En efecto, los mensajes de Dardari en Londres y del Troll en Kismayo estaban cifrados, y hubo que proceder a desencriptarlos. Ambos hombres se comunicaban de una forma aparentemente no codificada, ya que tanto el GCHQ en Cheltenham como Fort Meade en Maryland recelan automáticamente de toda transmisión que huela a código.
El tráfico industrial y comercial que navega por el ciberespacio es tan denso que no todo puede ser sometido a un análisis riguroso. Es por ello que ambos centros de intervención de comunicaciones tienden a priorizar lo que genera más desconfianza. Al ser Somalia un lugar altamente sospechoso, se centraban solo en analizar lo que parecía inofensivo, pero sin someterlo a los test de desencriptación más sofisticados. Hasta entonces el tráfico Londres-Kismayo había pasado los controles. Ahora ya no.
En apariencia se trataba de mensajes entre un importante fabricante de productos alimenticios y su gerente en un lugar donde se producían materias primas. Desde Londres preguntaban supuestamente sobre la disponibilidad de frutas, verduras y especias, todas ellas cosechadas en la zona, y sobre sus precios. Los mensajes de Kismayo, aparentemente, eran respuestas del gerente del almacén.
La clave del código estaba en los precios. Cheltenham y Ariel lo descubrieron casi al mismo tiempo. Había discrepancias. A veces los precios eran demasiado altos, a veces demasiado bajos. No concordaban con el precio del producto en cuestión en esa época del año. Algunas de las cifras eran auténticas, otras totalmente inverosímiles. Dentro de estas últimas los números equivalían a letras, las letras formaban palabras y las palabras mensajes.
El intercambio de muchos meses entre una elegante casa particular del West End londinense y un almacén de Kismayo demostró que Mustafa Dardari era el hombre del Predicador en el mundo exterior. A la vez promotor e informador. Aconsejaba y ponía sobre aviso.
Estaba suscrito a publicaciones que hablaban extensamente del pensamiento antiterrorista occidental. Estudiaba el trabajo de los think tanks, los comités de expertos sobre el tema, y a menudo revisaba documentos técnicos del Royal United Services Institute y del International Institute for Strategic Studies, ambos en Londres, y sus homólogos estadounidenses.
En los emails que enviaba a su amigo quedaba claro que, a nivel social, Dardari frecuentaba mesas donde podía haber como invitados funcionarios o militares de alto rango, o algún personaje relacionado con la seguridad. Es decir, que era un espía. Y no solo eso: detrás de su fachada de refinamiento occidental, era un salafista y un yihadista radical. Como su amigo de adolescencia que vivía en Somalia.
Ariel detectó algo más. Había errores tipográficos en los textos, apenas de una letra, pero no eran fortuitos. Muy poca gente no profesional puede teclear párrafos largos sin pulsar ocasionalmente en la tecla equivocada, creando así una errata de una sola letra. En periodismo y en el mundo editorial los correctores se encargan precisamente de subsanar estos errores. Pero lo normal es que un aficionado, mientras el significado esté claro, no le dé importancia.
El Troll se la daba; Dardari no, porque sus erratas eran deliberadas. Había una o dos en cada envío, pero en conjunto adoptaban una pauta rítmica; no ocurrían siempre en la misma tecla, sino que seguían una secuencia con respecto a las del mensaje anterior. Ariel dedujo que eran avisos, pequeñas señales que, si no aparecían, alertarían al lector del mensaje de que el remitente estaba bajo coacción o que el ordenador en concreto estaba siendo operado por un enemigo.
Lo que el tráfico de mensajes no confirmó fueron dos datos que el Rastreador necesitaba conocer. Aparecía la expresión «mi hermano», pero eso podía ser un simple saludo entre musulmanes. Salía «nuestro amigo», pero nunca el nombre de Zulfikar Ali Shah ni de Abu Azzam. Y tampoco había confirmación de que «nuestro amigo» residiera no en Kismayo, sino en un recinto en el corazón de Marka.
La única manera de conseguir estas dos pruebas, y la consiguiente la autorización para un ataque definitivo, era que una fuente fiable identificase al Predicador, o bien hacer que este cometiera un error y lanzara un sermón desde su casa. El Global Hawk que tenían sobrevolando Marka lo captaría al momento.
