El barco de pesca era viejo y cochambroso, pero esa era la idea. Estaba corroído por el óxido y necesitaba una buena mano de pintura, o dos, pero eso también era deliberado. En un mar repleto de pesqueros de bajura, difícilmente llamaría la atención.
Soltó amarras en mitad de la noche, en la cala próxima a Eilat donde antiguamente estuvo el complejo turístico de Rafi Nelson. Al amanecer se encontraba ya al sur del golfo de Aqaba y se internaba en el mar Rojo, dejando atrás los centros de submarinismo de la costa egipcia del Sinaí. El sol ya estaba alto cuando pasó frente a Taba Heights y Dahab; había un par de botes de submarinistas tempraneros en los arrecifes, pero nadie prestó la menor atención al viejo pesquero israelí.
El capitán estaba al timón y su primer oficial hacía café en la cocina. Eran solo dos los verdaderos marineros a bordo, y también dos los pescadores que se encargarían de las redes cuando el barco iniciara las labores de arrastre. El resto, los otros ocho tripulantes, eran comandos del Sayeret Matkal.
La sentina había sido limpiada y desinfectada para que no apestara a pescado, y se había acondicionado para alojarlos: ocho literas a lo largo de la pared y una zona comunitaria de comedor en la cubierta. Las escotillas estaban totalmente cerradas de forma que, a medida que el implacable sol se iba elevando, el aire acondicionado pudiera hacer su trabajo en aquel reducido espacio.
Mientras surcaba el mar Rojo en dirección sur, entre Arabia Saudí y Sudán, el barco cambió de identidad y pasó a llamarse Omar-al-Dhofari, procedente del puerto de Salalah en Omán. La tripulación daba el pego; por su aspecto y su dominio del idioma, todos ellos podían pasar por árabes del Golfo.
En el estrecho que separa Yibuti de Yemen bordeó la isla yemení de Perim y viró hacia el golfo de Adén. A partir de ese punto estaría en territorio pirata, aunque prácticamente a salvo de cualquier peligro. Los piratas somalíes buscan presas con valor comercial y un armador dispuesto a pagar el precio del rescate. Un barco de pesca omaní no encajaba en el perfil.
Los hombres de a bordo avistaron una fragata de la flotilla internacional que había complicado mucho la vida a los piratas, pero ni siquiera les dio el alto. El sol sacó destellos a las lentes de los potentes prismáticos con que la fragata observaba el barco de pesca, pero los cazadores de piratas tampoco mostraron el menor interés por un barco de bandera omaní.
Al tercer día doblaron el cabo Guardafui, el punto más oriental del continente africano, y viraron al sur teniendo únicamente Somalia a estribor, rumbo a su base de operaciones en un punto de la costa entre Mogadiscio y Kismayo. Una vez allí el barco se puso al pairo. Echaron las redes para seguir fingiendo que pescaban y enviaron un breve e inocuo email a Miriam, la novia imaginaria de la Oficina, para decir que estaban a la espera.
Benny, el jefe de la división, también puso rumbo al sur pero llegó mucho antes. Tomó un vuelo de El-Al hasta Roma y allí cambió de avión con destino a Nairobi. El Mossad ha tenido desde siempre una importante presencia en Kenia, y Benny fue recibido por el jefe de estación vestido de paisano y en su coche particular. Hacía una semana justa que el pescador somalí del medregal poco fresco había entregado lo convenido al agente Ópalo, y Benny solo podía confiar en que para entonces hubiera comprado ya algún tipo de motocicleta.
Era jueves, y esa noche, cerca ya de las doce, el programa Noctámbulos salió en antena como de costumbre. Pero antes, el parte meteorológico. En este dijeron que, pese a la ola de calor imperante en la mayor parte del territorio, se esperaban lloviznas en Ashkelon para el día siguiente.
Era de prever que los británicos cooperarían sin reservas con el Rastreador. Reino Unido había sido escenario de cuatro asesinatos a manos de fanáticos en busca de gloria o del paraíso, si no ambas cosas, inspirados por el misterioso Predicador, y las autoridades querían acabar con él tanto como los propios norteamericanos.
Alojaron al Rastreador en uno de los pisos francos de la embajada estadounidense, una casita bien acondicionada en una calle de antiguas caballerizas en el barrio de Mayfair. Hubo una breve reunión con el jefe del J-SOC del personal de Defensa en la embajada y con el jefe de estación de la CIA. Luego fueron a reunirse con el servicio secreto de inteligencia británico, el SIS, en su cuartel general de Vauxhall Cross. El Rastreador ya había estado antes en aquel edificio de piedra arenisca pintado de verde a orillas del Támesis, pero el hombre a quien fue presentado era una cara nueva.
