5

El Rastreador tenía un nombre y una dirección, además de un callejero de Islamabad que le había proporcionado John Smith en el aeropuerto de Dubai. Por lo demás estaba seguro de que, cuando dejara el hotel al día siguiente, le seguirían. Antes de acostarse fue a recepción y pidió que hubiera un taxi esperándole por la mañana. El recepcionista le preguntó adónde deseaba ir.

—Bueno, querría echar un vistazo a las notables atracciones turísticas de la ciudad.

A las ocho en punto de la mañana siguiente, el taxi estaba a la puerta. Saludó al taxista con la acostumbrada sonrisa afable de «turista americano inofensivo» y arrancaron.

—Voy a necesitar su ayuda, amigo —dijo, inclinándose hacia el asiento delantero—. ¿Qué me recomienda?

El coche enfiló por la avenida de la Constitución y pasaron junto a las embajadas francesa y japonesa. El Rastreador, que previamente había memorizado el callejero, asintió con entusiasmo cuando el taxista le señaló el Tribunal Supremo, la Biblioteca Nacional, la residencia presidencial, la sede del Parlamento. Tomó algunas notas. Y también miró varias veces por la luna trasera. No los seguía nadie. Para qué, si el taxista era el hombre del ISI.

El recorrido fue largo y hubo solo dos paradas. Pasaron frente a la entrada principal de la impresionante mezquita Faisal; el Rastreador preguntó si estaba permitido hacer fotos y, como la respuesta fue afirmativa, sacó una docena desde la ventanilla.

Atravesaron la Zona Azul, con sus tiendas para gente con dinero. La primera parada fue en el emporio de la sastrería conocido como British Suiting.

El Rastreador le explicó al taxista que un amigo le había recomendado una tienda en la que en solo dos días podían hacerte un buen traje a medida. El conductor dijo que así era, en efecto, y esperó mientras el estadounidense entraba en el establecimiento.

Los dependientes fueron muy atentos y serviciales. El Rastreador se decidió por una lana de estambre de calidad, azul marino con raya apenas visible. Lo felicitaron por su elección entre cálidas sonrisas. Tomarle medidas fue cosa de quince minutos escasos. Le dijeron que volviera al día siguiente para probárselo. Dejó una paga y señal en dólares, muy apreciados en el país, y antes de salir preguntó si podía ir un momento al servicio.

Estaba, como era de prever, en la parte de atrás, más allá de los rollos de tela para trajes. Había otra puerta, al lado de la del aseo. Cuando la persona que lo había acompañado lo dejó a solas, el Rastreador abrió la puerta y vio que daba a un callejón. La cerró, fue a un urinario, se alivió y regresó a la tienda. Lo acompañaron hasta la salida. El taxi estaba esperando.

Lo que no había visto, pero pudo adivinar, fue que mientras él se encontraba en el lavabo, el conductor se había asomado a la tienda. Le dijeron que el cliente estaba «en la parte de atrás». Los probadores estaban también en aquella dirección. El hombre asintió con la cabeza y volvió al taxi.

La otra parada fue mientras visitaban el mercado de Kohsar, uno de los lugares emblemáticos de la ciudad. El Rastreador expresó su deseo de tomar un café y le indicaron la cafetería Gloria Jeans. Después de tomárselo compró unas galletas de chocolate inglesas en AM Grocers y le dijo al taxista que ya podían volver al hotel.

Llegados al Serena, pagó al taxista y le dio una generosa propina que estaba seguro de que no iría a parar a las arcas del ISI, sino a su propio bolsillo. En menos de una hora habrían archivado un informe sobre él, previa llamada telefónica a British Suiting. Una comprobación de rutina.

Una vez en su habitación redactó una crónica para el Washington Post, bajo el título «Un recorrido matinal por la fascinante Islamabad». El artículo era tremendamente aburrido y jamás se publicaría.

No había llevado consigo un ordenador porque no quería que alguien le extrajera el disco duro. Utilizó la sala de telecomunicaciones del Serena. Cómo no, el mensaje fue interceptado y leído por el funcionario encerrado en el sótano que previamente había copiado y archivado la carta del agregado de prensa.

Almorzó en el hotel y luego se acercó a la recepción para avisar de que iba a dar una vuelta. Al salir, un joven unos diez años menor que él, pero con cierto sobrepeso, se levantó con esfuerzo de un sofá del vestíbulo, apagó el cigarrillo que estaba fumando, dobló su periódico y le siguió.