Para lograr lo primero necesitaba que alguien con un tocado o una gorra de béisbol fácilmente identificables se plantara en el patio del recinto, mirara hacia arriba e hiciera un gesto. Desde Tampa verían esa cara vuelta hacia el cielo, como desde Creech habían visto a Anuar al-Awlaki mirar fatídicamente hacia lo alto, su rostro al descubierto ocupando toda la pantalla de televisión en un búnquer subterráneo de Nevada.
En cuanto a lo segundo, el Rastreador contaba todavía con un as en la manga.
El MV Malmö salió del canal en Port Suez y se adentró en el mar Rojo. El capitán Eklund dio las gracias y se despidió del piloto egipcio, mientras este se descolgaba por la borda hasta la lancha que lo esperaba abajo. En cuestión de horas estaría a bordo de otro carguero rumbo al norte.
El Malmö, de nuevo al mando de su capitán, puso proa al sur en dirección a Bab el-Mandeb para virar luego al este y el golfo de Adén. El capitán Eklund estaba satisfecho. Hasta ahora iban muy bien de tiempo.
Ópalo volvió de su trabajo en el muelle, se aseguró de que estaba totalmente solo y de que nadie le observaba, y sacó la radio que tenía escondida debajo del suelo. Sabía que esas comprobaciones diarias para ver si había recibido algún mensaje eran los instantes de máximo peligro en su faceta de espía dentro de la fortaleza de Al-Shabab.
Conectó el aparato a la batería, se puso los auriculares, cogió papel y lápiz y se dispuso a transcribir. El mensaje, una vez ralentizado hasta velocidad de lectura, duró apenas unos minutos y su mano fue escribiendo a gran velocidad en caracteres hebreos.
Era breve y conciso: «Felicitaciones por seguir a la camioneta desde el almacén hasta Marka. La próxima vez, espera un poco a seguirla. Vuelve al transmisor y avísanos de que se dirige hacia el norte. Luego esconde el aparato y ve tras ella. Fin».
La trainera taiwanesa estaba a levante de la costa somalí. No la habían detenido, pero tampoco había motivo para ello. Un avión de las fuerzas navales internacionales que protegían a los barcos de los piratas somalíes patrullaba a baja altura y había efectuado un picado para echar un vistazo, pero pasó de largo.
El barco era lo que aparentaba ser: un pesquero de altura muy alejado de su puerto en Taipéi. No llevaba echadas las redes de fondo, pero eso no tenía nada de raro si su patrón estaba buscando aguas mejores donde pescar. Al-Afrit había capturado la trainera semanas atrás, algo que había sido debidamente registrado… pero bajo el nombre verdadero del barco. Un nombre que ya no era el mismo; la tripulación china, bajo amenazas, había sido obligada a pintar un distintivo nuevo tanto en la proa como en la popa.
Dos miembros de esa tripulación (no se necesitaban más) se hallaban en ese momento en el puente. Los diez piratas somalíes estaban ocultos y agazapados. Desde el avión patrulla habían visto por los prismáticos a un par de orientales al timón, y no habían sospechado nada. Aquellos dos hombres estaban amenazados de muerte si hacían el menor gesto pidiendo ayuda.
El truco no era nuevo y, sin embargo, la fuerza internacional seguía siendo prácticamente incapaz de detectarlo. Los esquifes somalíes fingían ser pesqueros cuando eran avistados e interceptados. Podían alegar que sus Kaláshnikov AK-47 eran para protegerse, pero no podían decir lo mismo de los lanzagranadas. El elemento determinante era siempre la escalera de mano de aluminio. No es algo que se necesite para pescar, pero sí para trepar por la borda de un barco mercante.
La piratería somalí había sufrido serios reveses. Muchos de los grandes y valiosos navíos incorporaban un equipo de exsoldados armados de rifles; un ochenta por ciento llevaba ya ese tipo de protección. Los drones que despegaban de Yibuti podían escrutar diariamente hasta cuarenta mil millas cuadradas de mar. Los barcos de guerra de las cuatro flotillas internacionales contaban con apoyo de helicópteros a modo de exploradores de largo alcance; y los piratas, capturados en número cada vez mayor, eran juzgados, declarados culpables y retenidos en las Seychelles bajo custodia internacional. Los años dorados de la piratería habían pasado a la historia.
Pero había una estratagema que funcionaba: el buque nodriza. El Shan-Lee 08, como había pasado a llamarse la embarcación, era uno de ellos. Podía permanecer en alta mar bastante más tiempo que un esquife y su autonomía era inmensa. Las lanchas de ataque, con sus veloces motores fueraborda, estaban guardadas bajo la cubierta. Aparentemente era un bajel inofensivo, pero sus lanchas rápidas podían estar listas y en el agua en apenas unos minutos.
