El Predicador se encontraba en su estudio, dentro del recinto de Marka, reflexionando acerca de su enemigo. No era ningún estúpido y sabía que tenía uno, dondequiera que estuviese. Prueba de ello era el espurio sermón con el que había logrado desacreditarlo ante la comunidad musulmana.
Durante diez años se había esmerado en ser el más escurridizo de los terroristas. Había cambiado a menudo de refugio en las montañas del norte y el sur del Waziristán. Había utilizado otros nombres y alterado su aspecto. Había prohibido que se le acercasen cámaras de cualquier tipo.
A diferencia de la docena o más de terroristas que ya habían sido asesinados, él nunca había utilizado un móvil, pues conocía hasta qué punto los estadounidenses eran capaces de captar hasta el más pequeño susurro en el ciberespacio, localizar el origen aunque se tratara de una choza perdida en el monte y reducirla a cenizas junto con sus ocupantes.
Con una sola excepción, de la que se lamentaba amargamente en ese momento, nunca había enviado un email desde su lugar de residencia. Siempre había hecho transmitir sus sermones de odio desde puntos muy alejados de donde vivía.
Sin embargo, alguien le había descubierto. El actor del sermón fingido era prácticamente idéntico a él. Y ese hombre que se parecía tanto a él y hablaba exactamente como él había proclamado su verdadero nombre, así como el alias que utilizara como verdugo en el Khorasan.
No sabía cómo, por qué ni quién le había traicionado, pero tenía que aceptar la posibilidad de que su enemigo hubiera descubierto la verdadera IP de su ordenador en Kismayo. No entendía cómo podía haberlo hecho, ya que el Troll le había asegurado que eso era imposible. Pero el Troll estaba muerto.
Conocía los drones. Había leído en publicaciones occidentales lo que eran capaces de hacer. Con todo, ciertos detalles jamás habían sido divulgados, ni siquiera en revistas técnicas. Debía suponer, pues, que lo habían localizado y que, allá en lo alto, invisible, inaudible, había un artilugio sobrevolando y observando su pueblo, incluso el recinto donde se escondía.
Todo ello le había llevado a convencerse de que era preciso cortar de raíz con su vida actual y desaparecer una vez más. Pero entonces apareció Jamma desde Kismayo con un mensaje de su amigo Mustafa y la situación cambió por completo. Tenía que ver con cincuenta millones de dólares. Hizo venir a su antiguo secretario, el sustituto del Troll.
—Jamma, hermano —le dijo—, estás cansado. Ha sido un viaje muy largo. Descansa, duerme, come bien. No vas a regresar a Kismayo. Abandonamos ese puesto. Pero tengo preparado otro viaje para ti. Mañana, o quizá pasado mañana.
Zorro Gris estaba perplejo. Se le notó en la voz cuando se comunicó por la línea segura entre la TOSA y el centro de operaciones del Rastreador en la embajada de Estados Unidos en Londres, en Grosvenor Square.
—¿Pretendes acelerar la comunicación entre el colaborador paquistaní y su colega en Marka?
—Desde luego. ¿Por qué lo dices? —preguntó el Rastreador.
—Eso que Dardari ha estado enviando al Predicador. Eso lo ha sacado de algún abogado de medio pelo en una cena en Belgravia.
El Rastreador meditó su respuesta. No es lo mismo mentir que, como lo expresó un antiguo ministro británico, «ser parco con la verdad»; hay una sutil diferencia.
—Sí, es lo que Dardari parece estar diciendo.
—¿Y los británicos qué opinan?
—Que ese cabrón se dedica a pasar rumores a su amigo del sur desde su casa en Londres —contestó el Rastreador ajustándose bastante a la verdad—. Por cierto, ¿los de arriba siguen empeñados en negarse a mis peticiones?
Quería cambiar de tema. Naturalmente, Mustafa Dardari no estaba enviando mensajes desde Londres sino contemplando la lluvia allá en Caithness, vigilado por tres excomandos.
