El desierto puede ser un horno de día y una nevera de noche, pero Yibuti está a orillas del cálido golfo de Adén y allí las noches son templadas. El Rastreador fue recibido al pie de la escalerilla del Grumman por un coronel de las Fuerzas Aéreas estadounidenses enviado por el comandante de la base. El coronel llevaba prendas ligeras de camuflaje para el desierto, y al Rastreador le sorprendió el aire balsámico de la noche mientras cruzaba la pista de aterrizaje en dirección a las dos habitaciones que le habían asignado en el bloque de operaciones.
El comandante de la base había sido informado muy someramente por el cuartel general de las Fuerzas Aéreas en Estados Unidos; solo sabía que se trataba de una operación encubierta del J-SOC y que debía ofrecer toda la cooperación posible a un oficial de la TOSA a quien conocería simplemente como coronel Jamie Jackson. El Rastreador había optado por ese nombre pues contaba con todo el papeleo necesario para respaldarlo.
Pasaron junto al Hercules C-130 de la RAF británica. Llevaba los típicos redondeles en la cola, pero ninguna otra insignia. El Rastreador sabía que el avión pertenecía al 47 Escuadrón de las Fuerzas Especiales. Distinguió algunas luces encendidas en la cabina de vuelo; la tripulación había decidido quedarse a bordo y preparar un verdadero té inglés en vez de su equivalente norteamericano.
Pasaron bajo el ala del avión, dejaron atrás un hangar con tripulación de tierra trabajando dentro y entraron en el edificio de operaciones. La orden de «máxima cooperación» incluía acoger a los seis desaliñados británicos expertos en caída libre que estaban congregados dentro, contemplando una serie de imágenes fijas desplegadas en la pared.
El sargento mayor estadounidense, que lucía en el hombro el distintivo del grupo de comunicaciones, puso cara de alivio al ver al coronel. Le saludó marcialmente.
Lo primero que el Rastreador notó fue que los británicos llevaban prendas de camuflaje para desierto pero ni un solo galón indicador de rango ni distintivo de unidad. Tenían el rostro y las manos muy morenos, barba de dos días y el pelo revuelto, a excepción de uno cuya cabeza parecía una bola de billar.
El Rastreador sabía que uno de ellos era el jefe de la unidad. Le pareció que lo mejor sería entrar rápidamente en materia.
—Caballeros, soy el teniente coronel Jamie Jackson del Cuerpo de Marines de Estados Unidos. El gobierno británico, a través de su primer ministro, ha accedido amablemente a permitirme utilizar los servicios de su unidad para esta noche. ¿Quién de ustedes está al mando?
Si creyó que la mención del primer ministro iba a suscitar algún tipo de genuflexión, estaba muy equivocado. Uno de los seis británicos dio un paso al frente. Su acento, cuando habló, sirvió al Rastreador para saber que se había educado en un centro privado de élite, eso que los británicos, con su talento para decir las cosas al revés, llaman «colegio público».
—Yo, coronel. Soy capitán, me llamo David. En nuestra unidad no empleamos apellidos ni rangos, y no hacemos el saludo militar. Bueno, salvo en presencia de la reina.
El Rastreador comprendió que nunca podría competir con una reina de blancos cabellos, de modo que se limitó a decir:
—Me parece bien, siempre y cuando puedan hacer lo que les voy a pedir esta noche. Podéis llamarme Jamie. ¿Me presentas a todos, David?
De los otros cinco hombres, dos eran sargentos, dos cabos y uno soldado raso, aunque entre los Pathfinder no se mencione el rango militar. Cada uno era especialista en una materia. Pete, además de sargento, era sanitario, pero sus conocimientos iban mucho más allá de los meros primeros auxilios. El otro sargento era Barry, experto en todo tipo de armas de fuego. Parecía el fruto de la unión amorosa entre un rinoceronte y un carro de combate. Era un tipo enorme y de aspecto de lo más duro. Uno de los cabos era Dai, al que conocían como el «brujo galés», y que estaba a cargo de las comunicaciones y llevaría encima todos los artilugios de brujería necesarios para que, una vez en tierra, los Pathfinder siguieran en contacto con Yibuti y Tampa, así como la conexión de vídeo que les permitiría visionar lo que desde las alturas estaba captando el drone. El otro cabo, el calvo —al que apodaban, cómo no, Ricitos—, era todo un genio en la mecánica de vehículos.
El más joven y de menor graduación, Tim, había empezado en el cuerpo de logística y era un entendido tanto en explosivos como en desactivación de bombas.
El Rastreador se dirigió al sargento mayor norteamericano.
—Explíqueme esto —dijo, señalando la pared con las imágenes fijas.
Había una pantalla de grandes dimensiones en la que se veía lo mismo que estaba viendo el controlador desde la base aérea MacDill, a las afueras de Tampa. El sargento mayor le pasó un auricular con micro incorporado.
—Aquí el coronel Jackson desde la base de Yibuti —dijo el Rastreador—. ¿Hablo con Tampa?