Al salir del mar Rojo y entrar en el golfo de Adén, el capitán Eklund procuró seguir al milímetro el corredor internacionalmente recomendado, cuyo objetivo era dar la máxima protección al tráfico de mercantes por el peligroso golfo.
El corredor discurre paralelo a la costa adení y omaní desde los 45 hasta los 53 grados longitud este. Son ocho zonas de longitud que llevan al mercante desde la costa norte de Puntland, donde empieza el paraíso pirata, hasta bastante más allá del Cuerno de África. Para los barcos que desean bordear el extremo meridional del subcontinente indio, esto significa alejarse muchas millas al norte hasta poder virar rumbo al sur para la larga travesía del Índico. Pero es también una zona fuertemente patrullada y eso garantiza la seguridad.
El capitán Eklund siguió la ruta prescrita hasta los 53 grados de longitud y luego, convencido de que no había peligro, viró al sudeste rumbo a la India. Aunque los drones están preparados para cubrir desde el cielo tan gran extensión de mar, el océano Índico tiene varios millones de millas marinas cuadradas, y en esa inmensidad un barco puede desaparecer. Si bien es cierto que, en el corredor, se concentraba gran parte de la flota de barcos de la OTAN y de la Fuerza Naval de la Unión Europea (EU Navfor), en el océano estaban mucho más desperdigados. Solamente Francia tiene una fuerza dedicada exclusivamente al océano Índico. Se la conoce como A l’Indien.
El patrón del Malmö estaba convencido de hallarse ya demasiado al este para que un barco pirata que hubiera zarpado de la costa somalí pudiera amenazarlos. De día, e incluso de noche, el calor era asfixiante.
Casi todos los buques que navegan por esas aguas han tomado la precaución de hacerse construir una fortaleza interior provista de puertas de acero que se cierran desde dentro, con comida, agua, literas y artículos de higiene personal para varios días. Suelen llevar también sistemas para desconectar los motores de posibles interferencias externas y controlar el mecanismo de dirección desde el interior. Por último, cuentan asimismo con una señal de socorro que, en caso necesario, emite un mensaje prefijado desde el mastelero.
A resguardo dentro de esta ciudadela, la tripulación, siempre y cuando logre encerrarse a tiempo, puede aguardar el rescate con la certeza de que este se encuentra ya en camino. Aunque los piratas se hagan con el barco, no conseguirán controlarlo ni poner en peligro la vida de los hombres de a bordo. Ahora bien, intentarán acceder a la fortaleza. A la tripulación solo le queda confiar en que aparezca pronto un destructor o una fragata.
Sin embargo, mientras el Malmö dejaba atrás las islas Laccadive rumbo al sur, la tripulación dormía cómodamente en sus camarotes habituales. Nadie vio ni oyó las lanchas que avanzaban a toda velocidad siguiendo su estela, como tampoco oyó nadie el traqueteo metálico de escalas en la popa cuando los piratas somalíes abordaron el barco a la luz de la luna. El timonel dio la alarma, pero era demasiado tarde. Oscuras y ágiles siluetas armadas corrían ya por la superestructura y se dirigían al puente de mando. En apenas cinco minutos, el Malmö era capturado.
Ópalo vio cómo al ponerse el sol se abría la verja del recinto del almacén y salía la camioneta. Vio que era la misma de la vez anterior y que giraba en la misma dirección. El agente montó en su moto de trial y la siguió hacia las afueras de Kismayo, al norte de la ciudad, hasta estar seguro de que se dirigía a Marka por la carretera del litoral. Luego regresó a su cabaña y sacó el transmisor de su escondite bajo el suelo. Había redactado ya el mensaje y lo había comprimido hasta una fracción de segundo, listo para su transmisión. Después de retirar la batería del cargador fotovoltaico, la conectó y solo tuvo que pulsar el botón de «Enviar».
El retén permanente de la Oficina del Mossad captó el mensaje. El oficial de guardia lo desencriptó antes de pasárselo a Benny, que seguía trabajando en su despacho, en el mismo huso horario de Kismayo. Benny redactó unas breves instrucciones que, una vez codificadas, fueron remitidas a un barco supuestamente pesquero con base en Salalah que «faenaba» a veinte millas marinas de la costa somalí.