—Así, es, Rastreador. Nada de misiles porque el agente Ópalo está allí. Y nada de desembarcos. Y nada tampoco de ataques con helicóptero desde nuestra base en Mogadiscio. Imagínate que un lanzagranadas enemigo hace blanco en un helicóptero lleno de muchachos de la Delta Force, y ya tenemos armada otra catástrofe somalí. Busca alguna otra manera.
—A la orden, jefe —dijo el Rastreador antes de colgar.
El Predicador acertaba al pensar que su ordenador de Kismayo había quedado inutilizado debido a una serie de transmisiones secretas. Sin embargo, no podía saber que su aliado en Londres, su amigo de adolescencia y financiador secreto, había sido desenmascarado. También ignoraba que el código de los precios de frutas y verduras que protegía sus comunicaciones había sido descifrado. Saltándose de nuevo las normas de seguridad, envió un mensaje a Dardari desde Marka… que fue interceptado y desencriptado.
—¿Coronel Jackson?
—Sí, Ariel.
—Se ha producido un intercambio muy extraño entre Marka y Londres.
—Tú sabrás, Ariel. Los mensajes los envías tú en nombre de Dardari.
—Ya, pero es que Marka acaba de responder. Le pide a su amigo que le preste un millón de dólares.
Debería haberlo previsto. Desde luego, el presupuesto daba para eso y más. Un millón era una pequeñísima parte de lo que costaba un solo misil. Pero ¿por qué malgastar el dinero del contribuyente?
—¿Especifica cómo quiere que le envíe ese millón?
—A través de Dahabshiil, que no tengo ni idea de qué es.
El Rastreador asintió; él sí lo sabía. Basado en la antiquísima figura del hundi, un método astuto, seguro y que no dejaba apenas rastro.
El terrorismo cuesta dinero, gran cantidad de dinero. Detrás de los títeres que hacen estallar las bombas, a menudo poco más que niños, están sus jefes inmediatos, por lo general hombres maduros que no tienen la menor intención de morir. Detrás de estos se encuentran los caciques, y por último están los que financian los atentados, gente que suele llevar una vida de aparente respetabilidad.
Las agencias antiterroristas han encontrado un auténtico filón siguiendo el rastro del papel desde una cuenta bancaria operativa hasta la fuente original. Y es que los movimientos de dinero dejan una pista de papel. No así el hundi, un sistema que, en Oriente, se remonta a muchos siglos de antigüedad.
Todo empezó porque en aquel entonces mover dinero o riquezas a través de un territorio repleto de bandidos era demasiado peligroso si no se contaba con un pequeño ejército. Así pues, el hundi recibe el dinero en el país A y autoriza a un pariente suyo a desembolsar esa misma cantidad —restando la comisión— al beneficiario en el país B. Nada de mover capital a través de fronteras; basta con una simple llamada o un breve e-mail, eso sí, codificados.
Dahabshiil se fundó en Burco, Somalia, en 1970, y su sede central se encuentra actualmente en Dubai. En lengua somalí significa «fundidor de oro», y básicamente lo que hace es remitir a las respectivas familias el dinero ganado por los cientos de miles de somalíes que trabajan en el extranjero. Gran parte de la diáspora somalí reside en Gran Bretaña, lo cual explica que haya una floreciente oficina de Dahabshiil en Londres.
—¿Podrías entrar en el sistema bancario de Dardari? —preguntó el Rastreador.
—No veo por qué no, coronel. ¿Puede darme un día?
Ariel volvió al séptimo cielo de su monitor y empezó a hurgar en las inversiones del magnate paquistaní y en su manera de hacerlas. Eso lo llevó a una serie de cuentas en paraísos fiscales, y más concretamente a la que Dardari tenía en Gran Caimán. La cuenta estaba protegida por complejos y sofisticados cortafuegos. Desde su desván en Virginia, el adolescente con síndrome de Asperger empleó diez horas en penetrar en el sistema, transfirió un millón de dólares a la cuenta personal de Dardari en Londres y salió sin dejar otro rastro que la confirmación de que el magnate en persona había hecho legítimamente la transferencia.
