Gareth Evans vivía, prácticamente en el bufete. Habían instalado una cama plegable para él en la sala de operaciones. Disponía del cuarto de baño adjunto, que tenía ducha, lavabo e inodoro. Se alimentaba de platos preparados que se hacía subir de la tienda de la esquina. Había dejado de regirse por el procedimiento habitual de conferencias a horas convenidas con su homólogo somalí. Necesitaba estar en todo momento en la sala de operaciones por si Abdi, siguiendo su consejo, le llamaba desde el desierto. Debían de tenerle bastante controlado. Y, poco antes del mediodía, el teléfono sonó. Era Abdi.
—¿Señor Gareth? Soy yo. He encontrado un teléfono vía satélite, pero tengo poco tiempo.
—Entonces vayamos al grano, amigo mío. Lo que su jefe le hizo a ese muchacho nos deja muy clara una cosa: quiere presionarnos para llegar a una rápida resolución. No es algo muy normal. Por lo general a los somalíes les sobra todo el tiempo del mundo. Pero esta vez parece que ambas partes desean alcanzar un acuerdo cuanto antes, ¿no es así?
—Sí, eso parece —dijo la voz desde el desierto.
—Mi jefe lo ve igual, aunque no por lo del cadete. Eso fue un cruel chantaje, y esa no es forma de negociar. El armador quiere que su barco vuelva a navegar lo antes posible. La clave es el precio final, y en esto el consejo que usted le dé a su jefe resultará crucial, señor Abdi.
Revelar que el chico valía diez veces más que el Malmö y toda su carga junta habría sido suicida.
—¿Qué propone usted, señor Gareth?
—Cinco millones de dólares. Usted y yo sabemos que es un precio más que justo. Y, de todos modos, dentro de tres meses nos habríamos puesto de acuerdo en esa cifra, lo sabe usted muy bien.
El señor Abdi, agazapado en el desierto con el aparato pegado a la oreja, a dos kilómetros de la fortaleza de Garacad, estuvo de acuerdo pero no dijo nada. Presentía que también habría algo para él.
—Le propongo lo siguiente. Veamos, cinco millones significa que su parte sería un millón. Yo le ofrezco ingresar ahora mismo otro millón de dólares en su cuenta numerada particular, y otro más cuando el barco zarpe. Nadie sabrá nada de esto salvo usted y yo. La clave de todo este asunto es llegar a una rápida conclusión. Es lo que confío obtener a cambio de todo ese dinero.
Abdi reflexionó. El tercer millón lo cobraría igualmente de Al-Afrit. Total, el triple de lo acostumbrado. Y valoró otras cosas. Por ejemplo, que al margen de cualquier otra consideración, quería zanjar ese asunto lo antes posible.
Los días de secuestros y rescates fáciles habían terminado. Las potencias marítimas occidentales habían tardado bastante en reaccionar, pero estaban volviéndose mucho más agresivas.
Había habido ya dos asaltos de comandos occidentales. Un barco había sido liberado por marines descendiendo con cuerdas desde un helicóptero. Los guardias somalíes habían plantado batalla. Dos de los marinos secuestrados habían muerto, pero también muchos somalíes: todos salvo dos, que ahora se encontraban en prisión en las Seychelles.
Ali Abdi no era ningún héroe y no tenía la menor intención de estrenarse como tal. Palideció de miedo solo de pensar en aquellos monstruos vestidos de negro, con sus gafas de visión nocturna y sus metralletas, asaltando la fortaleza de adobe donde actualmente se alojaba.
Además, quería jubilarse; eso sí, con una gran fortuna y muy lejos de Somalia. En algún sitio civilizado y, sobre todo, seguro.
—Trato hecho, señor Gareth —dijo por fin, y le dio un número de cuenta—. Ahora trabajo para usted, señor Gareth. Pero tenga presente una cosa: yo presionaré para cerrar el trato lo antes posible y por cinco millones, pero no creo que pueda ser antes de cuatro semanas.