La lancha abandonó el pesquero pocos minutos después y puso rumbo a tierra. A bordo iban siete comandos y un capitán al mando. Solo cuando las dunas aparecieron en el horizonte iluminado por la luna el rugido del motor pasó a ser un ronroneo; incluso en aquel desolado trecho de arena podía haber alguien escuchando.
No bien la proa tocó playa, el capitán y seis hombres saltaron a tierra y corrieron hacia la carretera. Ya conocían el lugar; era el punto donde un wadi seco pasaba bajo un puente de hormigón y había un grupo de casuarinas. Un miembro del comando avanzó por la carretera unos trescientos metros, en sentido Kismayo, buscó un sitio adecuado entre las juncias de la cuneta, se echó al suelo y dirigió sus potentes prismáticos de visión nocturna hacia el sur. Le habían informado del tipo de vehículo que debía esperar e incluso del número de la matrícula. Detrás de él, el resto de la patrulla de emboscada esperaba asimismo a cubierto junto a la carretera.
El capitán sostenía el comunicador en la mano, pendiente de que la luz roja intermitente se encendiera. Pasaron cuatro vehículos; ninguno era el que ellos esperaban.
Y entonces apareció. Mirando a través de la verde penumbra de sus prismáticos, el comando de avanzada no tuvo ninguna duda. El color original del vehículo, blanco crudo, carecía de importancia, pues en la visión nocturna todo era verde. Pero allí estaba la rejilla medio rota del radiador y también los protectores delanteros abollados que, obviamente, no habían servido de mucho. Y el número de la placa era el que estaba esperando ver. Pulsó el botón de «Enviar» de su transmisor.
Vuelto de espalda, el capitán vio el rojo resplandor en su mano y dio la orden en voz baja: «Kadima». Los hombres salieron al descubierto desde ambos lados de la calzada, sosteniendo una ancha cinta roja y blanca; en la oscuridad de la noche parecía el poste horizontal de una barrera. El capitán se plantó delante de la misma, apuntando hacia el suelo con una linterna y con la otra mano en alto.
No iban vestidos de camuflaje sino con largas túnicas blancas y tocados somalíes. Armados con Kaláshnikov. Ningún somalí se atrevería a saltarse un bloqueo de la mutawa religiosa. El motor de la camioneta que se aproximaba carraspeó al reducir, primero una marcha, luego otra.
Los piratas habían dejado a dos hombres vigilando al capitán taiwanés y su primer oficial; los otros ocho habían abordado el Malmö. Uno de ellos chapurreaba algo de inglés. Procedía del nido de piratas de Garacad y ese era su tercer secuestro. Sabía lo que había que hacer. El capitán Eklund no, pese a que en Gotemburgo un oficial de la marina sueca le había informado al respecto.
Había tenido tiempo de apretar desde su camarote el botón de la señal perpetua de socorro, y en ese momento estaba transmitiendo desde el mastelero y avisando de su situación a todo el que estuviera a la escucha.
El cabecilla de los piratas, que se llamaba Jimali y tenía veinticuatro años, lo sabía también pero no le importaba. Que vinieran los barcos infieles; ya era demasiado tarde. No se atreverían a atacar, por miedo a que hubiera un baño de sangre. Conocía muy bien la obsesión de los kuffar con la vida humana y le parecía despreciable. Un buen somalí no le temía al dolor ni a la muerte.
Habían juntado en la cubierta a los cinco oficiales y los diez filipinos. Advirtieron al capitán de que, si encontraban a alguien escondido, uno de los oficiales sería arrojado al mar.
—No, no hay nadie más —dijo Eklund—. ¿Qué es lo que quieren?
Jimali señaló hacia sus hombres.
—Comida. No cerdo —dijo.
El capitán Eklund ordenó al cocinero filipino que fuera a preparar algo, y uno de los piratas lo acompañó a la cocina del barco.
—Tú, ven. —Jimali hizo señas al capitán y fueron al puente—. Tú guiar Garacad, tú vivir.
El capitán consultó los mapas, localizó la costa somalí y encontró el poblado, unos ciento cincuenta kilómetros al sur de Eyl, otro reducto pirata. Calculó un rumbo aproximado y giró el timón.
Despuntaba el día cuando los vio el primer barco, una fragata francesa de A l’Indien. Envió unos cuantos telegramas a puerto y se situó en formación reduciendo la velocidad. El capitán francés no pensaba utilizar a sus hombres para abordar el Malmö, y Jimali lo sabía. Desde el ala del puente de mando miraba hacia la fragata, casi como si retara a los infieles a hacer algún movimiento.