La transferencia desde el banco londinense hasta la oficina de Dahabshiil en la misma capital británica fue pura formalidad; incluía los detalles del beneficiario, los que el Predicador había escrito en el correo electrónico que Ariel había interceptado y luego descodificado. La correduría somalí advirtió de que iba a llevar unos cuantos días reunir semejante cantidad de dólares estadounidenses en el país de llegada. Y, sí, tenían sucursal en Marka.
Fort Meade y Cheltenham interceptaron y archivaron debidamente esas comunicaciones, pero no tenían más datos que la suposición de que era Dardari quien enviaba y recibía los mensajes. Y sus instrucciones, como ha quedado dicho, eran estar a la escucha pero sin interferir.
—Jamma, voy a encomendarte una tarea muy delicada. Solo puede llevarla a cabo un somalí, porque en la operación intervendrán personas que no hablan otro idioma.
Pese a su gran sofisticación, la tecnología occidental rara vez logra interceptar a un emisario personal. Durante diez años Osama bin Laden, que no vivía en una cueva sino en una serie de pisos francos, se comunicó con sus partidarios en todo el mundo sin emplear ni una sola vez un teléfono móvil y libre de oídos ocultos. Siempre recurrió a mensajeros personales. Fue el último de ellos, Al-Kuwaiti, quien sería desenmascarado y cuyo rastreo condujo finalmente a sus denodados perseguidores a localizar a Bin Laden en un complejo en la población de Abbottabad.
El Predicador se plantó delante de Jamma y le recitó el mensaje en árabe. Jamma lo tradujo mentalmente al somalí, repitiéndolo varias veces hasta conseguir una versión exacta. Luego escogió a un guardaespaldas paquistaní y se puso en camino.
Era la misma camioneta pickup con la que había llegado de Kismayo dos días atrás. Desde las alturas, ojos extranjeros observaron cómo antes de partir llenaban la trasera de bidones de plástico con combustible de repuesto.
Desde el búnquer a las afueras de Tampa vieron cómo en Marka tapaban los bidones con una lona, pero esa era una precaución normal. Luego dos hombres se subieron a la cabina; no eran el Predicador embozado en su túnica ni el joven flaco de la gorra de béisbol roja. La camioneta puso rumbo a Kismayo y el sur del país. Cuando quedó fuera de su campo visual, el Global Hawk recibió instrucciones de seguir vigilando el recinto. Entonces la camioneta se detuvo; los hombres retiraron la lona y pintaron de negro el techo de la cabina. Camuflada de esa guisa, la camioneta bordeó Marka por el oeste y se encaminó hacia el norte. Se ponía el sol cuando dejó atrás el enclave de Mogadiscio y continuó hacia Puntland y sus numerosas guaridas de piratas.
Por caminos llenos de baches y roderas, conduciendo a menudo por desiertos de afiladas rocas, repostando y cambiando neumáticos, el viaje hasta Garacad duró dos días.
—Señor Gareth, soy yo.
Ali Abdi telefoneaba desde Garacad. Parecía muy nervioso. Gareth Evans estaba cansado y tenso. El agotador esfuerzo de intentar negociar con gente desprovista del más mínimo sentido de la prisa, por no decir del tiempo, siempre era extenuante para un europeo. De ahí que los buenos negociadores de rescates fueran escasos y se les pagara muy bien.
Por otro lado, Evans estaba sometido a constante presión por parte de Harry Andersson, que le llamaba a diario, incluso varias veces el mismo día, preguntando si tenía noticias de su hijo. Evans había intentado explicarle que el menor asomo de nerviosismo, y no digamos de desesperación, por parte de Londres complicaría las cosas todavía más. El multimillonario sueco era un hombre de negocios, y esa faceta de su persona aceptaba el razonamiento de Evans. Pero era también padre, de modo que las llamadas se sucedían sin tregua.
