14

—Coronel, señor, se ponen en marcha.

El Rastreador se había quedado dormido delante del monitor en su despacho de la embajada en Londres, viendo las imágenes que transmitía el drone desde Marka. La voz procedía del manos libres conectado al búnquer de control a las afueras de Tampa. Era la voz del sargento mayor Orde, que estaba nuevamente de servicio.

El Rastreador se despertó sobresaltado y miró su reloj. Las tres de la madrugada hora de Londres, las seis en Marka; no tardaría en amanecer.

El Global Hawk había sido sustituido por otro con los depósitos llenos y muchas horas operativas por delante. Frente a la costa somalí, el horizonte mostraba apenas un tenue rubor rosado. El océano Índico era todavía negro, como los últimos vestigios de la noche sobre los callejones de Marka.

Pero en el recinto del Predicador había en ese momento luces encendidas, y pequeños puntos rojos se movían de acá para allá: fuentes de calor captadas por los sensores corporales del drone. Sus cámaras estaban todavía en modo infrarrojo a fin de penetrar la oscuridad y ver lo que sucedía unos diez mil metros más abajo.

Mientras el Rastreador observaba, el sol fue incrementando la luminosidad; los puntos rojos se transformaron en siluetas oscuras que se movían el patio del recinto. Al cabo de media hora, la puerta de un garaje se abrió y de dentro salió una camioneta.

No era una pickup polvorienta y abollada, el más socorrido de los vehículos para pasajeros y carga en Somalia. Era un lujoso Toyota Land Cruiser con lunas tintadas, el vehículo preferido por Al Qaeda ya desde la primera aparición de Bin Laden en Afganistán. El Rastreador sabía que tenía capacidad para diez personas.

Los observadores, a seis mil kilómetros de distancia unos de otros en Londres y Florida, solo vieron ocho formas oscuras que subían al todoterreno. Estaban demasiado lejos para ver que en la parte de delante iban dos de los guardaespaldas paquistaníes, uno para conducir y el otro armado hasta los dientes en el asiento del copiloto.

Detrás de ellos se sentaban el Predicador, inidentificable con sus prendas somalíes y la cabeza cubierta; Jamma, su secretario somalí, y Ópalo. Más atrás iban los otros dos guardaespaldas paquistaníes, completando el grupo de los cuatro esbirros en los que el Predicador confiaba de verdad. Todos ellos lo habían acompañado desde los tiempos de la banda asesina de Khorasan. Entre los dos hombres de atrás iba Yusuf, el sacad llegado del norte.

A las siete hora de Marka, se abrió la verja y el Land Cruiser abandonó el recinto. ¿Era un señuelo?, se preguntó el Rastreador. ¿Seguía el objetivo dentro de la casa, listo para escabullirse mientras el drone, que a estas alturas ya debía de saber que lo vigilaba, se dirigía a otra parte?

—¿Señor?

El hombre que manejaba la columna de control en el búnquer de Tampa esperaba órdenes.

—Siga al vehículo —dijo el Rastreador.

El Land Cruiser se adentró en el laberinto de calles y callejuelas de Marka en dirección a las afueras, luego torció por una de ellas y se perdió de vista bajo un gran almacén con tejado de amianto.

Tratando de no sucumbir al pánico, el Rastreador, dio orden de que el drone regresara a la vivienda, pero el recinto y su patio estaban envueltos en sombras y no se apreciaba movimiento. Todo estaba en calma. El drone volvió al almacén. Veinte minutos después salía el todoterreno negro y desandaba el camino, sin prisa, hacia el recinto.

En algún momento el conductor debía de haber tocado el claxon, pues un criado salió de la casa y fue a abrir la verja. El Toyota entró en el patio y se detuvo. Nadie bajó. Qué raro, pensó el Rastreador. Pero luego lo entendió. No bajaba nadie porque dentro no había nadie salvo el conductor.

—Rápido, vuelve al almacén —ordenó.

El sargento mayor Orde hizo un zoom inverso, pasando de primer plano a visión en gran angular. De ese modo abarcaba toda la población, solo que con menos detalle. Llegaron justo a tiempo.

Del almacén estaban saliendo no uno, sino cuatro de los llamados vehículos técnicos, es decir, pickups de plataforma corta. En fila india. El Rastreador había estado a punto de morder el anzuelo.

—Sigue al convoy —le dijo a Tampa—. A donde sea que vayan. Puede que tenga que marcharme, pero estaré localizable en el móvil.