Adrian Herbert tenía aproximadamente la misma edad que el Rastreador, cuarenta y tantos, de modo que era un universitario cuando Boris Yeltsin puso fin al comunismo y a la Unión Soviética en 1991. Tras licenciarse en historia por el Lincoln College de Oxford y estudiar un año en la londinense Escuela de Estudios Orientales y Africanos, la SOAS, su ascenso en el escalafón había sido fulgurante. Se había especializado en Asia central y hablaba urdu y pastún, además de un poco de árabe.
El director del SIS (muy a menudo se lo confunde con el MI6), a quien se conoce simplemente como el Jefe, asomó la cabeza para saludar y dejó a Adrian Herbert a solas con sus invitados. Presente también, como muestra de cortesía, estaba un miembro del Servicio de Seguridad (MI5), con sede en Thames House, a quinientos metros de allí en la orilla septentrional del Támesis.
Hubo el tradicional ofrecimiento de café y galletas, y luego Herbert miró a los tres norteamericanos y murmuró:
—¿Cómo creen que podemos ayudarles?
Los dos miembros de la embajada le cedieron la palabra al Rastreador. Ninguno de los presentes ignoraba cuál era la misión del hombre de la TOSA. El Rastreador no vio, pues, necesidad de explicar lo que había hecho hasta entonces, hasta dónde había llegado ni qué pretendía hacer a continuación. Incluso entre amigos y aliados, siempre hay el need to know, información reservada.
—Nuestro Predicador no está en Yemen sino en Somalia —empezó diciendo—. Dónde se aloja es algo que ignoro todavía. Sabemos que su ordenador, y por lo tanto la fuente de sus emisiones, está emplazado en un almacén y planta embotelladora de la zona portuaria de Kismayo. Pero estoy bastante seguro de que él no se encuentra físicamente allí.
—Creo que Konrad Armitage le dijo que no tenemos a ningún hombre en Kismayo —intervino Herbert.
—Ni ustedes ni nadie, según parece —mintió el Rastreador—, pero no es por eso por lo que estoy aquí. Hemos podido determinar que alguien se comunica con ese almacén y que el destinatario de los mensajes ha dado acuse de recibo y expresado su agradecimiento. El almacén pertenece a Masala Pickles, una empresa con sede en Karachi. Quizá haya oído hablar de ella.
Herbert asintió en silencio. Le encantaba la comida india y paquistaní, y a veces llevaba a sus «activos» a restaurantes especializados en esas gastronomías cuando venían a Londres. El chutney de mango de Masala era muy popular.
—Por una extraordinaria coincidencia, que ninguno de nosotros cree que lo sea, el propietario de Masala es un tal señor Mustafa Dardari, que fue amigo de adolescencia del Predicador en Islamabad. Quisiera que lo investigaran.
Herbert miró al hombre del MI5 y este asintió.
—Creo que se puede hacer —murmuró—. ¿Vive aquí el tal Dardari?
El Rastreador sabía que, si bien el MI5 tenía representantes en las principales estaciones extranjeras, su cometido fundamental era de puertas adentro del país. El SIS, aunque se dedicaba esencialmente al espionaje y contraespionaje de los enemigos de Su Majestad en el extranjero, tenía también capacidad para montar operaciones en Reino Unido.
Sabía asimismo que, al igual que ocurría con la CIA y el FBI en Estados Unidos, en ocasiones la rivalidad entre los servicios secretos «interno» y «externo» había suscitado cierta animosidad, pero en los últimos diez años la amenaza común del fundamentalismo yihadista parecía haber elevado considerablemente el nivel de cooperación.
—No está en un sitio fijo —prosiguió el Rastreador—. Tiene una mansión en Karachi y una casa aquí en Londres, en Pelham Crescent. Mis datos son: treinta y tres años, soltero, agradable y con presencia en el mundillo social.
—Puede que yo lo conozca —dijo Herbert—. Recuerdo una cena privada, hará cosa de dos años, que dio un diplomático paquistaní. Un tipo muy fino, si no recuerdo mal. ¿Y quiere usted que lo vigilen?
—Quiero que entren en su casa —respondió el Rastreador—. Estaría bien que instalaran micros y cámaras. Pero lo que más me interesa es su ordenador.
Herbert desvió la vista hacia Laurence Firth, el hombre del MI5.
—¿Qué tal una operación conjunta? —sugirió, y Firth asintió con la cabeza.
