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Debió haberlo pensado mientras estaba en Islamabad, y se dio mentalmente de bofetones por el despiste. Javad, el topo de la CIA en el ISI, le había dicho que el joven Zulfikar Ali Shah había desaparecido de todos los radares en 2004, después de introducirse en el grupo terrorista Lashkar-e-Taiba.

Desde entonces, nada. Pero «nada» bajo ese nombre. Fue contemplando aquel rostro en su despacho cuando se le ocurrió otra cosa. Pidió a la CIA que contactara de nuevo con Javad y le transmitiera esta sencilla pregunta: ¿alguno de sus agentes infiltrados en los diversos grupos armados de la peligrosa frontera de Cachemira había oído hablar alguna vez de un terrorista con los ojos de color ámbar?

Mientras tanto tenía que hacer una visita con la misma petición que había hecho antes en vano a Langley.

Fue otra vez en un coche oficial, pero en esta ocasión vestido de civil con camisa y corbata. Desde el 11-S la embajada británica en Massachusetts Avenue estaba también fuertemente protegida. El majestuoso edificio se halla junto al Observatorio Naval, residencia oficial del vicepresidente del país y asimismo fuertemente vigilado.

El acceso a la embajada no se produce a través del pórtico con columnas de la fachada principal, sino por una pequeña calle lateral. El coche se detuvo junto a la garita de la barrera y el Rastreador enseñó su pase a través de la ventanilla. Hubo una consulta vía teléfono inalámbrico. Fuera cual fuese la respuesta, bastó para que la barrera subiese. El vehículo avanzó hacia el pequeño aparcamiento al aire libre. Las personas menos importantes dejan el coche fuera y entran a pie. Hay poco espacio.

La puerta lateral era mucho menos imponente que la entrada principal, que apenas si se usaba ahora por motivos de seguridad, y en todo caso solamente por el embajador y visitantes norteamericanos de muy alto rango. Una vez dentro, el Rastreador fue hacia la caseta acristalada y volvió a enseñar su acreditación. Iba a nombre de un tal James Jackson, coronel.

Nueva consulta telefónica. Le invitaron a tomar asiento. Dos minutos después se abría la puerta del ascensor y aparecía un joven, sin duda de rango menor en la jerarquía.

—¿Coronel Jackson? —No había nadie más en el vestíbulo. El joven examinó también su acreditación—. Haga el favor de acompañarme.

El Rastreador ya sabía que se dirigían al quinto piso, la planta del agregado de Defensa, donde nunca entraba el personal norteamericano de limpieza. De limpiar se encargaban otros seres inferiores, si bien británicos.

Llegados a la quinta planta, el joven enfiló un pasillo. Pasaron ante varias puertas con placas que identificaban a su ocupante, y finamente se detuvieron ante una sin placa de ninguna clase, y con un mecanismo para introducir una tarjeta en lugar de pomo. El joven llamó con los nudillos y, al oír la orden desde el interior, pasó la tarjeta, abrió la puerta e indicó al Rastreador que podía entrar. Él se quedó fuera y cerró la puerta despacio.

La habitación, de elegante decoración, tenía ventanas a prueba de balas que daban a la avenida. Era un despacho importante, pero desde luego no la «burbuja», donde tenían lugar únicamente reuniones al máximo nivel de secretismo. La burbuja estaba en el centro mismo del edificio, rodeada por sus seis caras por un espacio hueco y sin aberturas. La técnica de proyectar un rayo contra la luna de una ventana y descifrar, por las vibraciones, la conversación que tenía lugar dentro había sido empleada en la embajada de Estados Unidos en Moscú durante la Guerra Fría, y eso llevó a la reconstrucción del edificio entero.

El hombre que se levantó de su mesa de trabajo con una mano tendida vestía también de traje y llevaba una corbata a rayas que el Rastreador, gracias a los años pasados en Londres, atribuyó a un buen colegio privado. Pero no era tan experto en la materia como para reconocer los colores de Harrow.

—¿Coronel Jackson? Bienvenido. Creo que es la primera vez que nos vemos. Soy Konrad Armitage. Me he tomado la libertad de pedir café, coronel. ¿Cómo lo prefiere usted?