Un ruido de motores al pie de su ventana despertó al señor Ali Abdi en Garacad. Consultó el reloj. Las siete de la mañana. Quedaban aún cuatro horas hasta la conferencia diaria con Londres. Atisbó entre las lamas de la persiana y vio que dos vehículos técnicos abandonaban el fortín.

No le dio importancia. Se sentía un hombre plenamente feliz. La víspera había logrado el visto definitivo final de Al-Afrit a sus negociaciones. El pirata aceptaba un rescate de cinco millones de dólares estadounidenses, a pagar por Chauncey Reynolds y las aseguradoras, a cambio del Malmö, con su cargamento y su tripulación.

Pese al pequeño contratiempo, Abdi estaba seguro de que el señor Gareth se alegraría también cuando se enterara de que, dos horas después de que el banco de los piratas en Dubai confirmara la recepción del dinero, el Malmö podría zarpar. Para entonces un destructor de la flota occidental estaría en las inmediaciones para escoltar al mercante. Y es que varios clanes rivales habían enviado ya sus lanchas, que merodeaban cerca del buque sueco con la esperanza de secuestrarlo de nuevo en caso de que no estuviera bien vigilado.

Abdi pensó en el futuro. El segundo de sus sobornos de un millón de dólares estaría garantizado. Gareth Evans no le jugaría una mala pasada, no fuera que tuviesen que negociar otro rescate en el futuro. Pero solamente él, Abdi, podía saber que se jubilaba y que se iba a vivir a una casa preciosa en Túnez lejos de todo, a muchos kilómetros del caos y las matanzas de su país de origen. Volvió a mirar la hora y se dispuso a dormir un ratito más.

El Rastreador estaba todavía en su despacho, analizando las escasas opciones. Sabía muchas cosas, pero no podía saberlo todo.

Tenía a un agente infiltrado en las filas enemigas; probablemente viajaba en aquellos momentos por el desierto en el mismo vehículo técnico que el Predicador, unos diez mil metros por debajo del Global Hawk. Pero no podía comunicarse con él, y tampoco viceversa. El transceptor de Ópalo seguía enterrado bajo el suelo de una cabaña en la playa de Kismayo. El agente habría firmado su propia sentencia de muerte si hubiera intentado llevar algo consigo a Marka, con excepción hecha, por supuesto, del inofensivo artículo que le habían entregado junto a las casuarinas.

El Rastreador calculaba que en alguna parte se produciría un intercambio: una entrega de dinero a cambio del marinero sueco. No sentía reparos por lo que había hecho, ya que creía que el cadete corría más peligro en manos del hombre a quien su propio clan apodaba el Diablo que con el Predicador, quien se preocuparía de mantenerlo con vida para conseguir el dinero.

Después del trueque, lo más probable era que el Predicador regresara a Marka, pues allí era intocable. La única oportunidad de acabar con él había sido engañarlo para que se aventurara en el desierto somalí, espacios abiertos en los que no había civiles que pudieran resultar heridos.

Pero los misiles seguían estando prohibidos, y así se lo había dejado bien claro Zorro Gris, una vez más, la noche anterior. Mientras el sol que ya abrasaba Somalia empezaba a elevarse tímidamente sobre Londres, el Rastreador consideró las alternativas. Pese a haber insistido tanto, eran más bien escasas.

El Equipo 6 de los SEAL tenía su base en Little Neck, Virginia, y no había tiempo para hacerlos cruzar medio planeta. Los Night Stalkers y sus helicópteros de largo alcance estaban en Fort Campbell, Kentucky. Aparte de la enorme distancia, sospechaba que los helicópteros harían demasiado ruido. Él conocía la selva y el desierto; sabía que de noche la selva es una infernal algarabía de croar de ranas y ruidos de insectos, mientras que en el desierto reina un silencio espectral y los seres que lo habitan tienen tan buen oído como los zorros orejudos con quienes comparten la arena. Si hay algo de brisa, el zumbido de los rotores de un helicóptero puede detectarse a kilómetros de distancia.

Había oído hablar de una unidad especial, pero nunca había visto a sus miembros en acción, ni tampoco los conocía. Solo sabía de su buena fama y cuál era su especialidad. Ni siquiera eran norteamericanos. Sobre el papel, había dos unidades en Estados Unidos que se les podían comparar; pero tanto los SEAL como los chicos de la Delta Force estaban al otro lado del Atlántico.

El sargento mayor Orde lo sacó de sus cavilaciones.

—Coronel, parece que se separan.

El Rastreador volvió a la pantalla y, una vez más, el pánico incipiente fue como un directo al estómago. Los cuatro vehículos técnicos avanzaban en fila por el desierto, pero muy espaciados. Entre uno y otro dejaban cuatrocientos metros.