—Disponemos de los recursos, claro. Pero necesitaré el visto bueno de la autoridad superior. No creo que haya problema. ¿Dardari está ahora en Londres?
—No lo sé —dijo el Rastreador.
—Bueno, será fácil averiguarlo. Y supongo que todo este embrollo será un asunto secreto y que debe permanecer así…
Efectivamente, pensó el Rastreador, un «embrollo» de lo más secreto. Tenía muy claro que ambos servicios conseguirían vía libre para una operación encubierta sin autorización de ningún tipo de magistrado. En otra palabra, ilegal. Pero los dos espías británicos estaban convencidos de que, con el rastro de sangre y muerte que el Predicador estaba dejando por todo el país, no habría objeciones ni siquiera a nivel ministerial, en el caso de que hubiese que llegar tan arriba. La única advertencia en ese sentido sería la acostumbrada: «Haced lo que tengáis que hacer, pero yo no quiero saber nada al respecto». Dando la cara, como siempre.
Mientras lo llevaban a su alojamiento provisional en el coche de la embajada, el Rastreador calculó que tenían dos posibles vías para dar con la ubicación exacta del Predicador: una era el ordenador personal de Dardari, si es que conseguían pincharlo; la otra, de momento, se la guardaba en la manga.
Amanecía cuando el MV Malmö zarpó del puerto de Gotemburgo y puso rumbo a mar abierto. Era un buque de carga de veintidós mil toneladas, lo que en el ámbito de los mercantes se conoce como «tamaño práctico». En su popa ondeaba la enseña amarilla y azul sueca.
Formaba parte de la numerosa flota mercante de Harry Andersson, uno de los últimos magnates a la antigua usanza que quedaban en Suecia. Andersson había fundado su naviera muchos años atrás con un solo y vetusto vapor volandero, y fue ampliando luego su negocio hasta convertirse, con cuarenta barcos, en el armador más importante del país en el sector de la marina mercante.
Pese a los impuestos, no se había instalado fuera de Suecia; pese a las tarifas, no había adoptado banderas de conveniencia para sus buques. Lo suyo nunca había sido la bolsa de valores, como mucho la bolsa de viaje. Era el propietario único de Andersson Line y, cosa rara en Suecia, un multimillonario por derecho propio. Se había casado dos veces y tenía siete hijos, pero solo uno, el menor, que por edad podría ser su nieto, ansiaba ser navegante como su padre.
El Malmö tenía una larga travesía por delante. Llevaba un cargamento de coches Volvo con destino a Perth, Australia. En el puente de mando estaba el capitán Stig Eklund; el primer y segundo oficiales eran ucranianos y el jefe de máquinas polaco. Había diez tripulantes filipinos: un cocinero, un camarero y ocho marineros.
El único supernumerario era el cadete Ove Carlsson, que estudiaba para ser oficial de la marina mercante y hacía su primera singladura larga. Tenía apenas diecinueve años. Solo dos hombres a bordo del Malmö sabían quién era en realidad: el capitán Eklund y el propio muchacho. Andersson, el viejo magnate, estaba decidido a que su hijo pequeño se hiciera a la mar sin ser objeto de acoso por resentimiento u ojeriza, ni de adulación por parte de quien buscara un favor a cambio.
Así pues, el joven guardiamarina viajaba utilizando el apellido de soltera de su madre. Un amigo metido en el gobierno había autorizado que le hiciesen un pasaporte auténtico con ese nombre, y dicho pasaporte concordaba con los documentos que la marina mercante sueca tenía con esa identidad falsa.
Aquella mañana de verano, los cuatro oficiales y el cadete estaban en el puente cuando el camarero de a bordo les llevó café mientras el recio casco del Malmö hendía el creciente oleaje del Skagerrak.
Efectivamente, el agente Ópalo había conseguido adquirir un vehículo, una resistente moto de trial comprada a un somalí que quería salir del país a toda costa con su mujer y su hijo y necesitaba desesperadamente el dinero para empezar de cero en Kenia. Lo que estaba haciendo el somalí era, según la ley de Al-Shabab, absolutamente ilegal y si lo pillaban podía suponerle una tanda de latigazos o algo peor. Pero tenía también una desvencijada camioneta y estaba convencido de que podría llegar a la frontera conduciendo de noche y ocultándose durante el día en la densa vegetación que había entre Kismayo y la frontera con Kenia.
Ópalo había atado al asiento trasero de la moto un cesto de mimbre en el que cualquiera habría llevado sus exiguas compras, pero que en su caso escondería una lata grande con gasolina extra.
