10

En cuanto el Malmö echó el ancla a veinte brazas de profundidad en la bahía de Garacad, tres lanchas de aluminio zarparon de la aldea y pusieron proa en dirección al barco.

Jimali y sus siete compañeros piratas estaban ansiosos por regresar a tierra firme. Llevaban navegando veinte días, muchos de ellos encerrados en el pesquero taiwanés. Se habían quedado sin provisiones y habían tenido que recurrir durante dos semanas a la cocina europea y filipina, que detestaban. Querían volver a su dieta habitual de estofado de cabra y sentir la arena bajo los pies.

Las cabezas oscuras de los que iban agazapados en las barcas procedentes de la playa, a una milla de distancia, eran las de la tripulación de relevo que vigilaría el barco durante el tiempo que fuera necesario.

Solo uno de ellos no pertenecía a aquella tribu de desharrapados. Sentado con mucha dignidad a popa de la tercera embarcación iba un somalí pulcramente vestido con una sahariana beis y un pantalón de buen corte. Sobre las rodillas sostenía un maletín. Era el señor Abdi, el negociador preferido de Al-Afrit.

—Ahora empieza el juego —dijo el capitán Eklund en inglés, el idioma común a los suecos, los ucranianos, el polaco y los filipinos de a bordo—. Tengamos paciencia. Dejad que me ocupe yo.

—No decir nada —le espetó Jimali.

Le disgustaba que los cautivos hablasen ni siquiera en inglés, ya que no dominaban la lengua.

Descolgaron una escalerilla por la borda y la tripulación de relevo —casi todos adolescentes— empezó a subir con gran agilidad. El señor Abdi, a quien no le gustaba el mar, ni siquiera tan cerca de la costa, se lo tomó con calma, agarrándose bien a las cuerdas a medida que subía. Tan pronto hubo puesto el pie en la cubierta del Malmö, le entregaron su maletín.

El capitán no sabía quién era aquel individuo, pero, por su manera de vestir y sus modales, vio que al menos era un hombre culto. Dio un paso al frente.

—Capitán Eklund, comandante del Malmö —se presentó.

El señor Abdi le tendió una mano.

—Yo soy Ali Abdi, negociador por la parte somalí —dijo. Su inglés era bueno, con un ligero acento norteamericano—. ¿Nunca había sido usted… cómo expresarlo… huésped del pueblo somalí?

—No —respondió el capitán—, y preferiría no serlo ahora.

—Lo comprendo. Para ustedes tiene que ser difícil. Pero imagino que le habrán informado, ¿no? Hemos de atender ciertas formalidades antes de ponernos a negociar. Tan pronto hayamos alcanzado un acuerdo, podrán ustedes marcharse.

El capitán Eklund sabía que, en alguna parte, su patrón estaría reunido en cónclave con aseguradoras y abogados, y que ellos también designarían a un negociador. Confiaba en que ambos serían expertos en la materia y que llegarían pronto a un acuerdo sobre el rescate que debía pagarse. Estaba claro que no conocía las reglas. En ese momento, la rapidez era algo que solo preocupaba a los europeos.

Lo primero que Abdi pidió fue que lo escoltaran hasta el puente para contactar, mediante el teléfono por satélite del barco, con el centro de control en Estocolmo, y a continuación con la oficina del negociador (presumiblemente en Londres, donde Lloyds tenía su sede), que sería el epicentro de toda la negociación. Mientras examinaba la cubierta desde la posición estratégica del puente de mando, murmuró:

—Sería aconsejable tender unos toldos en los espacios donde no hay carga. Así su tripulación podría tomar el aire sin asarse al sol.

Stig Eklund había oído hablar del síndrome de Estocolmo, el proceso por el cual secuestradores y secuestrados establecían vínculos de amistad en virtud de la proximidad compartida. No tenía la menor intención de rebajar el odio que sentía por dentro contra los piratas que habían capturado su nave. Pero, por otro lado, aquel somalí bien vestido, cortés y educado era alguien con quien uno podía comunicarse de manera civilizada, lo cual ya era mucho.

—Gracias —dijo.

Su primer y segundo oficiales esperaban detrás. Habían oído y entendido; Eklund les hizo una seña y abandonaron el puente para colocar los toldos.

—Y ahora, si no le importa, debería hablar con Estocolmo —dijo Abdi.

Rápidamente contactaron por teléfono con la capital sueca. A Abdi se le iluminó la cara cuando le informaron de que el armador se hallaba ya en Londres con la gente de Chauncey Reynolds. Había negociado con anterioridad, aunque para otros jefes de clan, a través de Chauncey Reynolds, y las dos veces habían logrado un acuerdo en tan solo unas semanas. Le pidió al capitán Eklund que se pusiera en contacto con los abogados de Londres. Julian Reynolds contestó al aparato.

—Ah, señor Reynolds, me alegro de oírle. Soy el señor Ali Abdi y me encuentro en el puente del Malmö. El capitán Eklund está aquí conmigo.

En Londres, Julian Reynolds pareció complacido. Tapó el auricular y dijo:

—Abdi otra vez.

Hubo un suspiro general de alivio, incluido el de Gareth Evans. En Londres conocían la mala reputación de Al-Afrit, el cruel y viejo tirano de Garacad. La designación de Abdi fue para ellos un bienvenido rayo de luz en la oscuridad.

—Buenos días, señor Abdi. Salaam alaikhum.

Alaikhum as-salaam —respondió Abdi vía satélite.

Sospechaba que suecos y británicos le habrían retorcido con gusto el cuello de haber podido hacerlo, pero el saludo musulmán era un gesto de urbanidad, y él agradeció el detalle.

—Voy a pasarle con alguien a quien, si no me equivoco, ya conoce —dijo Reynolds.