De esa manera el Predicador se aseguraba que los yanquis no lanzarían un misil, temiendo no dar en el blanco que les interesaba. Lo que ignoraba era que, si estaba a salvo, era gracias al joven etíope que iba detrás. Pero ahora ya no avanzaban en caravana y muy separados: estaban tomando diferentes direcciones.

El convoy se encontraba al norte del enclave militar de Mogadiscio y se dirigía hacia el valle del Shebele en el noroeste. Para cruzar el río se podían utilizar una media docena de puentes entre Etiopía y el mar. Los cuatro vehículos técnicos parecían encaminarse cada uno hacia un puente diferente. Con un solo drone no había manera de controlarlos a los cuatro.

Incluso a máxima amplitud de pantalla, el drone podría vigilar solo a dos, pero serían demasiado pequeños para que sirviera de algo. La voz del controlador en Tampa sonó apremiante:

—¿A cuál sigo, señor?

Gareth Evans entró en la oficina poco después de las ocho. Los abogados no suelen ser muy madrugadores, y Evans siempre era el primero en llegar. El vigilante nocturno ya estaba acostumbrado a salir de su garita detrás del mostrador de recepción para ir a abrir las puertas de cristal cilindrado y dejarle entrar; eso cuando el negociador no se quedaba a dormir en la cama plegable que tenía en el despacho.

Evans había traído consigo un termo de café del hotel donde Chauncey Reynolds le había reservado habitación para los días que durara el proceso negociador. Más tarde aparecería la entrañable señora Bulstrode, que bajaría a la cafetería de la esquina a buscarle un buen desayuno y regresaría antes de que se le enfriara. El hombre ignoraba por completo que el SIS conocía al dedillo todas las fases de la negociación.

A las ocho y media, una luz roja intermitente le informó de que el señor Abdi estaba al teléfono. Gareth Evans jamás se permitía arrebatos de optimismo; había salido escaldado en ocasiones anteriores. Pero pensaba que él y el intermediario somalí estaban a un paso de pactar el rescate del Malmö por cinco millones de dólares, un precio que Evans estaba plenamente autorizado a aceptar. De la transferencia se ocuparían otros; ese no era problema suyo. Y sabía además que una fragata británica se hallaba cerca de la costa somalí para escoltar al mercante sueco cuando llegara el momento.

—Hola, señor Abdi, aquí Gareth Evans. ¿Tiene noticias para mí? Hoy llama más temprano que de costumbre.

—¿Noticias? Desde luego, señor Gareth. Y muy buenas. No podrían ser mejores. Mi jefe ha accedido a un rescate de solo cinco millones de dólares.

—Eso es excelente, amigo mío. —Procuró que el júbilo no lo delatara. Era la negociación más corta de cuantas había gestionado—. Creo que podré arreglarlo para que la transferencia se haga hoy mismo. ¿La tripulación está bien?

—Sí, sí, todos bien. Bueno, hay un… ¿Cómo lo dicen ustedes? Ah, un pelo en el caldo, pero nada importante.

—Un pelo en la sopa, creo que es. Un problema, vaya. En fin, dígame, ¿cómo de grueso es ese pelo?

—Verá, señor Gareth. Ese muchacho, el cadete sueco…

Evans se quedó de piedra. Levantó una mano en dirección a la señora Bulstrode, que en ese momento entraba con el desayuno.

—Se refiere a Ove Carlsson, sí. ¿Cuál es el problema, señor Abdi?

—Él no va a poder venir, señor Gareth. Mi jefe… Lamento decirle que… ha recibido una oferta… Yo no tuve nada que ver…

—¿Qué le ha pasado al cadete Carlsson? —El tono de Evans había perdido todo el buen humor.

—Me temo que lo han vendido a la gente de Al-Shabab en el sur. Pero no debe preocuparse, señor Gareth. Solo era un cadete.

Gareth Evans colgó el teléfono, se inclinó hacia delante y se llevó las manos a la cara. La señora Bulstrode dejó la bandeja con el desayuno y salió.

El agente Ópalo iba sentado entre Jamma y la puerta. El Predicador estaba en el lado opuesto. El vehículo técnico no tenía la suspensión del Land Cruiser, por lo que daba tremendos bandazos y se estremecía violentamente a cada bache y cada piedra que pisaba. Llevaban cinco horas de viaje; era casi el mediodía y hacía un calor asfixiante. Si aquel vehículo había tenido aire acondicionado alguna vez, hacía tiempo que había pasado a la historia.