En el vuelo desde Londres había estado en contacto permanente con Tampa, siempre por mediación del sargento mayor Orde. Pero en Yibuti los separaba una distancia de ocho husos horarios y había otra persona de guardia. Era una mujer con un acento sureño muy marcado, casi empalagoso.
—Aquí Tampa, señor. Al habla la especialista Jane Allbright a los mandos.
—Bien, Jane, ¿qué tenemos?
—Antes de ponerse el sol, el vehículo con el objetivo llegó a una pequeña localidad situada en medio del desierto. Según nuestras cuentas, bajaron cinco hombres de la trasera descubierta, incluido uno con gorra de béisbol roja, y tres de la cabina.
»El jefe del grupo fue recibido por una especie de cacique de la aldea. Luego empezó a anochecer, y con los infrarrojos las formas humanas pasaron a ser manchas de calor.
»Pero cuando aún quedaba un rastro de luz aparecieron otras dos pickups procedentes del norte. Ocho cuerpos salieron de ellos, uno de los cuales parecía ser llevado a rastras por otros dos. Al parecer el prisionero es rubio. Oscureció en cuestión de segundos, y uno de los hombres venidos del sur fue hacia el grupo de los del norte. El prisionero rubio se quedó con los del norte.
»Por la señales de calor se diría que estaban alojados en dos de las viviendas, a un lado y a otro del recinto central donde están aparcados los tres vehículos. Ahora todo está a oscuras, no hay manchas de calor. Aparentemente no ha salido nadie de ninguna de las casas. Las únicas señales rojas proceden de un corral de cabras que hay en un lado de la plaza de la aldea, y hay unas cuantas más pequeñas moviéndose de acá para allá, probablemente perros.
El Rastreador le dio las gracias y se acercó a la pared de las imágenes. La aldea estaba siendo observada, en tiempo real, por un nuevo Global Hawk. Ese RQ-4 tendría treinta y cinco horas de autonomía, más que suficiente, y con su tecnología óptica de última generación —radar de apertura sintética y cámara electro-óptica de infrarrojos— podría divisar cualquier cosa que se moviera allá abajo.
Después de mirar un rato las manchas rojas de los perros salvajes que se movían entre los cuadrados negros de las casas, el Rastreador preguntó a David:
—¿Tenéis algo para perros guardianes?
—Les pegamos un tiro.
—Demasiado ruido.
—No fallamos nunca.
—Un solo gemido y los demás echarán a correr ladrando como locos.
Se volvió hacia el sargento mayor.
—¿Puede enviar a alguien al centro médico? Dígale que traiga el anestésico comestible más potente y rápido que tengan. Y unas bandejas de carne cruda del economato.
El oficial procedió a hacer las llamadas. Los Pathfinder se miraron entre sí. El Rastreador volvió a examinar las fotos fijas, las últimas imágenes tomadas con luz de día.
El poblado estaba tan impregnado por la arena del desierto que, dado que la piedra arenisca empleada para construir era del mismo color, casi había desaparecido de la vista. Lo rodeaban unos cuantos árboles y arbustos raquíticos y, en mitad de la plaza, estaba su gran tesoro: un pozo de agua.
Las sombras iban de oeste a este, y eran largas y negras. Los tres vehículos técnicos aparcados junto al pozo se distinguían bastante bien. Se veían varias personas alrededor, pero no las dieciséis que componían el convoy. Algunos hombres habían entrado en las casas. Había ocho fotos desde diferentes ángulos, pero en todas se veía lo mismo. Aun así, le sirvieron para decidir desde qué punto cardinal había que lanzar el ataque: desde el sur.
La casa hacia la que había ido el grupo de Marka estaba en el lado sur; una callejuela partía desde allí en dirección al desierto. El Rastreador se acercó al mapa a gran escala fijado en la pared junto a las fotos. Alguien había tenido el detalle de marcar con una crucecita roja el punto en el desierto sobre el que se lanzarían los comandos. Llamó a los seis Pathfinder y dedicó media hora a explicarles lo que había deducido. Los hombres habían llegado prácticamente a las mismas conclusiones antes de que el Rastreador se presentara en el bloque de operaciones.
Pero este era consciente de que tendrían que concentrar en tres horas el proceso de asimilación de datos que, en condiciones normales, exigiría varios días de estudio. En su reloj eran las nueve de la noche. La hora de despegue no podía demorarse más allá de las doce.
—Yo propongo que saltemos cinco clics al sur del blanco y hagamos el resto a marcha forzada.
Conocía lo suficiente el argot militar británico para utilizarlo correctamente: «clic» significaba kilómetro.
El capitán arqueó una ceja.
—Has dicho «saltemos», Jamie.
—Sí. No he hecho todo este viaje solo para informaros. Vosotros lleváis la iniciativa, pero yo también voy.
—No solemos saltar con pasajeros, a no ser que vaya en tándem con Barry.
El Rastreador miró al gigante, inmenso junto a él. La idea de hacer un salto de ocho mil metros atado a un mastodonte humano en plena noche glacial no le resultó agradable.
