Un bimotor Beech King Air a hélice despegó antes del alba de Sde Dov, el aeródromo militar al norte de Tel Aviv, viró al sudeste y empezó a elevarse. Sobrevoló Beersheva, atravesó la zona de exclusión de la central nuclear de Dimona y abandonó el espacio aéreo israelí al sur de Eilat.
Su color distintivo era el blanco, un blanco puro, con las palabras UNITED NATIONS a lo largo del fuselaje. En la aleta de cola lucía el acrónimo WFP, siglas de World Food Programme. Si a alguien se le ocurriera comprobar su número de registro habría visto que el avión era propiedad de una empresa fantasma con sede en Gran Caimán y bajo contrato de fletamento desde hacía mucho con el WFP. Tonterías…
El aparato pertenecía a la Metsada, la división de operaciones especiales del Mossad, y su base era el hangar del Sde Dov que antiguamente había albergado el Spitfire negro de Ezer Weizman, fundador de la Fuerza Aérea israelí.
Al sur del golfo de Aqaba, el King Air siguió un rumbo entre la gran masa continental de Arabia Saudí al este y la de Egipto/Sudán al oeste. Permaneció en espacio aéreo internacional a todo lo largo del mar Rojo hasta que cruzó la costa de Somalilandia para adentrarse en Somalia. Ninguno de estos dos estados contaba con interceptores.
El avión blanco volvió a cruzar la costa somalí del océano Índico al norte de Mogadiscio y viró hacia el sudoeste para volar en paralelo a la costa a mil quinientos metros de altitud y a escasa distancia del litoral. Cualquier observador habría supuesto que venía de una base humanitaria cercana puesto que no llevaba tanques de combustible externos y, por tanto, su autonomía debía de ser limitada. Ese mismo observador no habría podido ver que gran parte del interior de la nave lo ocupaban dos enormes tanques de combustible.
Al sur de Mogadiscio, el encargado de la cámara preparó su equipo y empezó a filmar nada más dejar atrás Marka. Captó excelentes imágenes de toda la costa desde Marka hasta un punto situado a ochenta kilómetros al norte de Kismayo, un largo trecho con más de trescientos kilómetros de playa arenosa.
Una vez que el cámara dejó de filmar, el King Air dio media vuelta, desconectó los tanques interiores para seguir con el suministro principal y puso rumbo a Israel. Tras doce horas de vuelo tomó tierra en el aeropuerto de Eilat, repostó y continuó de inmediato hacia Sde Dov. Un motorista llevó rápidamente el material filmado hasta la unidad de análisis fotográfico del Mossad.
Lo que Benny necesitaba era un punto de encuentro seguro en la carretera de la costa donde reunirse con el agente Ópalo con instrucciones y el equipo que precisaba. El lugar que Benny buscaba tenía que ser inconfundible tanto para alguien que llegase por la carretera como para una lancha procedente del mar.
Una vez decidido el punto de encuentro, se dispuso a redactar el mensaje para Ópalo.
El alcaide Doherty intentaba que su prisión fuera lo menos desagradable posible y, por supuesto, había en ella una capilla. Pero él no quería que su hija se casara allí. Como padre de la novia, estaba dispuesto a hacer que ese día fuese realmente memorable, por eso decidieron celebrar la ceremonia en la iglesia católica de Saint Francis Xavier y el banquete en el céntrico hotel Clarendon.
La fecha y el lugar de la inminente boda habían sido comentados en la columna de ecos de sociedad del Phoenix Republic, y no fue ninguna sorpresa que, al salir del templo, los recién casados se encontraran a toda una muchedumbre de invitados y curiosos.
Nadie prestó mucha atención a un joven de tez morena, larga túnica blanca y mirada perdida. Es decir, no hasta que se abrió paso bruscamente entre los mirones y corrió hacia el padre de la novia empuñando algo en la mano derecha, como si le ofreciera un presente. Aunque no era ningún obsequio, sino una Colt 45. Disparó cuatro veces contra el alcaide. Doherty salió despedido hacia atrás por la fuerza de los cuatro impactos y se desplomó.
Hubo, como ocurre cuando la conciencia del horror no ha calado todavía, dos segundos de pasmado silencio. A continuación se produjeron las reacciones: gritos, chillidos y, en el presente caso, más disparos, pues dos agentes de servicio de la policía local sacaron sus armas y abrieron fuego. El agresor fue abatido. Algunos de los presentes se echaron al suelo en medio del caos reinante: la señora Doherty en pleno ataque de histeria, la novia a quien intentaban llevarse de allí, coches de policía y ambulancias con sus sirenas en marcha, gente aterrorizada corriendo en todas direcciones.