Gareth Evans cogió el aparato y puso la función de teleconferencia. La voz que hablaba desde la costa somalí sonó clara como el agua. Y así pudieron oírla también en Fort Meade y en Cheltenham, donde lo estaban grabando todo.

—Hola, señor Abdi. Le habla el señor Gareth. Volvemos a encontrarnos, aunque sea a distancia. Se me ha pedido que represente a la parte londinense.

En Londres cinco hombres —el armador, dos abogados, un asegurador y Gareth Evans— oyeron la risa satisfecha de Abdi por los altavoces.

—Señor Gareth, amigo mío. Cuánto me alegro de que sea usted. Estoy seguro de que podremos llevar este asunto a una feliz conclusión.

La costumbre de Abdi de poner el «señor» antes del nombre de pila era su forma de no resultar ceremonioso en exceso ni demasiado familiar. A Evans siempre le llamaba «señor Gareth».

—Me han reservado una sala en el bufete, aquí en Londres —dijo Evans—. ¿Quiere que me traslade y así empezamos a hablar?

Demasiado rápido para Abdi. Había que observar las formalidades. Una era dejar claro a los europeos que las prisas las tenían ellos. Sabía que Estocolmo habría calculado ya lo que les estaba costando el Malmö cada día que pasaba; otro tanto las aseguradoras, que probablemente eran tres.

Una cubriría el casco y la maquinaria, la segunda el cargamento, y la tercera se encargaría de cubrir los riesgos de guerra de la tripulación. Cada una de esas compañías tendría sus propios cálculos de pérdidas, en curso o pendientes. Que sufran un poco más con sus cifras, pensó Abdi. Y dijo:

—Señor Gareth, amigo, va usted a un paso más rápido que el mío. Necesito un poco más de tiempo para examinar el barco y el cargamento antes de proponer una cifra razonable para que usted se la plantee con confianza a sus jefes.

Abdi había estado investigando en internet desde la sala que le habían asignado en el fortín donde Al-Afrit tenía su cuartel general, en las colinas próximas a Garacad. Sabía que había varios factores que tener en cuenta: edad y estado del mercante, carácter perecedero del cargamento, pérdida de posibles ganancias futuras.

Todo eso ya lo había estudiado y tenía decidida una cifra inicial de veinticinco millones de dólares. Contaba con bajar hasta cuatro millones, tal vez cinco si el sueco tenía prisa.

—Señor Gareth, déjeme que le sugiera empezar mañana por la mañana. ¿A las nueve hora de Londres le parece bien? Aquí serán las doce del mediodía. Para entonces ya estaré de vuelta en mi oficina en tierra.

—De acuerdo, amigo mío. Estaré aquí pendiente de su llamada.

Sería vía satélite desde un ordenador. Hacerlo por Skype estaba totalmente descartado. Las expresiones faciales pueden revelar demasiado.

—Solo una cosa antes de despedirnos. ¿Me garantiza usted que la tripulación, incluidos los filipinos, permanecerá a salvo en el barco y no sufrirá ningún maltrato?

Ningún otro somalí en el barco oyó esas palabras, pues los piratas a bordo del Malmö estaban lejos del puente de mando y, de todos modos, no sabían inglés. Pero Abdi captó el significado.

Por regla general los señores de la guerra y los caciques somalíes trataban a sus cautivos de manera humanitaria, pero había un par de notables excepciones. Una de ellas, y la peor, era Al-Afrit, un bárbaro que se había ganado a pulso su fama de brutalidad.

A nivel personal, Abdi no tenía inconveniente en trabajar para Al-Afrit, y además se llevaba un veinte por ciento del rescate. Su labor como negociador para los piratas lo estaba convirtiendo en un hombre rico a una edad mucho más temprana de lo habitual. Pero eso no significaba que su jefe le cayera bien. De hecho, lo despreciaba. Lo malo era que él, Abdi, no tenía un séquito de guardaespaldas.

—Estoy seguro de que toda la tripulación será retenida a bordo y que no recibirá ningún maltrato —dijo, y luego puso fin a la llamada.

Rezó para que su afirmación fuera cierta.

Los ojos de color ámbar miraron al joven prisionero durante un buen rato. En la habitación reinaba un silencio sepulcral. Ópalo notaba detrás de él la presencia del somalí educado que lo había llevado hasta allí y de los dos guardaespaldas paquistaníes. La voz, cuando por fin se dejó oír, le sorprendió por su tono afable.

—¿Cómo te llamas? —preguntó en árabe.

Ópalo se lo dijo.

—¿Eso es somalí?

Detrás de él, el somalí negó con la cabeza. Los paquistaníes no entendían nada.

—No, jeque. Soy etíope.

—Un país mayormente kuffar. ¿Eres cristiano?

—Gracias a Alá, el misericordioso, el compasivo, no. No, jeque. Nací en Ogaden, junto a la frontera. Allí somos todos musulmanes, y nos persiguen por ello.

La cara de ojos ambarinos asintió con gesto de aprobación.

—¿Y por qué viniste a Somalia?

—En mi aldea corrían rumores de que el ejército de Etiopía iba a reclutar por la fuerza a todos los hombres disponibles para combatir en la invasión de Somalia. Yo me escapé y vine aquí para unirme a mis hermanos en Alá.

—¿Anoche viniste a Marka desde Kismayo?

—Sí.

—¿Por qué?

—Busco empleo, jeque. Trabajo controlando la carga en el muelle, pero esperaba encontrar algo mejor.

—¿Y cómo llegaron estos papeles a tus manos?

Ópalo relató la historia que tenía ensayada. Conducía en moto de noche para evitar el calor y las tormentas de arena típicas del día. Entonces vio que estaba quedándose sin combustible y se detuvo para llenar el depósito con el bidón de reserva. La casualidad quiso que eso ocurriera en mitad de un puente de hormigón que cruza un wadi seco.