El Rastreador podía tener bastantes más años que él, pero era marine y le gustaba andar deprisa. Un par de largas avenidas después, el perseguidor estaba ya sin resuello y empapado en sudor. Cuando finalmente perdió de vista a su presa, pensó en el informe escrito por la mañana. En su segunda salida del día parecía evidente que el estadounidense se dirigía a British Suiting. El policía puso rumbo hacia allí. Estaba bastante preocupado; no dejaba de pensar en sus implacables superiores.

Cuando asomó la cabeza en la sastrería, sus preocupaciones se evaporaron. Sí, el estadounidense estaba en la tienda, pero «en la parte de atrás». El perseguidor esperó fuera, delante de Mobilink. Buscó un portal adecuado, se apoyó en la pared, desplegó su periódico y encendió un pitillo.

De hecho, el Rastreador no había estado en los probadores de la tienda. Después de ser recibido por el personal de la sastrería, explicó, ostensiblemente avergonzado, que se sentía indispuesto y que necesitaba usar el retrete si no era inconveniente. Sí, sí, conocía el camino.

Un feringhee con problemas estomacales es tan predecible como el sol cuando amanece. Salió por la puerta de atrás, enfiló el callejón a paso vivo y salió a la avenida. Un taxi le vio agitar el brazo y se detuvo junto al bordillo. Esta vez era un taxi de verdad, y el taxista un paquistaní normal y corriente que intentaba ganarse la vida. A un extranjero siempre se le puede dar un paseo largo sin que se entere, y un dólar siempre es un dólar.

El Rastreador sabía que no iban a tomar la ruta más corta, pero prefería no discutir. Veinte dólares más tarde (cuando debería haber pagado solo cinco), se apeó donde él deseaba: la confluencia de dos calles de la Zona Rosa, en los aledaños de Rawalpindi y el barrio de casas de militares. Una vez que el taxi se hubo alejado, recorrió a pie los restantes doscientos metros.

Era una vivienda modesta, pulcra pero sin ninguna ostentación, con una placa escrita en inglés y en urdu: coronel M. A. Shah. Sabía que en el ejército se levantaban y se acostaban temprano. Llamó a la puerta. Oyó pasos. Alguien abrió unos centímetros. Dentro estaba oscuro. La cara que asomó también era oscura, ajada pero sin duda bella en otro tiempo. ¿Tal vez la señora Shah? No era una criada; se trataba de gente humilde.

—Buenas tardes. Venía a hablar con el coronel Ali Shah. ¿Está en casa?

De dentro llegó una voz masculina preguntando algo en urdu. La mujer se volvió para responder. La puerta se abrió y apareció un hombre de mediana edad. El pelo bien cortado, un bigote pulcro, la barba perfectamente rasurada, aspecto castrense. El coronel no iba de uniforme, sino de civil. Con todo, su figura despedía una cierta arrogancia. Su sorpresa al ver a un estadounidense fue, sin embargo, auténtica.

—Buenas tardes, señor. ¿Tengo el honor de hablar con el coronel Ali Shah?

Era tan solo teniente coronel, pero el hombre no pensaba sacar al forastero de su error. Y la manera de preguntarlo parecía inofensiva.

—En efecto.

—Vaya, hoy estoy de suerte. Le habría llamado por teléfono, pero no tenía su número particular. Espero no haber llegado en un mal momento.

—No, bueno, pero… ¿de qué se trata?

—Verá usted, coronel, mi buen amigo el general Shawqat me dijo anoche durante la cena que usted era el hombre a quien debía acudir. ¿Podríamos…?

El Rastreador señaló hacia el interior y el perplejo oficial se hizo a un lado, franqueándole el paso. Si hubiera sido el comandante en jefe, se habría cuadrado en un tembloroso saludo marcial con la espalda pegada a la pared. El general Shawqat, nada menos… él y el norteamericano habían estado cenando juntos.

—Por supuesto, qué modales los míos. Entre, haga el favor.

Le hizo pasar a un salón modestamente amueblado. La mujer permanecía allí de pie, a la espera. «Chai!», le gritó el militar, y ella fue a preparar el té; era el ritual de bienvenida para los invitados especiales.

El Rastreador le entregó su tarjeta a nombre de Dan Priest, reportero del Washington Post.