El Predicador y Jamma dormitaban. De no haber sido por las sacudidas, Ópalo se habría dormido también y no habría visto lo que vio.

El Predicador se despertó e, inclinándose hacia delante, tocó en el hombro al conductor y le dijo algo. Aunque utilizó el urdu, el significado de sus palabras quedó de manifiesto unos segundos después. Habían ido en rigurosa fila india desde que salieron de Marka y el suyo era el segundo vehículo de los cuatro. Después del toquecito en el hombro, el conductor se desvió de la ruta marcada por el primer vehículo.

Ópalo miró hacia atrás. Los vehículos tres y cuatro estaban haciendo lo mismo. La disposición de los asientos era distinta a la del Land Cruiser. Delante iba solo el conductor; en el asiento corrido trasero, el Predicador, Jamma y él mismo. En la plataforma del pickup viajaban los otros tres guardaespaldas y el tuerto Yusuf.

Vistos desde arriba, los cuatro vehículos técnicos no se diferenciarían entre ellos y tampoco del ochenta por ciento de las pickups que circulaban por Somalia. En cuanto a las otras tres camionetas del convoy, estaban ocupadas por mercenarios procedentes de Marka. Ópalo entendía de drones; en la academia de agentes del Mossad habían profundizado en el tema. Empezó a tener arcadas.

Jamma lo miró, alarmado.

—¿Te encuentras mal?

—Son las sacudidas —respondió.

El Predicador también lo miró.

—Si vas a vomitar —dijo—, más vale que vayas en la parte de atrás.

Ópalo abrió la puerta de su lado y sacó medio cuerpo. El viento del desierto agitó los cabellos contra su cara. Alargó un brazo hacia la plataforma de la camioneta, y un paquistaní le agarró ágilmente la mano. Tras un peligroso segundo suspendido en el vacío sobre una rueda en movimiento, Ópalo fue izado a la parte de atrás. Jamma estiró un brazo para cerrar la puerta desde dentro.

Ópalo esbozó una sonrisa forzada, pero los tres guardaespaldas paquistaníes y el sacad Yusuf no le hicieron el menor caso. Del interior de su dishdasha sacó lo que le habían entregado junto a las casuarinas y que había utilizado ya una vez. Se lo puso.

—¿A cuál seguimos, señor?

La pregunta empezaba a requerir una respuesta urgente. El Global Hawk había ampliado su visión y el desierto se veía ahora más lejos, con los cuatro vehículos en la periferia de la imagen. El Rastreador se fijó en algo que se movía en uno de ellos.

—Pero ¿qué hace ese tipo? —preguntó—. Vehículo número dos.

—Parece que ha salido a tomar el aire —respondió Orde—. Ahora se está poniendo algo. Una gorra de béisbol, señor. De color rojo.

Zoom al vehículo dos —dijo rápidamente el Rastreador—. Olvídate de los otros. Son simples señuelos. Sigue al número dos.

La cámara se desplazó hacia el vehículo dos y, una vez que este se halló en el centro del encuadre, fue acercándose al objetivo. Los cinco hombres que iban detrás se vieron cada vez más grandes. Uno de ellos lucía una gorra de béisbol roja, en la que desde miles de kilómetros de distancia pudieron entrever la insignia de Nueva York.

—Bendito seas, Ópalo —dijo el Rastreador.

El Rastreador localizó a su colega el agregado de Defensa cuando este volvía de correr sus siete kilómetros matutinos por los caminos rurales de su zona residencial en Ickenham. Eran las ocho de la mañana. El agregado era coronel del 82 Regimiento Aerotransportado, los Screaming Eagles. La pregunta que hizo el Rastreador fue sencilla y directa.

—Sí, claro que le conozco. Es un buen tipo.

—¿Tienes su teléfono particular?

El agregado consultó su BlackBerry y le dictó un número. Segundos más tarde el Rastreador estaba hablando con el hombre que buscaba, un general británico. Solicitó una entrevista.

—En mi despacho. A las nueve.

—Allí estaré —dijo el Rastreador.

La oficina del director de las Fuerzas Especiales del ejército británico se encuentra en los cuarteles de Albany Street, en el elegante barrio residencial de Regent’s Park. Un muro de tres metros de alto protege el recinto de edificaciones, y varios centinelas se turnan en la verja de entrada, por la que raramente pasan desconocidos.

El Rastreador iba de paisano y llegó en taxi. Dijo al conductor que no le esperara. El centinela examinó el pase de la embajada donde constaba el rango militar del recién llegado, hizo una llamada y momentos después le franqueó el paso. Otro soldado lo condujo al edificio principal, subieron dos plantas y enfilaron un pasillo hasta la oficina del director.