—David, yo aquí no soy un pasajero. Soy marine de reconocimiento. He estado en primera línea tanto en Irak como en Afganistán. He hecho submarinismo extremo y también caída libre. Ponme en el lugar que más te guste, pero yo voy a llevar mi propio paracaídas, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—¿A qué altitud quieres que saltemos?
—A siete mil quinientos.
Tenía sentido. A esa altitud los cuatro ruidosos turbopropulsores Allison serían casi inaudibles, e incluso si alguien en tierra llegaba a detectarlos pensaría que se trataba de un avión de pasajeros. La mitad de esa altitud podría disparar las alarmas. El Rastreador solo había saltado desde cuatro mil quinientos metros, y la cosa cambiaba mucho; no hacía falta ropa térmica ni botella de oxígeno. A siete mil quinientos, sí.
—Bien, entonces todo aclarado.
David le pidió a Tim, el más joven, que fuera al Hercules a buscar algunos componentes que iban a necesitar. Siempre llevaban equipo de repuesto, y como volvían a casa tras quince días en Omán, el Hercules iba cargado de material que de lo contrario habría quedado en tierra. Tim regresó pocos minutos después con tres hombres del ejército de tierra en ropa de faena; uno de ellos traía consigo un BT80 de repuesto, el velamen de fabricación francesa que los Pathfinder llevaban utilizando desde hacía tiempo. Como el resto de las Fuerzas Especiales británicas, gozaban del privilegio de elegir su material de cualquier país de procedencia.
Así, aparte del paracaídas francés, habían escogido el fusil de asalto M4 americano, la pistola belga Browning de trece disparos y el cuchillo de combate del SAS británico, el K-bar.
Dai, el experto en comunicaciones, llevaría una radio portátil TacSat (de satélite táctico) PRC 152, fabricada en Estados Unidos, y el sensor óptico Firestorm para localización del objetivo, de fabricación británica.
Dos horas para el despegue. En la sala de operaciones los siete hombres fueron colocándose una a una todas las piezas del equipo, con las que parecerían caballeros medievales provistos de armadura y tendrían tan poca movilidad como aquellos.
Le buscaron al Rastreador unas botas adecuadas. Por fortuna era de complexión media y no tuvo problema con el resto de las prendas. Luego venía la mochila Bergen, que contenía las gafas de visión nocturna, agua, munición, pistola y varias cosas más.
Para todo ello contaron, especialmente el Rastreador, con la ayuda de los tres recién llegados, a quienes se conocía dentro de la unidad como «dispensadores de paracaídas». Venían a ser como los antiguos escuderos, y acompañarían al grupo al borde mismo de la rampa, enganchados a líneas de anclaje por si resbalaban, hasta el momento en que sus «caballeros» saltaran al vacío.
Hicieron una prueba de simulacro con toda el material. Se pusieron el BT80 y la Bergen, el uno en la espalda y la otra delante, y ajustaron las correas hasta hacerse daño. Luego el rifle de asalto, con el cañón apuntando hacia abajo, los guantes, la botella de oxígeno y el casco. Al Rastreador le sorprendió que el de los Pathfinder fuese tan parecido al que él utilizaba para montar en su moto, solo que este llevaba una mascarilla de caucho negro colgando debajo y las gafas eran más parecidas a unas de submarinismo. Terminado el proceso, se lo quitaron todo otra vez.
Eran las diez y media. No podían despegar más tarde de las doce porque tenían que cubrir una distancia de ochocientos kilómetros entre Yibuti y aquel puntito en el desierto de Somalia donde pensaban atacar. Dos horas de vuelo, había calculado el Rastreador, y otras dos de marcha forzada hasta el objetivo. Si llegaban hacia las cuatro de la madrugada, encontrarían a sus enemigos en el momento de sueño más profundo y de menor capacidad de reacción. Dio la última charla sobre la misión a sus seis compañeros.
—Este hombre es el blanco —dijo pasándoles un retrato tamaño postal.
Todos examinaron aquel rostro, memorizándolo, sabedores de que en el plazo de unas seis horas podía aparecer ante sus gafas de visión nocturna en el interior de una maloliente choza somalí. La cara en cuestión era la de Tony Suarez, que a aquellas horas debía de estar disfrutando del sol en California, once husos horarios más al oeste. Pero no tenía nada más para mostrarles.
—Es un objetivo muy valioso, y un asesino que odia profundamente a vuestro país y al mío. —Se acercó a las fotos fijas de la pared—. Llegó desde Marka, territorio de Al-Shabab, en una de esas pick-ups, un vehículo técnico. Ese de ahí. Iban con él siete hombres, entre los cuales se encontraba un guía que después se reunió con su propia gente. Hablaré de ellos más tarde. Es decir, que el grupo de nuestro objetivo lo componen ahora siete hombres. Uno de ellos no opondrá resistencia; se trata de un agente extranjero infiltrado en el séquito de ese cabrón, que trabaja para nosotros. Tendrá más o menos este aspecto.
Sacó otra fotografía, más grande esta vez, una ampliación de la cara de Ópalo en el recinto de Marka, mirando al cielo, justo hacia el objetivo de la cámara del Hawk. Llevaba puesta la gorra de béisbol roja.