Oyó una especie de grito ahogado. Pensó que sería el viento que agitaba los árboles cercanos, pero entonces lo oyó otra vez. Parecía venir de debajo del puente.

Descendió por el terraplén hasta el wadi y encontró una camioneta siniestrada. Parecía haber caído del puente y haberse estrellado contra la ribera seca. Sentado al volante había un hombre muy malherido.

—Intenté ayudarle, pero no había nada que hacer. En mi motocicleta no pueden ir dos personas, y tampoco podía subirlo a cuestas por el terraplén. Lo saqué de la cabina, eso sí, por si se incendiaba. Pero el hombre ya estaba agonizando, inshallah.

El moribundo le había suplicado como hermano que cogiera su paquete y lo llevase a Marka. Le explicó adónde tenía que ir: un recinto cerca de la calle del mercado, pasada la rotonda italiana, una puerta de troncos con un ventanuco para controlar la entrada.

—Murió en mis brazos, jeque, pero no podría haberlo salvado.

El hombre de la túnica meditó unos instantes y luego se volvió para mirar los papeles que habían llegado con el paquete.

—¿Abriste el paquete?

—No, jeque. No era asunto mío.

Los ojos ambarinos adoptaron una expresión pensativa.

—Dentro había dinero. Quizá hemos dado con un hombre honrado, ¿qué opinas tú, Jamma?

El somalí sonrió. El Predicador gritó unas órdenes en urdu a los paquistaníes, y estos agarraron a Ópalo.

—Mis hombres irán a ese sitio que dices. Examinarán el puente y la camioneta siniestrada, que sin duda seguirá allí. Junto al cadáver de mi siervo. Si has mentido, ten por seguro que desearás no haber venido aquí en tu vida. Mientras tanto, esperarás aquí a que regresen.

Lo encerraron otra vez, pero no en el maltrecho cobertizo del patio, de donde un hombre ágil podía escapar al amparo de la noche, sino en una especie de sótano con suelo de arena. Pasó allí dos días y una noche. Totalmente a oscuras. Le dieron una botella de plástico con agua, de la que fue bebiendo sorbos en la negrura. Cuando lo dejaron salir y lo hicieron subir, tuvo que entrecerrar los ojos, que le parpadeaban furiosamente a causa del sol que entraba a través de los postigos. Fue llevado de nuevo ante el Predicador.

El hombre de la larga túnica tenía algo en la mano derecha y le daba vueltas y vueltas entre sus dedos. Los ojos de color ámbar se volvieron hacia el prisionero y se clavaron en el aterrado agente Ópalo.

—Por lo visto tenías razón, mi joven amigo —dijo en árabe—. Mi siervo se estrelló contra el terraplén del wadi y murió allí. La causa del accidente… —Sostuvo en alto el objeto—. Este clavo. Mi gente lo encontró en uno de los neumáticos. Dijiste la verdad.

Se puso de pie, cruzó la estancia y se plantó delante del joven etíope, mirándolo con gesto especulativo.

—¿Cómo es que hablas árabe?

—Lo estudié en mi tiempo libre, señor. Para poder entender mejor nuestro sagrado Corán.

—¿Algún otro idioma?

—Un poco de inglés.

—¿Y eso?

—Cerca de mi aldea había un colegio, lo dirigía un misionero que era inglés.

El Predicador se quedó peligrosamente callado.

—Un infiel —dijo al fin—. Un kuffar. ¿Y de él aprendiste también a amar a Occidente?

—No, señor. Justo lo contrario. Aquello me enseñó a odiarlos por los siglos de desgracias que han infligido a nuestro pueblo, y a estudiar solamente las palabras y la vida de nuestro profeta Mahoma, que Alá tenga en su gloria.

El Predicador meditó un momento y finalmente sonrió.

—Parece que tenemos a un joven —sin duda estaba dirigiéndose a su secretario somalí— lo bastante honrado para no coger dinero, lo bastante compasivo para cumplir los deseos de un moribundo, y que solo aspira a servir al Profeta. Y que además habla somalí, árabe y un poco de inglés. ¿Tú qué opinas, Jamma?

El secretario cayó en la trampa. Buscando complacer, concedió que, efectivamente, era todo un hallazgo. Pero el Predicador tenía ahora un grave problema: había perdido a su experto en informática, el hombre que le traía sus mensajes descargados desde Londres sin revelar en ningún momento que él, el Predicador, se encontraba en Marka y no en Kismayo. Solo Jamma podía sustituirlo en Kismayo; los demás no tenían ni idea de ordenadores.

Eso lo dejaba sin secretario, pero podría disponer de un joven culto, que hablaba tres lenguas además de su dialecto de Ogaden y que buscaba trabajo.

El Predicador había sobrevivido durante diez años gracias a una exagerada cautela rayana en la paranoia. Había visto cómo muchos de sus coetáneos —de Lashkar-e-Taiba, la Brigada 313, los verdugos del Khorasan, el clan Haqqani y Al Qaeda de la Península Arábiga, el grupo yemení— eran rastreados, localizados, atacados y eliminados. Más de la mitad por culpa de traidores.

Él había huido de las cámaras como de la peste, cambiado de residencia constantemente, modificado su nombre, escondido su cara, enmascarado sus ojos. Y seguía con vida.

En su séquito personal no admitía más que a aquellos en quienes estaba seguro que podía confiar. Los cuatro guardaespaldas paquistaníes darían la vida por él, pero no tenían cerebro. Jamma era listo, pero en ese momento lo necesitaba para manejar los dos ordenadores que tenía en Kismayo.