Luego vino «el sistema» y se hizo cargo de la situación. Escena del crimen acordonada, pistola recuperada e introducida en una bolsa de pruebas, identificación del asesino. Aquella noche los telediarios de Arizona informaron al resto del país de que se había cometido otro asesinato más. Y en el portátil del fanático homicida, que fue hallado en su pequeño piso de una sola habitación encima del taller donde trabajaba, encontraron la consabida lista de sermones online del Predicador.
La unidad de filmación cinematográfica del ejército de Estados Unidos se conoce como Mando de Adiestramiento y Doctrina (TRADOC por sus siglas en inglés) y tiene su sede en Fort Eustis, Virginia. Normalmente hace películas de adiestramiento y documentales explicando y ensalzando cualquier aspecto del trabajo y la función del ejército. Lógico, pues, que el oficial al mando no dudara un instante en dar su visto bueno a la petición de entrevistarse con un tal coronel Jamie Jackson destinado en el cuartel general del J-SOC, en la base aérea de MacDill a las afueras de Tampa, Florida.
Ni siquiera entre militares veía el Rastreador motivo alguno para revelar que en realidad se llamaba Kit Carson, que trabajaba para la TOSA y que estaba destinado a no muchos kilómetros de allí, dentro del mismo estado. Se trataba simplemente de información reservada, lo que se conoce como need to know.
—Quiero hacer un cortometraje —empezó diciendo—, pero estaría clasificado como alto secreto y el producto final lo vería un grupo muy restringido de personas.
Aquello intrigó al oficial al mando; incluso le impresionó, pero no dio muestras de inmutarse. Estaba muy orgulloso del talento de su equipo. No recordaba que nadie le hubiera pedido una cosa tan extraña, pero eso podía hacer el encargo más interesante. Disponía de instalaciones para filmar y estudios de sonido en la propia base.
—Será un corto muy, muy breve, con una sola escena. No habrá que filmar en exteriores. Solo necesitamos un pequeño plató, mejor si es fuera de la base. No harán falta cámaras de cine, bastará con una videocámara: sonido e imagen. Se verá (si es que llega a verse) solamente por internet. Por lo tanto el equipo tendrá que ser muy reducido, pongamos de no más de seis personas, y todas ellas deberán guardar el secreto bajo juramento. Lo que necesito es un joven director que domine el oficio.
El Rastreador consiguió lo que quería: el capitán Damian Mason. Por el contrario, el oficial no consiguió lo que quería, esto es, una respuesta a sus numerosas preguntas. Lo que sí obtuvo fue una llamada de un general de tres estrellas recordándole que aquello era el ejército y que allí las órdenes se cumplían y punto.
Damian Mason era joven, entusiasta y un cinéfilo empedernido desde su infancia allá en White Plains, Nueva York. Cuando se licenciara, tenía pensado ir a Hollywood y hacer películas de verdad, con argumento y actores.
—¿Va a ser un corto de adiestramiento, señor? —preguntó.
—Bueno, yo espero que sea instructivo, a su manera —respondió el coronel de marines—. Dígame, capitán, ¿existe alguna guía específica con las fotos de todos los actores disponibles del país?
—Pues algo parecido. Creo que se refiere al Directorio de Actores de la Academia. Casi seguro que todos los directores de casting tienen un ejemplar a mano.
—¿Y tienen uno en la base?
—Lo dudo, señor. Aquí no utilizamos actores profesionales.
—Pues ahora sí. Como mínimo, uno. ¿Puede conseguirme un ejemplar?
—Eso está hecho, coronel.
Tardó dos días en llegar por FedEx y era un libro muy grueso, páginas y más páginas con todas las caras de aspirantes a actores y actrices, desde muy jovencitos hasta veteranos.
Otro de los métodos utilizados por las fuerzas policiales y las agencias de espionaje de todo el mundo es la comparación de rostros. Sirve para ayudar a localizar a delincuentes fugitivos que tratan de cambiar de aspecto.
La informatización ha convertido en datos científicos lo que antes era poco más que una corazonada del policía de turno. En Estados Unidos ese software recibe el nombre de Echelon y se encuentra en las instalaciones de investigación electrónica del FBI en Quantico, Maryland.
Se trata, básicamente, de tomar y almacenar centenares de parámetros faciales. Las orejas, por ejemplo, son como las huellas dactilares: no hay dos iguales. Pero el pelo largo hace que no sean siempre visibles. La distancia entre ambas pupilas, medida al micrómetro, puede descartar una «coincidencia» en menos de un segundo… o ayudar a confirmarla. Echelon no se deja engañar por delincuentes que se han sometido a cirugía plástica de envergadura.
Terroristas captados por la cámara de un drone han sido identificados en cuestión de segundos como el objetivo principal y no como un simple secundario. Es una manera de ahorrarse un costoso misil. Así pues, el Rastreador regresó al este y le encomendó una tarea a Echelon: examinar todas las caras de los varones que constasen en el directorio y buscar un clon del Predicador. Les pasó en primer lugar una imagen del rostro sin barba. Más adelante probarían también con la otra.