Muy lejos del aparentemente inocuo espectáculo marítimo de una fragata francesa escoltando a un carguero sueco, con un pesquero taiwanés a escasa distancia, estaba teniendo lugar un verdadero torbellino de comunicaciones electrónicas.
El Sistema de Identificación Automática del Malmö había sido captado de inmediato. Estaba siendo controlado por el Maritime Trade Operations británico con base en Dubai, así como por la Maritime Liaison estadounidense (MARLO) en Baréin. Varios buques de guerra de la OTAN y la Unión Europea fueron alertados de la situación, pero, como sabía Jimali, ninguno se decidiría a atacar.
En la sede de Andersson Line en Estocolmo había una sala de operaciones con servicio permanente, y recibieron el aviso de inmediato. El cuartel general de la naviera sueca llamó al Malmö. Jimali indicó al capitán Eklund que podía contestar, pero le ordenó que pasara la llamada por el altavoz del puente y que solo hablara en inglés. Incluso antes de oír su voz, Estocolmo supo que había sido capturado por somalíes y que había que medir muy bien las palabras.
El capitán Eklund confirmó que el Malmö había sido secuestrado durante la noche. Informó de que todos sus hombres estaban a salvo y los trataban bien. No había ningún herido. Se dirigían hacia la costa de Somalia obedeciendo órdenes de los piratas.
El propietario de la naviera, Harry Andersson, se enteró de lo ocurrido mientras desayunaba en su palaciega residencia de Östermalm, en Estocolmo. Terminó de vestirse mientras le llevaban el coche a la puerta y fue directamente a la sala de operaciones de la sede central. El controlador de flotas del turno de noche estaba allí todavía y le relató cuanto los servicios de emergencia y el propio capitán Eklund habían podido decirle.
El señor Andersson había prosperado en la vida y era sumamente rico porque, entre otros muchos, poseía dos talentos muy valiosos. Uno era saber asimilar con extrema rapidez cualquier situación y, a partir de ahí, pensar un plan de acción basado en realidades, no en fantasías. El segundo era poner en práctica esos planes.
Se quedó allí de pie, sumido en sus pensamientos. Nadie se atrevió a interrumpir sus reflexiones. Era la primera vez que uno de sus barcos era secuestrado. Una intervención armada solo provocaría una matanza, así que eso estaba descartado. El Malmö, por tanto, debía arribar a la costa somalí y anclar allí. Lo prioritario era velar por la seguridad de sus quince empleados y luego recuperar el barco y el cargamento, si ello era posible. Pero había otro asunto: uno de esos empleados era su propio hijo.
—Haz que traigan mi coche —dijo—. Llama a Bjorn, esté donde esté, y dile que prepare el avión para despegar de inmediato. Plan de vuelo para Northolt, Londres. Resérvame una habitación en el Connaught. Hanna, ¿llevas el pasaporte encima? ¿Sí?, pues ven conmigo.
Minutos más tarde, ya en el asiento trasero del Bentley, con su secretaria personal al lado y camino del aeropuerto de Bromma, Andersson utilizó el móvil para organizar el futuro inmediato.
Aquel era un asunto para las aseguradoras. Él trabajaba con una agrupación de reaseguradoras perteneciente a Lloyds. Ellos se encargarían de todo, ya que el dinero que estaba en juego era el suyo; por algo les pagaba una verdadera fortuna al año.
Antes de despegar supo que el negociador preferido de sus reaseguradores —y estos habían pasado ya por trances semejantes— era una empresa llamada Chauncey Reynolds, que contaba en su haber con varios rescates negociados. Andersson sabía que llegaría a Londres mucho antes de que su barco alcanzara la costa de Somalia. Y antes de que su Learjet traspasara la línea del litoral sueco, ya había concertado una cita con sus abogados para las seis de la tarde. Y si no les gustaba trabajar a esa hora, que se aguantaran.
Mientras Andersson aterrizaba en la pista de aproximación de Northolt, en la sede de Chauncey Reynolds estaban ya moviendo los hilos para tratar de contactar con la vivienda en Surrey de su negociador preferido, sin duda el mejor de sus hombres en aquella extraña profesión, aunque estaba ya en vías de retirarse. Su mujer fue a buscarlo; estaba atendiendo sus colmenas en el jardín.
Había aprendido el oficio haciendo de negociador en casos de rehenes para la policía metropolitana. Era un galés de nombre Gareth Evans, persona poco habladora pero solo en apariencia.