Habían pasado ya quince días, pensó Evans. Seis semanas entre captura y liberación sería casi un récord.
—Gracias, amigo. Acabemos con este desagradable asunto lo más rápido posible y volvamos a la civilización…
Colgó. Muy lejos de Londres, Abdi hizo otro tanto y regresó a la fortaleza. Que hubieran hablado utilizando una cobertura telefónica distinta de la somalí no quería decir que en Fort Meade o en Cheltenham no hubieran escuchado hasta la última palabra.
Siguiendo órdenes, Fort Meade pasó la transcripción de la conversación a la TOSA, que a su vez hizo llegar una copia al Rastreador en Londres. Un mes, pensó. El tiempo vuela. Se guardó la BlackBerry en el bolsillo cuando llegaba ya a los alrededores de Poole, pendiente de un indicador que pusiera Hamworthy.
—Eso es mucho dinero, jefe.
Trojan Horse Outcomes era una empresa realmente pequeña. El Rastreador suponía que el nombre estaba inspirado en uno de los mayores y más famosos engaños de la historia, pero lo que el hombre que le atendió podía aportar era mucho menos que las huestes griegas.
La empresa operaba desde una modesta casa adosada de las afueras, y el Rastreador calculó que eran solo dos o tres personas. El individuo que tenía enfrente, al otro lado de la mesa de comedor, era sin duda el alma de la pequeña compañía. El Rastreador dedujo que se trataba de un antiguo miembro de la Royal Marine, probablemente un mayor o un brigada. Resultó que había acertado en ambas cosas. El hombre se llamaba Brian Weller.
En ese momento, Weller estaba señalando con la cabeza un fajo de billetes de cincuenta dólares, grueso como un ladrillo refractario, que el Rastreador había depositado sobre la mesa.
—¿Y qué es lo que quiere que hagamos exactamente? —preguntó.
—Que saquen a un hombre de las calles de Londres sin armar escándalo, que lo lleven a un sitio tranquilo y aislado, lo tengan allí encerrado durante un mes y luego lo devuelvan al lugar de donde lo cogieron. Nada de violencia; solo unas bonitas vacaciones lejos de la gran ciudad, y de cualquier tipo de teléfono.
Weller se quedó pensando. No tenía la menor duda de que aquel secuestro sería ilegal, pero él era persona de filosofía simple y castrense: estaban los buenos y estaban los malos, y los malos se salían con la suya demasiado a menudo.
La pena de muerte estaba abolida, pero él tenía dos hijas pequeñas, y si uno de aquellos cerdos pederastas se metiera con ellas, no dudaría en mandarlo inmediatamente al otro mundo, fuera mejor o peor que este.
—¿Tan malo es ese tipo?
—Ayuda a terroristas. De forma muy discreta, les pasa dinero. El hombre con el que está colaborando ahora ha matado ya a cuatro británicos y a quince estadounidenses. Un terrorista, vaya.
Weller gruñó por lo bajo. Había estado tres veces en Helmand, Afganistán, y había visto morir delante de él a buenos camaradas.
—¿Guardaespaldas?
—No. De vez en cuando alquila una limusina con chófer, pero normalmente para un taxi en la misma calle.
—¿Tiene sitio adonde llevarlo?
—Aún no, pero lo tendré.
—Me gustaría hacer un reconocimiento a fondo antes de tomar una decisión.
—Si no lo hiciera, yo me marcharía de aquí ahora mismo —dijo el Rastreador.
Weller levantó la vista del fajo de billetes y observó fijamente al norteamericano que tenía enfrente. No se dijeron nada. No hacía falta. A Weller no le cupo duda de que el yanqui también había entrado en combate, también había oído silbar las balas y visto caer camaradas. Asintió con la cabeza.
—Iré a Londres. ¿Mañana le parece bien, jefe?
El Rastreador sonrió para sus adentros. Sabía que ese apelativo, «jefe», era el que usaban los soldados de las fuerzas especiales británicas para dirigirse a un oficial… a la cara; a sus espaldas empleaban otros nombres, como «Rupert» o algo más humillante.