Echelon analizó casi un millar de caras de varones y eligió una que se parecía, más que cualquier otra, a la del paquistaní llamado Abu Azzam. Pertenecía a un hombre de origen hispano llamado Tony Suarez. En su currículum ponía que había hecho de extra y también algún papel secundario, con apariciones en escenas de masas e incluso un breve texto en un anuncio de material para barbacoa.
Al volver a su despacho en la TOSA, el Rastreador vio que tenía un informe de Ariel. Su padre había encontrado una tienda donde vendían productos alimenticios extranjeros y le había traído un tarro de encurtidos y otro de chutney de mango, ambos de Masala. Una búsqueda en el ordenador sirvió para determinar que casi toda la fruta y las especias procedían de plantaciones situadas en el valle inferior del Juba.
Había más. En bancos de datos comerciales pudo averiguar que Masala tenía mucho éxito en Pakistán y Oriente Próximo, así como en Reino Unido, un país muy aficionado a la comida picante y a los curris. El propietario era asimismo su fundador, el señor Mustafa Dardari, que tenía una mansión en Karachi y una casa unifamiliar en Londres. Había por último una imagen del magnate, ampliada a partir de la típica fotografía de sala de juntas con sonrisas forzadas.
El Rastreador contempló aquel rostro. Terso, bien afeitado, feliz… y vagamente familiar. Sacó del cajón de su mesa la copia original de la foto que había hecho con su iPhone en Islamabad. Estaba doblada en dos porque no le había interesado la otra mitad. Pero ahora sí quería verla; quería ver al otro risueño colegial de quince años atrás.
Como hijo único que era, el Rastreador sabía que el vínculo que se crea en el colegio entre dos chicos que son hijos únicos no muere jamás. Recordó lo que le había dicho Ariel: que alguien enviaba mensajes por correo electrónico al almacén de Kismayo. Y que el Troll daba acuse de recibo con un «gracias». Era obvio que el Predicador tenía un amigo en Occidente.
El capitán Mason examinó la cara que el Predicador, antes Zulfikar Ali Shah, antes Abu Azzam, tendría supuestamente en la actualidad. Y al lado la foto de Tony Suarez, actor secundario en paro que malvivía en Malibú.
—Sí, se puede hacer —dijo al fin—. Con maquillaje, peluca, vestuario, lentillas, un par de ensayos y autocue. —Dio unos toquecitos con el dedo en la foto del Predicador—. ¿Y este tipo habla?
—De vez en cuando.
—Porque de la voz no respondo.
—La voz déjemela a mí —dijo el Rastreador.
El capitán Mason, en ropa de civil y haciéndose llamar señor Mason, voló a Hollywood con un buen fajo de dólares y regresó con el señor Suarez, a quien hospedó en una confortable suite de un hotel a treinta kilómetros de Fort Eustis. Para asegurarse de que no se marchaba, le fue asignado como escolta un cabo, una rubia impresionante a quien se le dijo que todo lo que tenía que hacer para servir a su país era impedir que durante cuarenta y ocho horas el huésped californiano saliera del hotel o se metiera en el cuarto de ella.
Si el señor Suarez creía o no que sus servicios eran requeridos porque estaban haciendo la preproducción de una película alternativa para un cliente árabe con mucho dinero que gastar, era irrelevante. Que la película tuviera o no argumento tampoco parecía preocuparle. A él le bastaba con estar en una suite de lujo provista de bar con champán, dinero suficiente para comprar varios años de material de barbacoa y la compañía de una rubia que estaba como un tren. El capitán Mason había reservado una amplia sala de conferencias en el mismo hotel y le dijo que la «prueba de cámara» tendría lugar al día siguiente.
El equipo de TRADOC llegó en dos coches particulares y una furgoneta de mudanzas. Se instalaron en la sala de conferencias y cubrieron todas las ventanas con papel negro y cinta adhesiva protectora. Hecho esto, procedieron a montar el plató más sencillo del mundo.
Básicamente consistía en una sábana clavada en la pared. La tela era también negra y llevaba unas inscripciones coránicas en letra cursiva árabe. Procedía de uno de los talleres logísticos de Fort Eustis; era una réplica del telón de fondo que aparecía en los sermones del Predicador. Delante de la sábana colocaron una silla de madera con brazos.
En el otro extremo de la sala, sillas, mesas y luces creaban sendos espacios de trabajo para «Vestuario» y «Maquillaje». Ninguno de los presentes tenía ni idea de para qué era todo aquello.