El recién llegado le caía bien. Había pruebas de su honradez, de su sinceridad. Si lo contrataba, podría tenerlo vigilado día y noche. No podría comunicarse con nadie. Y lo cierto era que necesitaba un secretario. La idea de que aquel joven fuera un judío y un espía le resultaba totalmente inconcebible. Decidió correr el riesgo.

—¿Te gustaría ser mi secretario? —le preguntó en tono afable, y Jamma dejó escapar un grito ahogado al oírlo.

—Sería un grandísimo privilegio para mí, señor. Te serviré fielmente, inshallah.

Se impartieron órdenes. Jamma cogería una de las camionetas e iría a Kismayo para encargarse de administrar el almacén de Masala y para ocuparse del ordenador desde donde se emitían los sermones.

Ópalo ocuparía la habitación de Jamma y aprendería cuáles eran sus obligaciones. Una hora después se puso la gorra de béisbol roja con el logotipo de Nueva York que le habían dado junto al camión siniestrado. Había pertenecido al capitán israelí del pesquero, que hubo de renunciar a ella al recibir nuevas órdenes de Tel Aviv.

Salió al patio y llevó su moto de trial hasta el cobertizo para que no le diera tanto el sol. A medio camino, se detuvo un momento y levantó la cabeza. Hizo un gesto de asentimiento y siguió caminando hacia el muro.

En una sala de control en las cercanías de Tampa, Florida, la diminuta figura que se movía bajo el vigilante Global Hawk fue vista y registrada. Se dio la alerta, y la imagen fue enviada a otra sala en la embajada estadounidense en Londres.

Al ver la delgada figura con dishdasha y gorra de béisbol roja mirando al cielo en Marka, el Rastreador murmuró:

—Buen trabajo, muchacho.

El agente Ópalo estaba dentro de la fortaleza y acababa de confirmar todo cuanto el Rastreador necesitaba saber.

El último asesino no era reponedor de supermercado ni trabajaba en un taller mecánico. Nacido en Siria, culto y con un diploma en odontología, trabajaba como técnico de laboratorio en la consulta de un prestigioso dentista a las afueras de Fairfax, Virginia. Se llamaba Tariq Husein.

No era ni un refugiado ni un estudiante cuando llegó de Alepo diez años atrás, sino un inmigrante legal que había cumplido todos los requisitos para entrar en el país. No se pudo establecer si su odio contra Estados Unidos en particular y contra Occidente en general (un odio patente en los escritos a los que tuvieron acceso la policía estatal de Virginia y el FBI al registrar su bungalow situado en una zona residencial) venía de antiguo o si lo había desarrollado en el transcurso de su estancia en el país.

Según su pasaporte, Husein habría hecho tres viajes a Oriente Próximo a lo largo de esos diez años, lo que llevó a especular si se habría «contagiado» de toda la rabia y el odio durante aquellas visitas. Su diario y su portátil proporcionaron algunas respuestas, pero no todas.

Sus jefes, vecinos y círculo de amistades fueron interrogados a conciencia, pero al parecer los había engañado a todos. Tras la fachada de joven educado y risueño, se escondía un salafista convencido que suscribía el yihadismo en su vertiente más cruel y sanguinaria. No había una sola línea en sus escritos donde no afloraran el odio y el desdén contra la sociedad norteamericana.

Al igual que otros salafistas, no veía la necesidad de llevar prendas tradicionales musulmanas, como tampoco de dejarse la barba ni de hacer la pausa para las cinco oraciones diarias. Se afeitaba cada día y llevaba su oscuro cabello bien cortado. Aunque vivía solo en un bungalow de las afueras, se veía a menudo con compañeros de trabajo y con otras personas. El gusto estadounidense por los diminutivos en los nombres de pila hizo que se convirtiera en Terry Husein.

Justificaba el ser abstemio por su deseo de «mantenerse en forma», y nadie en su círculo de amigos se extrañó. Que se negara a probar la carne de cerdo o a sentarse a una mesa donde alguien la estuviera comiendo, fue algo que nadie advirtió.

Como era soltero, bastantes chicas le habían echado el ojo, pero sus negativas siempre eran educadas y afables. Había un par de homosexuales que frecuentaban el bar del vecindario y más de una vez le preguntaron si era gay. Tariq «Terry» Husein, sin perder jamás las formas, lo negó y dijo que solo estaba esperando a que apareciese la chica de sus sueños.

Su diario no dejaba dudas acerca de lo que pensaba que había que hacer con los homosexuales: lapidarlos hasta la muerte de la forma más lenta posible. Y no podía sentir sino asco ante la mera idea de acostarse con un infiel gordo, blanco y que comiera cerdo.

La rabia y el odio no habían surgido a partir de las enseñanzas del Predicador, pero sus sermones le sirvieron para canalizar esos sentimientos. En su portátil quedaba claro que venía siguiendo fielmente al Predicador desde hacía dos años. Sin embargo, no se había delatado apuntándose a la base de admiradores, aunque sí deseaba contribuir a la causa. Al final decidió hacer caso al Predicador y perfeccionar su devoción mediante el sacrificio supremo a fin de morar eternamente en el paraíso con Alá y su Profeta.

Y de paso se llevaría por delante a unos cuantos norteamericanos y moriría como shahid a manos de la policía infiel. Para lo cual necesitaba un arma de fuego.

Tenía permiso de conducir, el típico carnet con foto expedido en Virginia, pero el documento estaba a nombre de Husein. Dada la amplia cobertura que los varios asesinatos islamistas habían generado ya aquella primavera y verano, pensó que eso podía ser un impedimento.

Al mirarse en el espejo comprendió que, con el pelo negro, los ojos oscuros y la tez morena, parecía oriundo de Oriente Próximo. Y su apellido lo corroboraba.