Podría haber dicho a una de las glamurosas y jóvenes secretarias que trabajaban en aquella planta que entrase a servir el café, pero decidió hacerlo él mismo. Recién llegado de Londres, Konrad Armitage era el jefe de estación del servicio secreto británico, el SIS.

Su predecesor en el cargo le había informado sobre el estadounidense, y Armitage se alegraba de tenerlo allí. Ambos eran conscientes de compartir una causa común, unos mismos intereses, un enemigo común.

—Bien, ¿qué puedo hacer por usted, coronel?

—Voy a preguntarle una cosa un poco rara, aunque seré breve. Iba a enviarle un mensaje por el método habitual, pero luego decidí que era mejor venir personalmente y así aprovechábamos para conocernos.

—Me parece perfecto. ¿De qué se trata?

—¿El SIS tiene un contacto o, mejor aún, un espía infiltrado entre la gente de Al-Shabab en Somalia?

—Caramba. Es una cosa rara, en efecto. Tendré que consultarlo porque no es mi especialidad. Déjeme que le pregunte: ¿esto tiene que ver con el Predicador?

No es que Armitage fuera adivino; sabía quién era el Rastreador y a qué se dedicaba. En Reino Unido acababa de producirse el cuarto asesinato a manos de un joven fanático inspirado por los sermones online (en Estados Unidos iban ya por el séptimo), y los gobiernos de ambos países tenían mucho interés en acabar con aquel hombre.

—Tal vez —dijo el Rastreador.

—Ah, excelente, entonces. Como usted sabe, tenemos gente en Mogadiscio, al igual que sus amigos de Langley, pero si contaran con alguien infiltrado en los puntos más calientes, ya sería muy extraño que no hubieran sugerido una acción conjunta. En cualquier caso, su petición estará mañana a primera hora en la oficina de Londres.

La respuesta tardó menos de cuarenta y ocho horas, pero fue la misma que la de la CIA. Por lo demás, Armitage tenía razón; si cualquiera de los dos países hubiera tenido una fuente infiltrada en el sur de Somalia, habría sido demasiado valiosa para no compartir tanto los costes como los beneficios.

En cambio, la respuesta de Javad desde el ISI paquistaní fue de gran ayuda. Una de las personas a las que informaba de su supuesto espionaje de los norteamericanos era un contacto de la famosa Ala S, que «cubría» (y, de hecho, era su tapadera) los mil y un grupos dedicados al yihadismo radical en la franja fronteriza que separa Cachemira de Quetta.

Javad no podía arriesgarse a preguntarlo directamente, pues además de delatarse habría puesto al descubierto a la gente para quien trabajaba en realidad. Pero parte de su trabajo en el ISI le permitía mantener contacto con los estadounidenses y frecuentar su compañía. Javad fingió haber oído casualmente una conversación entre diplomáticos en un cóctel. Por curiosidad, su contacto en el Ala S consultó la base de datos y Javad, que estaba detrás de él, tomó nota del archivo en cuestión.

Después de cerrarlo, el agente del Ala S le ordenó que dijera a los yanquis que no había la menor información al respecto. Más tarde, por la noche, Javad accedió por su cuenta a la base de datos y clicó el archivo.

Había una mención, sí, pero era de hacía años. La fuente era un espía del ISI en la Brigada 313, los fanáticos de Ilyas Kashmiri. Se hablaba de un recién llegado procedente de Lashkar-e-Taiba, un extremista para el cual los ataques contra Cachemira habían sido poco contundentes. El recién reclutado hablaba árabe y pastún, además de urdu, lo cual había facilitado su ingreso en la 313. La Brigada estaba compuesta en su mayoría por árabes y colaboraba estrechamente con el clan Haqqani, de habla pastún. En el informe se decía que el reclutado resultaba muy útil por su dominio de ese idioma, pero que aún no había puesto a prueba su valía como combatiente. También añadía que tenía los ojos de color ámbar y que se hacía llamar Abu Azzam.

Así que eso explicaba su desaparición diez años atrás: había cambiado de grupo terrorista y también de nombre.

El Centro de Antiterrorismo estadounidense tiene una enorme base de datos donde constan todos los grupos yihadistas, y cuando introdujo el nombre de Abu Azzam obtuvo un sinfín de información.