—El director de mi periódico me ha encargado, con el beneplácito del gobierno de ustedes, que haga un retrato periodístico del mulá Omar. Como usted comprenderá, aun después de todos estos años el mulá sigue siendo un personaje hermético y del que se sabe muy poco. El general me dio a entender que usted le conocía y que había hablado con él.

—Bueno, no sé yo si…

—Oh, vamos, no sea tan modesto. Mi amigo me dijo que hace doce años usted le acompañó a Quetta y que desempeñó un papel crucial en las conversaciones bilaterales.

El teniente coronel Ali Shah se irguió más si cabe ante los halagos del estadounidense. Así que el general Shawqat había reparado en él… Juntó los dedos de ambas manos y dijo que, en efecto, había mantenido una conversación con el líder talibán tuerto.

Llegó la mujer con el té. Mientras lo servía, el Rastreador se fijó en que tenía unos preciosos ojos de color verde jade. Había oído hablar de la gente de las tribus montañesas de la Línea Durand, el inhóspito territorio fronterizo entre Afganistán y Pakistán.

Se cuenta que hace 2300 años, después de aplastar el Imperio persa, Alejandro Magno, rey de Macedonia, el joven dios de los albores del mundo, atravesó esas montañas para expandir su conquista a la India. Pero sus hombres estaban exhaustos de tanto guerrear, y a su regreso de la campaña del Indo empezaron a desertar en manadas. Si no les era posible volver a las colinas macedonias, se quedarían en aquellas montañas y valles, tomarían esposa, cultivarían la buena tierra y abandonarían las armas para siempre.

Aquella niña que se había escondido detrás de Mahmud Gul en la aldea de Qala-e-Zai tenía los ojos azules, y no castaños como los punjabíes. Pero ¿y el hijo desaparecido?

El té aún estaba intacto cuando la entrevista tocó a su fin. En ningún momento pensó que ese final sería tan brusco.

—Tengo entendido, coronel, que su hijo lo acompañó. Y que habla pastún.

De repente el oficial se levantó de su butaca y, totalmente rígido, sentenció muy ofendido:

—Se equivoca, señor Priest. Yo no tengo ningún hijo.

El Rastreador se levantó también, dejando su taza sobre la mesa con un gesto de disculpa.

—Pero por lo que me han dicho… Un muchacho llamado Zulfikar…

El coronel se acercó a la ventana y se plantó ante ella mirando hacia el exterior con las manos a la espalda. Parecía temblar de ira contenida, aunque el Rastreador no sabría decir si era contra el forastero o contra su hijo.

—Le repito, caballero, que no tengo ningún hijo. Me temo que no puedo serle de ayuda.

El silencio podía cortarse. No había lugar a engaño: el norteamericano tenía que marcharse.

El Rastreador miró un momento hacia la mujer del coronel. Los ojos verde jade estaban arrasados en lágrimas. Allí había sin duda un grave conflicto familiar. Mientras ella le abría la puerta, le dijo:

—Lo siento muchísimo, señora, de veras.

Estaba claro que ella no hablaba inglés, probablemente tampoco árabe. Pero las palabras de disculpa suelen ser bastante fáciles de comprender, así que la mujer debió de captar algo. Levantó la vista, llorosa, y asintió en señal de aceptación. Luego la puerta se cerró.

El Rastreador anduvo cerca de un kilómetro antes de salir a la carretera que iba al aeropuerto. Detuvo un taxi y se dirigieron hacia la ciudad. De regreso en el hotel telefoneó al agregado cultural desde su habitación. El teléfono estaba pinchado, casi con seguridad, pero no le importó.

—Hola, soy Dan Priest. Me preguntaba si habías encontrado ya ese material sobre el folclore del Punjab y las Áreas Tribales…

—Sí, sí, desde luego —dijo el hombre de la CIA.

—Estupendo. Creo que podré escribir un buen artículo. ¿Podrías traérmelo al hotel? ¿Tomamos un té en el salón?

—Claro, Dan, eso está hecho. ¿A las siete te va bien?

—Perfecto. Hasta luego.

Después, mientras tomaban el té, el Rastreador le explicó lo que necesitaba para el día siguiente. Sería viernes, el teniente coronel tendría que ir a la mezquita para las oraciones. Era el día sagrado para los musulmanes, no podía faltar. Pero no iría con su esposa. Aquello no era Camp Lejeune.

El hombre de la CIA se marchó y el Rastreador pidió al conserje que le reservara plaza en el vuelo de Qatar Airways del viernes por la tarde con destino a Qatar, para enlazar con British Airways y volver a Londres.