El Troll estaba muerto y bien muerto cuando Ópalo llegó al lugar. Había sido avistado por el vigía apostado en la carretera, e identificado porque el capitán lo había visto antes en el encuentro previo con Benny en la playa. De nuevo la mano del capitán registró un fulgor rojo intermitente y la carretera fue bloqueada.
De repente Ópalo divisó unas siluetas de largas túnicas a la mortecina luz de su moto, vio la linterna oscilante, los rifles de asalto prestos a disparar. Como cualquier agente secreto infiltrado tras las líneas enemigas, y ante la terrible perspectiva de sufrir una muerte atroz en caso de ser descubierto, experimentó un pequeño acceso de pánico.
¿Tenía los papeles en orden? ¿Colaría su coartada de que se dirigía a Marka en busca de trabajo? ¿Qué diantre podía estar buscando la mutawa en aquella carretera a altas horas de la noche?
El hombre de la linterna se acercó y le miró a la cara. En ese momento la luna asomó entre unas nubes que anunciaban el inminente monzón. Dos rostros oscuros y muy juntos en mitad de la noche; uno de tez natural, el otro embadurnado de crema para combate nocturno.
—Shalom, Ópalo. Ven, sal de la carretera, se acerca un camión.
Los hombres corrieron a esconderse entre los árboles y los matojos, llevándose consigo la moto de trial. En cuanto el camión hubo pasado de largo, el capitán le mostró a Ópalo el lugar del accidente.
Al parecer la camioneta del Troll había sufrido un reventón en la rueda delantera izquierda. El clavo sobresalía aún de la banda de rodamiento donde unas manos lo habían introducido deliberadamente. Fuera de control, el vehículo debía de haber girado bruscamente hacia un lado. La mala suerte hizo que eso ocurriera cuando se hallaba en mitad del puente de hormigón.
La camioneta se había precipitado al vacío, yendo a estrellarse contra el terraplén del lado contrario del wadi. Debido al impacto, el conductor había sido lanzado de cabeza contra el parabrisas y el volante se le había incrustado en el pecho, destrozándole el tórax. Al parecer, alguien lo había sacado de la cabina y depositado en el suelo. El muerto miraba sin ver las ralas puntas de las casuarinas que mediaban entre él y la luna allá en lo alto.
—Bueno, hablemos —dijo el capitán.
Informó a Ópalo de lo que Benny le había dicho por la línea telefónica segura entre el pesquero y Tel Aviv. Palabra por palabra. Luego le entregó un fajo de papeles y una gorra de béisbol roja.
—Esto te lo dio el moribundo antes de palmarla. Tú hiciste cuanto estaba en tus manos, pero fue inútil. Estaba muy malherido. ¿Alguna pregunta?
Ópalo negó con la cabeza. La historia era verosímil. Se guardó los papeles en el interior de la cazadora. El capitán de la Sayeret Matkal le tendió una mano.
—Tenemos que regresar. Buena suerte, amigo. Mazel tov.
Tardaron unos segundos en borrar las últimas huellas dejadas en el polvo, todas salvo las de Ópalo, y luego partieron hacia la negrura camino del pesquero que los estaba esperando. Ópalo llevó su moto de nuevo a la carretera y siguió su camino hacia el norte.
Todos los reunidos en la oficina de Chauncey Reynolds tenían experiencia en lo que, tras más de una década de piratería, se había convertido en un ritual mutuamente acordado. Los piratas eran jefes de clan de la zona de Puntland y operaban a lo largo de mil doscientos kilómetros de costa desde Boosaaso en el norte hasta Mareeg, un poco más arriba de Mogadiscio.
Eran piratas por el dinero, por nada más. Su excusa era que años atrás las flotas pesqueras llegadas de Corea del Sur y Taiwán habían acabado con sus caladeros tradicionales, dejándolos sin recursos para sobrevivir. Para bien o para mal, habían optado por la piratería y desde entonces sus ingresos eran enormes, mucho mayores que los beneficios que obtenían antes con unos cuantos atunes.
Sus primeras presas fueron barcos mercantes que pasaban muy cerca de la costa somalí. Con el tiempo y la práctica habían ido ampliando su campo de acción hacia el este y el sur. Al principio sus capturas eran pequeñas y sus negociaciones torpes, y maletas llenas de dólares eran arrojadas al mar desde avionetas procedentes de Kenia en una zona previamente acordada.
Pero en ese trecho de costa nadie se fía de nadie. Entre los ladrones somalíes no existe el honor. Barcos que habían sido capturados por un clan eran saqueados por otro. Bandas rivales peleaban a muerte por maletas que flotaban a la deriva llenas de dinero en metálico. Al final se impuso una especie de pacto sobre cómo actuar.