—Con suerte oirá los disparos y se pondrá a cubierto, y confío en que se le ocurra usar la gorra que veis ahí. Él no se enfrentará a nosotros. Bajo ningún concepto debéis disparar contra él. Lo cual quiere decir que quedan seis, y esos sí plantarán batalla.
Los Pathfinder memorizaron el negro rostro etíope.
—¿Y el otro grupo, jefe? —preguntó Ricitos, el experto en vehículos.
—Sí. El drone ha visto que nuestro objetivo y su grupo se alojaban en esta casa de ahí, en la parte sur de la plaza de la aldea. Al otro lado se encuentra el grupo con el que se reunieron. Se trata de piratas del norte, todos ellos pertenecen al clan sacad. Han llevado consigo a un rehén, un joven cadete de la marina mercante sueca. Este de aquí.
El Rastreador les enseñó la última foto. La había conseguido a través de Adrian Herbert, del SIS, quien a su vez la había obtenido de la señora Bulstrode. Estaba sacada del formulario de solicitud de carnet de la marina mercante y la había proporcionado el padre del joven, el naviero Harry Andersson. Mostraba a un apuesto muchacho rubio vestido de uniforme, mirando con gesto inocente a la cámara.
—¿Qué hace ahí el chico? —preguntó David.
—Es el cebo que ha hecho que nuestro objetivo se encuentre donde está ahora. El objetivo quiere comprar al chaval, y para ello ha traído consigo un millón de dólares. Puede que hayan hecho ya el intercambio, en cuyo caso el muchacho estaría en la casa del objetivo y el millón de dólares en la otra casa. Pero podría ser que el intercambio esté previsto para primera hora de la mañana, antes de que se pongan en camino. En fin, vosotros estad atentos a una cabeza rubia, y mucho cuidado con dispararle.
—¿Para qué quiere nuestro objetivo a un cadete sueco? —Era Barry, el gigante.
No era una pregunta fácil de responder, y el Rastreador tuvo que medir mucho sus palabras. No mentiría; se ceñiría a la información reservada.
—A los sacad del norte, que lo capturaron hace unas semanas en alta mar, les han dicho que nuestro objetivo pretende degollarlo delante de una cámara. Un regalito para los occidentales.
Se hizo el silencio.
—¿Y esos piratas plantarán batalla también? —preguntó el capitán, David.
—Por descontado, pero yo calculo que cuando se despierten con el tiroteo estarán bastante atontados por los efectos de todo el qat que habrán consumido. Sabemos que eso los deja medio aturdidos o extremadamente violentos.
»Si podemos disparar bastantes ráfagas a través de sus ventanas, no pensarán que se trata de unos paracaidistas venidos de Occidente, sino que creerán que sus colegas en el negocio intentan quedarse gratis con el chico sueco o recuperar el dinero. Lo que me gustaría conseguir es que todos salieran a la plaza.
—¿Cuántos son esos piratas?
—Contamos a ocho bajando de esos dos vehículos antes de que anocheciera.
—O sea, catorce en total, ¿no?
—Así es. Y la idea es abatir a la mitad de ellos antes de que puedan ponerse en pie. Sin prisioneros.
Los seis británicos se reunieron alrededor de las fotos y los mapas. Debatieron en voz baja. El Rastreador captó palabras sueltas: «carga hueca» y «frag». Sabía que lo primero hacía referencia a un artefacto capaz de reventar la cerradura más resistente, y lo segundo a una granada de alta fragmentación. Vio dedos señalando diversos puntos en la foto ampliada de la aldea. Al cabo de diez minutos se separaron y el joven capitán se le acercó con una sonrisa.
—Listo —dijo—. Vamos a prepararnos.
El Rastreador entendió que finalmente habían accedido a intervenir en una operación que había sido solicitada por el presidente de Estados Unidos y autorizada por el primer ministro de su propio país.
—Estupendo —fue cuanto se le ocurrió decir.
Salieron al exterior, donde el aire continuaba siendo agradablemente tibio. Mientras ellos estudiaban la misión, los tres dispensadores habían estado muy ocupados. A la luz de la puerta abierta del hangar había siete pilas de material puestas en hilera. Era la disposición en que entrarían en el vientre del Hercules y el orden (inverso) en que se lanzarían a la noche desde siete mil quinientos metros.
Ayudados por los dispensadores, los siete hombres empezaron a ponerse el equipo. El más veterano de aquellos, un sargento que respondía al nombre de Jonah, prestó especial atención al marine estadounidense.
El Rastreador, que había llegado a Yibuti con el uniforme tropical de coronel del Cuerpo (se había cambiado a bordo del Grumman), tuvo que ponerse el traje de saltar, con camuflaje desértico, que llevaban ya los otros seis. Luego llegó el turno del material más pesado, pieza a pieza.
Jonah le colocó los treinta kilos de paracaídas a la espalda y ajustó las anchas correas de lona para que no se le moviera. Después de asegurar las hebillas, empezó a apretar hasta que el Rastreador creyó que se quedaba sin aire. Dos de las correas le ceñían la ingle, una por cada lado.