El coche estaba esperándole por la mañana cuando pagó la cuenta y salió con su maleta. Era el típico vehículo anónimo, pero provisto de matrícula del cuerpo diplomático para que nadie molestara a sus ocupantes.

Al volante iba un norteamericano de raza blanca, mediana edad y pelo gris, un veterano empleado de la embajada que conocía al dedillo las calles de la ciudad. Con él iba un joven empleado del departamento de Estado que, en un cursillo de idiomas en Estados Unidos, había elegido estudiar pastún y lo dominaba. El Rastreador ocupó el asiento trasero y dio la dirección. Al salir del recinto del Serena, el coche del ISI empezó a seguirlos.

Aparcaron al final de la calle donde estaba la casa del teniente coronel Ali Shah y esperaron hasta que todos los varones de la manzana hubieron partido camino de la mezquita. Solo después el Rastreador dio orden de aparcar frente a la puerta.

Una vez más, fue la señora Shah quien acudió a abrir. Se puso nerviosa de inmediato, explicando que su marido no estaba en casa, que volvería al cabo de una hora o quizá más. Habló en pastún. El hombre de la embajada respondió que el coronel les había pedido que lo esperaran allí. Indecisa porque su esposo no le había dado instrucciones al respecto, la mujer acabó dejándoles pasar. Los acompañó hasta el salón y se quedó allí de pie, avergonzada, pero sin marcharse tampoco. El Rastreador le indicó por señas el sillón que estaba frente al suyo.

—Se lo ruego, señora Shah, no se alarme. Si he vuelto ha sido para disculparme por lo de ayer. No pretendía molestar a su marido. Le he traído un pequeño regalo para expresarle mi pesar.

Dejó la botella de Black Label encima de la mesita baja. Era otra de las cosas que había pedido de antemano que llevaran en el coche. La mujer sonrió nerviosa mientras el intérprete le traducía, y luego se sentó.

—Yo no tenía ni idea de que hubiera un conflicto entre padre e hijo —dijo el Rastreador—. Qué tragedia. Me habían contado que el chico, Zulfikar, ¿verdad?, tenía mucho talento y que hablaba inglés tan bien como el urdu o el pastún, que sin duda aprendió de usted.

La mujer asintió y de nuevo sus ojos se humedecieron.

—Dígame, ¿no tendrá por casualidad una fotografía de Zulfikar, aunque sea de cuando era pequeño?

De sus ojos brotaron dos grandes lágrimas, que corrieron mejilla abajo. Ninguna madre llega a olvidar al bebé que una vez sostuvo en su regazo. Asintió despacio.

—¿Podría verla? Por favor.

La mujer se levantó y abandonó el salón. En alguna parte tenía un escondite secreto, y el hecho de guardar una foto de su hijo perdido era de por sí todo un desafío a la autoridad del esposo. Cuando regresó al salón llevaba en la mano un pequeño marco de piel con una fotografía.

Era del día de la graduación. Había dos chicos en la imagen, ambos sonriendo felices a la cámara. La foto era anterior a su conversión al fundamentalismo; tiempos de despreocupación al terminar los estudios, un diploma de bachillerato y una amistad inofensiva. No hubo necesidad de preguntar cuál de los dos era Zulfikar. El de la izquierda tenía unos luminosos ojos de color ámbar. El Rastreador le devolvió la fotografía.

—Joe —dijo en voz baja—, usa tu móvil para pedirle al conductor que llame a la puerta.

—Pero debe de estar esperando fuera…

—Haz lo que te digo, por favor.

El subalterno sacó el móvil y llamó. La señora Shah no entendió palabra de lo que decía. Segundos después alguien llamaba con fuerza a la puerta principal. La mujer se alarmó. No era su marido; demasiado temprano, y él habría entrado sin más. No esperaba ninguna visita. Se levantó, mirando impotente a su alrededor, abrió un cajón del aparador e introdujo en él la foto. Quienquiera que estuviera llamando a la puerta insistió. La mujer fue a abrir.

El Rastreador actuó muy rápido. En dos zancadas se acercó al aparador, sacó la imagen enmarcada y la fotografió dos veces con su iPhone. Para cuando la señora Shah volvió a entrar, en compañía del estupefacto conductor, estaba sentado de nuevo; junto a él, desconcertado, se hallaba el hombre más joven. El Rastreador se puso de pie luciendo una amable sonrisa.