En el mapa que había extraído del vientre del medregal encontró el punto de reunión elegido por su superior: estaba en la costa, unos ciento cincuenta kilómetros más al norte. Por el camino lleno de baches en que se había convertido la carretera de la costa, podría hacer el trayecto entre el anochecer y el alba.
Su otra adquisición había sido un transistor muy viejo pero que todavía funcionaba y con el que podía sintonizar varias emisoras extranjeras, cosa prohibida también por Al-Shabab. A solas en su cabaña a las afueras de la ciudad, con la radio pegada a la oreja y el volumen bajo, podía coger Kol Israel sin que le oyera nadie a unos metros de distancia. Fue así como supo de las lloviznas que se esperaban en Ashkelon.
Los habitantes de ese alegre municipio mirarían el cielo al día siguiente y se extrañarían de verlo tan azul y sin una sola nube, pero eso era problema de ellos.
Benny estaba ya en el pesquero. Había llegado en helicóptero, un aparato propiedad de otro israelí y pilotado por este mismo, supuestamente para llevar a un adinerado turista en vuelo privado desde Nairobi hasta el hotel Oceans Sports de Waitamu, en la costa al norte de Malindi.
De hecho, el helicóptero había dejado atrás la costa para virar al norte y sobrevolar Lamu y la isla de Ras Kamboni al este de Somalia, hasta que el GPS localizó el barco de pesca.
El helicóptero se mantuvo suspendido en el aire a seis metros del barco, mientras Benny se descolgaba por una soga hasta la bamboleante cubierta y las manos que se apresuraron a agarrarlo.
Al anochecer Ópalo se puso en camino aprovechando la oscuridad. Era viernes y las calles estaban casi desiertas, ya que la mayoría de la gente estaba en sus rezos y apenas si había tráfico rodado. En un par de ocasiones, al ver acercarse unos faros por detrás, el agente se salió de la calzada y aguardó hasta que el camión hubo pasado de largo. Otro tanto hizo cuando las luces aparecieron frente a él. Y en todo momento condujo sin más luz que la de la luna.
Iba sobrado de tiempo. Cuando supo que estaba a unos pocos kilómetros del punto de encuentro, salió de la carretera otra vez y esperó a que despuntara el día. Con las primeras luces se puso de nuevo en marcha, pero despacio. Y allí estaba, a la izquierda: un wadi seco que bajaba del desierto, pero lo bastante grande como para merecer un puente. El próximo monzón lo anegaría y el wadi se convertiría en un torrente impetuoso que pasaría bajo el arco de hormigón del puente. Y entre el macizo de casuarinas gigantes que se alzaban entre la carretera y la playa.
Dejó la carretera y recorrió como pudo los cien metros hasta el borde del agua. Se detuvo a escuchar. Al cabo de quince minutos lo oyó: el suave rugido de un motor fueraborda. Hizo destellar dos veces el faro de la moto: luces largas, cortas, largas, cortas. Oyó más cerca el motor, y de la oscuridad del mar surgió la silueta de una lancha neumática. Ópalo miró a su espalda. No se veía a nadie en la carretera.
Benny saltó a tierra. Intercambiaron las contraseñas. Después Benny dio un abrazo a su agente. Hubo noticias de casa, largamente esperadas. Luego instrucciones y material.
Este último fue muy bien recibido. Por supuesto, tendría que esconderlo bajo el suelo de su cabaña y cubrir esa zona con un tablero de contrachapado. Era un pequeño transmisor último modelo, capaz de recibir mensajes desde Israel y conservarlos durante media hora para ser transcritos o memorizados. Después se eliminaban automáticamente.
Y le serviría a Ópalo para mandar a la Oficina mensajes enunciados de forma normal, sin encriptación, que luego eran comprimidos en un «hilillo» tan breve que, para captar y grabar la ráfaga de una décima de segundo, sería necesario disponer de la más alta tecnología. En Tel Aviv se ocuparían de reconvertir posteriormente esa ráfaga comprimida a dicción normal.
Y luego las instrucciones: necesitaban información sobre el almacén y sobre quién vivía allí, si salían alguna vez y, en ese caso, adónde iban. Una descripción de todos los vehículos utilizados por los ocupantes o las personas que visiten el almacén con regularidad. Si alguno de estos visitantes residía lejos del almacén, una descripción completa de su domicilio más su ubicación exacta.