Uno de sus compañeros de trabajo en el laboratorio se le parecía bastante y era de origen hispano. Tariq Husein decidió buscarse un permiso de conducir con un apellido que sonara más español y se puso a investigar en internet.

Fue asombrosamente sencillo. Ni siquiera tuvo que comparecer en persona, ni tampoco escribir una carta. Solicitó el carnet online a nombre de Miguel «Mickey» Hernandez, de Nuevo México. Había que pagar, lógicamente: setenta y cinco dólares a cargo de Global Intelligence ID Card Solutions, más otros cincuenta y cinco por envío urgente. El carnet que iba a sustituir al que había «perdido» le llegó por correo.

Lo que más tiempo le llevó fue conseguir el arma. Se pasó horas buscando en internet, millares de páginas relativas a armas y revistas especializadas. Sabía más o menos lo que quería y concretamente para qué; solo necesitaba asesoramiento sobre el tipo de arma que comprar.

Se entretuvo mirando el Bushmaster, el arma utilizada en la matanza de Sandy Hook, pero lo descartó por sus balas ligeras de 5,6 mm. Quería algo más pesado y con mayor penetración. Al final se decidió por el Heckler & Koch G3, una variante del rifle de asalto A4; utilizaba munición de 7,62 mm, la estándar de la OTAN, que según le dijeron podía atravesar hojalata sin hacerla trizas.

El motor de búsqueda le informó de que la legislación de Estados Unidos le impediría casi con seguridad conseguir la versión totalmente automática, pero para sus propósitos le bastaba con el modelo semiautomático. Cada vez que apretara el gatillo dispararía una bala; eso era suficiente para lo que tenía pensado hacer.

Si le sorprendió la facilidad con que podía obtener un permiso de conducir, más perplejo le dejó lo sencillo que era comprar un rifle. Fue a una feria de armas celebrada en Manassas, en el recinto ferial del condado de Prince William, a una hora escasa de camino y dentro todavía del estado de Virginia.

Recorrió un tanto desconcertado las diversas naves de exposición, en las que podía verse un surtido de armamento letal lo bastante amplio como para iniciar varias guerras, y finalmente encontró el HK G3. Cuando enseñó su flamante permiso de conducir, el rollizo comercial estuvo encantado de venderle el «rifle de caza» a cambio de dinero en metálico. Nadie levantó siquiera una ceja cuando Husein salió de allí con el arma y la guardó en el maletero de su coche.

Conseguir la munición para el cargador de veinte balas fue igual de fácil. La adquirió en una armería de Church Falls. Compró cien, un cargador extra y una abrazadera para sujetar dos cargadores juntos, lo que le permitiría disponer de cuarenta proyectiles seguidos sin necesidad de recargar. Cuando tuvo todo lo que necesitaba, volvió tranquilamente a su casa y se preparó para morir.

Fue al tercer día, por la tarde, cuando Al-Afrit se presentó para hacer una visita a su nuevo botín. Desde el puente del Malmö el capitán Eklund vio el dhow cuando estaba ya a medio camino entre la playa y el barco. Sus prismáticos captaron el traje del señor Abdi junto a un hombre de blanca túnica bajo un toldo tendido en la parte central de la embarcación.

Jimali y su grupo habían sido sustituidos por otra docena de jóvenes, que estaban entregados a una práctica que el capitán sueco no había visto en su vida. Cuando llegó el nuevo grupo de vigilantes somalíes trajo consigo una gran cantidad de hojas verdes, no pequeños ramilletes sino verdaderos arbustos. Era khat, la hierba que no dejaban de masticar en todo momento. Stig Eklund se fijó en que para cuando se ponía el sol, estaban ya muy colocados; y su estado anímico alternaba entre la somnolencia y la agresividad.

Cuando el pirata somalí que estaba a su lado siguió la dirección de su mirada y divisó el dhow, se puso serio de golpe, bajó a toda velocidad por la escalera de cámara y desde la cubierta avisó a sus compañeros, que haraganeaban bajo el toldo.

El viejo jefe de clan trepó por la escalera de aluminio, se irguió una vez en cubierta y miró a su alrededor. El capitán, con la gorra puesta, le saludó marcialmente. Más vale curarse en salud, pensó. El señor Abdi, que esa vez estaba allí en calidad de intérprete, hizo las presentaciones.

Bajo el tocado, la arrugada cara de Al-Afrit era de un negro casi carbón, pero era en la boca donde se reflejaba su legendaria crueldad. Gareth Evans, desde Londres, había estado tentado de prevenir a Eklund, pero no podía saber quién estaría a su lado. Tampoco el señor Abdi le había dicho nada. De modo que el capitán no tenía una idea clara de quién era su captor.

Mientras Abdi los acompañaba para ir traduciendo, recorrieron el puente y la sala de oficiales. Luego, Al-Afrit ordenó que todos los extranjeros formasen en cubierta. De los diez filipinos apenas si hizo caso, deteniéndose en cambio frente a los cinco europeos y mirándolos con detenimiento.

Se demoró especialmente al llegar a la altura del jovencísimo cadete Ove Carlsson, muy pulcro con sus pantalones blancos de dril. Al-Afrit le ordenó, por mediación de Abdi, que se quitara la gorra. Contempló aquellos ojos azul claro y luego alargó un brazo y acarició los cabellos rubios como el trigo. Carlsson, de repente pálido, apartó la cabeza. Al somalí no pareció gustarle nada su reacción, pero retiró la mano.

Cuando el grupo abandonaba la cubierta, Al-Afrit dijo algo en somalí, un torrente de palabras. Cuatro de los guardias que habían subido al Malmö con él se adelantaron para agarrar al cadete y lo inmovilizaron contra el suelo.