El operador situó su videocámara enfrente de la silla. Uno de sus colegas se sentó en ella a fin de controlar previamente la distancia, el enfoque y la luz. El ingeniero de sonido comprobó los niveles. El operador de autocue colocó su pantalla justo debajo del objetivo para que los ojos del orador estuvieran a la misma altura y pareciese hablar directamente a la cámara.
Hicieron entrar al señor Suarez y lo llevaron a la improvisada zona de vestuario, donde una sargento con pinta de matrona —de civil, como todos los demás— le esperaba con la túnica y el tocado que debía ponerse. Eso lo había seleccionado también el Rastreador de entre los enormes recursos de TRADOC, con posteriores modificaciones a cargo de la encargada del vestuario a partir de fotografías del Predicador.
—Oiga, no tendré que decir nada en árabe, ¿verdad? —protestó Tony Suarez—. A mí nadie me comentó que tuviera que hablar en moro.
—Descuide —le tranquilizó el «señor» Mason, quien aparentaba estar dirigiendo—. No serán más que un par de palabras, y no se preocupe por la pronunciación. Tenga, eche un vistazo, solo para cuadrar un poco el movimiento de los labios.
Le pasó a Suarez una tarjeta grande con unas cuantas palabras en árabe.
—Uf, tío, esto es muy complicado.
Un hombre mayor, que había permanecido todo ese tiempo en silencio apoyado contra la pared, se acercó.
—Trate de imitarme —dijo, y pronunció las palabras como un árabe.
Suarez probó. No era lo mismo, pero los labios se movieron como debían. Eso lo arreglarían después en el doblaje. Luego pasó a la sección de maquillaje. Tardaron una hora.
La experta le oscureció el tono de piel para hacerlo un poco más moreno. Le añadieron barba y bigote negros. El shemagh le tapaba el cabello. Por último, las lentillas proporcionaron al actor una fascinante mirada ámbar. Cuando el joven se puso de pie y dio media vuelta, el Rastreador creyó estar viendo al Predicador en persona.
Hicieron sentar a Tony Suarez en una silla. Hubo que ajustar un poco la cámara, los niveles de sonido, el enfoque y el teleprompter. El actor había aprovechado la hora de maquillaje para estudiar el texto que debía leer. Casi se lo sabía de memoria, y aunque su dicción no sonaba a árabe, por lo menos ya no se trataba con las palabras.
—Acción —dijo el capitán Mason.
Algún día, pensó para sus adentros, pronunciaré esa palabra delante de Brad Pitt y George Clooney.
El extra empezó a hablar.
El Rastreador murmuró algo al oído de Mason.
—Más solemne, Tony —dijo Mason—. Esto es una confesión. Imagina que eres el gran visir diciéndole al sultán que lo has hecho todo mal y que lo sientes mucho. Bueno, seguimos rodando. ¡Acción!
Ocho tomas después, Suarez había dado lo mejor de sí mismo y empezaba a flaquear. El Rastreador dijo que ya tenían suficiente.
—Bueno, señores, ¡a positivar! —dijo Mason. Le encantaba esa expresión.
El equipo procedió a desmontarlo todo. Tony Suarez volvió a ponerse los vaqueros y la sudadera, la barba desapareció y solo quedó un leve olor a crema limpiadora. El personal de vestuario y maquillaje recogió sus bártulos y volvió a la furgoneta. Descolgaron la sábana que había servido de telón de fondo y se la llevaron. El papel negro y la cinta adhesiva desaparecieron de las ventanas.
Mientras tanto, el Rastreador hizo que el técnico le pasara las cinco mejores tomas de la breve alocución. Finalmente eligió una e hizo borrar el resto de lo grabado.
La voz del actor seguía sonando muy californiana. El Rastreador sabía de un cómico británico que hacía desternillarse de risa a los telespectadores con sus increíbles imitaciones de voces de famosos. Le mandaría un billete de ida y vuelta y le pagaría muy bien. Luego los técnicos se ocuparían de cuadrar el movimiento de los labios.
Dejaron la sala de conferencias que habían alquilado. Tony Suarez abandonó con pesar su lujosa suite y fue llevado hasta el aeropuerto de Washington para tomar un vuelo nocturno con destino a Los Ángeles. El equipo de Fort Eustis lo tenía mucho más cerca y al anochecer ya estaban en casa.
Se lo habían pasado bien, pero nunca habían oído hablar del Predicador y no tenían la menor idea de qué era lo que habían estado haciendo. El Rastreador, sí; él sabía que cuando lanzara lo que estaba grabado en la cinta que tenía en la mano, se armaría el caos más absoluto entre las fuerzas del yihadismo.
El hombre que descendió del avión turco junto con el resto de los pasajeros somalíes en el aeropuerto de Mogadiscio tenía un pasaporte donde ponía que era danés; otros documentos en cinco idiomas distintos (somalí incluido) lo identificaban como colaborador de la fundación Save the Children.