Ópalo no tenía porqué saberlo, y Benny solo podía aventurarlo, pero allá arriba debía de haber un drone estadounidense: un Predator, un Global Hawk o tal vez el nuevo Sentinel, dando vueltas lentamente, hora tras hora, vigilando, viéndolo todo. Pero en el laberinto de calles de Kismayo los observadores podían perder de vista un vehículo entre cientos, a menos que tuvieran una descripción muy detallada del mismo.
Se despidieron no sin antes darse otro abrazo. La lancha con los cuatro comandos armados se alejó mar adentro. Ópalo volvió a llenar el depósito de la moto y puso rumbo al sur, hacia su cabaña, para enterrar cuanto antes el transmisor y la batería, que funcionaba con energía solar mediante una célula fotovoltaica.
Benny fue izado al helicóptero con una escala de cuerda. En cuanto se hubo marchado, los comandos se dispusieron a pasar una nueva jornada de duros ejercicios, natación y pesca para matar el aburrimiento. Tal vez no volvieran a necesitarlos, pero tenían que permanecer allí por si acaso.
El helicóptero dejó a Benny en el aeropuerto de Nairobi, desde donde tomó un vuelo a Europa para enlazar luego hasta Israel. Ópalo investigó las calles próximas al almacén y buscó una habitación de alquiler. Por una rendija en sus deformadas persianas podía vigilar la verja de la única entrada.
Debía continuar con su trabajo de controlador de carga a fin de no levantar sospechas. Y tenía que comer y dormir. El resto del tiempo lo pasaría acechando el almacén lo mejor que pudiera, y esperando que pasara algo.
Muy lejos, en Londres, el Rastreador hacía lo posible por que, efectivamente, pasara algo.
Los instaladores del sistema de seguridad en la casa de Pelham Crescent confiaban suficientemente en su valía y renombre para anunciar quiénes eran. En la pared exterior, bajo el alero, podía verse una elegante placa con la leyenda «Esta propiedad está protegida por Daedalus Security Systems». Desde el parque arbolado que había en medio del semicírculo de viviendas, alguien fotografió discretamente la placa.
Daedalus, Dédalo, pensó el Rastreador al ver la fotografía, fue el ingeniero y artesano griego que diseñó unas alas no muy seguras para su hijo, que cayó al mar y se ahogó cuando la cera que unía las plumas se derritió. Pero también había inventado un laberinto diabólicamente ingenioso para el rey Minos de Creta. Sin duda, el moderno Dédalo trataba de emular la pericia del constructor de un rompecabezas que nadie fue capaz de descifrar.
Y ese Dédalo resultó ser Steve Bamping, el fundador y todavía gerente de su propia empresa, que era líder del sector y contaba con una lista de acaudalados clientes a los que proveía de sofisticados sistemas antirrobo. Con el permiso del director de la G Branch del MI5, Firth y el Rastreador fueron a verle. La primera reacción de Bamping al saber lo que querían fue negarse en redondo.
Firth llevó la voz cantante hasta que el Rastreador sacó un fajo de fotografías y las dispuso en sendas hileras sobre la mesa del señor Bamping. Había doce fotos en total. El director de Daedalus Security las contempló sin entender. En cada una de ellas aparecía un cadáver, tendido sobre una camilla del depósito, con los ojos cerrados.
—¿Quiénes son? —preguntó.
—Son muertos —dijo el Rastreador—. Ocho norteamericanos y cuatro británicos. Todos ellos ciudadanos inofensivos y amantes de su país. Todos ellos asesinados a sangre fría por yihadistas radicales inspirados e instigados por un hombre que predica en internet.
—¿El señor Dardari? No puede ser.
—No. El Predicador lanza su mensaje de odio desde Oriente Próximo. Tenemos pruebas fiables de que el ayudante que tiene aquí en Londres es cliente de usted. Por ese motivo he venido desde el otro lado del Atlántico.
Steve Bamping continuó mirando los doce muertos.
—Santo Dios —musitó—. ¿Y qué es lo que quieren?
Firth se lo dijo.
—¿Tienen ustedes autorización?
—A nivel ministerial —respondió Firth—. Y no, no tengo la firma del ministro del Interior en un papel. Ahora bien, si desea usted hablar con el director general del MI5, puedo darle su teléfono. Línea directa.
Bamping negó con la cabeza. Se había fijado en el documento de identificación de Firth: era un agente de la división de antiterrorismo del MI5.
—No se sabrá ni una palabra de esto —dijo Bamping.
—Por nuestra parte, no —dijo Firth—. Bajo ninguna circunstancia, eso se lo garantizo.