El capitán Eklund dio un paso al frente para protestar, pero Abdi lo cogió del brazo.

—No haga nada —dijo en voz queda—. Tranquilo, seguro que todo irá bien. No le haga enfadar.

El cadete fue obligado a descender por la escala. Una vez abajo, en el dhow, otros brazos agarraron al muchacho.

—¡Auxilio, capitán! —gritó el joven.

Eklund corrió hacia Abdi, el último hombre en abandonar la cubierta. Su rostro estaba rojo por la ira.

—Le hago responsable de la seguridad de ese muchacho —dijo—. Esto no es civilizado.

Abdi, que tenía ya los pies en la escala para descender, estaba pálido de preocupación.

—Hablaré con el jeque —dijo.

—Pienso informar a Londres —le espetó el capitán.

—Eso no puedo permitirlo, capitán Eklund. Es por las negociaciones. Se trata de algo muy delicado. Deje que yo me ocupe de ello.

Y se marchó. De regreso hacia la costa, el señor Abdi permaneció en silencio, maldiciendo al diablo que estaba sentado junto a él. Si pensaba que llevándose al cadete iba a presionar a Londres para aumentar el precio del rescate, lo echaría todo a perder. Él, Abdi, era el negociador y sabía lo que se hacía. Además, empezaba a temer por el chico. Al-Afrit tenía fama de tratar con crueldad a sus prisioneros.

Aquella tarde el Rastreador telefoneó a Ariel a su desván en Centreville.

—¿Te acuerdas de esa filmación que te dejé?

—Sí, coronel Jackson.

—Quiero que la pases por el canal yihadista de internet, el que usa siempre el Predicador.

Una hora más tarde, la filmación estaba al alcance del mundo entero. El Predicador, sentado en su silla de siempre, hablando a la videocámara y a todos los musulmanes. Tras una hora de comunicados previos, toda la base de admiradores estaría escuchando y observando, además de los millones de fieles que no se habían convertido al extremismo pero estaban interesados… y también las agencias antiterroristas de todo el planeta.

La primera reacción fue de sorpresa; la segunda de fascinación. Aquel hombre de dura mirada y treinta y pocos años no llevaba esa vez una tela que lo cubriera desde el tocado hasta el cuello. Lucía una poblada barba negra y sus ojos eran de un curioso tono ambarino.

De todos cuantos miraban, solo había una persona que supiera que llevaba lentes de contacto y que quien hablaba era un tal Tony Suarez, que malvivía en Malibú y que no tenía ni idea de lo que ponía en las inscripciones coránicas que servían de telón de fondo.

La voz tenía un acento perfecto, el del imitador británico que solamente había escuchado dos horas de sermones antes de conseguir una réplica idéntica de la voz original. Y la imagen era en color, no monocroma. Pero, para los fieles, no habría duda de que era el Predicador.

—Amigos míos, hermanos y hermanas en Alá, he estado fuera de vuestras vidas durante un tiempo. Pero no ha sido un tiempo desperdiciado. He estado leyendo, estudiando nuestra hermosa fe, el islam, y reflexionando sobre muchas cosas. Y he cambiado, inshallah.

»Me pregunto cuántos de vosotros habréis oído hablar del Muraaja’aat, las Revisiones de la causa salafo-yihadista. Pues eso es lo que he estado estudiando.

»En muchas ocasiones os he urgido a ir más allá de la mera devoción a Alá, alabado sea su nombre, y a demostrar vuestro odio a los infieles. Pero las Revisiones nos enseñan que eso es un error, que nuestro hermoso islam no es de hecho un credo de odio y acritud, ni siquiera contra aquellos que no piensan como nosotros.

»Entre las Revisiones, las más célebres son las de la Serie para las Correcciones de Conceptos. Dichas correcciones fueron escritas por los miembros de Al-Gama al-Islamiya, que procedían de Egipto, al igual que aquellos que nos enseñaron el odio. Pero ahora he comprendido que era ellos quienes tenían razón, y no los maestros del fanatismo y el odio.

El teléfono de la sala donde estaba el Rastreador sonó en ese momento. Era Zorro Gris, desde Virginia.

—¿Estoy oyendo bien o es que ha pasado algo muy raro? —preguntó.

—Escucha un rato más —le sugirió el Rastreador antes de colgar.

En la pantalla Tony Suarez seguía hablando sin entender nada de lo que decía.

—He leído las Revisiones una veintena de veces en traducciones inglesas. Recomiendo su lectura a todos aquellos que no hablan ni leen árabe, y a los que puedan hacerlo, les recomiendo leerlas en la lengua original.

»Y es que ahora veo claramente que lo que dicen nuestros hermanos de Al-Gama es verdad. El sistema de gobierno conocido como democracia es perfectamente compatible con el islam verdadero; lo que es ajeno a las palabras del profeta Mahoma, que Alá tenga en su gloria, es el odio y la sed de sangre.

»Aquellos que afirman ser los auténticos creyentes y que claman por el asesinato, la crueldad, la tortura y la muerte de miles de personas son, de hecho, como los rebeldes jariyitas que se enfrentaron a los compañeros del Profeta.

»Debemos considerar a todos los yihadistas y salafistas iguales a aquellos rebeldes; nosotros, que veneramos al verdadero Alá y a su profeta Mahoma, debemos acabar con los herejes que todos estos años han descarriado a su pueblo.

»Y nosotros, los auténticos creyentes, debemos destruir a los paladines del odio y la violencia, como los compañeros del Profeta destruyeron en su tiempo a los jariyitas.

»Bien, ahora ha llegado el momento de revelar quién soy yo en realidad. Mi nombre es Zulfikar Ali Shah, nací en Islamabad y fui educado como un buen musulmán. Sin embargo, me desvié del recto camino y me convertí en Abu Azzam, asesino de hombres, mujeres y niños.