Pero en realidad no se llamaba Jensen, y trabajaba para la división de información (esto es, de espionaje) del Mossad. El día anterior había partido del aeropuerto Ben Gurion rumbo a Larnaca, en Chipre, donde había cambiado de nombre y nacionalidad para tomar un vuelo a Estambul.
La espera en la sala de tránsito de clase preferente para abordar el vuelo a Somalia con escala en Yibuti fue larga y tediosa. Pero Turkish Airlines seguía siendo la única compañía de bandera que cubría el trayecto hasta Mogadiscio.
Eran las ocho de la mañana y el calor era ya intenso sobre el asfalto de la pista cuando los cincuenta pasajeros se dirigieron a pie hacia el edificio de llegadas. Los somalíes de clase turista apartaban a codazos a los tres de preferente. Pero el danés no tenía prisa alguna y esperó su turno frente a la ventanilla de pasaportes.
No tenía visado, por supuesto; los visados, como él sabía por haber estado antes en el país, se compran a la llegada. El funcionario examinó los sellos previos de su pasaporte y consultó una lista. Nadie apellidado Jensen tenía prohibida la entrada en el país.
El danés deslizó un billete de cincuenta dólares por debajo del cristal.
—Para el visado —murmuró en inglés.
El funcionario tiró del billete hacia él, y entonces reparó en que había otro igual entre las hojas del pasaporte.
—Un pequeño extra para sus hijos —murmuró el danés.
El funcionario asintió. Sin sonreír, se limitó a sellar el visado. Luego echó un vistazo al comprobante de vacunaciones, cerró el pasaporte, hizo un gesto de aprobación con la cabeza y se lo devolvió. Para sus hijos, claro. Un regalo como era debido. Daba gusto tratar con europeos que conocían las normas.
Fuera había dos taxis destartalados. El danés se acomodó con su solitario maletín en el primero de ellos y dijo: «Al hotel Peace, por favor». El taxista arrancó hacia las barreras de acceso al complejo aeroportuario, donde montaban guardia soldados ugandeses.
El aeropuerto se encuentra en el centro de la base militar de la Unión Africana, una zona interior del enclave de Mogadiscio, rodeada de alambre de espino, sacos terreros, muros a prueba de explosiones y patrullada por blindados Casper. Dentro de la fortaleza hay otra: el campamento Bancroft, que es donde viven los «blanquitos», unos varios cientos de personas entre los que se cuentan asesores de defensa, trabajadores de organizaciones humanitarias y medios de comunicación, y un puñado de mercenarios que trabajan como guardaespaldas de los peces gordos.
Los estadounidenses ocupaban su propio recinto al fondo de la pista. Tenían su embajada, varios hangares con información reservada y una pequeña escuela de adiestramiento para jóvenes somalíes que, llegado el día, se reincorporarían a la vida en la peligrosa Somalia en calidad de agentes norteamericanos. A quienes, por su larga y decepcionante experiencia, conocían bien el país, aquello les parecía una muy vana esperanza.
También en ese santuario interior, el hombre vio pasar ante las ventanillas del coche en marcha otros asentamientos menores; de Naciones Unidas, del cuerpo de oficiales de la Unión Africana, de la Unión Europea, e incluso la deslucida embajada británica, que insistía con tanto ardor como falsedad en que aquello no era otro «nido de espías».
Jensen no se atrevió a quedarse dentro de Bancroft. Podría haber allí otro danés o alguien que trabajara realmente para Save the Children. Se dirigía al único hotel más allá de los muros de protección donde un hombre de raza blanca podía estar razonablemente a salvo.
El taxi atravesó el último control —más barreras a franjas rojas y blancas, más ugandeses— y enfiló el kilómetro y medio hasta el centro de Mogadiscio. Aunque no era su primer viaje a la capital somalí, al danés seguía asombrándole el inmenso montón de escombros al que veinte años de guerra civil habían dejado reducida la antaño elegante ciudad.
El coche torció por un callejón. Un golfillo a sueldo apartó una maraña de alambre de espino, y una verja metálica de casi tres metros de altura se abrió rechinando. El muchacho no se había comunicado con nadie: alguien debía de estar mirando por un agujero.
Después de pagar la carrera, el danés se registró en el hotel y le acompañaron a su habitación. Era pequeña pero funcional, con ventanas de vidrio esmerilado (para resguardar la privacidad) y las persianas corridas (contra el calor). Se desvistió, estuvo un rato bajo el tibio chorrito de la ducha, se enjabonó y enjuagó lo mejor que pudo, y se puso ropa limpia.