En la época de la ocupación soviética de Afganistán, siete grandes señores de la guerra controlaban a los muyahidines, aplaudidos y respaldados por Occidente como «patriotas», «guerrilleros» y «luchadores por la libertad». Ellos, y nadie más que ellos, recibieron las enormes cantidades de dinero y armas enviadas con el fin de derrotar a los rusos. Pero en cuanto el último tanque soviético se hubo retirado de las montañas y regresado a Rusia, dos de aquellos señores de la guerra retomaron su antigua actividad de asesinos sanguinarios. Uno era Gulbuddin Hekmatyar; el otro, Jalaluddin Haqqani.

Aunque Haqqani ejercía un dominio absoluto en su provincia natal, Paktia, cuando los talibanes derrocaron a los señores de la guerra y tomaron el poder, cambió de bando y se convirtió en jefe de las fuerzas talibanes.

Tras la derrota a manos de los norteamericanos y la Alianza del Norte, Haqqani decidió cruzar la frontera y establecerse en el Waziristán, dentro de territorio paquistaní. Sus tres hijos varones le sucedieron, creando así el clan Haqqani o, lo que es lo mismo, el movimiento talibán paquistaní.

Aquel fue el inicio de la oleada de atentados contra fuerzas estadounidenses y de la OTAN al otro lado de la frontera y contra el gobierno de Pervez Musharraf, que se había convertido en aliado de Estados Unidos. Haqqani logró captar a lo que quedaba de Al Qaeda, así como a una multitud de yihadistas radicales. Entre estos se encontraba Ilyas Kashmiri, el cual aportó su Brigada 313, parte integrante del llamado Ejército Fantasma.

Al Rastreador no le cabía duda de que el fanático y ambicioso Zulfikar Ali Shah, que ahora se hacía llamar Abu Azzam, estaba entre ellos.

Pero lo que no podía saber era que Abu Azzam, aunque evitaba jugarse la vida en las peligrosas incursiones en Afganistán, había desarrollado un gusto por matar que lo había llevado a convertirse en el más entusiasta verdugo de la Brigada 313.

Uno a uno, los líderes de Haqqani, de los talibanes, de Al Qaeda y de la Brigada 313 fueron identificados por los norteamericanos y localizados valiéndose de informadores locales, convirtiéndose en objetivo de ataques por drone. En aquellos refugios perdidos en las montañas habían sido inmunes a los ataques del ejército, como descubrió Pakistán tras sufrir enormes bajas en sus filas, pero ahora no podían ocultarse durante mucho tiempo a la mirada vigilante de los vehículos aéreos no tripulados que patrullaban el cielo, invisibles, silenciosos, observándolo todo, fotografiándolo todo, escuchándolo todo.

Aquellos «objetivos de categoría superior» fueron aniquilados; otro tanto ocurrió con los que vinieron a reemplazarlos, y así sucesivamente hasta que ser jefe se convirtió casi en una sentencia de muerte.

Pero los antiguos vínculos del Ala S con el ISI paquistaní nunca desaparecieron. A fin de cuentas, el ISI había creado a los talibanes y siempre ha tenido presente ese dicho de que los yanquis tienen los relojes, pero los afganos tienen el tiempo. Cuentan con que, antes o después, los estadounidenses se largarán. Los talibanes podrían retomar el poder, y Pakistán no quería tener dos enemigos, India y Afganistán, en sus fronteras. Con uno era más que suficiente, y ese sería la India.

Había otro capítulo más en todo aquel mar de datos que el Rastreador estaba barajando. La Brigada 313 —con sus líderes, Kashmiri incluido, ya en el otro mundo— se había ido consumiendo poco a poco, pero fue reemplazada por los todavía más sádicos y fanáticos miembros de Khorasan. Y en el núcleo del grupo estaba, precisamente, Abu Azzam.

Khorasan lo formaban no más de doscientos cincuenta extremistas, en su mayoría árabes y uzbekos, cuyo objetivo eran los lugareños que vendían información (concretamente el paradero de los terroristas más buscados) a agentes pagados por Estados Unidos. Y aunque Khorasan carecía de talento para espiar por su cuenta, su capacidad para aterrorizar mediante la tortura en público era ilimitada.