—Ah, veo que se me acabó el tiempo. Mi avión sale dentro de poco. Lamento no haber podido disculparme ante su marido. Salúdele de mi parte, por favor.

El intérprete tradujo todo lo anterior. La mujer los acompañó hasta la puerta y, una vez a solas, fue a rescatar la fotografía para devolverla a su lugar secreto.

De camino al aeropuerto el Rastreador amplió la foto y la contempló. No era un hombre cruel y no habría querido engañar a aquella antaño bella mujer de ojos verde jade. Pero ¿cómo decirle a una madre que llora todavía a su hijo que este se ha convertido en un monstruo y que está buscándolo para matarlo?

Veinte horas después aterrizaba en Washington Dulles.

Encogido en el minúsculo espacio disponible para él en el desván de la casita de Centreville, el Rastreador miró la pantalla. Ariel estaba delante del teclado, como un pianista frente a su piano de cola. Su control era absoluto; gracias al equipo que le había proporcionado la TOSA, el mundo estaba a sus pies.

Empezó a teclear a toda velocidad y fue explicando lo que había hecho mientras en el monitor iba apareciendo una sucesión de imágenes.

—El tráfico de internet de ese Troll sale de ahí —dijo.

Eran imágenes de Google Earth, pero Ariel parecía haberlas mejorado. Desde el espacio, el Rastreador descendió en picado sobre el planeta como el osado Felix Baumgartner. La península Arábiga y el Cuerno de África llenaron por completo la pantalla, pero la cámara siguió bajando y bajando. Hasta que finalmente detuvo su delirante descenso y lo que el Rastreador vio fue un tejado: de forma cuadrada, gris claro. Parecía haber un patio y una cancela. En el patio, dos furgonetas aparcadas.

—El Predicador no está en Yemen, como se podría haber pensado, sino en Somalia —dijo Ariel—. Esto es Kismayo, una población costera en el extremo sudoriental del país.

El Rastreador estaba totalmente fascinado. La CIA, la TOSA, el Centro de Antiterrorismo, todos se habían equivocado al pensar que su presa dejó Pakistán para trasladarse a Yemen. Probablemente había estado allí, sí, pero luego había decidido buscar refugio lejos del AQPA (Al Qaeda en la Península Arábiga), entre los fanáticos que controlaban el AQCA (Al Qaeda en el Cuerno de África), llamado antiguamente Al-Shabab y que ejercía un absoluto dominio en la mitad sur de uno de los países más violentos del mundo: Somalia.

Había mucho que investigar. Por lo que él sabía, Somalia, aparte del enclave vigilado en torno a la capital simbólica de Mogadiscio, era terreno vedado desde la matanza de dieciocho rangers en el incidente que se conocería como Blackhawk Derribado y que quedó grabado a fuego en la memoria herida de los militares estadounidenses.

Si Somalia era famosa por algo, era por los piratas que desde hacía diez años asaltaban barcos y secuestraban cargamentos y tripulaciones exigiendo rescates millonarios. Pero los piratas estaban en el norte, en la zona de Puntland, un semidesierto habitado por clanes y tribus que sir Richard Burton, el explorador de la época victoriana, calificó en su momento como el pueblo más salvaje del mundo.

Kismayo estaba en el sur del país, unos trescientos kilómetros al norte de la frontera con Kenia. Durante el colonialismo había sido un importante centro comercial italiano; ahora era un territorio sin ley gobernado por fanáticos yihadistas más radicales que cualesquiera otros en el islam.

—¿Sabes qué es ese edificio? —le preguntó a Ariel.

—No. Un almacén, un cobertizo grande, no sé. Pero desde ahí el Troll administra la base de admiradores; es donde está el ordenador con el que trabaja.

—¿Sabe que tú lo sabes?

El muchacho sonrió.

—No, qué va. Él no me ha detectado. Si sospechara que le estoy vigilando, habría cerrado la base de admiradores.

El Rastreador salió del desván y bajó de espaldas por la escalera metálica hasta el rellano. Ordenaría transferir toda la información a la TOSA. Haría que un drone sobrevolara, invisible y silencioso, aquel cobertizo, atento a cualquier susurro en el ciberespacio, a desplazamientos de calor corporal, fotografiando las posibles idas y venidas. El drone transmitiría todo cuanto viera, en tiempo real, a los monitores de la base aérea de Creech, Nevada, o a la de Tampa, Florida, y de allí a la TOSA. Mientras tanto, él iba a estar muy ocupado con lo que se había traído de Islamabad.

