, sollozando.

—Tranquilo, chico —dijo el veterano sargento—. Todo ha acabado. Vamos a llevarte a casa.

Intentó levantar al joven, pero las piernas no le respondían, de modo que lo agarró como a un muñeco, se lo cargó al hombro y echó a andar a paso vivo hacia el centro de la aldea.

Con sus gafas de visión nocturna, el Rastreador escrutó la habitación donde había muerto el último hombre de Marka. Pero aún faltaba uno. Había una abertura lateral, no una puerta propiamente dicha, sino una simple manta cubriendo el hueco.

Se lanzó a través de ella rodando sobre el suelo, a fin de quedar por debajo de la línea de fuego de quien pudiera dispararle desde el interior. Una vez dentro saltó hacia un lado, listo para apretar el gatillo.

Miró en derredor. Era la última habitación de la casa, la mejor, el cuarto del cacique. Había una cama con una colcha, pero estaba vacía, con la manta echada a un lado.

En una chimenea ardían aún unas pocas ascuas, de un blanco casi doloroso a través de las gafas, y sentado en un sillón grande, observándole, había un viejo. Se miraron durante unos segundos. Luego, el anciano dijo en tono sereno:

—Dispáreme si quiere. Soy viejo y me ha llegado la hora.

Habló en somalí, pero el Rastreador sabía suficiente árabe para entender lo fundamental. Le respondió en árabe.

—No quiero matarle, jeque. Usted no es la persona que busco.

El viejo lo miró sin temor. Lo que él veía era a un monstruo vestido de camuflaje y con ojos de rana.

—Eres kuffar, pero hablas la lengua del sagrado Corán.

—Así es, y estoy buscando a un hombre. Un hombre malvado que ha matado a mucha gente. También a musulmanes, mujeres e incluso niños.

—¿Lo conozco yo?

—Ha tenido que verle, jeque. Ha estado aquí. Tiene los ojos del color del… —El Rastreador se detuvo: aquel viejo no habría visto nunca el ámbar—. De la miel recién extraída del panal.

—Ah, sí. —El anciano hizo un gesto como desdeñando algo que no le gustara—. Se ha marchado con la ropa de las mujeres.

Por un momento el Rastreador sintió una punzada de desesperada frustración. Había escapado, envuelto en un burka, escondido en el desierto donde sería imposible encontrarle. Pero luego se fijó en que el viejo estaba mirando hacia arriba y lo comprendió.

Cuando las mujeres de la aldea lavaban sus prendas con agua del pozo, no se atrevían a colgar la colada en la plaza, ya que las cabras, que se volvían locas por las espinas de hierba de camello y hacían trizas la ropa. De ahí que montaran tendederos en los tejados.

El Rastreador salió por la puerta del fondo. Había unos escalones adosados a la casa. Dejó el M4 apoyado en el muro y sacó su pistola. No hizo el menor ruido al subir por la escalera de adobe, pues la goma de sus botas de saltar lo amortiguaba. Al llegar al tejado miró a su alrededor. Había seis toscos tendederos.

Los examinó uno por uno. Para las mujeres jalabeeb, para los hombres macawis de algodón, todos puestos a secar sobre armazones de ramas. Vio uno que parecía más alto y estrecho. Un largo salwar kameez paquistaní blanco, una cabeza, una barba poblada. Y se movía. Entonces sucedieron tres cosas. Todo fue tan rápido que casi le costó la vida.

La luna emergió por fin de detrás de las nubes, tan llena y deslumbrante que destrozó su visión nocturna al instante, cegando al Rastreador al concentrar toda la luz en sus gafas.

El hombre que tenía enfrente se abalanzó sobre él. El Rastreador se arrancó las gafas mientras con la otra mano levantaba su Browning de trece disparos. El agresor tenía el brazo derecho alzado y en su extremo resplandecía algo.

El Rastreador apretó el gatillo de la Browning. El percutor cayó… sobre una recámara vacía. Probó otra vez y sucedió lo mismo. Era muy raro, pero no imposible. Sabía que el cargador estaba lleno, y sin embargo no había ninguna bala en la recámara.

Con la mano libre, la izquierda, agarró un sarong de algodón, hizo una bola con él y lo lanzó contra la afilada hoja que descendía peligrosamente hacia su cuerpo. La tela se envolvió alrededor del metal, de forma que cuando la punta le alcanzó el hombro amortiguó el efecto. Tiró la Browning y echó mano a la funda que llevaba en el muslo derecho, de donde sacó su cuchillo de marine, una de las pocas cosas que conservaba de cuanto se había traído de Londres.