Con unas sandalias, un pantalón fino y una camisa larga de algodón sin botones, iba vestido prácticamente como un somalí. Llevaba una cartera colgada del hombro y se protegía los ojos con unas gafas de sol envolventes. La cara blanca y el pelo rubio eran a todas luces europeos, pero sus manos estaban tostadas por el sol israelí.
Conocía un sitio donde alquilaban motocicletas. Un segundo taxi, pedido a través del hotel, lo llevó hasta allí. De camino sacó el shemagh que guardaba en la cartera. Se ajustó el típico tocado árabe en torno a sus rizos, procurando cubrirse parcialmente la cara y remetiendo el resto de la tela por el otro lado. No había en ello nada sospechoso; quienes llevan shemagh se protegen muchas veces la boca y la nariz del polvo imperante y la arena de las ventoleras.
Alquiló una Piaggio blanca desvencijada. El hombre que se la entregó le conocía de anteriores visitas: siempre una paga y señal generosa, el vehículo invariablemente devuelto sin desperfectos, y no había necesidad de perder el tiempo con estúpidas formalidades como permisos y demás.
El danés se incorporó al torrente de carromatos, camiones que se caían a trozos, camionetas y otras motocicletas, esquivando a algún que otro camello o transeúnte y tratando de parecer un somalí más que circulara en su vehículo por Maka-al-Mukarama, la arteria que parte en dos el centro de Mogadiscio.
Pasó frente a la blanquísima mezquita de Isbahaysiga, impresionante por el hecho de no haber sufrido desperfectos, y al mirar hacia el otro lado vio algo mucho menos agradable. El campo de refugiados Darawysha estaba igual que lo había visto en su última visita. Seguía siendo un mar de miseria donde se apiñaban diez mil seres hambrientos y asustados. No había servicios sanitarios; no había comida, empleo ni esperanza, y los niños jugaban en charcos de orines. Eran realmente, pensó, lo que Frantz Fanon había llamado «los condenados de la tierra»; y Darawysha era solo uno de los dieciocho asentamientos sumidos en la más absoluta pobreza que había en el enclave. Las organizaciones humanitarias occidentales hacían cuanto podían, pero era una tarea imposible.
El danés consultó su reloj barato. Llegaba a tiempo. Los encuentros eran siempre a las doce del mediodía. El hombre a quien iba a ver miraría hacia el lugar de costumbre: si él no estaba (como sucedía el noventa y nueve por ciento de las veces), el otro seguiría con sus asuntos como si nada; si estaba, intercambiarían las señales de rigor.
La moto lo llevó hasta el ruinoso barrio italiano. Era una insensatez que un hombre blanco entrara allí sin una escolta fuertemente armada, no por el peligro de ser asesinado, sino secuestrado. Por un europeo o un norteamericano se podía pedir un rescate de hasta dos millones de dólares. Pero con sandalias somalíes, camisa africana y shemagh ocultándole media cara, el agente israelí se sentía a salvo… siempre que no se entretuviera mucho.
El pescado llega todos los días a una pequeña cala frente al hotel Oruba, donde el fuerte oleaje del océano Índico empuja las barcas de pesca hasta la playa. Luego, escuálidos hombres de piel oscura que han estado faenando toda la noche llevan sus jureles, medregales y barracudas al mercado cubierto con la esperanza de encontrar comprador.
El mercado está a unos doscientos metros de la cala. Es un cobertizo sin iluminar de unos treinta metros de largo que apesta a pescado, fresco o no. El contacto del danés era el gerente. A mediodía, como le pagaban por hacer a diario, Kamal Duale salió de su despacho y paseó la mirada por la muchedumbre que contemplaba las capturas.
La mayoría había ido a comprar, pero aún no. Los que tenían dinero se llevarían el pescado fresco; a cuarenta grados y sin ningún tipo de refrigeración, el género no tardaría en apestar. Era entonces cuando empezaban las gangas.
Si el señor Duale se sorprendió al verlo entre el gentío, no dio muestras de ello. Simplemente lo miró. Hizo un gesto con la cabeza. El hombre de la Piaggio respondió al saludo y se llevó la mano derecha al pecho. Los dedos extendidos, luego cerrados, extendidos otra vez. Hubo dos ligeros cabeceos más y el de la moto se alejó. La cita estaba concertada: el sitio de costumbre, a las diez de la mañana.
Al día siguiente, a las ocho, el danés bajó a desayunar. Tuvo suerte, había huevos. Tomó dos, fritos, acompañados de pan y té. No quería comer mucho; intentaba no tener que usar el retrete.
La moto estaba aparcada junto a la pared del recinto. A las nueve y media arrancó, esperó a que se abriera la verja metálica, salió y se dirigió hacia el campamento de la Unión Africana. Cerca ya de los bloques de hormigón y la garita de guardia, se quitó el shemagh. El pelo rubio lo delató enseguida.
