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La mañana de su inmolación Tariq «Terry» Husein se levantó antes del amanecer. Con las cortinas echadas procedió a purificar su cuerpo según el ritual, se sentó delante de la sábana con pasajes del Corán fijada a la pared del dormitorio, conectó la videocámara y grabó sus palabras de despedida. Después entró en el canal yihadista y envió su mensaje al mundo entero. Para cuando las autoridades se percataran, sería ya demasiado tarde.

A primera hora de aquel hermoso día de verano, Husein se incorporó en su coche a la comitiva de gente que se dirigía al trabajo, unos desde Maryland hacia Virginia, otros en sentido opuesto, y muchos en dirección al distrito de Columbia. No tenía prisa alguna, pero quería hacer las cosas bien, a su debido tiempo.

Detenerse en el carril derecho de una importante vía circulatoria no podía hacerse durante mucho rato. Si llegaba demasiado pronto, los coches de detrás se pondrían a tocar el claxon y llamarían la atención. Uno de los helicópteros que sobrevolaban la zona podría alertar a la policía de carreteras. El coche patrulla tardaría un poco debido a los atascos, pero cuando llegara lo haría con dos agentes armados en su interior. Era lo que Husein pretendía, pero no antes de hora.

Si llegaba demasiado tarde, los objetivos que tenía en mente quizá habrían pasado ya, y él no podía esperar al siguiente. A las siete y diez entró en el Key Bridge.

Ese famoso puente de Washington tiene ocho arcos. Cinco están tendidos sobre el río Potomac, que separa Virginia de Georgetown, en el DC. Otros dos, del lado de Washington, cruzan el parque del C & O Canal y la calle K. El octavo arco, del lado de Virginia, salva la George Washington Memorial Parkway, otra de las vías de máxima afluencia.

Husein se aproximó al puente desde la carretera 29 pegado al carril derecho de los seis que tiene la autopista. Al llegar al punto central que se alzaba sobre la George Washington, su vehículo sufrió una avería y fue frenando poco a poco. Algunos automovilistas lo adelantaron con expresiones de enojo. Él se apeó del coche, abrió el maletero, sacó dos triángulos rojos de avería y los colocó debidamente sobre el asfalto.

Abrió las dos puertas del lado del acompañante, formando una especie de compartimento entre el coche y el pretil. Sacó el rifle, previamente cargado con cuarenta balas en sendos cargadores dobles, se inclinó sobre el pretil y apuntó a través de la mira hacia las columnas de acero que pasaban por debajo. Si alguien de los que pasaban en ese momento pudo ver lo que estaba haciendo aquel hombre metido entre las dos puertas laterales de un coche averiado, o bien no dio crédito a sus ojos o bien estaba demasiado ocupado forcejeando con el volante y mirando por encima del hombro intentando al mismo tiempo no se embestido por los que venían detrás.

A esa hora, las siete y cuarto, aproximadamente uno de cada diez vehículos que pasan por debajo del puente es un autobús. En el área del DC los hay de color azul y de color naranja. Estos últimos hacen la ruta 23C, que sale de la estación de metro de Rosslyn, atraviesa todo Langley y acaba a las puertas del enorme complejo que se conoce simplemente como la CIA, o la Agencia.

En el puente no había atascos, pero el tráfico avanzaba a paso de tortuga. Tariq Husein había investigado previamente en internet y sabía qué autobús debía buscar. Ya casi se había dado por vencido cuando, a lo lejos, divisó un techo naranja. Un helicóptero que sobrevolaba la zona giró y se alejó del río; en cualquier momento vería el vehículo detenido en la autopista.

Por fin, el autobús naranja se puso a su altura. Las cuatro primeras balas atravesaron el parabrisas y mataron al conductor. El vehículo dio un bandazo, golpeó a un coche que pasaba por su lado y finalmente se detuvo. Tirado sobre el volante, con el uniforme de la empresa de transportes municipales, había un hombre aparentemente muerto. Empezaron las reacciones.

El coche embestido de costado se detuvo también. El conductor se apeó y se puso a lanzar improperios contra el autobús, pero entonces vio al conductor derrumbado sobre el volante. Creyendo que el hombre había sufrido un infarto, sacó el móvil.