De nuevo sonó el teléfono.

—¿Se puede saber quién coño es ese? —gritó Zorro Gris.

—Espera a que acabe. Falta muy poco —dijo el Rastreador.

—Así pues, ante el mundo entero y especialmente ante vosotros, hermanos y hermanas en Alá, pronuncio mi tawba, mi sincero arrepentimiento por todo cuanto he hecho y dicho por una causa errónea. Y declaro mi baraa’a absoluto, y reniego de todo cuanto dije y prediqué en contra de las verdaderas enseñanzas de Alá el misericordioso, el compasivo.

»Yo no mostré misericordia ni compasión algunas, y ahora debo imploraros que tengáis vosotros conmigo la misericordia y la compasión que según nuestro sagrado Corán debe hacerse extensiva al pecador que se arrepiente sinceramente de su pecaminoso proceder. Que Alá os bendiga y esté con todos vosotros.

Fundido en negro. Otra vez el teléfono. De hecho, los teléfonos estaban sonando por toda la umma, la comunidad del islam, en su mayoría para proferir gritos de indignación.

—Rastreador, ¿qué demonios has hecho? —preguntó Zorro Gris.

—Espero haber acabado con él, eso es todo.

Se acordó de lo que le había dicho años atrás aquel docto profesor de la Universidad de Al-Azhar cuando él estudiaba en El Cairo:

«Los mercaderes del odio tienen cuatro niveles de aversión. Quizá pienses que los cristianos ocupáis el puesto más alto como objeto de ese odio. Pero no es así, porque vosotros también creéis en un solo Dios verdadero y por tanto, como los judíos, sois el Pueblo del Libro.

»A continuación están los ateos e idólatras que no tienen dios, tan solo ídolos tallados. Por eso los muyahidines de Afganistán odiaban tanto a los comunistas, por ser ateos.

»Luego, según los fanáticos, vendrían los musulmanes moderados, los que no siguen sus creencias radicales, y es por eso por lo que intentan derrocar a cualquier gobierno más o menos prooccidental poniendo bombas en los mercados y matando a musulmanes como ellos, que no han hecho ningún daño.

»Pero en el puesto más alto, cual perro entre los Imperdonables, está el apóstata, aquel que abandona o denuncia el yihadismo y que se retracta y vuelve a la fe de sus padres. Para él no hay perdón posible y solo le espera la muerte».

Y tras decir aquello, sirvió el té y rezó.

El señor Abdi se encontraba a solas en su suite compuesta de alcoba y despacho en el fuerte próximo a Garacad, con los nudillos blancos sobre la superficie de la mesa. Las paredes de más de medio metro de grosor estaban insonorizadas, pero no así las puertas, y desde el pasillo le llegaban los chasquidos de látigo. Se preguntó qué pobre desgraciado habría cometido el error de disgustar a su amo.

Era imposible disimular el ruido a medida que el instrumento de tortura, probablemente una fusta semirrígida, subía y bajaba, y los troncos sin desbastar de la puerta tampoco lograban enmascarar los escalofriantes gritos que seguían a cada latigazo.

Ali Abdi no era ningún desalmado, y aunque era consciente del apuro que suponía para los navegantes estar presos en sus barcos bajo un sol de justicia, y de que aun así él no iba a hacer nada por acelerar la negociación si con una demora podía sacar algo más de dinero, no veía motivo para el maltrato. Ni siquiera en la persona de los criados somalíes. Empezaba a lamentar haber accedido siquiera a mediar en nombre de aquel pirata. Al-Afrit era un bárbaro.

Se puso blanco como la cera cuando, en una pausa durante la flagelación, la víctima imploró piedad. En sueco.

La reacción del Predicador a la emisión de las devastadoras palabras de Tony Suarez fue casi de histeria.

Como hacía tres semanas que no pronunciaba ningún sermón online, no estaba mirando la página yihadista cuando se emitió. Fue uno de sus guardaespaldas paquistaníes, que chapurreaba algo de inglés, quien le avisó. Pudo oír el final, y luego, tan incrédulo como estupefacto, procedió a verlo desde el principio.

Sentado ante su ordenador, visionó horrorizado la emisión. Era un montaje, claro que era un montaje, pero creíble. El parecido era asombroso: la barba, la cara, el vestuario, la sábana del fondo, incluso los ojos. Aquel hombre era su clon. Y la voz era idéntica.

Pero lo peor de todo estaba en el contenido del sermón: la retractación formal constituía una sentencia de muerte. Se tardaría semanas en convencer a los fieles de que habían sido víctimas de un fraude perfecto. Sus gritos se oyeron más allá de las paredes de su estudio, chillando al hombre de la pantalla que la tawba era un embuste, que su retractación era una asquerosa mentira.

Cuando el rostro del actor norteamericano se desvaneció, el Predicador se quedó sentado donde estaba durante casi una hora. Y entonces cometió un error. Necesitado de alguien que le creyera, estableció contacto con su único amigo de verdad, su aliado en Londres. Vía correo electrónico.

Cheltenham estaba a la escucha, y Fort Meade. Y también un coronel de marines en un despacho de la embajada estadounidense en Londres. Y Zorro Gris, en Virginia, con una solicitud del Rastreador encima de la mesa. Diciéndole que aquello supondría el fin del Predicador, pero que no era suficiente. Zulfikar Ali Shah tenía las manos demasiado manchadas de sangre: era preciso matarlo. Y el Rastreador planteaba varias opciones. Zorro Gris remitiría su petición al jefe del J-SOC en persona, el almirante McRaven, y estaba convencido de que sería sometida a consideración incluso en el Despacho Oval.