No solo eran de edad similar, sino que tenían otras cosas en común. Ambos se veían en buena forma física. El británico estaba dos peldaños en el escalafón por encima del teniente coronel, y aunque iba en mangas de camisa, la chaqueta que colgaba en un rincón lucía las insignias rojas del Estado Mayor. Tanto el uno como el otro tenían ese algo indefinible de quien ha visto duros combates y no una vez, sino muchas.

Will Chamney había empezado en los Guards, siendo transferido después al regimiento del SAS, el servicio aéreo especial británico. Había salido airoso del extenuante cursillo de selección y pasado los tres años siguientes como comandante de la Tropa 16 en el Escuadrón D, los especialistas de caída libre.

Las normas del Regimiento, como se le conoce sin más, dictan que un oficial o «Rupert» no puede ser destinado dos veces al mismo, a no ser por invitación expresa. Chamney regresó en calidad de jefe de escuadrón a tiempo de participar en la liberación de Kosovo y en el conflicto de Sierra Leona.

Estuvo en el equipo del SAS que, junto con los paracas, rescató a un grupo de soldados irlandeses capturados por una turba dispuesta a lincharlos en su base en lo más profundo de la selva. Los West Side Boyz, como se hacen llamar los insurgentes puestos de droga hasta las cejas, sufrieron un centenar de bajas en menos de una hora, antes de volver a ocultarse en la espesura de la jungla. En su tercer destino en la base del SAS en Hereford, Chamney había comandado el regimiento con el rango de coronel.

En ese momento controlaba las cuatro unidades reconocidas de las Fuerzas Especiales: el SAS, el Special Boat Service (servicio especial de embarcaciones), el Special Reconnaissance Regiment (regimiento especial de reconocimiento) y el SFSG (grupo de apoyo a las fuerzas especiales).

Debido a la enorme flexibilidad de desplazamientos a que está sujeto todo oficial de fuerzas especiales, durante su destino en Hereford comandó también las unidades de asalto aéreo (paracaidistas) tanto en Gran Bretaña como en Helmand, en Afganistán.

Había oído hablar del Rastreador, sabía que estaba en Inglaterra y conocía el motivo. Aunque la TOSA llevaba la voz cantante, eliminar al Predicador venía siendo una operación conjunta. Aquel individuo había sido el instigador de cuatro asesinatos en suelo británico.

—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó Will tras los saludos de rigor.

El Rastreador se lo explicó. Necesitaba que le hicieran un favor y el asunto era prioritario frente a las cuestiones de seguridad. Chamney le escuchó en silencio, y cuando habló fue directamente al grano.

—¿De cuánto tiempo dispone?

—Sospecho que solo hasta primera hora de mañana. Y hay tres husos horarios entre aquí y Somalia. Ahora allí son las doce del mediodía. O acabamos con el Predicador esta noche o lo perdemos de nuevo, y tal vez para siempre.

—¿Lo está siguiendo con un drone?

—Desde luego. Ahora mismo hay un Global Hawk justo encima de él. Si paran, creo que será toda la noche. Allí tienen doce horas de oscuridad. De seis a seis.

—¿Un misil está descartado?

—Completamente. Hay un agente israelí viajando con él, forma parte de su séquito. Es preciso rescatarlo con vida. Si le ocurriera algo, el Mossad pondría el grito en el cielo. Y me quedo corto.

—No me extraña. Y usted no quiere que se enfaden. Bien, ¿qué es lo que desea de nosotros?

—Los Pathfinder.

El general Chamney alzó lentamente una ceja.

—¿HALO?

—Me temo que es lo único que podría funcionar. ¿Tiene algún equipo de Pathfinder en la zona en estos momentos?

Los Pathfinder es probablemente la unidad menos conocida de todas las fuerzas armadas británicas, y también la menos numerosa: solo treinta y seis comandos homologados. Proceden en su mayoría del regimiento de paracaidistas, una unidad de por sí rigurosamente entrenada, y su adiestramiento posterior raya lo destructivo.

Operan en seis grupos de seis miembros. Incluso contando su unidad de apoyo, no sobrepasan los sesenta hombres. Y son prácticamente invisibles. Suelen actuar muy por delante de las fuerzas convencionales; en 2003, durante la invasión de Irak, estaban situados noventa kilómetros por delante de las unidades de avanzada estadounidenses.

En tierra utilizan Land Rover reforzados y con camuflaje desértico, conocidos como pinkies. Una unidad de combate consta de solo dos pinkies, con tres hombres por vehículo. Su especialidad es lanzarse en paracaídas desde gran altitud y con baja apertura (HALO, las siglas en inglés de High Altitude, Low Opening).