Un soldado ugandés salió del refugio con el rifle descolgado. Pero, a un paso de la barrera, el motorista rubio viró, levantó una mano y gritó: «Jambo».
El ugandés, al oír hablar en swahili, bajó el arma. Otro mzungu chiflado, pensó. Tenía ganas de volver a su país, pero le pagaban bien y pronto habría ahorrado suficiente para un par de vacas y una esposa. El mzungu se metió en el aparcamiento del Village Café contiguo a la entrada del recinto, paró y entró en el bar.
El gerente del mercado de pescado estaba tomando café en una de las mesas. El danés se dirigió a la barra y pidió lo mismo, pensando en el café fuerte y aromático de la cafetería de su oficina en Tel Aviv.
Hicieron la entrega en el servicio de caballeros del Village Café, como siempre. El danés sacó un fajo de dólares, la moneda de cambio universal incluso en tierras hostiles. El somalí miró con expresión de aprobación mientras los contaba.
Una parte era para el pescador que llevaría el mensaje hasta Kismayo por la mañana, solo que él cobraría en chelines somalíes, que apenas si tenían valor. Los dólares se los quedaría Duale, que estaba ahorrando dinero para poder emigrar algún día.
Luego le entregó el material que debía enviar: un tubito de aluminio como los que se emplean para proteger los buenos puros habanos. Pero ese era especial, más recio y más grueso. Duale se lo guardó por dentro del cinturón.
En su despacho, Duale tenía un pequeño generador, donado secretamente por los israelíes. Funcionaba con un más que sospechoso queroseno, pero producía electricidad. Con él alimentaba el aire acondicionado y el congelador. En todo el mercado no había nadie más que tuviera el pescado siempre fresco.
Entre la mercancía adquirida aquella mañana había un medregal de un metro de largo, ahora ya congelado y duro como una piedra. Al caer la noche su hombre zarparía rumbo al sur llevándose consigo la pieza, con el tubito bien metido en las entrañas, y siguiendo su ruta de pesca habitual atracaría dos días más tarde en el muelle de Kismayo.
Una vez allí, en el mercado, tenía que venderle el medregal, no muy fresco ya, a un tipo que trabajaba de controlador de carga en el muelle, diciéndole que era de su amigo. El pescador no sabía por qué ni le importaba. No era más que otro pobre somalí que intentaba sacar adelante a cuatro hijos varones para que se ocuparan de la barca cuando tuvieran edad suficiente.
Los dos hombres del Village Café salieron del servicio, terminaron por separado su consumición y se marcharon también por separado. El señor Duale, una vez en su despacho, introdujo el tubito en el vientre del medregal congelado. El rubio se envolvió la cabeza y media cara con el shemagh, se montó en la Piaggio y se dirigió al local donde la había alquilado. La entregó, recuperó la mayor parte de la paga y señal y luego el encargado lo acompañó en coche a su hotel. No pasaban taxis, y el hombre no quería perder a un buen cliente, aunque no apareciera mucho por allí.
El danés tenía tiempo de sobra hasta las ocho de la mañana siguiente, que era cuando partía su vuelo de Turkish Airlines. Decidió quedarse en su habitación leyendo una novela. Después pediría un plato de estofado de camello y se acostaría.
Ya de noche, el pescador metió el medregal, envuelto en un trozo de tela de saco húmeda, en la fresquera de su barca, no sin antes hacerle un corte en la cola para distinguirlo de otras piezas que pudieran capturar durante la travesía. Después se hizo a la mar, puso rumbo al sur y lanzó sus redes.
A las nueve de la mañana, y tras el consabido caos durante el embarque, el avión turco despegó. El danés contempló cómo se empequeñecían los edificios y fortificaciones del campamento Bancroft. Hacia el sur, una barca de pesca con su vela latina hinchada al viento pasaba a la altura de Marka. El avión viró rumbo al norte, repostó en Yibuti y a media tarde aterrizaba en Estambul.
El danés de Save the Children permaneció en la zona de embarque, se apresuró a hacer los trámites necesarios y tomó el último vuelo con destino a Larnaca. En la habitación del hotel cambió de nombre, de pasaporte y de billete, y al día siguiente tomó el primer vuelo para Tel Aviv.
—¿Algún problema? —le preguntó el comandante conocido como Benny.
Era él quien había enviado al «danés» a Mogadiscio con instrucciones para el agente Ópalo.
—No. Un trabajo rutinario —dijo el hombre, que ahora volvía a ser Moshe.
Había un email encriptado de la central del Mossad para Simon Jordan, jefe de estación en Washington. Así pues, el agente se reunió con aquel estadounidense que se hacía llamar el Rastreador. Este prefería las cafeterías de hotel pero no le gustaba repetir, así que el segundo encuentro tuvo lugar en el Four Seasons de Georgetown.