El Rastreador contempló durante horas la fotografía que había tomado a hurtadillas del retrato que la señora Shah guardaba como un tesoro. En el laboratorio habían mejorado la imagen hasta dejarla perfectamente nítida y enfocada. Mirando aquellas dos caras sonrientes, se preguntó dónde estarían en ese momento. El de la derecha daba igual. Toda su atención se concentró en el muchacho de ojos color ámbar, del mismo modo que durante la Segunda Guerra Mundial el general Montgomery había estudiado a fondo el rostro del mariscal Rommel, el Zorro del Desierto, tratando de imaginar su siguiente movimiento.

El chico tenía diecisiete años en la foto. Eso era antes de convertirse al yihadismo radical, antes del 11-S, antes de Quetta, antes de abandonar la casa paterna e irse a vivir con los asesinos de Lashkar-e-Taiba y la Brigada 313 y el clan Haqqani.

Las experiencias, el odio, los inevitables asesinatos presenciados, la dura vida en las montañas de las Áreas Tribales: todo ello habría avejentado el rostro del sonriente muchacho.

Envió una fotografía actual del Predicador, aunque apareciera enmascarado, y otra con la parte izquierda de la foto tomada en Islamabad, a un grupo de investigación muy especializado. El Servicio de Información Criminológica, dependiente del FBI, dispone en sus instalaciones de Clarksburg, Virginia Occidental, de un laboratorio experto en envejecer caras.

Les pidió que sacaran una imagen del rostro que tendría aquel muchacho en la actualidad. Después fue a ver a Zorro Gris.

El director de la TOSA examinó las pruebas con gesto de aprobación. Por fin tenían un nombre; pronto tendrían una cara. Tenían un país, quizá incluso una ciudad.

—¿Crees que vive allí, en ese almacén de Kismayo? —preguntó.

—Lo dudo. Es muy paranoico. Apostaría lo que fuera a que vive en otro sitio, que graba sus sermones con una videocámara en un cuarto pequeño con esa enorme tela detrás que vemos en la pantalla, y que luego pasa la grabación a su ayudante, ese al que hemos apodado el Troll, para que la transmita desde Kismayo. Aún no lo hemos atrapado, ni muchísimo menos.

—Bien, ¿y ahora qué?

—Necesito un avión no tripulado vigilando ese almacén las veinticuatro horas del día. Si no fuera porque estoy seguro de que sería una pérdida de tiempo, pediría una misión de vuelo rasante para sacar fotos del edificio y comprobar si en los laterales o la fachada aparece el nombre de alguna empresa. Pero aun así necesito saber quién es el propietario.

Zorro Gris contempló la imagen tomada desde el espacio. Era bastante nítida, pero con tecnología militar podían contarse los remaches del tejado a quince mil metros de altitud.

—Me pondré en contacto con los chicos. Tienen instalaciones de lanzamiento en Kenia al sur, en Etiopía al oeste y en Yibuti al norte, y dentro del propio Mogadiscio la CIA dispone de una unidad encubierta. Tendrás tus fotos. Ahora que tienes su cara, que él se empeña tanto en mantener oculta, ¿piensas revelar su identidad?

—De momento, no. Se me ha ocurrido otra idea.

—Es asunto tuyo, Rastreador. Adelante.

—Una última cosa. No estaría mal contar con el respaldo del J-SOC. ¿La CIA o alguien más tiene un agente secreto oculto en el sur de Somalia?

Una semana después sucedieron cuatro cosas. El Rastreador había estudiado un poco la trágica historia de Somalia. Descubrió que en el pasado había habido tres países. La conocida como Somalandia francesa, en el extremo septentrional, era ahora Yibuti. Todavía con fuerte influencia francesa, conservaba una guarnición de la Legión Extranjera y una enorme base estadounidense cuyo alquiler era vital para la economía del país. También en el norte, la Somalandia británica seguía siendo eso, una nación tranquila y pacífica, incluso democrática, pero curiosamente no reconocida como estado soberano.

El grueso del territorio de la actual República Federal de Somalia lo constituía la antigua Somalandia italiana, una colonia confiscada tras la Segunda Guerra Mundial, administrada durante un breve período por los británicos y por último independiente. Tras unos años de dictadura, como parece ser de rigor, la antaño próspera y elegante colonia donde los italianos ricos solían pasar sus vacaciones vivió una guerra civil. Peleas entre clanes, entre tribus, entre caciques por la supremacía. Al cabo de un tiempo, la comunidad internacional, con Mogadiscio y Kismayo reducidas a escombros, se olvidó del asunto.