Cada vez que un misil disparado desde un drone reventaba una casa donde se encontraba un líder terrorista, el Khorasan hacía acto de presencia, capturaba a unos cuantos habitantes del lugar y los sometía a «juicio», no sin antes haberlos interrogado empleando métodos como electrochoques, taladradoras o hierros candentes. El tribunal era presidido por un imán o un mulá, generalmente autoproclamado como tal. Las confesiones estaban garantizadas, y la sentencia rara vez era otra que la pena capital.

El método habitual era el degüello. En su versión más «humana» se procede a cortar el cuello lateralmente con un cuchillo, con el filo por delante. Un tajo rápido cercena la vena yugular, la arteria carótida, la tráquea y el esófago, lo que conlleva la muerte instantánea.

Pero a una cabra no se la mata así, porque se necesita que pierda el máximo de sangre para que la carne esté más tierna. Se le abre la garganta aplicando un movimiento de vaivén al cuchillo, desde delante. Cuando se quiere hacer sufrir al preso y demostrarle el máximo desprecio, se emplea el método para cabras.

Después de dictar sentencia, el mulá o el imán de turno permanece allí para ver cómo se ejecuta el castigo. Uno de aquellos jueces era Abu Azzam.

Había otra entrada de interés en el archivo. Hacia 2009 un predicador itinerante empezó a dar sermones en mezquitas de las montañas de Waziristán. En el archivo no se daba ningún nombre; se decía únicamente que el predicador hablaba urdu, árabe y pastún, y que era un convincente orador capaz de llevar a los feligreses a extremos de gran exultación religiosa. Luego, en 2010, desaparecía. Desde entonces no se había vuelto a tener noticia de él en Pakistán.

Los dos hombres que estaban sentados en un rincón del bar del Mandarin Oriental, en Washington, no llamaban la atención. Y no había motivo para lo contrario. Ambos tenían unos cuarenta años y vestían traje oscuro, camisa y corbata neutral. Ambos eran delgados y de aspecto fuerte, ligeramente militar, con ese aire indefinible de quien ha estado en la primera línea de combate.

Uno era el Rastreador. El otro se había presentado como Simon Jordan. No le gustaba entrevistarse con desconocidos dentro de la embajada si podía hacerlo fuera. De ahí que hubieran quedado en aquel discreto bar.

En su país de origen su nombre de pila era Shimon, y su apellido nada tenía que ver con el río Jordán. Era el jefe de estación del Mossad en la embajada israelí.

Lo que el Rastreador le pidió fue lo mismo que con anterioridad había pedido a Konrad Armitage, y los resultados fueron parecidos. Simon Jordan también sabía perfectamente quién era el Rastreador y a qué se dedicaba la TOSA, y como israelí aprobaba a ambos sin ambages. Pero, de entrada, no tenía respuestas que dar.

—Por supuesto, en las oficinas centrales habrá alguien que cubra esa parte del planeta, pero tendré que preguntarlo. Imagino que le corre prisa, ¿no?

—Soy estadounidense. Siempre nos corre prisa todo.

Jordan rio. Entendía su postura y le gustaba la autocrítica. Muy israelí.

—Lo preguntaré cuanto antes y pediré que no se demoren. —Sacó la tarjeta a nombre de Jackson que el Rastreador le había dado—. Supongo que este número es seguro…

—Desde luego.

—Bien, entonces lo utilizaré. Y haré la llamada desde una de nuestras líneas seguras.

Sabía perfectamente que los norteamericanos escuchaban todo lo que salía de la embajada israelí, pero entre aliados siempre se intentaba mantener las formas.

Se despidieron. El israelí tenía un coche esperando fuera con el conductor al volante. Lo llevaría de puerta a puerta. Le disgustaba la ostentación, pero él era «declarado», lo cual quería decir que podía ser reconocido. Conducir él mismo o tomar un taxi era ponérselo fácil a posibles secuestradores. Mucho mejor tener como chófer a un excomando de la Brigada Golani y un Uzi a mano en el asiento de atrás. A cambio, se ahorraba el engorro de dar rodeos y las entradas de servicio, cosa obligada para un «no declarado».

El Rastreador, entre otras peculiaridades que causaban asombro en medios oficiales, procuraba evitar en lo posible ir y venir en un coche con chófer. Tampoco le gustaba perder su valioso tiempo en los atascos de tráfico entre el centro de Washington DC y su despacho en medio del bosque. Prefería ir en moto, y guardaba el casco con visera en el hueco bajo el asiento trasero. Pero no se trataba de una moto cualquiera, sino de una Honda Fireblade, una máquina cuya fiabilidad quedaba fuera de toda duda.