El sistema instalado en Pelham Crescent era de los más caros y sofisticados. Cada puerta y cada ventana estaban provistas de alarmas de rayos invisibles conectadas al ordenador central. El mismo propietario solo podía entrar por la puerta principal cuando el sistema estaba activado.
La puerta tenía un aspecto normal, con una cerradura Bramah accionable mediante llave. Cuando se abría con el sistema de alarma conectado, un busca empezaba a sonar. Durante treinta segundos no alertaba a nadie. Después dejaba de pitar al tiempo que accionaba una alarma silenciosa en el centro de emergencia de Daedalus. Ellos avisaban a la policía y mandaban además su propio furgón.
Pero para confundir al ladrón potencial que quisiera probar suerte, el busca sonaba en un armario que estaba en una dirección, mientras que el ordenador estaba ubicado en otra distinta. El inquilino tenía treinta segundos para ir al armario correcto, acceder al ordenador y pulsar un código de seis dígitos en un panel iluminado. Eso suponía millones de combinaciones. Solo conociendo la secuencia exacta era posible hacer callar el busca e impedir la activación del sistema.
Si cometía algún error y los treinta segundos transcurrían, había un teléfono con un número de cuatro cifras que le ponía en contacto con la central de Daedalus. Para apagar la alarma tenía entonces que recitar su número PIN, que previamente habría memorizado. Un número erróneo serviría para que la central supiese que estaba actuando bajo coacción, e inmediatamente pondrían en marcha el procedimiento de «intruso armado en el interior».
Había, además, otras dos precauciones. Rayos invisibles en vestíbulos y escaleras accionaban alarmas silenciosas en caso de ser traspasados, pero el interruptor de desconexión era muy pequeño y estaba oculto detrás de la torre del ordenador. El propietario, aun estando amenazado por alguien que le apuntara con una pistola a la cabeza, dejaba activado el sistema de infrarrojos.
Por último, una cámara empotrada en un orificio del tamaño de un alfiler cubría toda la entrada y estaba siempre en funcionamiento. Desde cualquier lugar del mundo el señor Dardari podía marcar un número de teléfono y ver el vestíbulo de su casa en la pantalla de su iPhone.
Pero, como luego le explicó el señor Bamping a su cliente deshaciéndose en disculpas, hasta los sistemas de última tecnología pueden tener algún fallo. Cuando se registró una falsa alarma en casa del señor Dardari estando este en Londres, aunque no en su domicilio, le pidieron que se personara en Daedalus, lo cual no gustó nada al empresario. La compañía de seguridad le pidió mil perdones; la policía metropolitana se mostró muy atenta. Dardari finalmente se calmó y no puso objeción a que un equipo técnico de Daedalus fuera a solucionar el pequeño problema.
Les abrió la puerta, vio cómo ponían en marcha el ordenador del armario, se aburrió de mirar y fue al salón a prepararse un combinado.
Cuando los dos técnicos, ambos de la sección de especialistas en informática del MI5, le dijeron que ya estaba todo solucionado, el señor Dardari dejó la copa y accedió con gesto altivo a hacer una prueba. Salió de la casa y volvió a entrar. El busca sonó. Dardari fue al armario y desconectó la alarma. Para asegurarse, se situó en el vestíbulo principal y marcó el número de su cámara espía; en la pantalla apareció él junto a los dos técnicos. Les dio las gracias y se fueron. Dos días después se marchó él también. Iba a pasar una semana en Karachi.
El problema con los sistemas digitales antirrobo es que el ordenador lo controla todo. Si a la máquina se le «cruzan los cables», no solo resulta inservible, sino que se pasa al enemigo.
El equipo del MI5 no recurrió a la tan trillada visita de la compañía del gas o del teléfono. Los vecinos podían saber que el hombre de la casa de al lado se había marchado para unos cuantos días. Fueron a las dos de la madrugada y actuaron muy sigilosamente, con ropa oscura y calzado con suela de goma. Hasta las farolas de la calle se apagaron durante un rato. Entraron en cosa de segundos y ninguna luz se encendió en toda la calle.
El que iba en cabeza desactivó rápidamente la alarma, alargó el brazo por detrás de la torre y desconectó los rayos infrarrojos. Tocando aquí y allá en el panel del ordenador, dio instrucciones a la cámara espía para que se «congelara» en una imagen del vestíbulo desierto; la máquina obedeció. El señor Dardari podía llamar desde el Punjab y solo vería un vestíbulo vacío. De hecho, todavía estaba volando hacia Pakistán.