—Procure mantener las pelotas bien apartadas de estas cinchas, señor —dijo Jonah—. Si se tira teniendo sus partes cogidas entre ellas, lo va a pasar francamente mal cuando la lona se abra.
—Descuide —dijo el Rastreador ajustándose la entrepierna para asegurarse de que ningún elemento vital hubiera quedado aprisionado.
Luego fue el turno de la mochila Bergen. Pesaba cuarenta kilos, y llevarla pegada al pecho le hizo encorvarse ligeramente hacia delante. Las correas de la mochila, una vez ceñidas, casi le aplastaron la caja torácica. Pero había estado en la academia de paracaidismo de los marines y sabía que había un buen motivo para ello.
Con la Bergen por delante, el saltador descendería boca abajo. Cuando el paracaídas finalmente se abriera, lo haría desde detrás y hacia lo alto. Si el paracaidista descendía boca arriba, el velamen saldría disparado al abrirse y se enroscaría alrededor de su cuerpo, convirtiéndose en su mortaja cuando muriera al estrellarse contra el suelo.
La Bergen pesaba sobre todo por la comida, el agua y la munición (cargadores extra para el fusil y granadas) que llevaba dentro. Pero contenía también una pistola de refuerzo y las gafas de visión nocturna. Estaba descartado tenerlas puestas durante el salto; el rebufo se las arrancaría de la cara.
Jonah le ajustó la botella de oxígeno y los tubos por los que el gas vital debía llegar a la mascarilla facial.
Por último se colocó el casco y la ajustada visera que protegería sus ojos de la furia de la corriente de aire a doscientos cincuenta kilómetros por hora que experimentaría durante el descenso. Después todos se quitaron las Bergen hasta el momento de saltar.
Ahora parecían siete extraterrestres salidos del departamento de efectos especiales de un estudio cinematográfico. Apenas podían andar, tan solo anadeaban de forma lenta y precavida. A un gesto del capitán, se dirigieron por la pista de cemento hasta la trasera del Hercules, que los esperaba con sus puertas abiertas y la rampa bajada.
El capitán había fijado ya el orden de salto. El primero sería Barry, el gigante, por la sencilla razón de que era el más experimentado del grupo. A continuación el Rastreador y detrás David, el capitán. De los cuatro restantes el último en saltar sería Ricitos, veterano también, porque no tendría a nadie que lo vigilara por detrás.
Uno a uno los siete hombres, ayudados por los tres dispensadores, remontaron torpemente la rampa y se metieron en el casco del C-130. Faltaban veinte minutos para la medianoche.
Se sentaron en una hilera de asientos de lona roja en un costado del casco mientras los dispensadores procedían a hacer las últimas comprobaciones de seguridad. Jonah se encargó personalmente del capitán y el Rastreador.
El Rastreador advirtió que dentro del avión estaba muy oscuro, sin otra iluminación que la que llegaba de las lámparas de arco en la puerta del hangar, y supo que en cuanto subieran la rampa quedarían sumidos en la más absoluta negrura. Reparó en que había cajas de material de la unidad dispuestas para el viaje de regreso a Inglaterra, y también en dos siluetas en penumbra cerca de la pared entre el espacio de carga y la cabina de vuelo. Eran los dos empaquetadores que acompañaban en todo momento a la unidad; se ocupaban de los paracaídas antes y después del salto. El Rastreador rezó para que el que hubiera empaquetado la lona que él llevaba a la espalda fuese un experto en la materia. Los especialistas en caída libre tienen un dicho: nunca hagas enfadar a tu empaquetador.
Jonah levantó la parte superior de la mochila del Rastreador para comprobar que los dos cables de algodón rojo estuvieran en perfecto estado. Los sellos intactos. El veterano sargento de la RAF le conectó la mascarilla de oxígeno al alimentador del Hercules e hizo un gesto con la cabeza. El Rastreador se aseguró de que su mascarilla estuviera bien ajustada e inspiró.
Una bocanada de oxígeno casi puro. Es lo que respirarían hasta alcanzar la altitud prevista a fin de eliminar del torrente sanguíneo los últimos vestigios de nitrógeno. Es la manera de impedir que el nitrógeno forme burbujas en la sangre cuando el paracaidista atraviesa las zonas de presión en su descenso. Jonah desconectó el oxígeno y a continuación hizo la misma comprobación con David.
De fuera les llegó el estridente gemido de los cuatro motores Allison al ser conectados y arrancar entre estertores. Jonah ajustó la hebilla de la correa de seguridad sobre las rodillas del Rastreador. Lo último que hizo fue conectarle la mascarilla de oxígeno al suministro de a bordo del C-130.
El ruido de los motores se convirtió en un rugido atronador mientras la rampa trasera se elevaba hasta extinguir por completo las últimas luces de la base aérea, cerrándose herméticamente con un golpe seco. Dentro del casco del aparato se hizo la oscuridad más absoluta. Jonah prendió bengalas de luz química para que él y los otros dos dispensadores pudieran ocupar sus asientos, de espaldas a la pared, y al instante el Hercules empezó a rodar por la pista.