Después de haber leído el informe de Javad, al Rastreador le quedaron muy pocas dudas de que Abu Azzam había cambiado las peligrosas montañas de la frontera afgano-paquistaní por el clima aparentemente más seguro de Yemen.

En 2008 la AQPA, Al Qaeda de la Península Arábiga, estaba aún en pañales, pero entre sus líderes había un estadounidense de origen yemení de nombre Anuar al-Awlaki y que hablaba muy bien inglés, con acento americano. Empezaba a abrirse paso en el ciberespacio como brillante y persuasivo orador, y sus sermones llegaban a los jóvenes de la ingente diáspora musulmana en Reino Unido y Estados Unidos. Al-Awlaki se convirtió en mentor del recién llegado paquistaní, que también hablaba inglés.

Awlaki había nacido de padres yemeníes en Nuevo México, donde su padre estaba estudiando agricultura. Criado casi como un niño estadounidense, Awlaki fue por primera vez a Yemen en 1978, con tan solo siete años. Allí terminó la enseñanza secundaria, para regresar a Estados Unidos e iniciar estudios universitarios en Colorado y San Diego. Luego, en 1993, con veintidós años, visitó Afganistán y parece que fue allí donde se convirtió al yihadismo ultraviolento.

Como la gran mayoría de los terroristas de la yihad, no tenía el menor conocimiento del Corán y se limitaba a difundir propaganda extremista. Pero de vuelta en Estados Unidos consiguió llegar a imán de la mezquita Rabat, en San Diego, y de otra en Falls Church, en Virginia. A punto de ser detenido por tener un pasaporte ilegal, partió rumbo a Reino Unido.

Dio charlas a lo largo y ancho del país, pero entonces se produjo el 11-S y Occidente despertó por fin. El cerco se fue cerrando y en 2004 Awlaki tuvo que volver a Yemen. Fue encarcelado por un breve tiempo, acusado de secuestro y actividades terroristas, pero la presión de su influyente tribu logró ponerlo en libertad. Hacia 2008 había encontrado ya su verdadero lugar en el mundo, como agitador islámico utilizando el púlpito de internet.

Sus sermones causaron un gran efecto. Varios asesinatos tuvieron lugar a manos de «ultras» que se habían convertido escuchando su llamada a la destrucción. Luego se asoció con un saudí de nombre Ibrahim al-Asiri, experto en fabricación de bombas caseras. Fue Awlaki quien convenció al joven nigeriano Abdulmutallab para que se inmolara haciendo estallar una bomba en aquel avión de pasajeros que sobrevolaba Detroit, y fue Asiri quien construyó el artefacto indetectable que el suicida llevaba bajo la ropa interior. Solo un mal funcionamiento salvó al avión… no así los genitales del africano.

A medida que los sermones de Awlaki se hacían populares en YouTube (las descargas diarias llegaban a ciento cincuenta mil), Asiri iba perfeccionando cada vez más sus artefactos explosivos. En abril de 2010 ambos fueron incluidos en la lista de la muerte. Para entonces Awlaki contaba ya con aquel reservado y discreto discípulo paquistaní.

Hubo dos intentos de localizar y eliminar a Awlaki. En uno intervino el ejército yemení, que lo dejó escapar cuando su pueblo natal fue rodeado; en el otro un misil disparado desde un drone estadounidense voló en pedazos la casa donde se suponía que estaba. Pero Awlaki ya se había marchado.

Finalmente la justicia lo localizó cuando iba por una solitaria senda del norte yemení el 30 de septiembre de 2011. Awlaki estaba pasando unos días en el poblado de Khashef y un joven acólito dio el chivatazo a cambio de unos cuantos dólares. A las pocas horas, un Predator lanzado desde una rampa secreta al otro lado de la frontera, en el desierto saudí, se dirigía hacia su blanco.

Desde Nevada, unos ojos observaban a los tres Toyota Land Cruiser (el coche «oficial» de Al Qaeda) aparcados en la plaza del poblado, pero había mujeres y niños cerca y la orden de lanzar el misil se postergó. En la madrugada del día 30 lo vieron montar en el vehículo de cabeza. Las cámaras eran tan buenas que, cuando Awlaki levantó la vista, su cara llenó todo el monitor de plasma de la base aérea de Creech.