Esa vez eran cuatro los hombres y actuaron con rapidez. Micrófonos y cámaras en miniatura fueron instalados en las habitaciones principales: el salón, el comedor y el estudio. Cuando terminaron el trabajo todavía era de noche. Una voz en el auricular del jefe del equipo le confirmó que la calle estaba desierta. Salieron sin ser vistos.
El único problema que quedaba por resolver era el ordenador personal del empresario paquistaní. Se lo había llevado de viaje. Pero Dardari volvió al cabo de una semana escasa, y a los dos días tuvo que salir para asistir a una cena de gala. La tercera visita fue la más breve. El ordenador estaba encima de la mesa de trabajo.
Extrajeron el disco duro y lo insertaron en un duplicador de discos («la caja», lo llamaban los técnicos). Entró el disco duro del señor Dardari, se introdujo por un lado de la caja y, por el otro, uno vacío. Volcar toda la base de datos y hacer una copia especular en el disco vacío les llevó cuarenta minutos, incluido el tiempo de volcar toda la información de nuevo en el disco duro original sin dejar rastro. Tan poco ruido para tantas nueces.
Insertaron una tarjeta de memoria USB y encendieron el ordenador. A continuación instalaron el malware, con instrucciones para que a partir de ese momento el ordenador controlara cada pulsación en el teclado y todo el correo entrante. Estos datos irían a parar al ordenador espía del servicio de seguridad, que guardaría un archivo de registro cada vez que el paquistaní utilizara la máquina. Y él no se enteraría de nada.
El Rastreador no tuvo el menor empacho en reconocer que los del MI5 eran buenos. Sabía que el material sustraído iría también a un edificio con forma de rosquilla situado a las afueras de Cheltenham, en Gloucestershire, el cuartel general de comunicaciones del gobierno, el equivalente británico de Fort Meade. Allí, especialistas en criptografía analizarían la copia de seguridad para ver si estaba sin encriptar o codificada. En este último caso, habría que desencriptarla. Entre unos y otros debían ser capaces de poner al descubierto toda la vida del empresario paquistaní.
Pero el Rastreador quería además otra cosa, y los británicos no pusieron ninguna objeción: tanto el conjunto de transmisiones emitidas como todas las futuras pulsaciones de teclado debían ser remitidas íntegramente a un joven que trabajaba encorvado sobre su máquina en un reducido desván de Centreville. El Rastreador tenía instrucciones que solamente Ariel debía conocer.
La primera información no tardó en llegar. No había la menor duda: Mustafa Dardari estaba en contacto permanente con el ordenador ubicado en una planta envasadora de Kismayo, en Somalia. Intercambiaba datos y avisos con el Troll y era el ciber-representante personal del Predicador.
Mientras tanto, los descifradores de códigos intentaban averiguar qué era exactamente lo que el paquistaní le había dicho al Troll y lo que este le había dicho a él.
El agente Ópalo llevaba vigilando el almacén desde hacía una semana cuando, por fin, obtuvo la recompensa a sus desvelos. Caía la noche cuando la verja del almacén se abrió de par en par. Lo que salió no fue un camión de reparto vacío sino una camioneta del tipo pickup, vieja y maltrecha, con cabina y caja abierta. Se trata del vehículo estándar tanto en el norte como en el sur de Somalia. Cuando la plataforma descubierta de la camioneta transporta media docena de combatientes de los clanes apiñados en torno a una ametralladora, se le llama «vehículo técnico». El que pasó por la calle que Ópalo estaba vigilando desde su rendija no llevaba nada en la plataforma, y en la cabina solo iba el conductor.
Aquel hombre era el Troll, pero Ópalo no tenía modo de saberlo. Sus órdenes eran: si sale algún vehículo que no sea uno de los camiones de carga, síguelo. El agente abandonó su habitación, quitó la cadena a la moto de trial y arrancó.
Fue un largo y tortuoso trayecto que se prolongó hasta el amanecer. La primera parte del recorrido ya la conocía. La carretera de la costa discurría hacia el nordeste siguiendo el litoral, pasaba junto al wadi seco y las casuarinas donde se había reunido con Benny, y proseguía hacia Mogadiscio. Era ya media mañana y su segundo depósito, el de repuesto, estaba prácticamente vacío, cuando la camioneta se desvió hacia la localidad costera de Marka.
Al igual que Kismayo, Marka había sido una plaza fuerte de los yihadistas de Al-Shabab hasta que fuerzas federales, con el respaldo de numerosas tropas de la Misión Africana para Somalia (AMISOM), la reconquistaron en 2012. Los fanáticos habían lanzado una furiosa contraofensiva, recuperando las dos poblaciones y el territorio entre ambas.