Los hombres, recostados contra sus paracaídas empaquetados y con mochilas Bergen de cuarenta kilos sobre el regazo, parecían estar inmersos en una martilleante pesadilla sonora a la que se sumó el gemido hidráulico de los alerones, cuyo funcionamiento estaba siendo verificado, y el chillido de los inyectores de combustible.
No pudieron ver nada, solo sentir cómo el cuatrimotor giraba para enfilar la pista de despegue, se detenía un momento y luego arrancaba con una sacudida. Pese a ser tan voluminoso, el Hercules aceleró en pocos segundos, levantó el morro y se elevó al cabo de quinientos metros para, acto seguido, ascender en pronunciada inclinación.
Ni el más rudimentario de los aviones de pasajeros puede compararse a la zona de cola de un C-130. No hay aislamiento acústico ni calefacción ni presurización ni, por supuesto, serviciales azafatas. El Rastreador sabía que el estruendo no iba a menguar en todo el trayecto y que el frío sería cada vez menos soportable conforme aumentara la altitud. Y luego estaban las filtraciones; a pesar de la mascarilla que le proporcionaba oxígeno, aquello ya apestaba a combustible aeronáutico.
El capitán, a su lado, procedió a quitarse el casco para ponerse unos auriculares. Del mismo gancho colgaban unos iguales, y David se los ofreció al Rastreador.
Jonah, que iba sentado de espaldas a la pared frontal, llevaba ya unos puestos. Necesitaba estar en contacto con la cabina para empezar los preparativos cuando llegara la hora P; P de paracaídas, el momento de saltar. El Rastreador y el capitán pudieron oír los comentarios del piloto en la cabina; era el veterano jefe del Escuadrón 47, que había llevado su «pájaro» hasta alguna de las pistas de aterrizaje más difíciles y peligrosas del globo terráqueo.
«Subiendo a tres mil metros», dijo, y luego: «Hora P menos cien». Una hora cuarenta minutos para saltar. Y por último: «Estabilizando a siete mil quinientos». Transcurrieron ochenta minutos.
Si bien los auriculares ayudaron a amortiguar el ruido de los motores, la temperatura había descendido a casi cero grados. Jonah se desabrochó el cinturón de seguridad y se acercó a ellos sujetándose de la barandilla que corría a lo largo del casco. No había la menor posibilidad de dialogar; toda la comunicación se realizó mediante signos.
Hizo lo mismo delante de cada uno de los siete hombres. Mano derecha en alto, índice y pulgar formando una O. Como los submarinistas. «¿Estás bien?». Los Pathfinder respondieron de la misma manera. Luego la mano en alto con el puño cerrado, soplar con los labios para abrir la palma y alzar los cinco dedos. «Velocidad del viento en punto de aterrizaje, cinco nudos». Por último, la mano en alto con los cinco dedos desplegados, cuatro veces seguidas. «Veinte minutos para la hora P.»
Antes de que Jonah terminara su singular periplo, David le agarró un brazo y le puso en la mano un paquete plano. Jonah asintió con una sonrisa. Fue con el paquete hacia la cabina de vuelo. Al regresar, se le veía sonreír aun en la oscuridad. Volvió a sentarse.
Diez minutos más tarde, se plantó de nuevo delante de ellos. Esa vez extendió los diez dedos frente a cada uno de los siete saltadores. Siete cabezas asintieron. Se levantaron con sus Bergen y se giraron para dejar las mochilas sobre los asientos. Luego cargaron los cuarenta kilos sobre el pecho y ajustaron las correas correspondientes.
Jonah ayudó al Rastreador y le ciñó el arnés hasta que este creyó que se quedaba sin aire. Pero la velocidad de la caída iba a ser de doscientos cuarenta kilómetros por hora y nada debía moverse de su sitio ni un centímetro. Luego accionó el interruptor para pasar de oxígeno de a bordo a botella personal.
En ese preciso momento el Rastreador oyó un sonido nuevo. Por los altavoces del avión, entre el bramido de los motores, había empezado a sonar música a todo volumen. Entendió entonces qué era lo que David le había dado antes a Jonah: un CD. Las tripas del C-130 vibraban en ese momento con el clamor de la Cabalgata de las valquirias, de Wagner. El comienzo de su cántico de guerra personal fue la señal: quedaban tres minutos para la hora P.
Una vez los siete de pie en el lado de estribor del fuselaje, el pequeño estampido de un cierre hermético al abrirse les indicó que la rampa empezaba a bajar. Jonah y sus dos ayudantes habían enganchado sus respectivas líneas de anclaje para no resbalar hacia el exterior.
A medida que la rampa bajaba hasta dejar una abertura del tamaño de la puerta de un granero, una violenta ráfaga de aire gélido, aderezado con la pestilencia a combustible aeronáutico y aceite quemado, irrumpió en el avión.