Dos Land Cruiser arrancaron, pero el tercero parecía tener algún problema mecánico. Alguien levantó el capó y se puso a examinar el motor. Ajenos al hecho de que los vigilaban, otros tres hombres aguardaban para subir al todoterreno; el gobierno estadounidense los habría eliminado con sumo gusto.

Uno era nada menos que Asiri, el experto en bombas. Otro era Fahd al-Quso, el lugarteniente de Awlaki en Al Qaeda de la Península Arábiga y uno de los responsables del asesinato en 2002 de diecisiete marineros a bordo del destructor Cole en el puerto de Adén. Moriría años después, en 2012, a consecuencia de otro ataque con drones.

El tercero era un desconocido para los norteamericanos. No levantó la cabeza, que llevaba tapada para protegerse del polvo y la arena, y no vieron que tenía los ojos de color ámbar.

Los otros dos todoterrenos partieron por un camino polvoriento de la provincia de Jawf, pero iban bastante separados y la gente de Nevada no sabía por cuál decidirse. Luego pararon a desayunar y dejaron los Toyota uno al lado del otro. Había ocho personas agrupadas alrededor de los vehículos. Dos conductores y cuatro guardaespaldas, y los dos restantes eran ciudadanos norteamericanos: el propio Awlaki y Samir Khan, director de la publicación yihadista digital Inspire.

El suboficial de la base Creech informó a su superior de lo que tenía en el encuadre. Y desde Washington una voz respondió por lo bajo: «Disparen». Era una comandante del J-SOC, con aspecto de madre a punto de llevar a sus hijos al entrenamiento vespertino de fútbol.

Desde Nevada apretaron el botón. A dieciocho mil metros de altitud sobre el norte de Yemen, cuando el sol empezaba a salir, dos misiles Hellfire se separaron del Predator, olisquearon la señal como perros de presa y dirigieron el morro hacia el desierto. Doce segundos más tarde ambos Toyota y ocho hombres se volatilizaban.

Medio año después el J-SOC tenía pruebas contundentes de que Asiri, de apenas treinta años, había seguido construyendo bombas y de que estas eran cada vez más sofisticadas. Había empezado a experimentar con la implantación de explosivos en el interior del cuerpo humano, donde ningún escáner podía detectarlos.

Asiri mandó a su hermano pequeño a asesinar al príncipe Mohamed ben Nayef, jefe del antiterrorismo saudí. El joven solicitó una entrevista asegurando haber abandonado las actividades terroristas, que deseaba volver a casa y tenía mucha información. El príncipe accedió a verle.

Cuando este entraba en la estancia, el joven Asiri detonó el explosivo y voló por los aires. El príncipe tuvo suerte; salió despedido hacia atrás por la puerta por la que acababa de entrar y solo sufrió rasguños y pequeñas contusiones.

El terrorista llevaba alojada en el ano una pequeña pero potente bomba. El detonador era un artilugio que se activaba por teléfono móvil. Su propio hermano lo había diseñado, y fue él quien lo accionó desde el otro lado de la frontera.

Mientras tanto, el difunto Awlaki tenía ya un sucesor. Alguien a quien llamaban el Predicador empezó a colgar sermones en el ciberespacio. Tan intensos, tan llenos de odio, tan peligrosos como los de Awlaki. Por otra parte, el inútil presidente yemení cayó durante la Primavera Árabe y otro ocupó su puesto, un hombre más joven y enérgico, dispuesto a cooperar con Estados Unidos a cambio de ayuda sustancial para el desarrollo.

Se incrementó el número de drones que sobrevolaban Yemen y el de agentes pagados por Washington. El ejército inició una ofensiva contra líderes de Al Qaeda, y Al-Quso fue eliminado. Pero se suponía que, a pesar de todo, el tal Predicador continuaba en el país. Gracias a un chico encerrado en un desván de Centreville, el Rastreador ya sabía que no era así.

Mientras cerraba el archivo con la biografía de Awlaki, le llegó un informe procedente de aquellos a los que Zorro Gris llamaba «los chicos de los drones». Para esta operación el J-SOC no estaba haciendo uso de las instalaciones que la CIA tenía en Nevada, sino su propia unidad de drones con base en Pope, cerca de Fayetteville, Carolina del Norte.