El hombre de la barba no empuñaba una jambiya, el puñal curvo y corto pero básicamente ornamental típico de Yemen, sino un billao, un cuchillo grande y afiladísimo que solo emplean los somalíes. Con dos tajos de billao se puede arrancar un brazo; una puñalada directa, y su punta fina como una aguja puede traspasar el torso del adversario hasta la espalda.

El atacante giró la muñeca de forma que sostenía el arma desde abajo, listo para asestar una cuchillada hacia arriba, tal como haría un matón callejero. El Rastreador recuperó al fin la visión. Se fijó en que su adversario iba descalzo, lo que le ayudaba a tener un buen agarre sobre el tejado. Pero las suelas de goma de sus botas servían para el mismo fin.

La siguiente embestida del billao fue rápida y baja, buscando el vientre, pero era justo donde él la estaba esperando. Con la mano izquierda detuvo la muñeca que subía hacia él, la punta de acero a menos de ocho centímetros de su cuerpo. Entonces notó que algo le agarraba la muñeca.

El Predicador era doce años más joven que él, y su vida ascética en las montañas había hecho de él un hombre muy duro. En un combate de fuerza bruta cuerpo a cuerpo habría salido sin duda vencedor. La punta del billao avanzó unos centímetros hacia el diafragma del Rastreador. Este se acordó entonces del monitor de paracaidismo que había tenido en Fort Bragg, un hombre que, además de ser experto en caída libre, era muy entendido en lucha.

«Al este de Suez y al sur de Trípoli no saben pelear —le explicó un día tomando unas cervezas en el club de los sargentos—. Se centran solo en sus armas blancas. No tienen en cuenta las pelotas ni el puente».

Se refería al puente de la nariz. El Rastreador echó la cabeza atrás y luego la impulsó violentamente hacia delante. El golpe sobre su propia frente, fue brutal, y supo que le saldría un buen chichón; pero oyó claramente cómo se partía el tabique nasal del Predicador.

Este le soltó la mano, y el Rastreador hizo bascular su brazo hacia atrás y le asestó una cuchillada. El filo entró limpiamente entre la quinta y la sexta costillas del costado izquierdo. A unos centímetros de su cara vio aquellos ojos ambarinos preñados de odio, cómo se apoderaba de ellos una expresión de incredulidad al sentir que el acero penetraba en su corazón y que la luz de la vida se iba extinguiendo.

El Rastreador vio que el ámbar se volvía negro a la luz de la luna y notó cómo el cuerpo de su adversario languidecía. Pensó en su padre en la cama de la UCI y se inclinó hacia delante hasta que sus labios quedaron justo encima de la poblada barba negra. Y entonces susurró:

Semper Fi, Predicador.

Los Pathfinder formaron un anillo defensivo a la espera de que despuntara el día, a pesar de que desde Tampa les aseguraron que ningún grupo hostil se dirigía hacia la zona. El desierto solo era territorio de los chacales.

Recuperaron las mochilas Bergen, y con ellas el material sanitario de Pete. El experto en primeros auxilios atendió al cadete Ove Carlsson. El muchacho estaba desnutrido, traumatizado e infestado de parásitos tras su largo cautiverio en Garacad. Pete se ocupó de sus heridas lo mejor que pudo y le administró una inyección de morfina. Carlsson se sumió en un sueño profundo, el primero en semanas, en una cama colocada frente a un buen fuego.

Ricitos examinó a la luz de una linterna los tres vehículos técnicos que había en la plaza. Uno estaba totalmente acribillado como consecuencia del tiroteo y difícilmente volvería a rodar. Los otros dos quedaron más o menos en condiciones cuando hubo terminado de revisarlos. En los bidones que llevaban había gasolina suficiente para varios centenares de kilómetros.

Al rayar el alba, David habló con Yibuti para informar de que la patrulla podía utilizar esos dos vehículos para trasladarse hasta la frontera etíope. Muy cerca de allí estaba el aeródromo que habían designado previamente como mejor punto de rescate, si es que lograban llegar. Ricitos calculó unos trescientos kilómetros de autonomía o diez horas de trayecto, contando con las paradas para repostar y cambiar algún neumático. Todo ello suponiendo que no encontraran resistencia por el camino. Les garantizaron que el Hercules C-130, que ya había regresado a Yibuti, los estaría esperando.

El agente Ópalo, el etíope negro como el carbón, se alegró lo indecible de poner punto final a su peligrosa misión como agente infiltrado. Los paracaidistas abrieron sus paquetes de comida y pudieron apañar un desayuno más o menos pasable, cuyo punto álgido se concentró en torno a un llameante fuego y varios tazones de té cargado, dulce, con un poco de leche.

Los cadáveres fueron retirados de la plaza de la aldea para que los lugareños procedieran a enterrarlos. El Predicador llevaba encima un buen fajo de papel moneda somalí, billetes que entregaron al cacique por las molestias causadas.