O bien pueden entrar en zona de guerra en HAHO (gran altitud, alta apertura), desplegando sus paracaídas nada más saltar del avión a fin de sobrevolar kilómetros de cúpula arbórea y adentrarse en territorio enemigo; silenciosos, invisibles, toman tierra con el sigilo de un gorrión.

El general Chamney giró un monitor de ordenador hacia él y tecleó durante unos segundos. Luego miró la pantalla.

—Casualmente tenemos una unidad en Thumrait. Haciendo un cursillo de habituación al desierto.

El Rastreador había oído hablar de Thumrait, la base aérea situada en el desierto de Omán. Había servido de escala en la primera invasión de la Irak de Sadam Husein, en 1990-1991. Hizo un cálculo mental. Hasta la enorme base aérea estadounidense de Yibuti, volando en un Hercules C-130, el avión preferido de las Fuerzas Especiales, serían cuatro horas.

—¿Qué clase de autorización necesitaría para prestarle unos Pathfinder al Tío Sam?

—De las más altas esferas —respondió el director—. Yo diría que del primer ministro. Si él dice que sí, es que sí. Pero los demás se limitarían a pasar el asunto a instancias superiores.

—¿Y quién sería el más adecuado para convencer al primer ministro?

—El presidente de Estados Unidos —dijo el general.

—¿Y si lograra convencerle?

—La orden seguiría la cadena de mando habitual: ministro de Defensa, jefe del Estado Mayor de la Defensa, director de Operaciones Militares y, por último, yo. Y yo haré lo necesario.

—Eso podría llevarnos un día entero. No dispongo de tanto tiempo.

El director de las Fuerzas Especiales se quedó pensando.

—Mire, de todos modos los chicos están volviendo a casa. Vía Baréin y Chipre. Podría hacer que vayan a Chipre vía Yibuti. —Consultó su reloj—. Es cerca de la una del mediodía en Somalia. Si despegasen dentro de dos horas, tomarían tierra en Yibuti hacia la puesta de sol. ¿Lo arreglaría usted para que los recibieran y pudieran repostar?

—Desde luego.

—¿Se harían cargo de los gastos?

—Corre de nuestra cuenta.

—¿Podría estar usted allí para informarles, con fotos y objetivos?

—No hay problema. Tengo un Grumman a mi disposición en Northolt.

El general sonrió.

—Eso sí que es volar.

Ambos hombres sabían lo que era viajar horas y horas en los durísimos asientos de aviones de transporte que no dejaban de moverse. El Rastreador se puso de pie.

—Debo irme. Tengo que hacer un montón de llamadas.

—Daré orden de desviar el Hercules —dijo el director—. Y no me moveré de mi despacho. Buena suerte.

Media hora después el Rastreador estaba de vuelta en la embajada. Se dirigió a toda prisa al centro de operaciones y examinó en su monitor las imágenes que estaban grabando desde Tampa. El vehículo técnico del Predicador continuaba dando tumbos por el desierto ocre y marrón. Los cinco hombres que viajaban en la plataforma trasera seguían allí, uno con la gorra de béisbol roja. Consultó su reloj. Las once de la mañana en Londres; las dos de la tarde en Somalia; pero solo las seis de la mañana en Washington. ¡Al cuerno!

Hizo la llamada a Zorro Gris. Al séptimo tono le contestó una voz soñolienta.

—¡¿Que quieres qué?! —gritó Zorro Gris cuando supo lo que su interlocutor pretendía.

—Te lo ruego, solo tienes que pedirle al presidente que le pida al primer ministro británico este pequeño favor. Y que autorice a nuestra base en Yibuti a cooperar en todo.

—Pero tendré que despertar al almirante. —Zorro Gris se refería al comandante en jefe del J-SOC.

—Es marino. No será la primera vez que alguien lo saca de la cama. Ahí pronto serán las siete. El almirante suele levantarse temprano para hacer su rutina de ejercicios. Cogerá el teléfono. Pídele que hable con su amigo de Londres para asegurarnos el favor. Los amigos están para eso, ¿no?

El Rastreador tenía que hacer más llamadas. Primero le dijo al piloto del Grumman que trazara un plan de vuelo desde Northolt hasta Yibuti. Luego llamó a la flota de vehículos en el sótano de la embajada bajo Grosvenor Square y solicitó un coche para Northolt en treinta minutos.