—Buenos días, amigo mío —dijo Evans, aparentando calma—. ¿Qué dice su jefe en este bonito y soleado día?
—Creo que pronto llegaremos a un acuerdo, señor Gareth. Estamos dispuestos a aceptar siete millones de dólares. —Y luego añadió—: Hago todo lo que puedo.
Fue un comentario que, aun si estaban siendo escuchados por algún somalí de habla inglesa, no resultaba sospechoso. Evans entendió lo que quería decir: el negociador de Al-Afrit trataba de ganarse su segundo soborno de un millón. Pero, claro, la palabra «prisa» tiene dos significados muy distintos según se esté al norte o al sur del Mediterráneo.
—Me parece muy bien, señor Abdi, pero con eso no basta —dijo Evans.
Solo dos días atrás la oferta mínima aceptable para Al-Afrit había sido de diez millones. Evans había ofrecido tres. Sabía que Andersson habría aceptado los diez sin pestañear. Pero también que eso habría despertado muchas señales de alarma en Somalia, donde eran conscientes de que cuatro o cinco millones era un precio de rescate aceptable.
Si los europeos cedían de un día para otro estarían demostrando pánico, lo cual probablemente haría ascender de nuevo el precio a quince millones.
—Mire, señor Abdi, me he pasado casi toda la noche al teléfono con Estocolmo y mis jefes han accedido, aunque de muy mala gana, a ingresar cuatro millones de dólares en la cuenta internacional de su jefe antes de sesenta minutos: el Malmö debe levar anclas una hora más tarde. Es una muy buena oferta, amigo mío. Creo que ambos lo sabemos, y estoy seguro de que su jefe lo verá así también.
—Le pasaré inmediatamente la nueva oferta, señor Gareth.
Después de colgar, Gareth Evans reflexionó sobre el historial de negociaciones exitosas con piratas somalíes. A los no iniciados podía sorprenderles que se transfiriera dinero a una cuenta sin que el barco hubiera sido liberado: ¿qué impedía a los piratas quedarse con el rescate y seguir reteniendo a la tripulación?
Pero he aquí lo raro: de los ciento ochenta acuerdos escritos e intercambiados vía fax o email entre negociadores, todos debidamente firmados por las partes interesadas, solo en tres casos los somalíes habían roto su palabra.
De hecho, los piratas de la zona de Puntland tenían claro que se dedicaban a eso solo por el dinero. No necesitaban los barcos, no querían cargamentos ni prisioneros. Su industria, por llamarla así, se habría venido abajo si hubieran faltado a su palabra una y otra vez. Podían ser caprichosos y despiadados, pero el interés personal era el interés personal y eso primaba por encima de todo lo demás.
En condiciones normales. Lo cual no era el caso. De las tres excepciones señaladas, en dos de ellas el protagonista había sido Al-Afrit. Tenía una infame reputación, lo mismo que su clan. Él era de los sacad, un subclan de la tribu habar gidir. Farrah Aidid, el brutal señor de la guerra que provocó la intervención norteamericana en Somalia en 1993 al robar ayuda humanitaria destinada a paliar el hambre, el mismo que abatió el famoso Blackhawk, mató a los rangers y arrastró sus cuerpos por las calles, era un sacad.
En sus conversaciones privadas vía satélite, Ali Abdi y Gareth Evans se habían puesto de acuerdo en fijar un tope de cinco millones de dólares siempre y cuando el viejo monstruo del fortín de adobe accedía a pagar, sin sospechar que su propio negociador había sido sobornado. Cinco millones, de todos modos, era una cifra perfectamente aceptable por ambas partes. Los dos millones extra que pagaría Harry Andersson para sobornar a Abdi solo tenían como objetivo reducir sustancialmente la demora en la medida de lo posible.