El Rastreador, segundo en la fila detrás del gigante Barry, adelantó un poco la cabeza para mirar hacia el vacío. No había nada allá fuera, tan solo un torbellino de oscuridad, un frío terrible, un ruido infernal, y, dentro del fuselaje, el clamor de los metales de las Valquirias en su demencial marcha hacia el Valhalla.
Hubo una comprobación final. El Rastreador vio abrir la boca a Jonah, pero no oyó una sola palabra. Al final de la fila, Ricitos verificó el equipo de Tim, el hombre que le precedía, para cerciorarse de que el paracaídas y el oxígeno de su compañero no se hubieran enredado, hecho lo cual gritó: «¡Siete OK!».
Jonah sí debió de oírlo porque hizo una señal con la cabeza a Tim, quien a su vez repitió la operación con el sanitario Pete, que le precedía. La comprobación mutua fue recorriendo toda la hilera de saltadores. El Rastreador notó una palmada en el hombro y verificó que el equipo de Barry, delante de él, estuviera en orden.
Jonah estaba de cara al gigante. Asintió con la cabeza cuando el Rastreador hubo terminado su comprobación y se hizo a un lado. Era el momento. Después de los empujones, los codazos y los gruñidos de ánimo, a los siete no les quedaba otra cosa que lanzarse al vacío a unos ocho mil metros por encima del desierto somalí.
Barry adelantó un pie, dobló el torso como para zambullirse y saltó. El motivo de que la fila fuera tan compacta era que, una vez en el aire, estar demasiado separados podía resultar fatal. Un paréntesis de tres segundos en el aire, y dos saltadores podían quedar tan apartados entre sí que ya no lograrían volver a verse. Tal como le habían enseñado, el Rastreador saltó menos de un segundo después de que desaparecieran los talones de Barry.
Las sensaciones fueron instantáneas. En medio segundo se acabó el ruido —los cuatro Allison del C-130, la música de Wagner, todo—, y no percibió más que el silencio de la noche, solamente interrumpido por un siseo de viento cada vez más acentuado a medida que su cuerpo en descenso ganaba velocidad y superaba los ciento cincuenta kilómetros por hora.
Notó cómo la estela del Hercules intentaba voltearlo, primero levantándole los tobillos casi hasta la cabeza, después tratando de ponerlo boca arriba, pero se resistió como pudo. Pese a que no había luna, las estrellas del desierto, duras y brillantes, frías y perpetuas, libres de toda contaminación durante tres mil kilómetros, conferían al firmamento una suave iluminación.
Al mirar hacia abajo vio un bulto oscuro. Sabía que muy cerca, detrás de él, estaría el capitán, David, seguido más arriba por los otros cuatro.
David apareció a su altura, con los brazos pegados al costado en posición de flecha para así aumentar la velocidad de descenso y aproximarse a Barry. El Rastreador le imitó. Lentamente la voluminosa forma negra que los precedía se fue acercando. Barry había adoptado la posición de estrella de mar: puños cerrados, brazos y piernas semiabiertos para ralentizar la caída a unos ciento noventa kilómetros por hora. Cuando se pusieron a su altura, el Rastreador y el capitán hicieron lo mismo.
En formación más o menos escalonada, los otros cuatro se sumaron al grupo. Vio que el capitán comprobaba su altímetro de pulsera, ajustado para controlar la presión atmosférica en todo momento.
Aunque no pudo verlo, el altímetro marcaba que estaban a unos cuatro mil quinientos metros. Los paracaídas se abrirían a los mil quinientos. Como vanguardia del salto, le correspondía a Barry adelantarse un poco y, valiéndose de la experiencia y de la escasa luz de las estrellas, elegir una zona de aterrizaje lo más llana y libre de rocas posible. Para el Rastreador, la clave era no perder de vista a David y hacer exactamente lo mismo que él.
Pese a haber saltado desde siete mil quinientos metros, la caída libre no duró más que noventa segundos. Barry se encontraba un poco más abajo que el resto y examinaba con rapidez el terreno al que ya se aproximaba. Los otros fueron adoptando una posición más o menos escalonada, sin perder entre ellos el contacto visual.
El Rastreador palpó el bolsillo de su paracaídas empaquetado para asegurarse de localizar el mecanismo que liberaba la lona. Los Pathfinder no utilizan la clásica anilla en forma de D. En un momento dado pueden recurrir a una apertura mediante sensor de accionamiento barométrico, pero todo lo que sea mecánico puede fallar y, de hecho, falla. Descubrir que el artilugio no ha funcionado como debía mientras bajas a ciento noventa kilómetros por hora no hace mucha gracia. El capitán, y el resto de la unidad, preferían activarlo manualmente.
Era lo que el Rastreador buscaba con su mano enguantada. Se trata de un trozo de tela con forma de paracaídas, sujeto por un bramante y metido en un bolsillo de fácil acceso en la parte de arriba. Cuando queda expuesto a la ráfaga de viento, saca toda la lona del BT80 de su envoltorio y la despliega.
Un poco más abajo vio que Barry rebasaba la cota de los mil quinientos metros y cómo abría el dosel de su paracaídas, gris en medio de la negrura circundante. Por el rabillo del ojo vio cómo David tiraba de su mecanismo y salía impelido hacia lo alto.