Somalia alcanzó cierta notoriedad unos años después, cuando los empobrecidos pescadores del norte empezaron a dedicarse a la piratería y el sur se convirtió al fundamentalismo islámico. Al-Shabab, surgida no como ramificación sino como aliado de Al Qaeda, había conquistado todo el sur. Mogadiscio quedó como una frágil capital simbólica de un régimen corrupto que vivía de la ayuda exterior, pero en un enclave cerrado cuya frontera estaba vigilada por un ejército compuesto de keniatas, etíopes, ugandeses y burundeses.

En el interior de ese cerco armado, el dinero extranjero iba a parar a proyectos de ayuda, y espías y agentes varios se dedicaban a fingir estar ocupados en otras cosas.

Mientras el Rastreador leía con la cabeza entre las manos, o examinaba imágenes en el monitor de plasma de su oficina, sucedió la primera cosa reseñable: un RQ-4 Global Hawk se colocó sobre Kismayo. No iba dotado de armas porque no las necesitaba para su misión. Era la versión del Hawk llamada HALE (siglas inglesas de gran altitud, larga resistencia).

Había partido de las instalaciones en la vecina Kenia, donde unos cuantos soldados y técnicos estadounidenses se achicharraban bajo el sol tropical, aprovisionados periódicamente por vía aérea y viviendo en módulos provistos de aire acondicionado como un equipo de filmación de exteriores. Tenían cuatro Global Hawk, de los cuales dos estaban en el aire.

Uno había despegado antes de que llegara la nueva orden. Su misión consistía en vigilar la frontera keniato-somalí y las aguas cercanas a la costa en previsión de ataques e incursiones. La orden que acababan de recibir era la de sobrevolar una antigua zona comercial de Kismayo y vigilar un edificio en concreto. Como los Hawk tenían que turnarse entre sí, eso significaba que los cuatro estaban operativos.

El Global Hawk es capaz de permanecer nada menos que treinta y cinco horas en zona. Cuando está cerca de su base, puede sobrevolar el objetivo durante treinta horas seguidas. A dieciocho mil metros de altitud, casi el doble que un avión de pasajeros, puede explorar diariamente hasta cien mil kilómetros cuadrados. O reducir el ámbito de exploración a diez kilómetros cuadrados y acercar el objetivo para tener una imagen absolutamente nítida.

El Hawk que sobrevolaba Kismayo estaba provisto de radar de apertura sintética, cámara electro-óptica e infrarroja para operar de día y de noche, con cielo despejado o cubierto. Podía asimismo «escuchar» hasta la más breve transmisión hecha con el mínimo posible de energía y «olfatear» variaciones de fuentes de calor en función del movimiento de seres humanos en tierra. Toda la información llegaba en un nanosegundo a la central en Nevada.

La segunda cosa importante que ocurrió fue que enviaron el análisis fotográfico desde Clarksburg. Los técnicos habían notado que, en las imágenes del televisor, la tela de la máscara parecía estar ligeramente abultada por debajo del rostro. Su teoría era que podía deberse a una barba poblada. En consecuencia, enviaban dos alternativas, con y sin barba.

Para elaborar el hipotético retrato actual disponían de las arrugas que mostraba en la frente y en torno a los ojos: la cara resultante era marcadamente más vieja. Y dura. En la boca y la mandíbula había un gesto de crueldad; nada que ver con la expresión distendida y alegre del rostro del muchacho de la fotografía.

Acababa de examinar las nuevas imágenes cuando le llegó un mensaje de Ariel. El tercer hecho destacable.

«Parece ser que hay un segundo ordenador en el edificio —le informó—. Pero no emite los sermones, eso seguro. Quienquiera que lo maneje, y yo diría que es el Troll, ha acusado recibo dando las gracias. No indica por qué. Pero alguien más se está comunicando vía e-mail con ese edificio».

Luego llegó la respuesta de Zorro Gris, la cuarta cosa a remarcar. Era una negativa contundente. Nadie tenía operativos viviendo entre los Shabab.

—El mensaje parece ser: si te metes en ese nido de avispas, vas a estar tú solo —le dijo Zorro Gris al Rasteador.