A bordo del Malmö y bajo el achicharrante sol africano, el mal olor empezaba a notarse. La comida de los europeos se había terminado, ya fuese por haber sido consumida o por haberse echado a perder al desconectar los congeladores para ahorrar combustible. Los guardias somalíes subieron cabras vivas a bordo y las mataron en la misma cubierta.
El capitán Eklund habría ordenado lavar las cubiertas a manguerazos, pero las bombas eléctricas que impulsaban los chorros funcionaban con carburante, lo mismo que el aire acondicionado, de modo que la tripulación tuvo que coger agua del mar con cubos y utilizar escobas.
Por fortuna el mar era un hervidero de peces, atraídos por los despojos de las cabras sacrificadas a bordo. A europeos y filipinos les gustaba el pescado fresco, pero la dieta empezaba a resultar monótona.
Habían tenido que recurrir a lavarse con agua salada después de que las duchas dejaran de funcionar; el agua dulce era oro líquido, utilizada solo para beber, y aun así de sabor repugnante a causa de las tabletas purificadoras. El capitán se alegraba de que de momento no hubiera ningún enfermo grave; únicamente habían tenido algún caso de diarrea.
Pero no sabía cuánto podrían durar así. Muchas veces los somalíes ni se molestaban en levantar el trasero por encima de la borda cuando se ponían a defecar. Después los filipinos, lógicamente furiosos, tenían que barrerlo todo hacia los imbornales bajo aquel insoportable calor.
El capitán Eklund ni siquiera podía hablar ya con Estocolmo. Habían desconectado su teléfono vía satélite siguiendo instrucciones de aquel a quien él llamaba «ese pequeño cabrón del traje». Ali Abdi no quería interferencias por parte de aficionados en sus delicadas negociaciones con la oficina de Chauncey Reynolds.
En todo ello pensaba el marino sueco cuando su segundo dio la voz de que se aproximaba una embarcación. Agarró los prismáticos y divisó el dhow, y en su popa al peripuesto hombrecillo de la sahariana. Se alegraba de la visita. Así podría preguntar una vez más cómo estaba el cadete de marino mercante llamado Carlsson. En todo aquel entorno, Eklund era el único que conocía la verdadera identidad del muchacho.
Lo que no sabía era que al chaval le habían pegado una paliza de muerte. Abdi se limitó a decirle que Ove Carlsson se encontraba bien, que seguía retenido en la fortaleza pero únicamente para garantizar el buen comportamiento del resto de la tripulación. El capitán Eklund le rogó que lo dejaran volver al barco, pero fue en vano.
Mientras el señor Abdi se encontraba a bordo del Malmö, una camioneta polvorienta accedía al patio de la fortaleza situada a las afueras de Garacad. Dentro iban un gigantón paquistaní que no hablaba somalí ni inglés, y otro hombre.
El primero se quedó en el vehículo. El otro fue llevado a presencia de Al-Afrit, que enseguida reconoció a un miembro del clan harti darod, lo cual quería decir Kismayo. Al señor de la guerra, un sacad, le caían mal los harti y los somalíes del sur en general.
Aunque estrictamente hablando era musulmán, Al-Afrit no pisaba casi nunca la mezquita y raras veces se le veía orar. En su fuero interno consideraba que todos los meridionales pertenecían a Al-Shabab y que estaban chiflados. Ellos torturaban por Alá; él, por gusto.
El visitante se presentó como Jamma e hizo las reverencias propias de quien se halla en presencia de un cacique. Dijo estar allí en calidad de emisario personal de un jeque de Marka y que traía una propuesta que solamente el señor de la guerra de Garacad debía escuchar.
Al-Afrit nunca había oído hablar de un predicador yihadista llamado Abu Azzam. Tenía un ordenador que solo los más jóvenes de su séquito sabían manejar, pero aunque él hubiera sido un experto en informática jamás se le habría ocurrido mirar una página web yihadista. No obstante, escuchó con creciente interés.