El Rastreador hizo lo mismo y, casi al instante, notó el brusco tirón del velamen, aparentemente hacia atrás y hacia arriba. En realidad, el paracaídas solo lo estaba frenando. La sensación era parecida a estampar un coche a toda velocidad contra un muro y que saltara el airbag. Pero duró tres segundos apenas; después quedó flotando en la noche.
El BT80 tiene muy poco que ver con el equipo que utilizan los paracaidistas para saltar en unas maniobras militares. Es un colosal rectángulo de seda con forma de colchón, una gran ala que permite, desplegada a gran altitud, sobrevolar durante kilómetros las líneas enemigas sin que ningún radar ni el ojo humano puedan detectarlo.
A los Pathfinder les gustaba además por otra razón. Se abre sin ruido alguno, a diferencia de los convencionales, que lo hacen con un chasquido y por tanto pueden llamar la atención de un centinela en tierra.
A unos doscientos cuarenta metros el capitán soltó su Bergen, que cayó hacia delante y quedó colgando de su cordón de seguridad unos tres metros y medio más abajo. El Rastreador le imitó; a escasa distancia por arriba, el resto del grupo hizo otro tanto.
El marine vio cómo el suelo, distinguible ya a la luz de las estrellas, se acercaba hacia él, oyó el golpe seco de la Bergen al impactar contra la arena e inició la maniobra final de frenado. Alargó los brazos hacia arriba para agarrar las dos palancas acodadas que controlan el velamen y tiró hacia abajo. El paracaídas se hinchó, reduciendo la velocidad de caída, y de ese modo pudo tocar tierra correteando sobre la arena. Luego la lona perdió su forma, se aflojó y quedó desparramada sobre el suelo hecha un embrollo de seda y cuerdas de nailon. El Rastreador se desenganchó los arneses del pecho y las piernas a fin de liberarse por completo del paracaídas. A su alrededor, los seis comandos estaban realizando la misma operación.
Miró su reloj. Pasaban cuatro minutos de las dos de la madrugada. Podía decirse que iban bien de tiempo. Pero despejar su rastro y formar en línea de marcha no se hacía en un momento.
Hubo que recoger los siete paracaídas, además de los cascos y mascarillas de oxígeno ya inservibles, así como las botellas. Lo juntaron todo en un montón y tres Pathfinder lo cubrieron con piedras.
De las Bergen sacaron sus pistolas y gafas de visión nocturna. Había suficiente claridad para no necesitarlas por el camino, pero sí marcarían la diferencia cuando atacasen la aldea, convirtiendo la negrura de la noche en una difuminada y verdosa imagen diurna.
Dai, el experto galés en comunicaciones, estaba rebuscando entre su material. Gracias a la tecnología moderna y al apoyo logístico de los drones, la tarea del grupo resultaría más sencilla.
Allá en lo alto, invisible, había un Global Hawk RQ-4 operado por el J-SOC desde la base aérea MacDill, en Tampa. En ese momento los estaba observando, y también vigilaba la aldea. Podía detectar asimismo a cualquier ser vivo gracias al calor corporal, mostrando en la pantalla una pálida mancha de luz que destacaba sobre el entorno.
El cuartel general del J-SOC había ido transmitiendo todo cuanto Tampa veía, sonido e imagen, a la sala de comunicaciones de Yibuti. El cabo Dai estaba montando y verificando su conexión directa con Yibuti, a fin de saber en qué punto se encontraban exactamente, dónde estaba la aldea, la ruta para llegar hasta la zona del objetivo y si en ella se registraba alguna actividad.
Tras conversar en voz baja con Yibuti, Dai informó al resto del comando. Ambos controladores podían verlos como siete pálidas manchitas en el desierto. La aldea parecía dormir a pierna suelta, nada se movía. No había ningún ser humano fuera del grupito de casas, y en el interior de las mismas no podían ser detectados. Pero toda la riqueza del villorrio, es decir, un rebaño de cabras, cuatro burros y dos camellos, estaban en un corral o atados en el exterior. Y se veían con toda claridad.
Había unas manchas más pequeñas moviéndose por allí: los perros. La unidad se encontraba a unos 4800 metros de la aldea y la línea de marcha óptima era cero-dos-cero según la lectura de la brújula.
El capitán de paracaidistas llevaba su propia brújula Silva y su dispositivo SOPHIE de toma de imágenes térmica. Para cerciorarse de que Tampa estaba en lo cierto, David conectó el aparato y con su haz trazó un círculo a su alrededor. Todos se quedaron paralizados al ver aparecer un pequeño punto en lo alto de un cerro que bordeaba la cuenca arenosa donde Barry había elegido aterrizar.
Era una mancha de calor demasiado pequeña para corresponder a un hombre, pero lo bastante grande para ser una cabeza que estuviera observándolos. Fuera lo que fuese, emitió un gemido grave y se esfumó. Era un chacal. A las 02.22 emprendieron la marcha en fila india hacia el norte.