Por último telefoneó a Tampa, Florida. Aunque no era un hacha en electrónica, sabía lo que necesitaba y que era posible conseguirlo. Quería tener línea directa desde la cabina del Grumman con el búnquer que controlaba el Global Hawk que en esos momentos sobrevolaba el desierto somalí. No dispondría de imágenes, pero necesitaba información en tiempo real sobre los movimientos del Land Cruiser y sobre el destino final de su trayecto a través del desierto.

En el centro de comunicaciones de la base de Yibuti quería tener comunicación directa, sonido y visión, con el búnquer en Tampa. Y necesitaba plena colaboración de Yibuti tanto con él como con los paracaidistas británicos que iban a llegar. Gracias a la enorme influencia del J-SOC en las fuerzas armadas estadounidenses, obtuvo todo lo que pedía.

Después de ducharse tras su sesión matutina de ejercicio, el presidente de Estados Unidos aceptó la llamada del comandante en jefe del J-SOC.

—¿Para qué los necesitamos? —fue su pregunta tras escuchar la petición.

—El blanco es uno que usted mismo designó la primavera pasada, señor. El hombre al que llamamos simplemente el Predicador. Ha sido el instigador ocho asesinatos en suelo estadounidense, aparte de la matanza del autobús con personal de la CIA. Ahora sabemos quién es y dónde se encuentra. Pero seguramente lo perderemos en cuanto amanezca.

—Sí, lo recuerdo, almirante. De todos modos no amanecerá hasta dentro de casi veinticuatro horas. ¿No podemos enviar allí a los nuestros?

—En Somalia está anocheciendo en estos momentos, señor. El comando británico se encuentra casualmente en el escenario de las operaciones. Estaban en un cursillo de adiestramiento cerca de allí.

—¿Y por qué no utilizar un misil?

—El Predicador tiene en su grupo a un agente de una potencia amiga.

—Así que ha de hacerse cuerpo a cuerpo, ¿no?

—Me temo que sí, señor. Al menos es lo que afirma nuestro hombre sobre el terreno.

El presidente dudó. Como político que era, sabía que todo favor exige ser devuelto tarde o temprano.

—Está bien —dijo—. Haré la llamada.

El primer ministro británico estaba en su despacho de Downing Street. Era la una del mediodía. Tenía por costumbre tomar un almuerzo ligero, una ensalada, antes de cruzar Parliament Square para ir a la Cámara de los Comunes. Una vez allí no habría modo de contactar con él. Su secretario privado recibió la llamada en la centralita de Downing Street, cubrió el auricular con la mano y dijo:

—El presidente de Estados Unidos.

Se conocían bien y mantenían cierta relación personal, cosa que sin ser determinante sí resultaba extremadamente útil. Sus esposas eran mujeres con clase y ambos tenían hijos pequeños. Hubo el intercambio habitual de saludos y preguntas acerca de los respectivos seres queridos. En Londres y en Washington, agentes invisibles grababan cada palabra.

—David, tengo un favor que pedirte.

—Adelante.

El presidente solo necesitó media docena de frases. Era una petición extraña y pilló desprevenido al premier británico. La llamada estaba sonando a través de altavoces; el secretario de Estado, el funcionario profesional más importante del país, miró de reojo a su superior. Los burócratas detestan las sorpresas. Había que meditar las posibles consecuencias. Lanzar un comando Pathfinder sobre un país extranjero podía considerarse una acción de guerra. Pero ¿y quién gobernaba el desierto somalí? Nadie digno de ser nombrado. Levantó un dedo en señal de advertencia.

—Tendré que hablarlo. Dentro de veinte minutos te llamo. Palabra de boy scout.

—Esto podría ser muy peligroso, señor —advirtió al premier el secretario de Estado.

No se refería a que fuera peligroso para los Pathfinder, sino a las repercusiones internacionales.

—Ponme, por este orden, con el jefe del Estado Mayor de la Defensa y con el jefe del MI6.

El militar profesional fue el primero en responder.

—Sí, conozco el problema y estoy al corriente de la petición —dijo—. Will Chamney me lo ha contado hace una hora.

Suponía que el primer ministro sabría quién era el actual director de las Fuerzas Especiales.

—Bien, ¿cree que podemos hacerlo?

—Desde luego que podemos. Siempre que les expliquemos muy bien las cosas antes de lanzarlos. De eso se encargarán nuestros primos americanos. Aunque si tienen a un drone allá arriba, se supone que estarán viendo el blanco con toda claridad.

—¿Dónde se encuentran ahora los Pathfinder?