De pie ante Al-Afrit, Jammal recitó el mensaje que se había aprendido de memoria. Empezaba con el habitual despliegue de saludos antes de pasar al asunto propiamente dicho. Cuando Jamma terminó de hablar, el viejo sacad se lo quedó mirando durante dos largos minutos.
—¿Quiere que lo mate? ¿Que lo degüelle? ¿Delante de una cámara? ¿Para mostrárselo al mundo entero?
—Sí, jeque.
—¿Y me paga un millón de dólares? ¿En metálico?
—Sí, jeque.
Al-Afrit consideró la situación. Matar al infiel blanco…, bueno, eso lo podía entender. Pero mostrar al mundo occidental lo que había hecho, eso era una locura. Los infieles, los kuffar, se le echarían encima para vengar a la víctima, y tenían muchas armas. Él secuestraba barcos y exigía rescates, pero no estaba tan loco como para provocar a todo el mundo infiel con un crimen de sangre.
Al final tomó una decisión: demorar la decisión. Dio instrucciones de que llevaran a sus invitados a un lugar donde pudieran descansar y que se les proporcionara comida y agua. Cuando Jamma se hubo ido, ordenó que les quitaran las llaves de su vehículo, así como cualquier arma o aparato telefónico. Él llevaba siempre encima un puñal curvo, una jambiya, remetido en el fajín, pero no le gustaba que nadie tuviera armas cerca de él.
Ali Abdi regresó del Malmö una hora más tarde, pero como había estado ausente no vio llegar la pickup ni a sus dos ocupantes, uno de los cuales era portador de una estrafalaria proposición.
Su principal cometido era atender las conversaciones telefónicas previamente acordadas con su homólogo Gareth Evans, pero como Londres estaba a tres husos horarios del Cuerno de África, se llevaban a cabo cuando en Garacad era media mañana. Así que el día siguiente no salió temprano de su habitación.
Por ese motivo no se encontraba presente cuando, poco después de amanecer, Al-Afrit dio prolijas instrucciones a uno de sus hombres de confianza, un salvaje tuerto llamado Yusuf, y tampoco vio cómo la camioneta con el techo de la cabina pintado de negro abandonaba el patio una hora después.
Había oído hablar vagamente de un fanático yihadista que exhortaba al asesinato y el odio a través de internet, pero no sabía nada de que hubiera sido desacreditado ni tampoco de sus reiteradas protestas alegando que había sido vilmente difamado mediante un complot kuffar. Abdi, al igual que Al-Afrit aunque por diferentes razones, detestaba a los salafistas, los yihadistas y demás extremistas radicales, y observaba tan poco las normas islámicas como era posible hacerlo.
Cuando se encontraron para la entrevista matutina, le sorprendió encontrar a su jefe de un humor razonablemente bueno. Tanto, que Abdi le sugirió la posibilidad de reducir sus exigencias de siete millones a seis, con lo que el asunto quedaría prácticamente zanjado. Y el jefe de clan accedió.
Cuando Abdi habló con Gareth Evans, estaba exultante. A punto estuvo de decir «Ya casi lo tenemos», pero comprendió a tiempo que eso podía interpretarse como que ambos negociadores se habían conchabado para conseguir un precio. Una semana más, se dijo, quizá solo cinco días, y aquel monstruo dejaría zarpar al Malmö.
Además, saber que se había asegurado otro millón le hizo sentirse más cerca de un muy confortable retiro en algún paraje civilizado.
El Rastreador empezaba a estar preocupado. En terminología de pescadores, había lanzado al agua un anzuelo con exceso de cebo, confiando en que picara un pez monstruoso. Pero el corcho estaba inmóvil; ni siquiera se balanceaba.