Los conductores de los vehículos que estaban detrás de los dos accidentados empezaron a tocar el claxon. Algunos se apearon también. Uno de ellos miró hacia arriba, vio al hombre asomado al pretil y dio la voz de alarma. El helicóptero sobrevoló Arlington y viró hacia el Key Bridge. Husein abrió fuego repetidas veces sobre el techo del autobús detenido. Después de veinte disparos, el percusor se encontró con la recámara vacía. Husein extrajo el cargador, le dio la vuelta e insertó el de repuesto. Empezó a disparar de nuevo.

Abajo reinaba el caos. Había corrido la voz. Los conductores salían a toda prisa de sus vehículos para parapetarse tras ellos. Al menos dos estaban gritando por sus teléfonos móviles.

Sobre el puente, dos mujeres que estaban en la cola del atasco no paraban de chillar. El techo del bus 23C parecía un colador. Dentro todo eran cuerpos sin vida, sangre e histeria. Hasta que el segundo cargador se agotó.

No fue el hombre que empuñaba un rifle a bordo del helicóptero quien puso fin a la masacre, sino un policía en su día libre que estaba diez coches más atrás del vehículo supuestamente averiado en la carretera 29. Había bajado la ventanilla para que su mujer no notara más tarde el olor del cigarrillo que estaba fumando. Al oír los disparos reconoció el chasquido de un rifle de gran potencia. Salió del coche, sacó su automática reglamentaria y echó a correr en dirección al lugar de donde procedían los disparos.

La primera noticia que Tariq Husein tuvo de él fue al oír que estallaba el cristal de una de las puertas que mantenía abiertas. Volvió la cabeza, vio al hombre que se acercaba corriendo y alzó el arma para disparar. Pero no le quedaban balas. El agente no podía saberlo, de modo que a unos seis metros paró en seco, se agachó y, sujetando su arma con ambas manos según dictaba el manual, vació el cargador contra la puerta del coche y contra el individuo que estaba detrás.

Posteriormente se supo que tres de las balas alcanzaron al agresor y que con eso bastó. Cuando el policía llegó al coche encontró al terrorista tirado en el arcén, respirando a duras penas. Murió al cabo de treinta segundos.

El caos en la carretera 29 duró casi todo el día. La vía fue cerrada al tráfico y los equipos forenses se llevaron el cadáver, el arma y finalmente el coche. Pero eso no era nada comparado con lo que estaba sucediendo abajo, en la GW Memorial Parkway.

El interior del autobús que hacía el recorrido Rosslyn-Langley era una carnicería. Las cifras oficiales hablaban de siete muertos y nueve heridos en estado crítico, con cinco amputaciones importantes y veinte heridas superficiales. No había habido forma de ponerse a cubierto dentro del vehículo.

Al conocerse en Langley la noticia, la reacción entre los miles de empleados fue como una declaración de guerra… pero contra un enemigo ya difunto.

La policía estatal de Virginia y el FBI no perdieron un segundo. Fue fácil identificar el coche a través de la oficina de matriculación. Un comando SWAT asaltó la casa en las afueras de Fairfax. No había nadie, pero los equipos forenses, ataviados con sus monos especiales, examinaron hasta el yeso de las paredes, y luego hasta los cimientos.

En menos de veinticuatro horas la red de interrogatorios se había ampliado en todas las direcciones inimaginables. Expertos en antiterrorismo analizaron el portátil y el diario del asesino. En el edificio Hoover, hombres y mujeres del FBI visionaron en silencio la declaración de muerte. Se hicieron copias para la CIA.

No todos los pasajeros del autobús atacado trabajaban en la CIA, naturalmente, pero la mayor parte hacía el recorrido hasta el final del trayecto: Langley/McLean.

Esa misma tarde, el director de la Agencia ejerció sus prerrogativas y consiguió una entrevista cara a cara con el presidente en el Despacho Oval. Quienes se cruzaron con él en los pasillos afirmaron que el hombre todavía estaba lívido por la rabia.

Es muy extraño que jefes de espionaje de un país sientan la menor consideración hacia sus oponentes de países enemigos, pero ocurre. Durante la Guerra Fría, en Occidente eran muchos los que sentían un respeto reticente por el hombre que dirigía el servicio de espionaje de la Alemania del Este.

Markus «Mischa» Wolf contaba con un presupuesto escaso frente a un enemigo grande: Alemania Federal y la OTAN. No se molestó en intentar captar para su bando a los ministros del gobierno de Bonn; su objetivo eran las anodinas, esquivas e invisibles ratitas de las oficinas de los peces gordos, sin las cuales no hay gabinete que funcione: las secretarias privadas de los ministros, sus personas de confianza.