La tripulación de un barco secuestrado casi nunca era llevada a tierra. Para evitar que el tremendo oleaje arrastrara la embarcación anclada, los barcos se detenían a dos millas de la costa. Oficiales y tripulación vivían a bordo en condiciones más o menos razonables pero vigilados por una docena de hombres, mientras las partes en litigio —armador y jefe de clan— procedían a negociar.
Por la parte occidental, algunas compañías aseguradoras, bufetes de abogados y negociadores se especializaron hasta convertirse en expertos en casos de secuestros. Por la parte somalí, negociadores cultos (no simplemente somalíes, sino miembros del clan adecuado) se ocupaban de dialogar. Todo eso se hacía ya con tecnología moderna, esto es, ordenadores y iPhones. Rara vez se lanzaba el dinero cual bomba desde las alturas; los somalíes tenían cuentas bancarias numeradas de las que la suma del rescate desaparecía en cuestión de minutos.
Con el paso del tiempo los negociadores de ambos bandos llegaron a conocerse bien, cada cual preocupado por hacer su trabajo y nada más. Pero los somalíes tenían siempre la mejor baza.
Para las compañías de seguros, un cargamento con demora era un cargamento perdido. Para los armadores, un barco sin beneficios era una operación perdida. Añádase a ello la lógica angustia de la tripulación y de sus familias, y todo junto hacía que el objetivo prioritario fuese lograr un acuerdo lo antes posible. Los piratas, en cambio, tenían todo el tiempo del mundo. En eso basaban su chantaje: en el tiempo. Algunos barcos habían estado años anclados en aguas somalíes.
Gareth Evans había conseguido la liberación de diez buques con cargamentos de diverso valor. Había estudiado Puntland y su laberíntica estructura tribal tan a fondo como quien prepara una tesis. Cuando se enteró de que el Malmö navegaba hacia Garacad, supo qué tribu controlaba aquel trecho de costa y de cuántos clanes se componía. Varios de ellos utilizaban el mismo negociador, un tal señor Ali Abdi, un somalí educado y cortés, licenciado por una universidad del Medio Oeste de Estados Unidos.
Todo eso se lo explicaron a Harry Andersson mientras el crepúsculo estival se cernía sobre Londres y en el otro hemisferio el Malmö avanzaba a toda máquina rumbo al oeste. Cenaron comida para llevar sentados a la bruñida mesa de la sala de reuniones, y luego la señora Bulstrode, que servía los refrigerios y había accedido a quedarse, les llevó café, café y más café.
Reservaron una sala como centro de operaciones para Gareth Evans. Si los somalíes designaban a un negociador nuevo, desde Estocolmo informarían al capitán Eklund de a qué número de Londres debía telefonear para poner las cosas en marcha.
Gareth Evans estudió a fondo el barco y su cargamento de relucientes automóviles y calculó para sus adentros una cifra plausible alrededor de los cinco millones de dólares. Sabía que la cifra que ellos pedirían de entrada sería mucho más alta. No solo eso, sabía también que aceptar con demasiada prontitud sería catastrófico: doblarían la cifra al momento. Exigir rapidez podía ser asimismo contraproducente; eso podía elevar de igual manera el precio. En cuanto a la tripulación, debían aceptar con resignación su mala suerte; no les quedaba otro remedio que armarse de paciencia.
Los marinos repatriados tras otros secuestros contaban que, conforme transcurrían las semanas, los somalíes de a bordo, mayormente analfabetos de la zona montañosa, convertían el antaño inmaculado barco en un apestoso sumidero. No utilizaban los servicios, orinaban cuando y donde el cuerpo se lo pedía. El calor hacía el resto. El aire acondicionado dejaba de funcionar porque los generadores necesitaban petróleo. Los alimentos descongelados se pudrían, y la tripulación se veía obligada a seguir la dieta somalí a base de carne de cabra que los piratas mataban en la misma cubierta. Los únicos entretenimientos eran la pesca, la lectura y los juegos de mesa, pero el tedio no se dejaba vencer así como así.
La reunión terminó a las diez de la noche. Yendo a toda máquina, como probablemente era el caso, el Malmö entraría en la bahía de Garacad alrededor de las doce del mediodía hora de Londres. Poco después se enterarían de quién lo había secuestrado y a quién habían encargado la tarea de negociar. Entonces Gareth Evans se presentaría, en el caso de que hiciera falta, y daría comienzo el intrincado tira y afloja.