Desde su despacho en la embajada mantuvo una comunicación en tiempo real con el búnquer cercano a Tampa, donde un suboficial de la Fuerza Aérea, columna de control en mano, «pilotaba» un Global Hawk a gran altura sobre un recinto de la localidad somalí de Marka. Podía ver lo que podía ver el sargento mayor: un silencioso grupo de tres casas rodeadas por un muro en una calle estrecha y abarrotada, al final de la cual había un mercado de fruta.
Pero dentro del recinto no se apreciaban señales de vida. No salía ni entraba nadie. El Hawk no solamente tenía ojos, sino también oídos. Podía oír hasta el más mínimo susurro electrónico procedente de aquel recinto; si un ordenador o un teléfono móvil lanzaban una palabra al ciberespacio, el drone la captaba. Y otro tanto la NSA desde Fort Meade, con sus satélites en el espacio interior.
Sin embargo, toda esa tecnología estaba siendo burlada. El Rastreador no había visto cómo la camioneta de Jamma cambiaba su apariencia con un techo negro y luego daba media vuelta para dirigirse al norte en vez de al sur. Tampoco sabía que la camioneta estaba regresando a Marka. No podía saber que el pez había picado, que se había sellado un pacto entre el sádico de Garacad y un paquistaní desesperado en Marka. En términos de la peculiar filosofía de Donald Rumsfeld, se enfrentaba a lo desconocido que desconocemos.
Solo podía hacer conjeturas, y lo que sospechaba era que estaba perdiendo la partida, que los bárbaros eran más listos que él. Entonces sonó el teléfono de la línea segura.
Era el sargento mayor Orde desde Tampa.
—Coronel, señor, un vehículo técnico se acerca al objetivo.
El Rastreador volvió a su monitor. El recinto ocupaba el centro de la pantalla, más o menos una cuarta parte del espacio. Una camioneta pickup estaba detenida frente a la entrada. El techo de la cabina era negro. No reconoció el vehículo.
Alguien ataviado con una dishdasha blanca salió de una de las casas laterales, cruzó el patio de arena y abrió la cancela. La camioneta entró en el recinto. La puerta se cerró. Tres figuras diminutas bajaron del vehículo y se metieron en la casa principal. El Predicador tenía visita.
El Predicador recibió al trío en su despacho e hizo salir al guardaespaldas. Ópalo presentó al emisario procedente del norte. El sacad, Yusuf, lanzó una mirada furibunda con su ojo bueno. Él también había memorizado sus instrucciones. El Predicador le indicó con un gesto que podía empezar. Las condiciones de Al-Afrit eran escuetas y claras.
Estaba dispuesto a intercambiar a su joven rehén sueco por un millón de dólares en efectivo. Su siervo Yusuf vería y contaría el dinero antes de comunicárselo a su amo.
Por lo demás, Al-Afrit no entraría en territorio de Al-Shabab. El intercambio se haría en la frontera. Yusuf conocía el lugar y se ocuparía personalmente de guiar hasta allí a los vehículos con el dinero y los guardias. La delegación del norte acudiría a la cita con el prisionero.
—¿Y dónde es el lugar de reunión? —preguntó el Predicador.
Yusuf se limitó a mirarlo y a negar con la cabeza.
El Predicador había conocido a hombres como aquel en las tribus de los territorios fronterizos de Pakistán, entre los patanes. Ya podía hacer que le arrancaran las uñas de los dedos de manos y pies, que el hombre se iría a la tumba sin hablar. Asintió con una sonrisa.
Sabía que ningún mapa mostraba una frontera real entre el norte y el sur, pero la cartografía era para los kuffar. La gente de las tribus llevaba el mapa en la cabeza. Sabían el punto exacto donde, una generación antes, dos clanes habían peleado a muerte por la propiedad de un camello. Sabían que si un miembro del clan enemigo cruzaba la línea, era hombre muerto. No necesitaban mapas del hombre blanco.