El maletín con el millón de dólares en efectivo resultó estar debajo de la cama que el Predicador había ocupado antes de huir al tejado. David, el capitán, argumentó que, puesto que habían abandonado en el desierto medio millón de dólares en paracaídas y demás material, y dado que ir a recuperarlos no resultaría muy buena idea en las presentes circunstancias, quizá fuera conveniente reembolsar al regimiento esa parte equivalente del botín. Todo el mundo estuvo de acuerdo.

Al amanecer improvisaron una camilla en la plataforma de uno de los vehículos técnicos para el cadete, que seguía durmiendo. Luego cargaron las Bergen en el otro vehículo, se despidieron del cacique y partieron.

Ricitos no se había equivocado mucho en sus cálculos. Ocho horas después de abandonar aquel diminuto pueblo en medio del desierto, llegaron a la invisible frontera etíope. Tampa les informó en el momento en que la estaban cruzando y los guio hacia el aeródromo, que apenas si podía llamarse tal cosa. En lugar de pista de cemento había unos mil metros de durísima gravilla apisonada. Ni torre de control ni hangares; tan solo una manga de viento que respondía espasmódicamente a la caprichosa brisa del asfixiante día que ya tocaba a su fin.

En un extremo de la pista divisaron la tranquilizadora mole de un Hercules C-130 con distintivos del Escuadrón 47 de la RAF. Fue lo primero que vieron desde kilómetro y medio en las arenas del Ogaden. Mientras se acercaban, la rampa trasera empezó a descender y Jonah bajó corriendo a recibirlos junto con los otros dos dispensadores y los dos empaquetadores. No iba a haber trabajo para ellos: los siete paracaídas, a cincuenta mil libras la unidad, se habían perdido.

Al lado del Hercules les esperaba una sorpresa: un Beech King Air blanco con el distintivo del programa World Food Aid de Naciones Unidas. Dos hombres de tez muy morena con ropa de camuflaje para desierto aguardaban junto al aparato. Lucían ambos en cada hombro una insignia con una estrella de seis puntas.

En el momento en que el convoy de dos pickups se detuvo, Ópalo, que iba en la plataforma del vehículo de cabeza, saltó y fue corriendo hacia los dos hombres. Intercambiaron enérgicos y viriles abrazos. El Rastreador sintió curiosidad y se aproximó a ellos.

El comandante israelí no se presentó como Benny, pero sabía exactamente quién era el estadounidense.

—Tan solo una pregunta —dijo el Rastreador—, y luego me despido. ¿Cómo es que un etíope trabaja para vosotros?

El comandante puso cara de asombro, como si fuera algo obvio.

—Es un falasha —respondió—. Son tan judíos como pueda serlo yo.

El Rastreador recordaba vagamente la historia de la pequeña tribu de judíos etíopes que, hacía solo una generación, había sido expulsada de Etiopía tras recibir un trato brutal de su dictador. Miró al joven agente e hizo el habitual saludo militar.

—Muchas gracias, Ópalo. Todah rabah… y mazel tov.

Con el combustible justo para llegar a Eliat, el Beech despegó primero. Después lo hizo el Hercules, dejando en tierra las dos maltrechas pickups a merced de la siguiente partida de nómadas que se acercara al aeródromo.

En un búnquer subterráneo de la base aérea MacDill, en Tampa, el sargento mayor Orde los vio partir. Vio también, muy hacia el este, un convoy de cuatro vehículos que se dirigían hacia la frontera etíope. Un grupo perseguidor de Al-Shabab. Sin embargo, ya era demasiado tarde.

Una vez en Yibuti, Ove Carlsson fue trasladado al avanzadísimo hospital de la base estadounidense, donde aguardó hasta que llegó el reactor privado de su padre, con el magnate a bordo, para recogerlo.

El Rastreador se despidió de los seis Pathfinder antes de subir a bordo de su Grumman rumbo a Northolt, Londres, para seguir luego hacia Andrews, Washington. La tripulación de la RAF había dormido durante el día y estaba a punto para volar en cuanto se completara el repostaje.

—Una cosa —les dijo—. Si alguna vez tengo que volver a hacer una locura parecida, ¿puedo pediros que vengáis conmigo?

—Eso está hecho, colega —respondió Tim.

El coronel de marines no recordaba cuándo había sido la última vez que un soldado raso le había llamado «colega». Y lo cierto es que le gustó.

El Grumman despegó a medianoche. El Rastreador se quedó dormido hasta que cruzaron la costa de Libia y adelantaron al sol naciente camino de Londres. Era otoño. En el norte de Virginia los árboles lucirían un manto dorado y rojo, y él se alegraría mucho de contemplar una vez más aquel maravilloso espectáculo.