El informe era escueto e iba al grano. Al pequeño almacén de Kismayo habían llegado camiones en más de una ocasión. Los metían en el interior y luego partían. Entraban cargados y salían vacíos. Dos eran de plataforma descubierta. Y, aparentemente, traían fruta y verdura. Fin del informe.

El Rastreador volvió la cabeza hacia el retrato del Predicador que tenía pegado en la pared. Para qué cojones querrás tú la fruta y la verdura, pensó.

Se estiró, se levantó de la silla y salió a la calidez del sol. Haciendo caso omiso de las sonrisas de quienes estaban en el aparcamiento, montó en su Fireblade, se puso el casco, bajó la visera y arrancó. Tras dejar atrás el recinto vallado y llegar a la autovía, giró al sur en dirección al DC y poco después se desvió hacia Centreville.

—Quiero que me averigües una cosa —le dijo a Ariel una vez en la semioscuridad del desván—. Alguien está comprando mucha fruta y verdura en Kismayo. ¿Puedes averiguar de dónde procede todo eso y adónde lo llevan?

Podría haber acudido a otras personas, otros expertos informáticos, pero en aquel enorme y complejo mundo de armamento, industria y espionaje repleto de rivales y de gente que hablaba demasiado, Ariel tenía dos grandísimas ventajas: informaba a una sola persona y jamás hablaba con nadie. El chico empezó a teclear y al instante apareció en pantalla un mapa del sur de Somalia.

—No todo es desierto —dijo—. Hay una zona boscosa y con plantaciones a ambos lados del valle inferior del Juba. Aquí se ven las granjas.

El Rastreador observó atentamente la retícula de huertos y plantaciones, una mancha verde en medio del vasto desierto ocre. La única región fértil del país, el «granero» del sur. Si aquellos camiones iban a buscar mercancía a la zona agrícola que estaba viendo en el monitor y luego llevaban la carga a Kismayo, ¿adónde se distribuía exactamente? ¿A mercados locales o para exportación?

—Ve a la zona portuaria de Kismayo.

Al igual que el resto del país, el puerto presentaba un estado lamentable. En tiempos había sido muy próspero, pero el muelle estaba destrozado aquí y allá; las viejas grúas, torcidas y tan deterioradas que ya no se podían usar. Era posible que de vez en cuando atracara un buque de carga. Aunque no para descargar mercancía. ¿Qué podía permitirse importar el ruinoso miniestado de Al-Shabab? Pero ¿y exportar? ¿Fruta y verduras? Tal vez sí, pero ¿adónde? ¿Y para qué?

—Investiga la actividad comercial, Ariel. Mira si alguna empresa tiene tratos con Kismayo. Alguien que compre fruta y verdura procedente del valle inferior del Juba. Y en tal caso, quién. Podrían ser los dueños del almacén de Kismayo.

El Rastreador dejó trabajando a Ariel y volvió a la TOSA.

A las afueras del norte de Tel Aviv, junto a la carretera de Herzliya, en una calle tranquila a escasa distancia de un mercado de abastos, hay un insulso bloque de oficinas al que sus ocupantes llaman simplemente eso, la Oficina. Es el cuartel general del Mossad. Dos días después de que el Rastreador y Simon Jordan se entrevistaran en el Mandarin Oriental, tres hombres con camisa de manga corta y sin corbata se encontraron en el despacho del director, un lugar que había sido escenario de bastantes reuniones trascendentales.

Fue allí donde en el otoño de 1972, tras la matanza de atletas israelíes en los Juegos Olímpicos de Munich, Zvi Zamir había ordenado a sus kidonim («bayonetas») localizar y matar a los fanáticos responsables de Septiembre Negro. La decisión había sido tomada por la primera ministra, Golda Meir, y la operación se denominó Ira de Dios. Cuarenta años más tarde seguía siendo considerada una acción de lo más ruin.

Los reunidos empleaban solo el nombre de pila pese a la diversidad de rangos y edades. El mayor de todos llevaba veinte años en el Mossad y le bastaban los dedos de una mano para recordar las veces en que había oído usar apellidos. El entrecano director era Uri; el jefe de operaciones, David; y el más joven, a cargo de la sección del Cuerno de África, Benny.