—Sí, mañana está bien. Mil dólares por tomarse la molestia. Si acepta el trabajo, se queda el resto; si no es así, me lo devuelve.
—¿Y cómo sabe que se lo devolveré?
El Rastreador se puso de pie.
—Señor Weller —dijo—, creo que tanto usted como yo somos perros viejos.
Cuando el Rastreador se marchó tras fijar una cita en un lugar alejado de la embajada, Brian Weller se quedó mirando el ladrillo refractario. Veinticinco mil dólares. Cinco de los grandes para gastos; el escondite lo proporcionaría el yanqui. Tenía esposa y dos niñas en edad escolar, debía alimentar a la familia, y lo que él sabía hacer no gozaría de mucha publicidad en una merienda en casa del párroco.
Acudió a la cita en compañía de un colega de su mismo comando; dedicaron toda una semana a investigar el trabajo. Y luego dijo que lo haría.
Ali Abdi se armó de valor y fue a ver a Al-Afrit.
—Las cosas van bien —le comunicó—. Conseguiremos un suculento rescate a cambio del Malmö. —Dicho lo cual, abordó el siguiente asunto—: Ese chico rubio. Si muere nos complicará la vida, habrá demoras y el pago se reducirá.
No dijo nada de la posibilidad de que apareciera un comando de europeos en misión de rescate, que era su pesadilla personal. Solo habría conseguido provocar a su jefe.
—¿Y por qué tendría que morir? —rezongó el cacique.
Abdi se encogió de hombros.
—Qué sé yo. Infección, septicemia…
Logró lo que buscaba. En Garacad había un médico que, por lo menos, tenía conocimientos de primeros auxilios. Le desinfectaron y vendaron las heridas al cadete. Seguía estando encerrado en el sótano, y Abdi nada podía o se atrevía a hacer al respecto.
—Esta es zona de ciervos —dijo el hombre de la agencia inmobiliaria—. Pero los venados pronto estarán en celo, de modo que no falta mucho para la veda.
El Rastreador sonrió. Estaba haciéndose pasar otra vez por un inofensivo turista norteamericano.
—Bueno, por mi parte los ciervos no tienen de qué preocuparse. Yo solo quiero escribir un libro, y para eso necesito paz y quietud absolutas. Nada de teléfonos, ni carreteras cercanas, ni visitas, ni interrupciones. Una bonita cabaña lejos de todo, donde pueda escribir la gran novela americana.
El administrador de fincas tenía cierta experiencia con gente así. Tipos raros, los escritores. Volvió a teclear en su ordenador y miró la pantalla.
—Veo que tenemos en lista un pequeño pabellón de caza —dijo—. Está libre hasta que comience de nuevo la temporada.
Se levantó y fue a consultar el mapa fijado a una pared. Comprobó las coordenadas y señaló una zona donde no había una sola marca de pueblos o carreteras. Estaba entrecruzada por algunos senderos intrincados. Se hallaba en la parte norte de Caithness, el último condado de Escocia antes del agreste Pentland Firth.
—Tengo algunas fotos.
Volvió al ordenador y abrió un archivo de imágenes. Era perfecta: una cabaña de troncos en medio de un inmenso y ondulante brezal, una profunda cañada entre colinas altas; el tipo de sitio donde un urbanita que tratara de escapar de dos exmilitares de la Royal Marine no lograría alejarse más de medio kilómetro antes de caer exhausto.
Tenía dos dormitorios, un salón grande, cocina y ducha, además de una chimenea enorme y una buena pila de leña.
—Pues sí, parece que he encontrado mi Shangri-la —dijo el turista-escritor—. No he tenido tiempo de abrir una cuenta corriente. ¿Puedo pagarle al contado, en dólares?
No hubo problema. La dirección exacta y las llaves del pabellón se las enviarían en un par de días, pero a Hamworthy.