—Sobrevolando Yemen. A dos horas escasas de la base estadounidense de Yibuti. Allí es donde tomarán tierra y repostarán. Luego se les facilitarán todos los detalles de la operación. Si el joven oficial al mando lo ve claro, se comunicará con Will en el cuartel de Albany para pedir luz verde. Y solamente puede darla usted, primer ministro.

—Tendré que hacerlo en menos de una hora. Es decir, tendré que tomar una decisión política; la decisión técnica depende de ustedes los profesionales. Necesito hacer dos llamadas y luego me pondré en contacto otra vez.

El hombre del SIS —también llamado MI6 o simplemente el Seis— con el que habló no era el jefe del servicio secreto, sino Adrian Herbert.

—El jefe está fuera del país, primer ministro, pero yo llevo unos meses gestionando este asunto con nuestros amigos estadounidenses.

—¿Sabe lo que nos piden? Que les prestemos una unidad de Pathfinder.

—Sí, lo sé —dijo Herbert.

—¿Y eso?

—Hacemos escuchas en todo momento, primer ministro.

—¿Y sabía que los estadounidenses no pueden utilizar un misil porque hay un agente occidental en el séquito de ese cabrón?

—Sí.

—¿Es de los nuestros?

—No.

—¿Algo más que yo deba saber?

—Cuando anochezca probablemente habrá también por allí un marino mercante sueco, un rehén.

—¿Y usted cómo demonios lo sabe?

—Es nuestro trabajo, primer ministro —respondió Herbert, tomando mentalmente nota de darle una prima extra a la señora Bulstrode.

—¿Se puede hacer? Quiero decir, rescatar a los dos. Apartarlos del blanco.

—Eso es cosa de los militares. Tenemos que dejarlo en sus manos.

El premier británico no era un político que careciera de vista para sacar partido de las situaciones. Si los Pathfinder ayudaban al sueco a salir del atolladero somalí, el país escandinavo les estaría muy agradecido. Un agradecimiento que bien podría llegar hasta el mismísimo rey Carlos Gustavo, quien a su vez quizá se lo mencionara a la reina Isabel. Y todos tan contentos: eso no haría daño a nadie.

—Daré luz verde, siempre y cuando los militares consideren que la misión es factible —dijo el primer ministro británico al jefe del Estado Mayor de la Defensa minutos más tarde.

Luego llamó al Despacho Oval.

—De acuerdo —dijo al presidente de Estados Unidos—. Si los militares dicen que se puede hacer, cuenta con los Pathfinder.

—Muchas gracias, esto no lo olvidaré —respondió el inquilino de la Casa Blanca.

Mientras los mandatarios colgaban el teléfono en Londres y Washington, el birreactor Grumman entraba en el espacio aéreo egipcio. Cruzaría Egipto y Sudán, y después descendería sobre Yibuti.

Fuera, a casi diez mil metros de altitud, el cielo era todavía azul, pero hacia el oeste, el sol parecía una bola de fuego sobre el horizonte. Pronto se pondría a ras del suelo en territorio somalí. Una voz procedente de Tampa sonó en los cascos del Rastreador.

—Se han detenido, coronel. El vehículo técnico ha entrado en una aldea en el quinto infierno, a medio camino entre la costa y la frontera de Etiopía. No son más que una docena, quizá veinte casas de adobe, algunos arbustos y unas cuantas cabras. Ni siquiera nos consta que tenga nombre.

—¿Seguro que no continúan camino?

—Diría que no. Están bajando y desperezándose. Veo a uno del grupo clave hablando con un par de aldeanos. Y al de la gorra de béisbol. Ahora se la está quitando. Espere, se acercan otros dos vehículos técnicos por el norte. Y el sol está a punto de ponerse.

—Fija el GPS en esa aldea. Antes de pasar a infrarrojos consígueme una serie de imágenes a distintas escalas aprovechando la última luz, desde todos los ángulos posibles, y las envías a la sala de comunicaciones en la base de Yibuti.

—Eso está hecho, señor. A la orden.

El copiloto intervino desde la cabina de vuelo.

—Coronel, acabamos de recibir una llamada de Yibuti. Un Hercules C-130 británico con distintivo de la RAF acaba de aterrizar procedente de Omán.

—Diga a Yibuti que los traten bien y que les proporcionen combustible para el Hercules. Y diga a los británicos que yo no tardaré en llegar. A propósito, ¿cuánto falta para que tomemos tierra?

—Hemos dejado atrás El Cairo, señor. Quedan unos noventa minutos para aterrizar.

Y fuera el sol se puso. En cuestión de minutos, la República de Sudán del Sur, el este de Etiopía y toda Somalia quedaron envueltos en una noche sin luna.