—Los americanos nos piden ayuda —dijo Uri.

—Vaya, qué raro —murmuró David.

—Parece que están sobre la pista del Predicador.

No hicieron falta explicaciones. El terrorismo islámico tiene una lista de objetivos e Israel ocupa la cabecera, junto con Estados Unidos. Todos los presentes estaban al tanto del ranking mundial de organizaciones terroristas, aunque Hamás al sur de Israel, Hezbolá al norte y los matones iraníes de Al-Quds al este pugnaban por ocupar el primer puesto. Que el Predicador dirigiera su odio contra Estados Unidos y Reino Unido no quería decir que ellos no supiesen quién era.

—Por lo visto el Predicador está en Somalia, al amparo de Al-Shabab. Su petición es muy sencilla: ¿tenemos a algún agente infiltrado en el sur de Somalia?

Los dos mayores del grupo miraron a Benny. Había sido miembro de la unidad de élite Sayeret Matkal, hablaba tan bien el árabe que podía cruzar la frontera sin levantar la menor sospecha, y pertenecía por tanto a los comandos secretos de los Mistaravim. Benny se quedó mirando el lápiz que sujetaba entre los dedos.

—Bien, ¿sí o no, Benny? —preguntó David sin alzar la voz.

Todos sabían lo que se avecinaba. A ninguna organización de esa índole le hace gracia prestar a uno de sus agentes para que le haga el trabajo a una agencia extranjera.

—Sí, tenemos uno. Solo uno. Está infiltrado en el puerto de Kismayo.

—¿Cómo te comunicas con él? —preguntó el jefe.

—Con extrema dificultad —respondió Benny—. Y mucha lentitud. Requiere tiempo. No podemos mandarle un mensaje y ya está. Él no puede mandarnos una postal. El correo electrónico también podría estar pinchado. Ahora mismo hay allí terroristas adiestrados. Es gente con estudios y que está al día de los avances tecnológicos. ¿Por qué?

—Si los yanquis quieren utilizar a nuestro hombre, tendríamos que mejorar las comunicaciones. Un transmisor-receptor en miniatura. Y eso les va a salir caro.

—Y tanto que sí —dijo el director—. Ya me encargo yo de eso. Les diré que «quizá» y luego discutiremos el precio.

No se refería a dinero, sino a ayuda en otros muchos asuntos: el programa nuclear iraní, la cesión de material clasificado de ultimísima tecnología… Una larga lista de la compra.

—¿Tiene nombre ese agente? —preguntó David.

—Su nombre en clave es Ópalo —respondió Benny—. Trabaja de controlador de carga en el muelle.

Zorro Gris no perdió el tiempo.

—Has estado hablando con los israelíes —dijo.

—Así es. ¿Han contestado?

—Y con ganas. Tienen a un hombre muy bien infiltrado allí. En Kismayo, precisamente. Están dispuestos a ayudar pero exigen mucho a cambio. Ya sabes cómo las gastan. Esos no te regalan arena ni en medio del desierto.

—Ya, pero ¿quieren discutir el precio?

—A otro nivel, no al nuestro —dijo Zorro Gris—. Muy por encima de nuestras competencias. Su hombre fuerte en la embajada ha hablado directamente con el jefe del J-SOC.

Se refería al almirante William McRaven.

—¿Y él los ha rechazado?

—No. Sorprendentemente, ha accedido a sus demandas. Puedes ponerte en marcha. Tu contacto es su jefe de estación. ¿Le conoces?

—Sí, más o menos.

—Bien, pues todo tuyo. Explícales lo que quieres y ellos harán lo que puedan.

Cuando llegó a su despacho vio que tenía un mensaje de Ariel.

«Por lo visto hay un comprador de fruta, verdura y especias somalíes. Es una empresa llamada Masala Pickles, que fabrica encurtidos picantes, de esos que los británicos comen con el curri. La mercancía se embotella, congela o enlata en una planta que hay en Kismayo, y luego la envían a la fábrica central».

El Rastreador lo llamó por teléfono. Quienquiera que estuviera escuchando no entendería nada, de modo que no encriptó la llamada.

—Mensaje recibido, Ariel. Buen trabajo. Solo una cosa: ¿dónde está la fábrica central?

—Ah, perdón, coronel. Está en Karachi.

Karachi. Pakistán. Cómo no.