Mustafa Dardari había decidido no tener coche ni conducir en Londres. Aparcar era una pesadilla que prefería ahorrarse. En la parte de Knightsbridge donde residía pasaban taxis a cada momento, aunque saliera caro. Pero si tenía alguna cita elegante, una cena de gala, recurría a una empresa de limusinas, siempre la misma y, por regla general, solicitaba el mismo conductor.
Había estado cenando con unos amigos a menos de dos kilómetros de su casa, y mientras se despedía había llamado al chófer por el móvil para que volviera a recogerlo. Una doble línea amarilla prohibía aparcar delante del pórtico de la residencia las veinticuatro horas. El conductor contestó desde la esquina, puso el motor en marcha y pisó el acelerador. El coche avanzó un metro y, de pronto, uno de los neumáticos traseros reventó.
Más tarde se supo que, mientras el chófer dormitaba al volante algún vándalo había introducido bajo la banda de rodamiento un pequeño trozo de contrachapado con un clavo de acero fino como una aguja. El hombre llamó a su cliente para explicarle lo sucedido; iba a cambiar el neumático, pero tardaría un rato porque la limusina era grande y muy pesada.
Mientras el señor Dardari esperaba en el pórtico departiendo con los otros invitados, un taxi libre dobló la esquina. Dardari levantó la mano y el coche giró hacia él. Qué suerte. Montó en el vehículo y dio la dirección de su casa. Y el taxi, efectivamente, arrancó en aquella dirección.
En Londres los taxistas tienen orden de activar la cerradura de las puertas de atrás tan pronto como el cliente ha tomado asiento. De ese modo se evita que un pasajero se marche sin pagar, pero también que sea molestado por algún desaprensivo que intente subir al mismo coche. Por lo visto, aquel estúpido taxista se olvidó de hacerlo.
En cuanto estuvieron fuera del campo de visión del chófer de la limusina, que estaba agachado cambiando el neumático, el taxi se arrimó bruscamente al bordillo y un tipo corpulento abrió la portezuela y montó. Dardari se apresuró a objetar que el taxi estaba ocupado, pero el grandullón cerró de un portazo y le dijo:
—Sí, señor. Acabo de ocuparlo yo.
El magnate paquistaní se vio envuelto en un abrazo de oso mientras una mano le estampaba en la boca y la nariz un paño empapado en cloroformo. Veinte segundos más tarde, Dardari dejaba de forcejear.
Al cabo de un par de kilómetros cambiaron a un monovolumen. El tercer excomando esperaba al volante. Tal como habían acordado, dejaron el taxi aparcado con las llaves debajo del asiento; se lo habían pedido prestado a un antiguo camarada que se había metido a taxista.
Dos de los hombres se sentaron en el banco alargado de detrás del conductor, sosteniendo entre ambos al sedado paquistaní hasta que dejaron atrás el norte de Londres. Después acostaron a Dardari en un pequeño camastro que había detrás de los asientos. Por dos veces pareció que volvía en sí, pero volvieron a dormirlo.
Pese a ser un trayecto largo no se demoraron mucho, gracias en parte a un GPS y una guía Sat Nav. Hubo que empujar un poco el monovolumen para subir la última cuesta, pero finalmente llegaron a su destino al anochecer, y Brian Weller hizo una llamada. No había repetidores en las cercanías, pero llevaba consigo un teléfono vía satélite.
El Rastreador llamó a Ariel por la línea segura especial que ni siquiera Fort Meade o Cheltenham podían captar. En Centreville, Virginia, era media tarde.
—Ariel, ¿recuerdas ese ordenador de Londres que estuviste examinando hace un tiempo? ¿Podrías enviarme mensajes de correo electrónico que parezcan provenir de él?
—Desde luego, coronel. Tengo el acceso aquí mismo.
—Y no necesitas salir de Virginia, ¿verdad?
A Ariel le pasmaba que en la actualidad alguien pudiera ser tan ingenuo en cuestiones de ciberespacio. Con lo que tenía bajo sus dedos podía «convertirse» en Mustafa Dardari transmitiendo desde Pelham Crescent, Londres.