Era pleno verano. Habían quedado en la terraza, bajo los toldos. Había otros hombres de mediana edad tomando cócteles, con la chaqueta quitada. Pero a todos ellos se los veía bastante más fondones que los dos que acababan de sentarse al fondo.
—Me han informado de que su amigo del sur está ya al corriente de todo —dijo Simon Jordan—. La pregunta es: ¿qué es lo que quiere usted que haga exactamente?
Jordan escuchó con atención las explicaciones del Rastreador mientras removía pensativo su refresco. No le cupo la menor duda acerca del destino que el exmarine con quien estaba hablando tenía pensado para el Predicador; seguro que no iban a ser unas vacaciones en Cuba.
—Si nuestro hombre puede ayudarle en el sentido que usted dice —dijo finalmente Jordan—, y se diera el caso de que en un ataque con misil volara por los aires junto con la presa, nuestra negativa a volver a cooperar con ustedes sería rotunda.
—Eso nunca se me ha pasado por la cabeza —dijo el Rastreador.
—Solo quiero dejarlo muy claro, Rastreador. ¿Está claro?
—Como el hielo de su vaso. Nada de misiles a menos que Ópalo esté a varios kilómetros.
—Perfecto. Entonces me ocuparé de hacerle llegar las instrucciones.
—¿Y adónde quieres ir? —preguntó Zorro Gris.
—Solo a Londres. Tienen las mismas ganas que nosotros de silenciar de una vez por todas al Predicador. El que parece ser su contacto reside allí. Quiero estar más cerca del lugar donde se desarrollan los acontecimientos. Creo que podríamos estar llegando al final de la historia. Se lo he comentado a Konrad Armitage; dice que vaya cuando quiera y que su gente hará todo lo posible por cooperar. Solo hace falta una llamada.
—Mantente en contacto, Rastreador. Tengo que informar al almirante de esto.
En el muelle de Kismayo un joven de piel oscura provisto de una tablilla escrutó las caras de los pescadores que llegaban de faenar. Kismayo, conquistada por las fuerzas gubernamentales en 2012, había sido recuperada por Al-Shabab tras violentos combates el año anterior y la vigilancia de los fanáticos era feroz. Su policía religiosa era de lo más estricta a la hora de garantizar la devoción absoluta de los habitantes. Por otro lado, la paranoia respecto a posibles espías del norte era general. Hasta los pescadores, que solían armar bullicio mientras descargaban sus capturas, parecían enmudecidos de miedo.
El joven de piel oscura divisó un rostro familiar, alguien a quien no había visto desde hacía semanas. Blandiendo la tablilla y el bolígrafo para anotar el tamaño de la captura, se aproximó al hombre que conocía.
—Allahu akhbar —dijo—. ¿Qué traes?
—Unos jureles y solo tres medregales, inshallah —dijo el pescador. Señaló uno de estos últimos, que había perdido ya el brillo argentino de la pesca recién capturada y tenía un tajo a lo largo de la cola—. De parte de tu amigo —añadió en voz baja.
Ópalo indicó por gestos que todo el pescado estaba autorizado para su venta. Mientras se llevaban el género para exponerlo, él metió el medregal señalado en un pequeño saco de arpillera. Incluso en Kismayo, el encargado siempre podía llevarse una pieza para la cena.
Cuando estuvo a solas en su cabaña en las afueras, junto a la playa, extrajo el tubito de aluminio del medregal y desenroscó la tapa. Había dos rollos: uno eran dólares; el otro, instrucciones. Estas últimas las memorizaría antes de quemarlas; el dinero lo escondería bajo el suelo de tierra.
Había un total de mil dólares, en billetes de cien, y las instrucciones eran sencillas:
Emplearás el dinero para comprar una moto fiable (escúter, de trial o ciclomotor) y latas de combustible para llevar atadas al asiento trasero. Tendrás que viajar.
A continuación debes comprar una buena radio con alcance suficiente para sintonizar Kol Israel. Los domingos, lunes, miércoles y jueves hay un programa nocturno de entrevistas en Canal 8. Lo emiten a las 23.30 y se llama Yanshufim («Noctámbulos»).
Va siempre precedido por el parte meteorológico. En un lugar de la carretera de la costa, en dirección a Marka, hay un nuevo punto de encuentro para una reunión cara a cara. Lo encontrarás en el mapa adjunto; imposible perderse.
Cuando escuches la orden encriptada, espera hasta el día siguiente. Sal al anochecer. Ve en moto hasta el punto de encuentro, llegarás al despuntar el día. Tu contacto estará esperándote con más dinero, equipo e instrucciones.
La frase que debes oír en el parte meteorológico es esta: «Mañana se esperan lloviznas en Ashkelon». Buena suerte, Ópalo.