Estudió sus aburridas y con frecuencia solitarias vidas de solteras y les buscó amantes jóvenes y apuestos. Estos Romeos trabajaban con suma paciencia, paso a paso, hasta ir introduciendo cálidos abrazos en aquellas gélidas existencias, y promesas de vida en común después de la jubilación en lugares soleados; y todo a cambio de echar una simple ojeada a aquellos insulsos papeles que no dejaban de circular por la mesa del ministro en cuestión.

Y ellas, las Ingrid y Waltraud de turno, accedieron a pasarles copia de todo el material confidencial y secreto que quedaba desatendido cuando el ministro se marchaba a comer su almuerzo de tres platos y postre. Llegó un momento en que en el gobierno de Bonn había tantas filtraciones que los aliados de la OTAN no se atrevían a decirle ni qué día de la semana era, porque en menos de veinticuatro horas la información se conocía en Berlín Este, y después en Moscú.

Cuando finalmente se presentaba la policía, el Romeo se esfumaba y la desconsolada ratita de oficina salía de escena fugazmente custodiada entre dos corpulentos agentes. A partir de ese momento la secretaria cambiaba su pequeño y solitario piso por una pequeña y solitaria celda.

Aquel Mischa Wolf era un cabrón implacable, pero tras la caída de Alemania del Este se jubiló y falleció tranquilamente en su cama de muerte natural.

Cuarenta años después, el SIS británico hubiera dado cualquier cosa por poder oír lo que se decía en las oficinas de Chauncey Reynolds, pero, de forma regular, Julian Reynolds hacía registrar a fondo sus dependencias por un equipo de magos electrónicos, varios de los cuales eran precisamente exfuncionarios del gobierno.

Así pues, ese verano «la Firma» no tenía tecnología de última generación estratégicamente escondida en el despacho de Gareth Evans, pero contaba con Emily Bulstrode. Ella lo veía, lo leía y lo oía todo, y nadie se fijaba en la secretaria cuando entraba y salía con sus bandejas.

El día que Harry Andersson le gritó suplicante a Gareth Evans, la señora Bulstrode compró su bocadillo habitual en la charcutería de la esquina y se dirigió a una cabina de teléfonos. No le gustaban aquellos trastos modernos que la gente llevaba encima y que siempre fallaban en el momento más inoportuno. Ella prefería llamar desde una de las pocas cabinas clásicas de color rojo que quedaban. Introdujo monedas, llamó a Vauxhall Cross, pidió una extensión y, tras decir unas pocas palabras, colgó y regresó a la oficina.

Al terminar su jornada laboral fue andando hasta St. James’s Park, se sentó en el banco convenido y mientras esperaba dio a los patos unas migas que había guardado de su bocadillo. Recordó aquellos tiempos en los que su querido Charlie era el agente infiltrado en Moscú que cada día iba al parque Gorky para recoger de manos del traidor Oleg Penkovsky microfilmes soviéticos ultrasecretos. Esos secretos de Estado, una vez reenviados al despacho del presidente Kennedy, permitieron a este burlar a Nikita Jruschov y conseguir que retiraran aquellos malditos misiles de Cuba en el otoño de 1962.

Un hombre joven se aproximó y se sentó a su lado. El intercambio habitual de trivialidades le confirmó su identidad. Ella le miró sonriente. Un jovencito, pensó, seguramente en período de prueba, alguien que ni siquiera había nacido cuando ella cruzaba el Telón de Acero hacia Alemania del Este para la Firma.

El joven fingió leer el Evening Standard. No tomó notas porque llevaba una grabadora funcionando, silenciosa, en el bolsillo de su americana. La señora Bulstrode tampoco tomó ninguna nota; le bastaba con sus dos principales cualidades: un aire totalmente inofensivo y una memoria prodigiosa.

Así pues, le contó al joven lo sucedido esa mañana en el bufete jurídico, con todo lujo de detalles y palabra por palabra. Literalmente. Luego se levantó y echó a andar hacia la estación para tomar el tren hasta su pequeña casita en Coulsdon. Por la ventanilla, vio deslizarse los suburbios del sur de la ciudad. Tiempo atrás había burlado a la temible Stasi; ahora tenía setenta y cinco años y servía café y pastas en una firma de abogados.