El Predicador sabía también que podían tenderle una emboscada para robarle el dinero. Ahora bien, ¿qué sentido tenía? El cacique de Garacad obtendría igualmente su dinero, ¿y para qué iba a querer al cadete sueco? Solamente él, el Predicador, conocía el extraordinario valor del joven marino de Estocolmo, porque su buen amigo Dardari se lo había contado. Y esa inmensa suma de dinero le restituiría su fortuna y su reputación, incluso entre el supuestamente devoto Al-Shabab. Tanto en el norte como en el sur, el dinero mandaba. Y cómo.
Alguien llamó a la puerta.
Había otro vehículo en el exterior del recinto, esta vez un pequeño turismo. A más de quince mil metros de altura, el Hawk giró y prosiguió con su vigilancia. La misma figura vestida de blanco cruzó el patio de arena y habló unos instantes con el conductor. En Tampa y en Londres, los norteamericanos observaban.
El coche no entró en el patio. Alguien entregó un maletín grande a cambio de una firma. El hombre de blanco se dirigió hacia la casa principal.
—Seguid al coche —dijo el Rastreador.
El perímetro del recinto desapareció por un costado de la pantalla mientras la cámara seguía al turismo desde la estratosfera. Al cabo de poco más de un kilómetro, el coche se detuvo frente a un pequeño bloque de oficinas.
—Primer plano. Quiero ver bien ese edificio.
El bloque de oficinas fue haciéndose cada vez más grande. En Marka el sol estaba alto y no había apenas sombras. Estas aparecerían alargadas y negras, cuando el sol empezara a ponerse sobre el desierto. Verde claro y verde oscuro; un logotipo y una palabra que empezaba por D en alfabeto romano. Dahabshiil. El dinero había llegado y fue entregado. La vigilancia desde las alturas volvió al recinto del Predicador.
Fajo a fajo, los billetes de cien dólares fueron extraídos del maletín y colocados sobre la larga mesa de madera bruñida. Por muy lejos que estuviera de sus orígenes en Rawalpindi, el Predicador no había perdido el gusto por el mobiliario tradicional.
Yusuf había anunciado que tenía que contar el dinero del rescate. Jamma iba traduciendo del árabe al somalí, lo único que hablaba Yusuf. Por su parte, Ópalo, que había traído el maletín, permaneció en la estancia como uno de los dos secretarios privados. Al ver a Yusuf un tanto incómodo con el recuento, Ópalo le preguntó en somalí:
—¿Te ayudo?
—¡Perro etíope! —le espetó el sacad—. Me basto solo.
Tardó dos horas. Luego soltó un gruñido y dijo:
—Tengo que hacer una llamada.
Jamma tradujo. El Predicador asintió con la cabeza. Yusuf sacó un móvil de entre sus ropajes e intentó llamar, pero dentro de aquellas gruesas paredes no había cobertura. Fue al exterior, escoltado.
—En el patio hay un tipo hablando por un móvil —dijo desde Tampa el sargento mayor Orde.
—Pínchalo, necesito saber qué dice —ordenó el Rastreador.
La llamada sonó en un fortín de adobe cerca de Garacad. Fue una conversación extremadamente breve. Cuatro palabras desde Marka, y cuatro en respuesta. Luego la comunicación se cortó.
—¿Y bien? —dijo el Rastreador.
—Era en somalí.
—Pregunta a la NSA.
Unos mil quinientos kilómetros al norte, en Maryland, un somalí americano se quitó los auriculares de las orejas antes de hablar.
—Uno ha dicho: «Los dólares han llegado». Y el otro ha contestado: «Mañana por la noche».
Tampa llamó al Rastreador a Londres.
—Tenemos los dos mensajes —le informaron los técnicos de interceptación—. Pero utilizaban una red de móviles local, Hormud. Sabemos dónde está el que habló primero: en Marka. Pero no sabemos quién o desde dónde respondió.
Tranquilos, pensó el Rastreador. Yo sí lo sé.