Bastaron unos minutos para certificar la autenticidad del email enviado desde Marka: el texto, la ubicación exacta de ambos ordenadores y el propietario de cada uno de ellos. No había ya la menor duda sobre dónde estaba el Predicador, como tampoco sobre la complicidad de Mustafa Dardari a todos los niveles.

Zorro Gris pudo dar una respuesta al Rastreador en menos de veinticuatro horas, a través de la línea segura de la TOSA con la embajada en Londres.

—Lo he intentado, pero la respuesta es no. Presidencia ha vetado el uso de misiles contra ese recinto. En parte es por la densidad de población circundante, y en parte porque allí dentro está Ópalo.

—¿Y las otras propuestas?

—No a las dos. Nada de desembarcos. Ahora que Shabab ha vuelto a infestar Marka, no sabemos cuántos son ni hasta qué punto están bien armados. Los peces gordos militares creen que podría escabullirse en ese laberinto de callejuelas y que lo perderíamos para siempre.

»Y lo mismo vale para un comando de paracaidistas desde un helicóptero, como lo de Bin Laden. Rangers, SEAL, Night Stalkers… Nada de nada. Demasiado lejos de Yibuti y de Kenia, demasiados ojos en Mogadiscio. Y luego está el riesgo de un tiroteo. El episodio «Blackhawk derribado» sigue levantando ampollas y provocando pesadillas.

»Lo siento, Rastreador. Magnífico trabajo. Lo has identificado, localizado y desacreditado. Pero supongo que esto se acabó. Ese cabrón está en Marka, y dudo que salga de allí, a menos que encuentres un cebo muy suculento. Y no hay que olvidarse de Ópalo. Creo que será mejor que vuelvas.

—Todavía está vivo, Zorro Gris. Ese hombre es responsable de muchas muertes. Que no siga predicando no quiere decir que deje de ser muy peligroso. Podría trasladarse a Mali, por ejemplo. Deja que yo termine la tarea.

Zorro Gris tardó un rato en responder.

—Te doy una semana, Rastreador. Luego recoges y te vuelves a casa.

Nada más colgar el teléfono, el Rastreador comprendió que había cometido un error de cálculo. Al destruir la credibilidad del Predicador ante el conjunto del fundamentalismo islámico, su intención había sido obligarlo a exponerse, a salir de su guarida en Somalia. Quería verle huir de su propia gente, convertido otra vez en un refugiado sin tapadera. No había pensado en que sus propios superiores le prohibirían seguir adelante.

Se enfrentaba a una crisis de conciencia. Votara lo que votase como ciudadano, como oficial y por si fuera poco como marine, el Rastreador debía lealtad absoluta a su comandante en jefe. Y eso significaba obedecer órdenes. Pero esa, en concreto, no podía obedecerla.

Le habían encomendado una misión y la misión no estaba cumplida del todo. Además, la situación había cambiado; desde hacía un tiempo se trataba de una venganza personal. Estaba en deuda con un anciano al que había querido mucho y al que había visto morir en la UCI de un hospital de Virginia Beach. Era una deuda que pensaba saldar a toda costa.

Por primera vez desde sus años de cadete, barajó la idea de dejar el Cuerpo. Fue un mecánico dental del que nunca había oído hablar quien unos días más tarde salvaría su carrera.

Al-Afrit se contuvo de mostrar la imagen del horror durante dos días, pero cuando de repente apareció en la pantalla del centro de operaciones de Chauncey Reynolds, el impacto fue brutal. Durante ese tiempo, Gareth Evans había estado hablando con el señor Abdi; los temas, cómo no, habían sido el dinero y los plazos del rescate.

Abdi había bajado de veinticinco a veinte millones de dólares, pero el tiempo transcurría muy lento… para los europeos. Había pasado una semana, lo que para los somalíes representaba una nimiedad. Al-Afrit exigía todo el dinero y lo quería ya. Abdi le había explicado que el armador sueco no iba a aceptar la cifra de veinte millones. Evans confiaba en que al final llegarían a un acuerdo por cinco millones o poco más.

Pero entonces Al-Afrit tomó la iniciativa y envió la foto. Casualmente, Reynolds estaba en ese momento en el despacho, así como Harry Andersson, pese a que le habían aconsejado volver a Estocolmo y esperar acontecimientos. La imagen dejó a los tres hombres descompuestos y mudos.

El cadete estaba inmovilizado sobre una mesa de madera, boca abajo. Un somalí grandullón le sujetaba por las muñecas. Tenía las piernas separadas, con los tobillos atados a las patas de la mesa. No llevaba pantalones ni calzoncillos.

Sus nalgas eran una papilla sanguinolenta. A juzgar por la expresión de su rostro, vuelto hacia un lado y pegado a la madera, estaba gritando.

La primera reacción de Evans y Reynolds fue comprender que se enfrentaban a un loco, un sádico. Nunca se habían encontrado con nada semejante. La reacción de Andersson fue más visceral. Soltó una exclamación que fue casi un chillido y salió disparado hacia el baño anexo a la sala. Lo oyeron vomitar. Cuando volvió, el armador estaba blanco, a excepción de dos manchas rojas en las mejillas de apoyar la cara en la taza del inodoro.

—¡Ese muchacho es mi hijo! —gritó—. Mi hijo, con el apellido de soltera de su madre. —Agarró a Evans por las solapas y lo levantó de la silla hasta tenerlo cara a cara, nariz contra nariz—. Rescate a mi hijo, Evans, haga que vuelva. Dele a ese cerdo lo que pida. Da igual la cifra, ¿me oye? Diga a esa gente que pagaré cincuenta millones por mi hijo, dígaselo.

Salió en tromba del despacho, dejando a los otros dos pálidos y temblando. La imagen del muchacho torturado seguía en la pantalla.