Ópalo llegó a Marka cuando la ciudad sesteaba bajo el achicharrante sol de primera hora de la tarde. Buscó el recinto y llamó con fuerza a la puerta. En su interior nadie dormía. Oyó voces y correr de pasos, como si esperaran a alguien que llegara tarde.
En el ventanuco de la puerta de gruesos troncos apareció una cara. Árabe, pero no somalí. Los ojos escudriñaron la calle y no vieron ninguna camioneta. Entonces se posaron en el agente Ópalo.
—¿Qué? —le espetó una voz, molesta por que un don nadie pretendiera que le abriesen.
—Traigo unos papeles para el jeque —dijo Ópalo en árabe.
—¿Papeles? —La voz se mostró hostil y a la vez curiosa.
—Sí, no sé qué son —respondió Ópalo—. Un hombre en la carretera me dijo que eso era lo que os tenía que decir.
Oyó murmullo de voces detrás de la puerta. Un segundo rostro ocupó el puesto del primero. Ni somalí ni arábigo, pero habló en árabe. ¿Paquistaní, quizá?
—¿De dónde eres y qué papeles son esos?
Ópalo se sacó el paquete que llevaba bajo la cazadora.
—Vengo de Marka. Me he encontrado a un hombre tirado en la carretera. Había tenido un accidente con su camioneta y me ha pedido que trajera estos papeles. Él me ha explicado cómo encontrar este sitio. Es todo lo que sé.
Ópalo intentó introducir el paquete por la abertura.
—No, espera —gritó una voz, y la puerta empezó a abrirse.
Había allí cuatro hombres, todos con barbas muy pobladas. Lo agarraron del brazo y lo hicieron entrar rápidamente. Un muchacho salió a todo correr, agarró la moto de trial y la metió en el recinto. La puerta se cerró. Dos hombres lo sujetaron. El que podía ser paquistaní se le acercó cuan alto era, examinó el paquete e inspiró hondo.
—¿De dónde has sacado esto, cerdo? ¿Qué le has hecho a nuestro amigo?
Ópalo adoptó una actitud temerosa; no hubo de esforzarse demasiado.
—El hombre que conducía la camioneta, señor. Creo que está muerto…
No pudo continuar. Una mano le cruzó la cara con tal fuerza que lo tiró al suelo. Se produjo un revuelo de gritos confusos en una lengua que no entendió pese a que hablaba inglés, somalí y árabe, además de su hebreo materno. Media docena de manos lo levantaron y se lo llevaron de allí. Había una especie de cobertizo adosado al muro del recinto; lo arrojaron dentro y oyó cerrarse una aldaba. Estaba oscuro y el lugar apestaba. Ópalo sabía que debía ceñirse a su papel. Se dejó caer sobre una pila de sacos viejos y ocultó la cabeza entre las manos, postura universal que indica derrota y estupor.
No volvieron hasta pasada media hora. Vio a los dos o tres tipos altos que debían de ser guardaespaldas, pero también había uno nuevo. Este era somalí, sin duda alguna, y su habla era de una de persona culta. Seguramente tendría estudios. Le hizo una seña, y Ópalo salió guiñando los ojos a la implacable luz del día.
—Ven —dijo el somalí—, el jeque desea verte.
Fue escoltado hasta el edificio principal, enfrente de la puerta de troncos. En el vestíbulo lo sometieron a un experto y meticuloso registro. Le cogieron la cartera y se la pasaron al somalí, el cual sacó los documentos y los examinó, comparando la foto de mala calidad con la cara del agente. Luego, guardándose la cartera en el bolsillo, asintió con la cabeza, dio media vuelta y echó a andar. Ópalo fue obligado a seguirle.
Entraron en una sala de estar bien amueblada. Un ventilador grande giraba en el techo. Había una mesa de trabajo con papeles y artículos de escritorio encima. De espaldas a la puerta, sentado en una butaca giratoria, vio a un hombre. El somalí se acercó a él y le susurró algo al oído. Ópalo podría haber jurado que lo había hecho en árabe. Luego le tendió al hombre sentado la cartera y los documentos de identificación.
Ópalo vio que el paquete que había traído estaba abierto y algunas de las hojas esparcidas sobre el escritorio. El hombre que estaba sentado se volvió, alzó la vista y lo miró a la cara. Llevaba una poblada barba negra y sus ojos eran de color ámbar.