Algo mareado por el cansancio, Ópalo siguió a la camioneta hasta que esta se detuvo frente a una cancela hecha de troncos, más allá de la cual había una especie de patio. El conductor tocó el claxon. Por una trampilla en la verja asomaron unos ojos, media cara. Luego la cancela empezó a abrirse.
Ópalo se apeó de la moto y, fingiendo que se agachaba para examinar el neumático delantero, atisbó entre los radios de la rueda. El conductor de la camioneta debía de ser conocido, pues hubo intercambio de saludos en el momento de entrar. La verja empezó a cerrarse. Antes de que su campo visual quedara tapado, Ópalo pudo ver un recinto con un patio central y tres casas bajas, de un blanco roto, con los postigos de las ventanas cerrados.
Era parecido al millar de recintos que componían Marka, un complejo residencial de cubos blancos de una sola planta entre las colinas ocre y la playa de arena más allá de la cual rielaba el mar azul. Solo los minaretes de las mezquitas destacaban por encima de las casas bajas.
Ópalo avanzó unas cuantas sucias callejuelas más, buscó un trecho de sombra para protegerse del creciente calor, se cubrió la cabeza con el shemagh y durmió un rato. Después, vagó por la ciudad hasta que encontró a un hombre con un bidón de carburante y una bomba de mano. Esa vez no hubo dólares de por medio; demasiado peligroso. Podrían denunciarlo a la mutawa, la policía religiosa que siempre estaba a punto para hacer sentir su odio a palos. El pago se llevó a cabo con un fajo de chelines somalíes.
Aprovechando el fresco de la noche, regresó en moto a tiempo de empezar su turno en el mercado de pescado. Hasta la tarde no pudo redactar un breve mensaje. Luego sacó su transmisor envuelto en una lona, lo conectó a una batería recién cargada y pulsó el botón de «Enviar». El mensaje se recibió en la Oficina del Mossad al norte de Tel Aviv y, según lo convenido, fue reenviado a la TOSA en Virginia.
Menos de veinticuatro horas después un drone Global Hawk, procedente de la base de lanzamiento estadounidense en Yemen, localizó el recinto. El mensaje del Mossad tardó un poco en llegar, pero mencionaba un mercado con puestos de fruta y mercancía esparcida por el suelo a cien metros escasos del recinto. Y el minarete a dos manzanas de allí. Y la rotonda de entrada y salida, construida por los italianos, a seiscientos metros en línea recta justo al norte, donde la carretera de Mogadiscio bordeaba la ciudad. Solo había un sitio con esas características.
El Rastreador había hecho que, a través de la embajada de Estados Unidos, lo conectaran con el centro de control de drones ubicado en las inmediaciones de Tampa. Se puso a observar las tres casas que rodeaban el recinto. ¿Cuál de ellas? ¿Acaso ninguna? Incluso si el Predicador estaba allí, se encontraba a salvo de un ataque por drones. Un Hellfire o un Brimstone podrían arrasar hasta una docena de aquellas apretujadas construcciones. Mujeres, niños… No eran sus enemigos y, además, no tenía ninguna prueba.
Quería esa prueba, necesitaba esa prueba, y calculaba que se la proporcionaría el fabricante de chutney con sede en Karachi cuando los criptógrafos terminaran su trabajo.
Ópalo dormía en su cabaña de Kismayo cuando el MV Malmö se sumó a la cola de mercantes que esperaban para entrar en el canal de Suez. Inmóviles bajo el sol egipcio, no había quien aguantara el calor. Dos de los filipinos se habían puesto a pescar con caña, para ver si conseguían pescado fresco para la cena. Otros descansaban bajo toldos aparejados junto a los contenedores metálicos, auténticos radiadores en sí mismos, que transportaban los automóviles suecos. Pero los europeos aguardaban dentro, donde el aire acondicionado que funcionaba gracias al motor auxiliar hacía la vida más o menos soportable. Los ucranianos jugaban a las cartas, el polaco estaba en la sala de máquinas. El capitán Eklund escribía una carta para enviar por email a su mujer, y el cadete Ove Carlsson estudiaba sus libros de navegación.
Más al sur un yihadista radical, lleno de odio contra Occidente, estaba examinando los mensajes que le habían traído impresos desde Kismayo.
Y en el fuerte de ladrillo y adobe situado en las colinas que se elevaban tras la bahía de Garacad, un sádico jefe de clan a quien llamaban Al-Afrit, el Diablo, planeaba enviar una docena de sus jóvenes al mar a fin de conseguir algún botín, pese a lo arriesgado de la empresa.