El joven de Vauxhall Cross volvió a su casa y redactó el informe. Al abrir la carpeta se fijó en que había una pestaña que indicaba que el Jefe había acordado que toda la información relativa a Somalia fuera compartida con los «primos» de la embajada estadounidense. No vio qué relación podía existir entre un despiadado cacique de Garacad y la captura del Predicador, pero las normas son las normas, de modo que hizo una copia para la CIA.

En su piso franco a unas cuantas manzanas de la embajada, el Rastreador estaba terminando de preparar el equipaje cuando su BlackBerry vibró discretamente. Echó un vistazo, leyó el mensaje hasta el final, desconectó y se quedó un rato pensando. Luego deshizo el equipaje. Una divinidad bondadosa acababa de proporcionarle el cebo que buscaba.

A la mañana siguiente, Gareth pidió una conferencia con el señor Ali Abdi. Cuando se puso, el somalí parecía muy apagado.

—Señor Abdi, amigo mío, yo le tenía por una persona civilizada —empezó Evans.

—Y lo soy, señor Gareth —le aseguró el negociador desde Garacad.

La voz se notaba tensa, preocupada, y a Evans le pareció que no fingía. Claro que no podía estar del todo seguro. No en vano Abdi y Al-Afrit eran de la misma tribu, los habar gidir; de lo contrario, Abdi no habría sido designado como negociador.

Evans recordó un consejo que le dieron años atrás, cuando estaba en el Cuerno de África trabajando para el departamento de Aduanas y Aranceles británico. Su mentor era un veterano de la época colonial, un tipo de piel apergaminada y ojos amarillentos por la malaria. Los somalíes, le dijo el hombre, tenían una jerarquía invariable de seis prioridades.

La primera de todas era uno mismo. Luego estaban la familia, el clan y la tribu. Y por último, la nación y la religión, que solo contaban cuando había que echar a los extranjeros. Por lo demás, se dedicaban simplemente a luchar unos contra otros, mudando continuamente de alianzas y lealtades en función de posibles beneficios, y clamando venganza en función de lo que percibían como presuntos agravios.

Lo último que su mentor dijo al entonces joven Gareth Evans, antes de saltarse la tapa de los sesos cuando el Colonial Service amenazó con jubilarlo y hacerle volver a la lluviosa Inglaterra, fue: «La lealtad de un somalí no está en venta, pero se puede alquilar».

La idea que le rondaba en ese momento por la cabeza a Gareth Evans era averiguar si la lealtad de Ali Abdi para con sus compañeros de tribu era superior a la lealtad para consigo mismo.

—Lo que le han hecho a uno de los prisioneros ha sido humillante, inaceptable. Eso podría echar por tierra toda la negociación. Y le aseguro que antes de que ocurriera semejante atrocidad yo estaba muy contento de que este asunto lo lleváramos entre usted y yo, porque considero que somos hombres de honor.

—Así lo creo yo también, señor Gareth.

Evans no sabía hasta qué punto era segura la línea. No porque estuviera pensando en Fort Meade y en Cheltenham (eso era de prever), sino en la posibilidad de que alguno de los esbirros del cacique que estuvieran escuchando supiera suficiente inglés. Pero tuvo que jugársela confiando en que Abdi captaría una palabra en concreto.

—Lo digo, amigo mío, porque creo que hemos llegado a la fase Thuraya.

Hubo una larga pausa. La apuesta de Evans se basaba en suponer que, si algún otro somalí menos culto estaba escuchando la conversación, no sabría a qué se refería, pero Abdi sí lo entendería.

—Creo comprender lo que intenta decirme, señor Gareth —respondió finalmente Abdi.

El teléfono móvil Thuraya permite comunicaciones vía satélite. En Somalia operan cuatro empresas de telefonía móvil: Nation Link, Hormud, Semafone y France Telecom. Todas ellas utilizan antenas repetidoras. El Thuraya, en cambio, solo necesita satélites estadounidenses surcando lentamente el espacio.

Lo que Evans trataba de decirle a Abdi era que, si tenía o podía conseguir un teléfono Thuraya, se adentrara con él en el desierto y, parapetado detrás de una roca, llamara a Evans para poder hablar de manera totalmente privada. La respuesta de Abbi daba a entender que había captado el mensaje y que lo intentaría.