—¿Y te acuerdas de ese código basado en precios de frutas y verduras que utilizaba el usuario para escribir los mensajes? ¿Podrías encriptar el texto con ese mismo código?
—Desde luego, señor. Yo lo descifré, yo puedo recrearlo.
—¿Exactamente igual? Quiero decir, como si el antiguo usuario estuviera tecleando en su ordenador…
—Idéntico.
—De fábula. Pues quiero que envíes un mensaje desde la dirección de Londres al destinatario de Kismayo. ¿Tienes papel y lápiz?
—Que si tengo… ¿qué?
—Ya sé que estoy anticuado, pero vamos a hacerlo por esta línea segura, nada de e-mails. Por si las moscas.
Ariel bajó por la escalerilla metálica del desván y regresó poco después con unos objetos que apenas si sabía cómo utilizar. El Rastreador le dictó el mensaje.
El texto fue encriptado por Ariel exactamente con el mismo código que habría empleado Dardari. Puesto que todo lo que enviaba Dardari a Somalia estaba pinchado, Fort Meade y Cheltenham lo «captaron» y lo descodificaron a su vez.
Hubo cejas levantadas en ambos puntos de escucha, pero sus instrucciones eran espiar y no interferir. Fort Meade procedió a mandar copia a la TOSA, como tenía orden de hacer, y dicha unidad lo remitió al Rastreador, que lo volvió a leer con rostro impasible.
En Kismayo no fue el difunto Troll quien lo recibió, sino su sustituto, Jamma, el antiguo secretario del Predicador. Jamma lo descodificó palabra por palabra valiéndose de la chuleta que antes utilizaba el Troll, aunque él no era ningún experto. De todos modos, no vio nada extraño. Incluso las erratas tipográficas estaban en su sitio exacto.
Como es engorroso enviar emails en urdu o en árabe, tanto Dardari como el Troll y el Predicador habían utilizado siempre el inglés. El nuevo mensaje estaba en ese idioma, que Jamma, como somalí, conocía aunque no dominaba. Sí lo suficiente, no obstante, para ver que era importante y que el Predicador debía leerlo sin demora.
Era uno de los pocos que sabía que la aparición del Predicador en internet para retractarse de sus enseñanzas era un fraude; su jefe no había emitido ningún sermón en las últimas tres semanas. Pero sabía que, entre la gran diáspora musulmana en Occidente, la reacción mayoritaria había sido de claro rechazo. Jamma había podido leer los comentarios en la base de admiradores, hora tras hora. Sin embargo, su lealtad seguía firme como siempre. Haría el pesado viaje hasta Marka para llevarle al Predicador el mensaje procedente de Londres.
Del mismo modo que Jamma estaba convencido de haber recibido un mensaje de Dardari, Fort Meade y Cheltenham estaban convencidos de que el magnate de los encurtidos se hallaba sentado en su escritorio en Londres ayudando a su amigo somalí.
En realidad, en esos momentos el verdadero Dardari contemplaba totalmente abatido, la insistente lluvia de finales del verano, mientras a su espalda tres excomandos instalados frente a un buen fuego rememoraban entre risas las misiones de combate en las que habían intervenido juntos. Nubarrones grises se alzaban por encima de la cañada, dejando caer sin cesar grandes gotas sobre el tejado.
En Kismayo, el calor era abrasador mientras el fiel Jamma llenaba el depósito de su camioneta preparándose para el largo camino hasta Marka.
En Londres, Gareth Evans transfirió el primer millón de dólares a la cuenta secreta que Abdi tenía en Gran Caimán; calculaba que en un plazo de tres semanas el Malmö, con su tripulación y su cargamento, estaría de nuevo en alta mar escoltado por un destructor de la OTAN.
En su piso franco de la embajada en Londres, el Rastreador se preguntó si su pez mordería el anzuelo. Anochecía ya en Virginia cuando llamó al cuartel general de la TOSA.
—Zorro Gris, creo que voy a necesitar el Grumman. ¿Podrías enviármelo a Northolt? —dijo.