Estuvieron hablando media hora más; el precio del rescate quedó provisionalmente fijado en dieciocho millones. Se despidieron prometiendo ponerse de nuevo en contacto una vez que hubieran consultado las condiciones con sus respectivos jefes.

El almuerzo corría a cuenta del gobierno estadounidense; el Rastreador había insistido en ello. Pero la reserva la había hecho su contacto en el SIS, Adrian Herbert. Había elegido el Shepherd’s, de Marsham Street, y había exigido disponer de un reservado.

La comida se desarrolló en un clima amistoso, afable, pero ambos eran conscientes de que no irían al grano hasta la hora del café. El norteamericano planteó entonces su propuesta. La reacción de Herbert fue de sorpresa.

—¿Pillarlo? —dijo, dejando su taza sobre la mesa—. ¿A qué te refieres con «pillarlo»?

—Llámalo como prefieras. Cogerlo, raptarlo…

—Secuestrarlo, vaya. ¿En Londres y en plena calle? ¿Sin que medie orden de arresto ni haya cargos en su contra?

—Adrian, Dardari es cómplice de un terrorista cuyas enseñanzas han instigado cuatro asesinatos en vuestro país.

—Sí, pero si llegara a saberse que lo hemos secuestrado se armaría un enorme escándalo. Necesitaríamos el visto bueno de las fuerzas policiales, y eso supone la firma de la ministra del Interior. Ella lo consultaría con los abogados y estos exigirían que se presentaran cargos formales.

—En ocasiones anteriores nos has demostrado que eres capaz de grandes cosas, Adrian.

—Sí, pero se trataba de secuestrar a gente en sitios donde la ley había dejado de imperar. Knightsbridge no es Karachi, por si lo has olvidado. Y, de cara a la galería, Dardari es un empresario respetable.

—Ya, pero tú y yo sabemos la verdad.

—Claro. ¿Y por qué? Pues porque nos colamos en su casa, instalamos micrófonos y accedimos a su ordenador personal. Imagínate el papelón, si todo esto saliera en un juicio. No, Rastreador, lo siento. Siempre intentamos ayudar, pero esto sería ir demasiado lejos.

Herbert se quedó un rato pensativo, mirando al techo.

—No, amigo, no puede ser —dijo al fin—. Para conseguir autorización para algo así tendríamos que trabajar como troyanos.

Pagaron la cuenta y se dirigieron cada cual en una dirección. Adrian Herbert volvió andando a Vauxhall Cross; el Rastreador paró un taxi. Una vez dentro, se puso a meditar sobre la última frase.

¿A qué había venido aquella alusión a la Grecia clásica? Cuando estuvo delante de su ordenador, buscó en internet. Le costó un rato, pero allí estaba. Trojan Horse Outcomes, una pequeña empresa especializada en seguridad con sede en las afueras de Hamworthy, en Dorset.

Sabía que aquel era territorio de la infantería de marina británica. Los Royal Marines tenían una base muy importante en la cercana Poole, y era frecuente que quienes habían dedicado su vida profesional a las Fuerzas Especiales, al retirarse, se instalaran cerca de sus antiguas bases. En ocasiones se juntaban varios colegas y fundaban una empresa privada de seguridad; lo típico: servicio de guardaespaldas, protección de patrimonio, escolta personal. Si contaban con escaso respaldo financiero, trabajaban desde casa. Tras investigar un poco más, el Rastreador averiguó que la empresa en cuestión estaba en un barrio residencial.

Llamó al teléfono de contacto y concertó una cita para la mañana siguiente. Luego telefoneó a una compañía de alquiler de coches y reservó un Volkswagen Golf que recogería tres horas antes del encuentro. Dijo llamarse Jackson y que era un turista de nacionalidad estadounidense, que su permiso de conducir estaba en regla y que necesitaba el vehículo para todo el día porque iba a visitar a un amigo que vivía en la costa sur.

Nada más colgar, su BlackBerry vibró. Era un SMS de la TOSA, a salvo de interceptación. En el identificador vio que se trataba de Zorro Gris. Lo que el Rastreador no sabía era que el general de cuatro estrellas al mando del J-SOC acababa de abandonar el Despacho Oval con órdenes nuevas.

Zorro Gris no perdió el tiempo. Su mensaje solo necesitó cuatro palabras. Decía así: «El Predicador. Sin prisioneros».